Artículo que publiqué estos días en Lexis, a raíz de algunos debates que tuvimos por acá
(Lexis Nº 0003/014582).
SUMARIO: I. Introducción.- II. El problema en juego (y algunas aclaraciones sobre aquello de lo que en este texto no se discute).- III. Argumentos en dificultades: a) "Todos tienen derecho a ser defendidos"; b) "Si no lo hiciera yo, lo haría otro"; c) "No hay que identificar al abogado con su defendido"; d) "Mi tarea como abogado es meramente técnica"; e) "Presupongo que mi cliente es inocente"; f) "Es lo que determina el mercado"; g) "Yo también tengo que vivir"; h) "¿Y esto dónde termina?"; i) "Defiendo las garantías penales del acusado"; j) "Mi cliente perdió poder"; k) "Quien deja el gobierno puede convertirse en un perseguido político"; l) "Me interesa dar un mensaje, asentar ciertos principios".- IV. Conclusiones.
El problema en juego (y algunas aclaraciones sobre aquello de lo que en este texto no se discute)
El ejercicio del derecho plantea algunos problemas serios, en ocasiones más graves de los que aparecen en la práctica de otras profesiones. El problema en el que estoy pensando resulta todavía más preocupante en países como la Argentina, marcados por las desigualdades y la injusticia distributiva: me refiero al hecho de que la disciplina parece dirigida a servir al poder, y a favorecer la impunidad de quienes gozan de él. En buena medida, se trata del hecho crudo según el cual lo mejor de la profesión aparece al mero servicio del dinero.
El problema citado resulta especialmente grave cuando agregamos a la pintura anterior algunos elementos contextuales. Principalmente, mencionaría el hecho de que los abogados tenemos la libertad de escoger a quién defender, a la vez que en nuestra sociedad existen cientos de miles de injusticias que afectan a todos y, masivamente, a los más desaventajados de la sociedad (que lo son en parte por el nivel de indefensión en el que se encuentran). El dato anterior se acompaña con al menos dos referencias relevantes. Por un lado, doy por sabido y cierto que las cárceles del país se encuentran casi uniformemente pobladas de personas de la misma extracción social. Por otro lado, y también doy por supuesto este dato, países como el nuestro resaltan por la extraordinaria impunidad que conceden a los sectores más poderosos (a los que llamamos poderosos, entre otras razones, debido al nivel de impunidad que los favorece).
Lo que parece estar ocurriendo –un mal relevante, entre varios otros- es que los abogados más brillantes y/o más hábiles con los que contamos utilizan sus recursos técnicos y sus energías intelectuales para defender a los más poderosos, alimentando de ese modo el circuito de la impunidad de los más favorecidos. Entiendo que aquí hay un problema moral –un problema relacionado con la ética profesional- que afecta especialmente a aquellos que consideran que el cuadro anteriormente descripto tiene plausibilidad –es decir, que vivimos en un país injustamente desigual, y que el derecho castiga especialmente a los más desaventajados, beneficiando en cambio a los más poderosos. El abogado preocupado por tales injusticias tiene razones, entonces, para escoger a sus clientes de modo tal de no maximizar (y en lo posible, de minimizar) dichas injusticias. Como alguna vez dijera Duncan Kennedy, dicho abogado debe ejercer la profesión de modo tal de no causar daños, y –agregaría a partir del texto que escribiera Kennedy al respecto- procurando no profundizar las injusticias sociales existentes.
Antes de seguir avanzando, de todos modos, es necesario aventar algunas posibles objeciones a lo que sugiero.
En primer lugar, no estoy proponiendo aquí de ningún modo una sanción penal, y ni siquiera una sanción profesional (desde el Colegio de Abogados, por caso) para quienes trabajan para el poder, del modo señalado. Planteo, exclusivamente, la existencia de un problema moral, y tomo una posición al respecto.
En segundo lugar, enfoco mi planteo sobre algunos pocos casos, relacionados con (lo que, a falta de términos más precisos, denomino por el momento) la defensa de los más poderosos. Para dotar de alguna precisión mayor a mi caso de estudio, voy a pensar en particular en algunos casos dentro de los mencionados, a los que llamaré “casos paradigmáticos” (en nuestro país, asumo, hay casos paradigmáticos de la corrupción en el gobierno; del enriquecimiento ilícito; de la violación masiva de derechos producida desde el poder –hechos que plantean algunos problemas adicionales, sobre los que luego voy a volver).
En tercer lugar, no estoy diciendo que aquellos que se han beneficiado de un ejercicio indebido del poder deban enfrentarse al derecho sin alguien que los defienda. Por el contrario, presupongo dos circunstancias. Ante todo, presumo que abundan, y no que escasean, los abogados que quieren defender a los más poderosos. Por lo demás, asumo que nuestro derecho ha previsto ya una solución para la situación extrema (que aquí normalmente no se da), en la que el acusado en cuestión no consigue quien lo defienda. Afortunadamente, contamos con un sistema de defensa oficial, que le asegura un respaldo jurídico al desvalido.
En cuarto lugar, insisto en que no estoy diciendo que “nadie” (que ningún abogado) debe salir en defensa de los poderosos del caso, sino algo más restringido, esto es, que aquellos que están en desacuerdo con las injusticias sociales arriba descriptas, y con que el derecho esté sistemáticamente al servicio de los poderosos, tienen razones especiales para escoger a sus clientes de un modo sensible a –y no contradictorio con- tales preocupaciones. Muchos colegas, por caso, escriben, enseñan y predican un derecho más igualitario, pero ejercer la profesión de modos que contradicen abiertamente dicho discurso, orientándose una y otra vez a servir a la impunidad de los poderosos.
Finalmente, me interesa dejar en claro que no presupongo, siquiera, que los que han abusado del poder deben “terminar entre rejas,” sino que ellos merecen un reproche social y legal, y que el derecho debe trabajar en esa dirección, que es la contraria a aquella hacia la que hoy aparece orientado, cuando abandona a los desvalidos y se alía con el poder.
Argumentos en dificultades
Según entiendo, una larga mayoría de colegas sostienen una posición opuesta a la que aquí se mantiene. Para ellos, el derecho debe ofrecer sus servicios a todos, incluyendo obviamente a los sectores más poderosos de la sociedad, y resulta un despropósito pensar lo contrario. A ellos les recordaría las salvedades que examinara en el párrafo anterior y luego –si es que todavía, como imagino, insisten con su postura- les preguntaría por los argumentos que dan a favor de la posición que defienden. Enumero aquí algunos de los principales argumentos con los que me he encontrado –y que contradicen a la postura que sostengo- y muestro algunas dificultades que me generan dichos planteos, y que me llevan a considerarlos como implausibles.
“Todos tienen derecho a ser defendidos.” La primera y obvia respuesta a la postura que aquí sugiero se basa en el latiguillo según el cual “todos tienen derecho a defensa.” Una mayoría de colegas, simplemente, se detienen aquí en su argumentación, convencidos de que no hay nada más que decir, luego de enunciada dicha sentencia. Sin embargo, como ya dijera, esta respuesta resulta totalmente inútil dentro del contexto de esta discusión: ya afirmamos que en el mundo que aquí imaginamos todos –aún los más corruptos- siguen contando con derecho a la defensa (existen, como en nuestro país, defensores oficiales). Más aún, en el mundo real en el que vivimos, lo que ocurre es que sobran son abogados dispuestos a defender a aquellos que tienen buen dinero para pagar sus servicios, y no lo contrario.
“Si no lo hiciera yo, lo haría otro.” Esta respuesta también resulta inútil, dentro del contexto de este escrito, porque en esta discusión presuponemos que todos los acusados van a encontrar un abogado que los defienda. La pregunta que hacemos es otra. Ocurre que, del hecho de que “algún abogado” vaya a terminar defendiendo al acusado X, no se deriva que sea “uno” quien deba asumir esa defensa. Nos preguntamos entonces por qué es que uno (que critica la existencia de un derecho al servicio de la impunidad) está dispuesto a asumir esa defensa, y cuál es su justificación para hacerlo, dadas sus convicciones personales.
“No hay que identificar al abogado con su defendido.” Para algunos, una de las grandes victorias del derecho penal moderno es la de haber separado al defensor del defendido: quien defiende a un (acusado de) narcotraficante no puede ser acusado de tal delito él también; ni quien defiende al corrupto merece ser considerado –a partir de dicha actitud- corrupto él también. Esta respuesta, también común en nuestro medio, tiene algún interés pero yerra el blanco, ya que aquí no se señala al abogado de corruptos como corrupto, sino que se llama la atención sobre su labor, justamente por la tarea que asume. Esto es, aquí no se pretende identificar al abogado con su defendido (como si ambos fueran la misma persona, o como si ambos hubieran cometido la misma falta), sino que se lo individualiza por la opción que toma, y se lo evalúa a partir de ello.
“Mi tarea como abogado es meramente técnica.” Para quienes sostienen que la función del abogado es meramente técnica, aquí insistiría con la idea de que, por el contrario, dicha tarea no es neutral. El derecho se moldea de muchas maneras (a partir de las decisiones que toman los legisladores, las sentencias que deciden los jueces), pero también con el trabajo que escogen hacer los abogados, el modo en que lo llevan a cabo, y los resultados que obtienen. Como diría Duncan Kennedy, el abogado no puede ser, meramente, un arma que está al servicio de quien la toma para disparar.
“Presupongo que mi cliente es inocente.” Otra respuesta habitual cuando se trata de estos temas –una respuesta que más parece ser una excusa- es aquella que dice que no hay ningún problema con que un abogado defienda a un (supuesto) corrupto, porque hasta que esa acusación no sea comprobada en un juicio, la misma no puede ser tomada como verdadera. A pesar del tono que tiene esta respuesta, ella invita a una contestación que encierra un punto importante. Ante todo, repetiría que hay cientos de miles de personas –clientes potenciales- en la misma situación, y que se ven perjudicados por el hecho de que los mejores abogados se apresuran a ofrecer sus servicios a sujetos con mayor disponibilidad de dinero, antes que a individuos o grupos desaventajados. En todo caso, con una respuesta como la que aquí se examina, sólo se coloca al problema un escalón más arriba de donde estaba: como presuponemos que todos los acusados son potencialmente inocentes, entonces tenemos que escoger a quiénes, de entre todos estos potenciales inocentes, vamos a defender. Por otra parte, sabemos de antemano que va a haber muchos inocentes que van a ser (gravemente) condenados, siendo inocentes; y muchos culpables que van a seguir impunes, siendo culpables. Más todavía, sabemos que la primera categoría (inocentes condenados) incluye a numerosos sujetos desaventajados; mientras que la segunda (culpables impunes) incluye a numerosos sujetos muy poderosos. El abogado –y, sobre todo, el buen abogado- debe elegir entonces, de antemano, qué anomalía quiere contribuir a reparar. El (buen) abogado debe preguntarse si, en balance, prefiere que haya menos desaventajados condenados (o condenados gravemente) por lo que no han hecho (o por faltas relativamente menores); si en cambio prefiere (consistentemente con lo anterior) que el derecho no siga seleccionando a los más pobres; o si en cambio quiere seguir favoreciendo la impunidad de los poderosos, y la extendida idea conforme a la cual “el crimen de cuello blanco no paga.”
“Es lo que determina el mercado.” Esta idea parte del truísmo conforme al cual “así son las cosas”: ella nos dice que el sistema que “elegimos” para la distribución de abogados y casos no depende de una asignación estatal, ni de un sistema de lotería, sino del mercado. Es “natural” entonces –se concluye- que el mejor abogado elija defender a quien más le paga. Esta respuesta no es apropiada para el tipo de planteo que queremos hacer aquí, dado que el mismo está dirigido hacia el abogado que sabe de la existencia de injusticias como las descriptas, y considera que las mismas son inaceptables. Para dicho abogado, la respuesta “de mercado” no está disponible: él o ella deben hacer lo posible para no seguir favoreciendo las injusticias existentes y, como sabemos, en situaciones de desigualdad, el mercado reproduce y expande las desigualdades ya existentes. Si condenamos tales desigualdades y queremos contribuir a resolverlas, entonces, simplemente, no podemos descansar en los mecanismos de mercado, sino reaccionar frente a ellos (finalmente, por lo demás, no es el “mercado” el que determina que yo defienda a tal cliente, sino que es uno quien lo elige, a partir de las condiciones que favorece el mercado).
“Yo también tengo que vivir.” Siempre, pero sobre todo en países en donde la economía es más inestable, y/o los riesgos de “caer en el vacío” de la ruina económica son mayores, una persona puede legítimamente sostener que “(más allá de mis compromisos ideológicos) también necesito vivir” (o “alimentar a mi familia,” etc., etc.). Frente a dicho reclamo, debemos aclarar que, por cierto, no estamos en condiciones de pedirle a nadie que dedique su vida a abrazar conductas que son más propias de santos o mártires, en pos de ideales atractivos. Sin embargo, frente a la objeción del caso, correspondería decir al menos lo siguiente. Por un lado, dicha respuesta puede estar en boca de muchos, pero resulta poco atractiva si resulta expuesta por los abogados más notables y/o más hábiles, en los que aquí pensamos. Ellos no suelen ser, justamente, los que enfrentan dificultades para encontrar clientes dispuestos a pagarles adecuadamente por sus servicios. Es decir, el “problema” que aquí se enfrenta, en todo caso, no es el del abogado que por sus opciones morales cae en el desempleo, la inanición o la pobreza, o que –dadas sus convicciones- va a ser incapaz de asegurar una vida medianamente digna a su familia. El “problema” en cuestión es el del abogado que, en razón de sus convicciones (que lo llevan a rechazar ciertos casos) “no llega a ser tan rico” como podría serlo, o “más” rico de lo que ya lo es.
“Y esto dónde termina?”. Otra dificultad que enfrentan quienes sostienen posturas como la que aquí se mantiene es el famoso argumento de la pendiente: “adónde es que vamos a terminar, si es que así empezamos?”- se nos dice. Quien presenta esta objeción puede seguir diciéndonos “es que mañana se me dirá que no defendamos a los violadores; y pasado a los maridos golpeadores; y luego a los drogadictos y a las madres solteras; y así sucesivamente?” Este planteo parece inatractivo por muchas razones, y por suerte ya hemos contestado a algunas de sus variables más habituales. Repito, en todo caso, que aquí no estamos pidiendo sanciones legales para ningún abogado; ni presuponemos situaciones en donde algunos acusados no encuentren a nadie que los defienda. Por otro lado, agregaría que, como suele ocurrir, el argumento de la pendiente resbaladiza se termina con un poco de buena resina (o algún otro anti-deslizante). Aquí estamos pensando en la situación de algunos sujetos especialmente poderosos, y dicha categoría no admite muchos de los deslizamientos que el argumento de la pendiente resbaladiza quiere sugerir como autorizados (en principio, en esta categoría no entran una mayoría de drogadictos, ni de madres solteras o violadores, sujetos cuya defensa puede plantear –o no- otros problemas, que no son objeto de este trabajo).
“Defiendo las garantías penales del acusado”. Algunos abogados defienden la postura que aquí se critica sosteniendo que a ellos “sólo les preocupa defender las garantías del acusado.” Estos abogados pueden decirnos, por lo demás, que lo que ocurre en un proceso penal es algo mucho más delicado de lo que ocurre en el proceso civil, ya que en el ámbito penal, que es el que más nos interesa, los acusados enfrentan una situación tremendamente desigual, al tener que enfrentar no el reclamo de otro particular, sino a la poderosa maquinaria del Estado, que los intimida con la amenaza del uso de la coerción. De allí, concluyen, que sea tan importante dedicar energías intelectuales a resguardar las garantías de quienes son acusados en un proceso penal. A pesar de las apariencias -respondería- esta postura también representa una posición débil, especialmente cuando uno advierte lo que dichos abogados cobran por defender las garantías que dicen estar interesados en defender. Afirmaciones como las citadas, entonces, parecen una mera racionalización de lo que en verdad ocurre, ya que si el abogado en cuestión se interesara “sólo” o fundamentalmente por la defensa de las garantías del acusado, entonces podría prestar sus servicios de modo gratuito o económico, cosa que está muy lejos de hacer. El problema, de todos modos, subsiste con independencia de la cuestión (más o menos anecdótica) acerca de lo que cobran o no los abogados del caso. La objeción que presentamos subsiste porque el abogado cuestionado podría cumplir con su objetivo garantista haciendo lo que no hace, es decir defendiendo prioritariamente a cualquiera de los cientos de miles de personas perseguidas de modo injusto en el país, y cuyas garantías son violadas cotidianamente, de los modos más extremos e invisibles.
“Mi cliente perdió poder.” Un argumento importante que puede presentarse en el contexto de esta discusión parte del alegato según el cual “mi cliente perdió poder.” Cito esta respuesta como importante dado que, justamente por los desbalances que –lamentablemente- distinguen al derecho argentino, es posible que alguien sea perseguido por la justicia (penal) justamente cuando pierde el poder que detentaba –poder a partir del cual quien es hoy nuestro cliente pudo enriquecerse (tal vez indebidamente). La idea podría presentarse de modo pretendidamente más fuerte, sosteniendo que “el hecho de que mi cliente sea perseguido hoy (y no en el pasado) es una demostración de que ha perdido poder.” Esta respuesta nos plantea alguna dificultad, que se origina justamente en la difícil definición en que decidimos apoyarnos en este trabajo (sujetos “con poder,” o “sin poder”). La cualidad de “persona poderosa” es gradiente, como la de la calvicie, y por lo tanto resulta especialmente difícil determinar cuándo es que una persona tiene o deja de tener poder (como es imposible decir cuántos pelos debe tener o perder uno, para pasar a ser calvo). Sin embargo, por un lado, lo dicho no obsta a que podamos seguir hablando de personas poderosas (o calvas). Existen acuerdos lingüísticos compartidos que nos permiten continuar comunicándonos a pesar de tales dificultades. Por lo demás, y tratando de salir al cruce de este inconveniente, en este texto he concentrado mi atención en los casos paradigmáticos de gente poderosa. Por ejemplo, Augusto Pinochet simbolizó paradigmáticamente a una persona poderosa, cuando estaba en el poder, y siguió siéndolo cuando dejó el poder y fue perseguida judicialmente. Lo mismo ocurre en el caso de tantos ex -mandatarios y tantos empresarios privados vinculados con actividades ilícitas. De modo muy especial, el dinero con que ellos cuentan o contaban, y que les permitiera conseguir a excelentes abogados para su defensa (a lo que podemos sumar la red de contactos e influencias que los distingue), nos permiten hablar de ellos como personas poderosas. Los que siguen teniendo dudas sobre estos casos, de todos modos, pueden estar finalmente tranquilos: es tal la distancia que separa a un Pinochet de los cientos de miles de individuos legalmente desamparados (distancia que se puede comprobar, por caso, por lo que están dispuestos a pagar por los servicios legales que solicitan), que no deberían quedar muchas dudas respecto de quiénes tienen poder y quién no, sino sólo dudas respecto de si tiene más o menos poder que quiénes otros.
“Quien deja el gobierno puede convertirse en un perseguido político.” Una variante del argumento anterior –una variante que especifica el caso recién presentado y lo circunscribe a la situación de los políticos que dejan el poder- podría decir lo siguiente. En países como el nuestro, en donde la política puede desgastar gravemente a quienes gobiernan, y en donde la justicia aún no goza de niveles de independencia suficientes, aparece un riesgo especial cuando un gobernante abandona su cargo –un riesgo que se vincula con formas de la venganza política. En dichas situaciones, puede ocurrir que el nuevo gobierno aproveche la debilidad del vencido, y los deseos de parte del poder judicial de congraciarse con el nuevo poder de turno, para cargar contra sus opositores de modo impiadoso, y así ganar en popularidad fortaleciendo entonces la propia autoridad. Un buen abogado, en tales casos, haría bien en salir en defensa de quien ha pasado a ser, ahora, un perseguido político. El argumento del caso resulta interesante y ofrece, en efecto, algunas buenas razones para defender al ex gobernante que, suponemos, se ha enriquecido indebidamente. Sin embargo, presentaría algunas reservas frente al mismo. En primer lugar, la práctica política de nuestro país tiende a desmentir, más que a apoyar, dicho reclamo. Ha habido, en efecto, intentos aislados por parte de gobiernos recién llegados, orientados a perseguir a algún funcionario de primer nivel del gobierno saliente. Sin embargo, los intentos han sido extremadamente reducidos, en cuanto a su número, y han fracasado, en una enorme mayoría de casos. Ello se debe, aventuro, a dos razones. Por un lado, la red de contactos de los funcionarios salientes suele persistir más allá de la hipotética enemistad que separe a gobernantes “entrantes” de los “salientes”: dicha red suele permitir, entonces, que por debajo del embate político que se recibe, persistan fuertes mallas de protección (por caso, en esferas legislativas y judiciales) que terminan amortiguando el impacto real de tal embate. En ese sentido, diría, los funcionarios poderosos no dejan de ser poderosos luego de que abandonan el gobierno, por más que pierdan eventualmente el poder central del que gozaban. En definitiva, el poder no se pierde de un día al otro (aunque se pierda el “cetro” del poder): perder el gobierno no es lo mismo que perder el poder. Por otro lado, los largos tiempos de la justicia hacen que las causas se dilaten y que los deseos hipotéticamente “vengativos” del gobernante entrante comiencen a diluirse. En otros términos: al gobernante entrante puede convenirle políticamente mostrar su furia contra el gobierno “corrupto” anterior, y amenazar con un castigo ejemplar a quienes perdieron su puesto. Pero dicho discurso meramente electoralista y fundado en la conveniencia, por esas mismas razones (basadas en los cálculos y no en los principios) tiende a disolverse con el paso del tiempo, cuando ya no es tan “redituable” perseguir al opositor. Por lo tanto, finalmente, tiende a ocurrir lo que vemos en la práctica de nuestro país: luego de algún embate inicial contra “los corruptos” que dejaron el poder, todo vuelve a su cauce, y las cárceles siguen pobladas de modo casi exclusivo por los desaventajados de siempre.
“Me interesa dar un mensaje, asentar ciertos principios.” Tal vez la mejor respuesta frente al problema bajo examen es la que dice que, justamente es en estos casos paradigmáticos cuando los buenos abogados tienen la oportunidad de demostrar el valor de ciertos principios. Otros casos, menos notables, menos visibles públicamente, resultan entonces –por esa misma condición- menos aptos para afirmar el valor de determinados derechos o garantías. La American Civil Liberties Union Association (ACLU) - una de las mejores y más potentes organizaciones no gubernamentales en defensa de los derechos civiles- se distingue justamente por seleccionar los casos que van a llevar adelante de esa manera: ellos prestan atención a la importancia del principio a defender, antes que a las calidades morales de la persona a ser defendida. Un ejemplo excelente al respecto aparece en el exitoso caso Brandenburg v. Ohio, en donde el defendido resultó ser un integrante de la organización racista Ku Klux Klan: lo que se quiso obtener con su defensa, en dicha ocasión, fue una expansión en los límites de la libertad de expresión, y para ello se escogió un caso que, previsiblemente, iba a tener una enorme repercusión mediática, lo cual fortaleció el rotundo éxito obtenido en los tribunales. El argumento aquí examinado tiene interés, obviamente, pero no es en absoluto claro que el mismo tenga sentido en la situación que se examina en este escrito. Más bien lo contrario. Si lo que nos preocupa es la afirmación de ciertas garantías, y para ello nos interesa servirnos del valor simbólico del derecho, y el peso de los casos paradigmáticos, parece que escogemos el mal camino. Y es que los casos aquí en cuestión, justamente, resultan paradigmáticos porque representan o simbolizan, para una mayoría, situaciones de injusticia e impunidad. Es decir, si al abogado en cuestión le interesa “utilizar” el polémico caso para “comunicar” algo, el mismo debe ser consciente de que los casos en los que aquí pensamos se distinguen, justamente, por simbolizar los peores rasgos de un derecho al servicio del dinero. Su defensa, entonces, y previsiblemente, va a reafirmar dicha simbología: lo que una mayoría de personas va a sostener, previsiblemente, en dichos casos, es que “una vez más, quien ha ganado es la impunidad.”
Conclusiones
En los párrafos anteriores procuré examinar un problema específico, vinculado con la idea habitual conforme a la cual el derecho sirve a la impunidad de los poderosos. Me interesó decir que, en contextos como el arriba descripto, los/as abogados/as conscientes de dicha situación, y preocupados por la construcción de un derecho más igualitario, deberían ser consistentes con esas convicciones a la hora de escoger a sus clientes. Ello así, de modo más significativo, en países como el nuestro, en donde existen tantas desigualdades injustificadas; en donde resulta tan común la idea de que “el poderoso no paga;” en donde son tantos los que están necesitados de ayuda legal; y en donde son tan numerosos también, y en consecuencia, los sujetos vulnerables que el derecho selecciona e indebidamente castiga. El desgraciado hecho de que en nuestro país la academia legal y el ejercicio de la profesión se encuentren tan entrelazados (carecemos de una academia jurídica independiente, que pueda vivir de la investigación, enseñanza y crítica del derecho –algo que contrasta con la situación existente al respecto en casi todo el mundo occidental, incluyendo a Latinoamérica) torna la situación del caso todavía más grave. Ello así, porque en dicho contexto se resulta más notoria y preocupante la contradicción entre “profesión” y “cátedra” –es decir, aquí resulta más notable la situación de los profesores que escriben y predican ciertas ideas, a nivel académico, para luego desmentirlas, una y otra vez, en el propio ejercicio de la profesión. En nuestro país, como suele ocurrir en los países que permiten y reproducen situaciones de profunda desigualdad económico-social, los individuos más corruptos pueden acumular de manera ilícita sumas extraordinarias de dinero. Frente a dicha situación, los grandes estudios jurídicos y los mejores abogados son los primeros tentados por (y los primeros en caer en la tentación de) ese dinero mayúsculo. Quienes nos sentimos indignados por la presencia de ese contexto, y particularmente quienes leemos a nuestra Constitución desde una perspectiva igualitaria, necesitamos ayudar a cortar los vínculos hoy existentes entre derecho y dinero o, más precisamente, los vínculos que hoy atan a los mejores abogados con el dinero habido de las peores formas. Lo que aquí se pide no implica una propuesta para que se castigue a los poderosos que son inocentes de todo cargo; ni exige dejar a nadie sin su derecho a defensa; ni postula una sanción disciplinaria para el abogado que escoge defender a los más aventajados; ni requiere de los abogados que se conviertan en mártires. Lo que se propone es alguna forma modesta de la condena moral, orientada a ayudar a que el derecho salga de la situación de desprestigio en la que hoy se encuentra. Lo que se pretende, finalmente, es ayudar a que el derecho vuelva a ir de la mano de la justicia y de la igualdad, antes que apurando el paso, detrás del poder y el dinero.