23 ene 2023

Lo que expresa el juicio político a la Corte

Publicado en LN, acá

https://www.lanacion.com.ar/opinion/juicio-politico-a-la-corte-una-iniciativa-caprichosa-y-boba-nid21012023/



Quisiera presentar algunas reflexiones constitucionales a partir de la iniciativa de juicio político a la Corte Suprema, impulsada por el Poder Ejecutivo. Ello así, porque considero que la iniciativa en cuestión representa una expresión extrema, de un momento político también extremo: una etapa de aciago delirio en la trágica comedia en que se ha convertido la historia argentina. Me preocupa, sin embargo, menos el juicio político en sí -una iniciativa caprichosa y boba, que tiene poco sentido tomarse en serio- que lo que la decisión de activar el juicio expresa, en este momento. Pienso en lo siguiente: el impulso dado al juicio nos refiere a una administración desorbitada, repudiada aún por sus integrantes, que se anima a tomar una medida extemporánea y carente por completo de consenso social (hay consenso en torno al mal funcionamiento de la justicia en todas las instancias, pero en absoluto a favor de la remoción de los miembros de la Corte), para la que (lo sabe) no va a encontrar respaldo institucional, y con el solo fin de ofender, embarrar y deslegitimar al máximo tribunal de la Nación. Ello, mientras ese mismo gobierno se muestra impávido e inmovilizado frente a una crisis (económica, social, política) difícilmente equiparable en la historia nacional. Esto es decir: el edificio social se cae a pedazos, y el gobierno usa las poquísimas energías políticas de las que dispone para agredir a aquellos (casi todos) a los que identifica como sus adversarios.

Pero, otra vez, no me interesa aquí examinar la iniciativa del juicio político en sí (una iniciativa -otra más- llamada a perderse en la alcantarilla de los trabajos sucios del gobierno) sino lo que dicha iniciativa torna evidente. Lo que la iniciativa del juicio revela es el alarmante estado en que se encuentra nuestra democracia constitucional, que hace posible que un gobierno -cualquiera- pueda adoptar iniciativas disparatadas; mientras la ciudadanía no puede sino mirar azorada, ya que no cuenta con ningún instrumento institucional apropiado para llamarle la atención al gobierno, o reprocharle por lo que hace o no hace. Nada. Como ciudadanos, la herramienta institucional que nos ha quedado, para ejercer nuestra autoridad democrática entre elección y elección, es ninguna. Lo que se ha ido imponiendo, en los últimos tiempos (como construcción política más que como legado de la historia) es la más pobre versión de la democracia constitucional que hemos visto, esto es decir, la democracia (kirchnerista) como sinónimo de “elecciones, y si no le gusta, arme un partido político y gáneme en la próxima”. Mientras tanto, todos los incentivos institucionales que ofrece nuestro aparato constitucional, aparecen orientados en la dirección equivocada; y nosotros -ciudadanos del común- no podemos hacer nada, salvo esperar la próxima elección, y luego prenderle alguna vela a algún santo, para rogar que los elegidos cumplan con las promesas que nos han hecho. 

Hoy por hoy, en efecto, todos los incentivos institucionales que ofrece el sistema de checks and balances trabajan en contra de los objetivos comunes (cualesquiera sean estos: progreso económico, justicia distributiva, paz social, etc.). En efecto, los mecanismos institucionales hoy vigentes i) alientan el conflicto, antes que la cooperación (ello así ya que, cuanto más concentrado está el poder, más importa obtener o retener los cargos ejecutivos, destruyendo a -antes que cooperando con- el adversario); ii) favorecen y auspician el trabajo de los lobistas, antes que la movilización social (ya que cualquier lobista tiene más chances de avanzar una demanda propia golpeando la puerta del despacho presidencial, que cientos de miles de lograr lo mismo, movilizándose por las calles durante días); y iii) promueven la corrupción político-empresarial, antes que la transparencia en la gestión (ello así, ya que los beneficios que pueden obtener políticos y empresarios pactando entre sí son extraordinarios; sobre todo cuando los principales mecanismos de control al poder han sido desmantelados -sólo como apostilla que nos habla del disvalor de nuestra dirigencia política, recuérdese que llevamos 15 años sin designar al Defensor del Pueblo!).

Dificultades como las señaladas nos muestran de qué modo nuestro sistema constitucional agudizó, con el paso del tiempo, problemas que eran propios del sistema de checks and balances, desde su nacimiento. Es cierto que, en su momento fundacional, el modelo constitucional que hoy tenemos fue el resultado de una diversidad de buenos propósitos (aunque no sólo esto). En un contexto marcado por luchas sangrientas entre facciones con intereses opuestos, la idea fue la de diseñar un aparato constitucional capacitado, a la vez, para integrar institucionalmente a todas esas facciones (la idea era que todos -“grandes propietarios” y “pequeños propietarios”; “mayoría” y “minoría”- ocuparan posiciones de gobierno); otorgarles a tales facciones un poder institucional equivalente; y obligarlas a negociar y acordar entre ellas, antes de convertir sus demandas en un decreto o en una ley. La idea era, en términos de Alexander Hamilton- la de usar la Constitución para favorecer la paz social, evitando las “mutuas opresiones”. Con la misma lógica a la que apelara en su momento Adam Smith, para pensar sobre la economía, James Madison pensó al constitucionalismo asumiendo que los funcionarios “egoístas” terminarían trabajando para el bien común (i.e., impidiendo los excesos de la rama de gobierno contraria) si se dotaba a cada sección del gobierno de los medios e incentivos institucionales apropiados (i.e., veto presidencial, juicio político, etc.).

Lamentablemente, y ya desde su origen, el sistema constitucional de los “frenos y contrapesos” apareció sujeto a problemas graves. Algunos de esos problemas fueron detectados en el propio tiempo de su creación y otros se tornaron evidentes mucho después. Entre los primeros se encontraba el siguiente: el problema de que las distintas ramas de gobierno no “negociaran” entre ellas, sino que ingresaran en una dinámica de “guerra” o de “bloqueo mutuo” -como admitiera el propio James Madison, pocos años después de haber ideado el sistema de checks and balances. El “juego” proyectado, de este modo, podía derivar en uno que ni favorecía la paz social, ni mucho menos la cooperación entre facciones diferentes: “guerra” o “bloqueo muto” constituían las dinámicas previsibles.

De los problemas menos previsibles, el más importante fue el derivado de la “explosión del multiculturalismo”. En efecto, cuando las sociedades modernas dejaron entenderse a sí mismas como lo hacían en el siglo xvii o xviii -esto es decir, como sociedades divididas en unas pocas facciones, internamente homogéneas (artesanos, comerciantes, grandes propietarios, etc.)- y pasaron a reconocerse como las reconocemos hoy, es decir, como sociedades fragmentadas en millares de grupos heterogéneos, todo cambió, y sin vuelta atrás. Hoy, el sueño institucional propio de un momento -el de lograr la representación plena de la sociedad, integrando a “todos” los grupos al sistema constitucional- se esfumó para siempre. En la actualidad, resulta simplemente irrealizable la aspiración de incorporar a la estructura de gobierno (no a 4, 5, 10 grupos sociales, sino) a millares de grupos de composición heterogénea. El resultado esperable, otra vez, es alarmante: los representantes políticos, una vez electos, previsiblemente representarán a muy pocos (y trabajarán -de modo previsible también- más en favor de los intereses del aparato partidario, que en nombre de intereses generales); mientras que la ciudadanía (desprovista de herramientas de control formal sobre el poder) carecerá de toda capacidad institucional formal para exigir políticas particulares o (re)orientar el rumbo de gobierno. Nada por hacer, salvo esperar la próxima elección y rezar.

Llegados a este punto, podemos volver a la cuestión inicial, sobre el juicio político, y entender mejor la naturaleza y gravedad de las dificultades que enfrentamos. Que el gobierno (cualquier gobierno) pueda, en un momento de crisis extrema (de cualquier tipo), quedarse indiferente e inmóvil, frente a la debacle, y optar por utilizar sus escasas fuerzas para agredir a quienes identifica como adversarios (empujado por los caprichos reales de cualquiera) no es sólo muestra de una dirigencia que ha perdido el rumbo. Se trata, sobre todo, de un accionar patológico que el sistema constitucional hace posible y alienta. Y eso es lo preocupante: no bastará con lo urgente - cambiar de elenco gobernante- en la próxima elección, porque el problema que enfrentamos no nace a partir de personas (cada vez peores, digamos), sino a partir de instituciones que nos resultan cada vez más ajenas.


11 ene 2023

La "casta política": qué sí y qué no

 

 https://www.clarin.com/opinion/necesidad-renovacion-institucional_0_pHuXoIVpbm.html



La idea de que vivimos gobernados por una “casta” no es argentina, ni sólo latinoamericana, y si ella se ha extendido tanto, por tantas partes, casi al mismo tiempo, es porque encierra algo que en demasiados lugares se reconoce como cierto. Ello, aunque lo que esa expresión oculta es todavía más importante que lo que muestra. Qué es lo que esa idea sugiere? Lo que sugiere es que muchos objetivos sociales compartidos (paz, justicia, libertad, etc.) se ven frustrados no como producto de catástrofes naturales o desgracias ocasionales, como la pandemia, sino como resultado de una clase dirigente, que gobierna en su propio provecho. Claro, la explicación gana particular atractivo, seguramente, tanto por su apelación conspirativa (“ellos son los que impiden que todos los demás estemos bien”), como por el modo en que nos libra a nosotros, los ciudadanos comunes, de toda responsabilidad en la generación de los males colectivos que padecemos (“los culpables son ellos”). Sin embargo, a pesar de que nos duela, la idea de una “casta” que gobierna a nuestras espaldas y reparte beneficios exclusivos entre sus miembros, involucra intuiciones socialmente muy extendidas. Desde hace décadas, y por razones muy diversas, el sistema de la representación política está en crisis, y quienes ocupan posiciones de poder en ella, encuentran medios institucionales e incentivos (todos los incentivos, diría) para beneficiarse a sí misma, a costa del resto. Qué razones han favorecido esa crisis? Muchas, seguramente, y entre ellas, la mayor heterogeneidad de la sociedad, con más y más variadas necesidades e intereses que satisfacer; la dificultad efectiva de “representar” a una sociedad plural y multicultural; la (consiguiente) pérdida de fuerza de los partidos de masas e ideológicos; la burocratización y profesionalización de la política (la vieja “ley de hierro de la oligarquía” de la que hablaba el sociólogo alemán Robert Michels); el modo en que se han ido corroyendo por dentro las viejas instituciones; etc.

Dicho lo anterior, debe subrayarse inmediatamente que la noción de “casta” también “oculta” algo importante, tanto o más relevante que aquello que visibiliza. Por un lado, dicha noción sugiere algo falso, esto es, que una persona (un “león”), o una “nueva dirigencia”, honesta y jovial, podrá resolver de una vez los problemas políticos que padecemos, cuando finalmente se haga cargo de la catástrofe institucional que hoy nos asfixia. Por otro lado, y lo que es más importante, la idea de “casta” invisibiliza lo que resulta crucial, y es que aquí no hablamos de un problema de individuos, personalidades o rasgos de carácter (los “honestos” que se juegan por el país, contra los “corruptos” entregados al extranjero), sino de cuestiones institucionales de carácter estructural -problemas que tienden a afirmarse y reproducirse con el paso del tiempo. Y es que son tantas las posibilidades de utilizar las palancas del poder para el propio beneficio (lo cual lleva, al grueso de la clase dirigente, a “pactar” entre sí la preservación común de esas ventajas), y tantos los incentivos para hacerlo (ante la falta de controles y la “colonización” de los organismos de supervisión existentes) que lo que resulta esperable es que los “nuevos sujetos” que ocupen los “viejos cargos,” una vez en funciones, repitan desde el poder los mismos vicios que denunciaban desde el llano. Ninguna sorpresa: esto mismo es lo que comprobamos, una y otra vez, luego de la llegada a la Presidencia o al Congreso de aquellos que prometían, durante sus campañas electorales, ser implacables frente a los “privilegios de la casta”: bastan unos pocos días en el poder para advertir que ya usufructúan, con naturalizada suficiencia, de las prebendas y canonjías de las que hasta ayer abjuraban. Pero, otra vez, el problema no es que “esta persona tampoco resultó buena/honesta”: el problema es el entramado de incentivos que permite y fomenta ese tipo de comportamientos.

En la actualidad, padecemos en el país a un elenco de gobierno que, seguramente, es el peor de la historia democrática argentina: un grupo de delirantes que se golpean entre sí, mientras lanza garrotazos al aire, buscando acertar a alguno de sus adversarios. Toda la energía política dedicada a ello: a intentar, con llamativa torpeza, la destrucción del otro. La mala noticia es que, dentro de este marco, el futuro no resulta particularmente prometedor. Tendremos gobiernos mejores (difícil empeorar al actual), pero los problemas de fondo están llamados a mantenerse. En todo caso, la esperanza reside en las lecciones que, ojalá, hayamos ido aprendiendo con el tiempo: que no hay buenas razones para confiar en un nuevo líder o en una nueva generación “salvadora”; que necesitamos de una renovación institucional que asegure mayores espacios ciudadanos para la decisión y el control del poder; que la democracia no es, como quiso enseñarnos el kirchnerismo, un sistema para la periódica elección de líderes (“forme su propio partido y gáneme”), sino algo más bien contrario a lo propuesto: la democracia es, y debe ser, lo que los ciudadanos construyamos políticamente, entre elección y elección.