28 sept 2023

MANIFIESTO POR UN DERECHO DE IZQUIERDA: El índice

Salió el manifiesto: abajo, el índice


MANIFIESTO POR UN DERECHO DE IZQUIERDA

Sobre el origen de este libro 11

Prefacio para escépticos 13

 

1. ¿A qué llamamos derecho de izquierda? Una definición desde la historia y la filosofía política 17

Alienación legal y explotación a través del derecho 21

Para definir el derecho de izquierda: autogobierno colectivo, autonomía personal 26

Las condiciones materiales de la libertad, y una filosofía política igualitaria 38

 

2. El casillero vacío, o por qué el derecho nos debe todavía su mejor versión 53

Las derivas y tentaciones que seducen al derecho de izquierda y amenazan sus principios fundantes 55

 

3. ¿Qué concepción de la democracia es la que debería hacer suya un derecho de izquierda? 73

Otros ideales democráticos que conviene poner en cuestión 75

Izquierda y derechos: los derechos como resultado de un proceso de construcción colectiva 80

Derechos que sostienen derechos: del derecho de protesta al de resistencia 84

Castigo (y abolición del castigo)8

Manifiesto por un derecho de izquierda en una comunidad de iguales 88

 

4. Instituciones que sí e instituciones que no (instituciones y democracia) 93

Democratizar el poder es lo opuesto a concentrarlo en una persona 98

El fin de la representación política 100

Epistocracia judicial, discrecionalidad interpretativa y última palabra 104

¿De qué sirve expandir derechos si no se toca la estructura de organización del poder? 111

Descentralización hacia adentro y hacia afuera 124

 

5. Constitucionalismo y capitalismo, o cómo la política y la economía no son esferas independientes 133

Autointerés, virtud cívica y participación política 141

 

6. Qué hacer 151

Socialismo liberal o democracia de propietarios 153

Asambleas ciudadanas y más allá 158

Algo de lo que ahora sabemos 166

Bibliografía

171


24 ago 2023

Las causas institucionales de una catástrofe electoral

 


https://www.lanacion.com.ar/opinion/despues-de-una-eleccion-el-ciudadano-tambien-tiene-que-ser-oido-nid24082023/

Se cierne hoy, sobre todos nosotros, un peligro real, que una mayoría no supimos ver ni entender. El peligro se relaciona con una situación de desintegración social que contribuyó a que millones de personas adoptaran como primera opción electoral la de que “todo estalle”, asumiendo que esa consecuencia era preferible a la permanencia de un estado de cosas como el presente. Tan mal se reconoce ese presente, y tan profundo es el hastío. Finalmente, ese estallido podrá ocurrir o no (el escenario de un Nerón argentino tocando la lira en la Casa Rosada, mientras el país arde en llamas), pero las condiciones que permitieron la emergencia de esa tragedia permanecen y prometen agravarse.

A la hora de explicar aquello que, desde las ciencias sociales, no supimos prever, las causas posibles se acumulan: la inflación y la crisis económica recurrente; el desempleo, la inestabilidad y la precariedad laboral; la pobreza y las desigualdades crecientes; la inédita polarización política; la crisis de representación, la corrupción, y el autismo de nuestros líderes políticos; el deterioro de la educación; una clase dirigente que, sobre todo, busca mantener sus privilegios y asegurar su impunidad. Todos esos elementos existen, son relevantes y, seguramente, forman parte de la explicación de lo imprevisto. En lo que sigue, sin embargo, me interesará hacer referencia a ciertos aspectos institucionales de lo ocurrido, pero no bajo el supuesto jurídico tradicional, según el cual todo se explica (todo comienza y termina) por el derecho, sino a partir de un supuesto más bien contrario, según el cual algo de lo ocurrido también se explica a partir de (del mal funcionamiento de) nuestro sistema constitucional y democrático. Finalmente, una creación y un resultado de aquello a lo que ha quedado reducido nuestra vida democrática.

Comienzo por un punto más teórico y abstracto, con la esperanza de avanzar hacia comentarios más prácticos. El punto es que, desde sus inicios, y a pesar de las apariencias, el constitucionalismo y la democracia se han llevado muy mal: el constitucionalismo pide, por sobre todo, límites al poder, y la democracia considera que no debe haber autoridad superior a ella. Las cosas, agregaría, se agravaron con el paso del tiempo, de forma que el constitucionalismo terminó por absorber, de a poco, al sistema democrático: en las últimas décadas, la democracia quedó básicamente reducida a las “tres ramas de gobierno”. El papel de la ciudadanía, en ese contexto, se redujo a su expresión mínima: escoger, directa o indirectamente, a los funcionarios de gobierno, para luego sentarse a esperar hasta las próximas elecciones, o rezar para que no la defrauden demasiado. La nada. Menciono ahora sólo tres implicaciones institucionales de este vaciamiento de la democracia, cuyas consecuencias aparecen verificadas en la reciente elección argentina.

La necesidad institucional de un “salvador.” El déficit (antes que el exceso) democrático que padecemos induce a la búsqueda del “milagro.”. En efecto, parte de lo que ocurre tiene que ver con el “vaciamiento” que ha sufrido nuestro sistema institucional, que redujo la intervención política de la ciudadanía, meramente, al “voto periódico” -un voto cada dos o tres años. Si lo que la ciudadanía puede hacer, en términos institucionales, es “nada, salvo votar” cada tantos años, entonces, por supuesto que -aun para los ciudadanos más razonables- se torna imprescindible encontrar a un “salvador”, algún “mesías” capaz de hacerse cargo de “todo” lo que millones de personas quedamos imposibilitadas de hacer. Este resultado desagradable resulta, entonces, y en parte, producto del poder que hemos perdido, para actuar y decidir por nosotros mismos.

Votos como piedras: la imposibilidad de hablar, corregir o matizar. Peor todavía: a ese salvador, a cargo de hacer todo, no podemos corregirlo o re-direccionarlo en nada: tenemos sólo una “piedra” para arrojar a la pared, de vez en cuando, que nos permite hacer (poco o mucho) ruido, colectivamente, pero nos impide decir nada concreto: no nos permite conversar. Así, en el mientras tanto, entre elección y elección, perdemos la palabra, la posibilidad de exigir, cambiar, y ser corregidos. Millones de brasileños que querían (por la razón que sea) “terminar” con el régimen Lula-Rousseff, no podían decirle a Bolsonaro: “sí a un cambio de rumbo (económico o político o cultural), pero no al racismo o la homofobia.” Ni siquiera eso: ni un matiz. Millones de norteamericanos que estaban cansados de la “elite de Washington”, no pudieron decir, por ejemplo, “no queremos a la vieja elite, en la Casa Blanca, pero tampoco en la Corte”. Ni siquiera un “pero.” Los argentinos fueron empujados a elegir a los “viejos corruptos”, para asegurar un cambio económico, después de Macri. Es decir, la posibilidad institucional de re-orientar, siquiera un poco, el rumbo que vaya a tomar el “salvador” escogido, es nula. Y entonces, los brasileños, de pronto, son juzgados como “racistas;” los norteamericanos vistos como responsables de las enceguecidas decisiones de su Corte; y los argentinos son acusados de escoger corruptos. Lo cierto es que, el propio sistema institucional nos induce a buscar a un “salvador”, primero, y luego nos impide corregir o moderar sus acciones, siquiera en algún aspecto.

“Guerra” antes que cooperación. Una vez electo el presidente -digamos, el“salvador”, a quien la oposición reconoce como peligroso e irracional (así, como ocurriera con Trump, Bolsonaro, Orban o Erdogan)- el sistema institucional de los “frenos y contrapesos” nos abandona otra vez. De hecho, tal sistema de “mutuos controles” no nació para favorecer el diálogo, sino para canalizar institucionalmente la guerra civil, en ciernes en aquellos años. Luego, y por ello mismo, no es extraño que ese sistema (alguna vez virtuoso para frenar la guerra civil) induzca a quienes quedaron en la oposición (en la calle, pero también en el Congreso), a remover del poder al “loco” que ha llegado al poder. Otra vez: no hay espacio institucional para que la oposición adopte una posición cooperativa, y que el irracional del caso se modere o acepte “conversar” con la oposición. Por el contrario: cualquier “mano tendida” de la oposición sólo sirve para reforzar el poder de quien está en el poder, y favorecer entonces su reelección futura. Si se trata de un desequilibrado, luego, la acción más “racional” de la oposición es (no la de fortalecerlo, sino) la de hacer lo posible, institucionalmente, para sacarlo de su lugar (i.e., exigir su juicio político). Otra vez: es el propio sistema institucional el que promueve ese resultado desastroso (vacío de poder, guerra entre partidos, no-cooperación, enfrentamiento). El tipo de sistema de checks and balances que tenemos, con un Poder Ejecutivo con poderes reforzados, es el que -otra vez- favorece el conflicto antes que cooperación.

Adviértase que sólo mencioné tres ejemplos probables -entre muchos otros- de un gran problema. Es posible decir, por tanto, y como anunciaba al comienzo, que la crisis actual tiene múltiples componentes, pero también un componente institucional: las instituciones que tenemos son en parte responsables de la producción/creación de los pésimos resultados que venimos obteniendo (en términos de rendimiento, vitalidad democrática, cooperación política, etc.).

La gran pregunta que aparece, entonces, es si se puede hacer algo, y en todo caso qué, para tornar al sistema más democrático, más cooperativo, más dialógico. La respuesta es que sí, que pueden hacerse muchas cosas, que hay muchas “alternativas” institucionales disponibles (algunas más y otras menos ambiciosas). Recordemos lo siguiente, por caso: el sistema de “checks and balances” nació basado en un entramado de “town meetings” o “cabildos”, que era donde transcurría la vida política del día a día (democracia no era igual a elecciones periódicas). Las democracias constitucionales incluyeron, desde temprano, múltiples formas de intervención ciudadana en la vida diaria (a través de sistemas de jurados, de rotación en los cargos, de mandatos cortos, etc.) que fue lo que fascinó a Tocqueville o a Sarmiento, en sus viajes por América. Existen decenas de instrumentos que permiten la intervención ciudadana en el “mientras tanto” (desde revocatoria de mandatos; a formas de veto para minorías; o sistemas de consulta “previa, libre e informada”). La experiencia reciente de Asambleas Cívicas (en Irlanda, Canadá, Chile o Islandia) es más que positiva. Todo el constitucionalismo, desde hace 20 años, se encuentra virando hacia formas más “dialógicas” (cláusula del “no obstante” en Canadá; “meaningful engagement” en Sudáfrica; audiencias públicas en la justicia y en el Congreso; etc.). Es decir, no es inconcebible, sino perfectamente posible, contar con instituciones de otro tipo, que coloquen en su centro a formas de democracia basadas en la conversación pública. Otra cosa es que a la clase dirigente (política, empresarial, sindical), que se beneficia de este bloqueo a la intervención más cotidiana de la ciudadanía, le convenga promover tales cambios, que prometen quitarle poder y protagonismo.


21 ago 2023

Votar o conversar (una parte de la explicación de lo ocurrido)

 



https://www.clarin.com/opinion/votar-conversar_0_PORCf9hTd8.html

Votar o conversar

La reciente elección ha producido un resultado muy grave, que hoy por hoy augura una hecatombe: la que surge de combinar a un fanático de propuestas extremas, con estructuras (partidos políticos fuertes en control del Congreso, corporaciones y sindicatos no democráticos) capacitadas para bloquearle cada propuesta, y sacarlo de juego desde el primer minuto. Yo, como tantos, no he sido capaz de entender las condiciones sociales que produjeron este salvaje extremo por lo cual, en lo que sigue, intentaré decir algo sobre lo que entiendo mejor: las condiciones institucionales que lo hicieron posible.

Una primera explicación que propongo tiene que ver con el modo en que, con los años, hemos vaciado la democracia, hasta reducirla al mero voto periódico. La democracia, que algunos vinculamos con procedimientos de discusión inclusiva; que otros entienden como sinónimo de asambleas ciudadanas; y que otros más conciben como un denso entramado de frenos y controles, se ha ido equiparando a la mera idea de “sufragio regular”. De lo que parece tratarse es -simplemente- de votar cada tantos años: democracia como “elecciones” y no como aquello que ocurre fundamentalmente entre elecciones. De esta forma, el sistema institucional nos induce a buscar un “líder salvador”: ello así, porque “en el medio” (entre elecciones) institucionalmente no nos queda nada. Este penoso reduccionismo (democracia como voto) resulta tanto promovido por los sectores más conservadores, como avalado por la izquierda política. Parte del éxito del conservadurismo, de hecho, consiste en ello: haber vaciado a la democracia de instancias de intervención ciudadana, hasta reducir a la misma a aquello que ocurre cada tantos años. En el mientras tanto, la nada: todo el poder a los que gobiernan, y poca capacidad ciudadana (la nuestra) para controlar y corregir lo que los gobernantes hacen. Adviértase que éste mismo discurso fue central al kirchnerismo -finalmente, un proyecto políticamente conservador- durante todos estos años (“arme su propio partido y gáneme las próximas elecciones”). Para peor, el discurso desde la izquierda aparece alineado en torno al mismo eje. Efectivamente, para la izquierda política también la democracia terminó equiparada al voto periódico, sólo que, como la izquierda reclama “más democracia”, entonces pide “más voto” -más oportunidades para volver a votar. Otra vez, la democracia como elecciones, y no como lo que ocurre entre elecciones. Haber reducido la democracia a tan poco (votar sólo ocasionalmente, para los conservadores; sólo votar, pero muchas veces, para la izquierda) explica parte de nuestros dramas de hoy.

Menciono ahora otros dos problemas, que también nos ayudan a entender de qué modo el propio sistema institucional (reducido a su mínima expresión actual) “crea” o favorece la producción de resultados catastróficos como los recién alcanzados. Un primer problema tiene que ver con el modo en que nuestras actuales instituciones desalientan la conversación pública, dificultan nuestro derecho a pedir cambios, a controlar, a matizar, a discernir, a exigir “aquello no, pero esto sí, y lo de más allá también”. Dada nuestra imposibilidad institucional para matizar (para decir “sí esto, pero no aquello”), quedamos habitualmente forzados a apoyar lo que repudiamos, para tornar viable aquello que más deseamos (votamos un programa que no nos gusta, para que no gane tal otro candidato; apoyamos a un candidato que nos disgusta, para evitar que avance un programa alternativo, que repudiamos). Pura “extorsión electoral.”

Peor aún: este diseño institucional promueve resultados irracionales (“catastróficos”), al dificultar que “depuremos” -individual y colectivamente- nuestros reclamos al poder, a través de la conversación (laundering preferences). Para entender a qué me refiero, piénsese en una paradoja habitual, que prácticas colectivas como la de los juicios por jurados nos ayudan a ver. Sabemos que muchas personas, luego de un crimen horrendo, piden las peores venganzas frente al criminal (pena de muerte etc.), pero también que esas mismas personas adoptan posiciones parsimoniosas o moderadas, una vez que asumen su rol institucional como “jurados”. Ello es así, gracias a la presencia de un procedimiento formal -el del jurado- bien organizado: un procedimiento que exige escuchar a las distintas partes, leer las pruebas, mirar a los ojos al acusado, dar el nombre, etc. En definitiva: hay ciertos procedimientos equitativos (i.e., los de la conversación entre iguales) que contribuyen a que las personas refinen y moderen sus demandas; y hay otros procedimientos alternativos (los que favorecen el anonimato y piden respuestas urgentes y no conversadas), que alientan la agresión y las posiciones extremas (piénsese, por caso, en los niveles de violencia que inducen los procedimientos anónimos de las redes sociales). Algo similar ocurre con la democracia reducida al voto, esto es, la que desalienta la discusión con quienes piensan diferente; la que bloquea la introducción de matices, el planteo de dudas. La democracia, así reducida, termina convirtiéndose en co-responsable de la producción de los resultados irracionales que hoy padecemos y tememos. La democracia, así restringida, aparece entonces como un procedimiento que favorece la adopción de propuestas extremas y respuestas violentas. 



5 ago 2023

Modos de pensar el desencanto democrático



Publicado en Revista Ñ

acá: https://www.clarin.com/revista-enie/nadie-abstiene-vida-politica_0_hIURv3S14u.html

o, si no se accede, por acá:

En ocasiones desde la izquierda partidaria, como en otras desde la derecha, se busca encubrir el propio fracaso electoral, apelando a alguno de los tres “comodines” siguientes. A veces, se alude a la apatía política ciudadana; en otros casos, se apunta despectivamente al creciente sentimiento “anti-político” de las mayorías; y en otros más, se habla de la irracionalidad, confusión o estado de engaño en que viviría el electorado. Quisiera aprovechar este brevísimo espacio para sugerir mis dudas frente a tales alegaciones.

Comenzaría por plantear la pregunta de si la referida apatía política no encubre, en verdad, y de modo habitual, a su contrario, esto es decir, a una cierta “sabiduría colectiva”. Me refiero al saber político que se deriva de un duro aprendizaje histórico, moldeado a partir de frustraciones y violencias repetidas en el tiempo. El hecho es: la idea de la apatía política no sólo no se lleva bien con el dato (tan latinoamericano) de sociedades que se ponen de pie y movilizan, una y otra vez, en defensa de sus derechos más elementales (vivienda, salud, educación, etc.). De manera común, la alegación de la apatía política quiere negar que lo que la ciudadanía está haciendo, conscientemente, es decirle que no a (lo que bien percibe como) “sospechosas” invitaciones que recibe desde la clase dirigente (política, empresaria, sindical). En otros términos, ella rechaza muchos de los convites que recibe desde el poder, porque ha aprendido -a fuerza de desencantos- que se trata de convocatorias a banquetes que celebran y disfrutan otros. No hay indolencia, entonces, sino un rechazo activo frente a una dirigencia a la que percibe en falta.

En un sentido parecido, y por similares razones, el hecho de que, ocasionalmente, aumenten los índices de abstinencia electoral, o aún el rechazo explícito a las formas tradicionales de la política (“se han multiplicado las cifras del descontento hacia la democracia”), no merece ser leído, simplemente, como repudio a “la política” -esto es decir, como repudio a la posibilidad de gestionar en común los problemas públicos. Esta lectura peca, otra vez, por auto-complaciente (“el problema no es nuestro -de la dirigencia- sino de ellos -los ciudadanos”). Lo que ese rechazo parece expresar, nuevamente, es una razonable resistencia colectiva frente a una clase dirigente que ha “capturado” para sí las llaves de los recursos económicos y coercitivos -recursos que pertenecen a todos y que deben estar bajo el control de todos. El rechazo a la dirigencia política dominante no debe confundirse, entonces, con el rechazo de la vida política (politizada): bien puede implicar lo contrario, esto es decir, un afán de protagonismo ciudadano, frente a aquellos que se han apropiado de lo que pertenece a todos.

Finalmente, lo dicho hasta aquí nos permite dejar de lado, también, las comunes referencias a la irracionalidad o confusión del electorado -acusaciones que prestamente enarbolan, frente a un proceso electoral que presumen adverso, aquellos que no aparecen beneficiados por las preferencias mayoritarias (i.e., “es culpa de las fake news”). Resistir ese tipo de acusaciones no requiere, en absoluto, caer en el absurdo contrario (“el pueblo nunca se equivoca”; “la voz del pueblo es la voz de Dios”). Lo que se necesita, en cambio, es asumir una actitud más auto-crítica, menos auto-complaciente, y reconocer que los cambios o zigzagueos electorales de la ciudadanía se deben menos a su estado de desconcierto, que a su, a veces desesperado, intento por decir “algo” (tal vez, sólo un “no” frente a determinadas políticas o dirigentes), a partir de las muy pobres, escasas y poco efectivas herramientas de control político que se les han dejado.


27 jul 2023

Sobre la "lealtad cívica" y la ruptura del pacto de "Nunca Más"

 




https://www.lanacion.com.ar/opinion/lealtad-civica-y-desencanto-democratico-nid27072023/


En los difíciles tiempos que siguieron a la reunificación alemana, Jurgen Habermas defendió la idea del “patriotismo constitucional”, un concepto que pretendió hacerse un lugar en medio de los discursos nacionalistas que entonces –una vez más– aparecían peligrosamente en boga. Frente a tales amenazantes impulsos, el ideal del “patriotismo constitucional” proponía apostar por valores (procedimentales) más básicos, como los definidos por una Constitución. La intención era, de tal modo, ayudar a canalizar los conflictos y disputas de esos días hacia otro tipo de lealtades, no las de la patria o la raza, sino las relacionadas con el común “contrato entre iguales” que toda Constitución manifiesta. Es decir, se trataba de una toma de partido por la Constitución, entendida como procedimiento que nos ayuda a mantenernos juntos, a conversar y a decidir, en el marco de nuestros más profundos desacuerdos políticos y morales. El “patriotismo constitucional” buscaba colaborar en la construcción de un consenso en torno a los modos legítimos de ejercicio del poder.


Me gustaría defender un ideal que pertenece a la familia de ideas expresadas por el “patriotismo constitucional”: el ideal de “lealtad cívica”. La noción de “lealtad cívica” en la que pienso es la que exige que, en el marco de nuestras profundísimas y manifiestas diferencias (diferencias naturales, inevitables, en última instancia enriquecedoras, propias de una sociedad plural) mantengamos firme nuestro incondicional compromiso hacia un núcleo básico de acuerdos: un acuerdo que incluye el respeto a los más fundamentales derechos humanos (no matar, no torturar, etcétera). Se trata de un núcleo mínimo de temas en torno a los cuales todos debemos suspender nuestras diferencias, no porque alguien nos lo pida, sino porque todos –mirando atrás, recordando nuestra propia historia, tal vez– reconocemos su valor e importancia, más allá de toda disputa.


En un país como el nuestro, que ha atravesado tragedias extremas como la de la última dictadura, tragedias que nos han dejado hondas heridas abiertas, no suturadas, esta demanda de “lealtad cívica” encuentra una base firme y compartida en la que apoyarse. En algún momento, todos reconocimos que había ciertos temas que requerían de nuestro respeto incondicional, sin necesidad de que nadie nos convenza o nos persuada de ello. Me refiero a cuestiones íntimamente relacionadas con la vida y la muerte; con la integridad física y emocional (la nuestra o la de cualquiera de nuestros seres cercanos). Se trata (o trataba) de cuestiones que involucraban el uso del aparato estatal, con el fin de causar, facilitar o encubrir, justamente, los peores males que el Estado aparecía llamado a evitar, incluidos, de forma especial, la muerte, el secuestro, la tortura o la desaparición de personas.


Para decir lo mismo de otro modo: tal vez sea lo normal, en sociedades multiculturales, compuestas por personas que piensan muy diferente, y tienen adhesiones ideológicas diversas, que nos enojemos y tengamos conflictos serios acerca de cómo entender la distribución de los recursos; o cómo llevar adelante ciertas políticas públicas (i.e., en materia de seguridad). Tal vez no sea deseable, pero resulta esperable que, frente a temas tales (más comunes o coyunturales, digamos) privilegiemos nuestras banderías políticas frente a ciertos principios compartidos o aun frente a nuestras convicciones íntimas. Pero ni el silencio, ni el encubrimiento, ni la vacía retórica de la justificación a toda costa resultan aceptables, cuando hablamos de los otros temas, los más básicos, los que en nuestro país asociamos con el pacto del “nunca más.”


Eso es lo que la “lealtad cívica” nos exige: requiere que sobrepasemos nuestros desacuerdos, enojos y desconfianzas, frente a algunos pocos temas, y tracemos delante de ellos una línea nítida, ante la cual dejamos las dudas y racionalizaciones de lado (“un pensamiento, ya demasiados”, como decía el filósofo Bernard Williams). Todos –y, muy en particular, quienes, por alguna razón (la edad o las circunstancias) vivimos de cerca esas épocas no tan lejanas– aprendimos a decir, frente al uso del Estado para matar, secuestrar, desaparecer, oprimir, simplemente, incondicionalmente “nunca más”.


Una característica distintiva de la “lealtad cívica” es que no está ni debe quedar sujeta a cálculos de utilidad: se trata de compromisos valorativos (deontológicos) incondicionales. No es aceptable, por tanto, que la condena y la resistencia frente a hechos aberrantes (los situados en esa categoría que cubre el “nunca más”) pasen a depender de la circunstancia de que dicho rechazo afecte de algún modo a nuestros intereses; o perjudique de alguna manera a los grupos, facciones o partidos con los que simpatizamos. Las pocas cuestiones incluidas dentro del consenso del “nunca más” están y merecen considerarse siempre como situadas fuera de todo cálculo de conveniencia.


Y, sin embargo, en todos estos años, una y otra vez, vimos que la inquebrantable línea del “nunca más” se quebraba, porque la incondicional denuncia, condena o persecución de ciertos hechos podía perjudicar a los propios o beneficiar a los contrarios. Fue posible que, entonces, reaparecieran calladamente los cómputos más vergonzantes, que alguna vez asumimos impermisibles: ¿será que si denunciamos la masacre del pueblo qom, en Formosa, nuestro partido obtendrá menos votos en la elección que viene? ¿Será que si exigimos que se aclare cómo murió Santiago Maldonado le causaremos “daño” a nuestro partido? ¿Será que si denunciamos que, en el Chaco, los principales aliados del poder volvieron a transitar los senderos más abominables ya transitados (el secuestro y la desaparición seguida de muerte) les “haremos el juego” a los contrarios? Ese tipo de cálculos, en la sociedad del post “nunca más”, resultaban inadmisibles. La “lealtad cívica” nos exige otra cosa: llamar muerte a la muerte, secuestro al secuestro, y condenar dichas acciones. Siempre. Pero no. Resulta claro, a esta altura, que el “consenso del nunca más” se rompió, y que la debida “lealtad cívica” ha quedado reemplazada por la “lealtad facciosa”. De lo que se trata, en primer lugar, es de defender los intereses del propio partido: política sin principios.


Tres consideraciones adicionales. La primera tiene carácter institucional: el quiebre en la “lealtad cívica” que se advierte hoy tiene que ver, seguramente, con muchas cosas, pero una de ellas, sin dudas, se relaciona con el estado de nuestras instituciones o, más precisamente, con el tipo de crisis de representación que, en nuestro país, como en tantos, se advierte. La desconexión a que se ha llegado entre ciudadanos y representantes es de tal nivel que hoy asumimos como obvia la ausencia de un terreno común donde tramitar las diferencias políticas. Cada grupo busca afirmarse en lo suyo, negando a la vez el sentido o valor de lo que defiende quien piensa distinto. En segundo lugar, esa falta de un territorio común, esa necesidad de negar lo que hace el otro, viene adquiriendo una forma particularmente peligrosa en los últimos tiempos. Me refiero a la demonización del que piensa o actúa de un modo diferente al nuestro o de nuestro partido. Frente a una situación social y económica tan difícil como la que enfrentamos, la principal defensa de las (habitualmente controvertidas o injustificadas) soluciones que proponen los oficialismos de hoy es la mera declaración de que “el opositor lo haría mucho peor”. Como si debiéramos no cuestionar o directamente agradecer los errores y horrores de hoy, porque resultase obvio que si llegara al poder un opositor restauraría los valores y modales de la dictadura.


Este estado de situación –marcado por la deslealtad cívica, la falta de espacios de diálogo y la demonización del otro– genera un estado de cosas –un clima de época– peculiar, sin precedentes. Hemos pasado por la primavera democrática de los 80; el festivo espejismo generado por la estabilidad neoliberal de los 90; la intensidad agonal del comienzo de siglo; para llegar al desencantado letargo de hoy: un tiempo donde no hay estallido ni resistencia, ni épica ni entusiasmo. Vivimos en un presente político cualunquista, que alimenta la desafección democrática; finalmente, la falta de interés y compromiso hacia un sistema por el que, pocos años atrás, estábamos dispuestos a dar la vida.

8 jul 2023

EL JUICIO

 


El documental "El Juicio," de Ulises de la Orden ("simplemente" 3 hs de imágenes -de las 500 del Juicio a las Juntas) bien clasificadas es, para cualquiera, y en particular para quienes estamos interesados en el tema ABSOLUTAMENTE EXTRAORDINARIO



11 jun 2023

Los apuntes sobre Israel (reunidos en la Revista Ñ)



https://www.clarin.com/revista-enie/diario-viaje-israel-lucha-derechos-necesidad-dialogo_0_4XTdYGxEtj.html


Aclaraciones irrelevantes sobre una breve nota: Activismo judicial y fútbol

 


Hoy en la Revista Seúl (acá https://seul.ar/unac-corte-reeleccion/?utm_source=perfit&utm_medium=email&utm_campaign=Un%20di%C3%A1logo%20en%20la%20interna), aparece este amable, pero muy equivocado, comentario, sobre lo que pienso en torno al "activismo judicial": 

"En las últimas décadas, las constituciones de muchos países latinoamericanos han incorporado una serie de novedosos derechos políticos, sociales y económicos. Para este “nuevo constitucionalismo latinoamericano,” el derecho no puede limitarse a restringir los abusos del Estado, sino que además debe ser una herramienta de transformación social. Uno de los más lúcidos exponentes de esta visión en nuestro país es Roberto Gargarella, y no sorprende que su principal comentario haya sido que, si acaso, con San Juan la Corte se quedó corta: hizo mucho más de lo que venía haciendo, pero podría hacer mucho más. El problema con esta visión es que, a diferencia del fútbol —donde un offside o un penal pueden decidir no ya un partido, sino un campeonato—, la capacidad del derecho para cambiar la realidad social es limitada."

Comento un par de cosas sobre la cuestión (obviamente menor y sin mayor importancia), una general y otra más específica. 

La general: Me impresiona que siendo que en el país somos tan pocos (500? digo, por decir un número) los que ponemos alguna atención en estas cuestiones (activismo judicial, control de constitucionalidad, dificultad contramayoritaria, etc.), nos leamos tan poco, y con tan poco interés en comprender lo que dice el otro. Más bien, parece que tenemos nociones muy gruesas y vagas (que tal vez tomamos de las redes sociales, de algún titular, de algún rumor o comentario que recibimos), que forjamos nuestros prejuicios y que buscamos reafirmarlos cada vez que podemos. Por supuesto, nadie tiene la obligación de leer a ningún otro, ni mucho menos exhaustivamente pero, si va a comentarlo/revisarlo/criticarlo, mejor que se tome unos minutos y busque leer algo más, ver si sus prejuicios son reafirmados o refutados o resistidos por la realidad. En todo caso, subrayo mi perplejidad: si entre el estrecho círculo de los que "más o menos estamos en tema", nos malentendemos así...qué sentido tiene seguir escribiendo, buscar argumentos, tratar de persuadir a otros? El debate sobre temas de (algún) interés público trata de un juego que jugamos en soledad, cada uno desde su isla?

La específica: En tres o cuatro líneas, el párrafo citado comenta mi trabajo, de modo completamente errado. Menciono algunos de varios errores (en tan pocas líneas!). La nota dice que 

1) represento o defiendo al "nuevo constitucionalismo latinoamericano", corriente a la que me referí varias veces, para criticarla siempre ("el nuevo constitucionalismo latinoamericano como demasiado viejo", por caso, por seguir descansando en la concentración del poder, una mirada elitista o poco democrática de las instituciones, etc.); 

2) quiero o promuevo el activismo "sustantivo" de los jueces. Molesto leerlo, porque tanto mi tesis doctoral, como (sobre todo) uno de mis primeros libros, como buena parte de mi trabajo, es de crítica a los jueces como "últimos decisores" en materias sustantivas (como aclaro enseguida: los jueces deben respetar los acuerdos democráticos sustantivos, pero en cambio hacerlos posibles, a través del resguardo de las reglas procedimentales que hacen posible que se llegue a esos acuerdos. Rarísimo para mí que se pueda pensar que afirmo lo contrario a aquello que dije siempre

3) "a diferencia del fútbol," la capacidad transformativa del derecho es muy baja. Todo esto me resulta insólito, también, no sólo porque explícitamente sostengo la "modestia" con que tenemos que acercarnos al derecho, sino, sobre todo, porque hace décadas que vengo usando la imagen-metáfora que usa el texto (la del fútbol en paralelo con el derecho) para decir lo contrario que allí se dice. Afirmo (contra lo que el texto sugiere) que el juez debe ser como el árbitro de fútbol, y entonces "retirarse" de toda ambición de definir o cambiar el resultado del "partido" democrático ("me gusta este plan económico," "no me gusta esta medida educativa"), y concentrarse en cambio en el cuidado de reglas (i.e., no reelección; no abuso electoral tipo gerrymnadering, etc.). 

Lo más grave es que vengo insistiendo hasta el aburrimiento con estas ideas, para refirme a los casos que la nota de Seúl comenta (Uñac, Manzur, Insfrán, etc.): en los diarios, en blogs, en twitter. Escribí acntidad de textos, en estos días, sobre ese tema, en esa dirección, con esa imagen. En fin. Uno sigue insistiendo en decir, en aclarar, en precisar, pero es como que ni entre los pocos que leen, ni dentro del micro círculo en que uno se mueve, eso sirve para algo. Caray!



 

6 jun 2023

El derecho a la protesta y los límites del poder concentrado


(Publicado hoy en Clarín, acá: https://www.clarin.com/opinion/derecho-protesta-limites-poder-concentrado_0_ZmEWANzQu1.html )

En estos últimos meses, tanto en el interior de nuestro país (Salta, Jujuy), como en el exterior (Perú, México) han aparecido sorpresivas iniciativas legales destinadas a restringir el derecho a la crítica política y la protesta social. Quisiera señalar, brevemente, por qué este tipo de iniciativas no sólo resultan contrarias a derecho, sino que además se orientan en una dirección opuesta a la que nuestras democracias constitucionales -en su actual estado de profunda crisis- requieren.


Días atrás, en nuestro país, y a través de un procedimiento irregular y acelerado, el peronismo salteño aprobó una legislación que criminaliza la protesta social, iniciando un camino peligrosísimo e inconstitucional, que el radicalismo gobernante en la Provincia de Jujuy se apresta a seguir (a través de una inminente reforma constitucional, primero, y luego a través de cambios en su legislación).


Sobre el caso específico salteño habrá que comenzar haciendo dos aclaraciones prestas -una procedimental, otra sustantiva- que pueden servir, también, para el caso de otras jurisdicciones que pretendan seguir ese mal ejemplo.


Primero, tal celeridad en los procedimientos (normas de tratamiento “express,” en ambas Cámaras, sin debate previo en comisiones) llama a la inconstitucionalidad de lo decidido, ya por una mera cuestión procesal: la fijación del alcance y límite legal de los derechos requiere de acuerdos extensos y profundos, y no de tratamientos a las corridas. Los jueces que vayan a analizar la constitucionalidad de tales decisiones, entonces, deberán tomar nota de esos injustificables apuros, ya ocurridos.


Segundo, restricciones al derecho a la protesta como las decididas en Salta (Perú, o México) y prometidas en Jujuy, se llevan muy mal con la Constitución argentina, y pésimo con el derecho Convencional. Sólo por citar un antecedente de peso: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha sido siempre contundente en cuanto a la necesidad de no confundir el requerimiento de “aviso previo” a la protesta, con el de “autorización previa” -como se lo confunde en Salta.


Esto es decir, para la Comisión Interamericana, el aviso previo, generalmente justificado como un modo de ofrecer mayor protección a una manifestación, no puede funcionar como “un mecanismo de autorización encubierto.” Este criterio protectivo de la protesta es consistente, por lo demás, con una línea jurisprudencial muy firme de la Corte Interamericana, en la materia.


Para la Corte regional, las restricciones al derecho de protesta sólo se justifican si se dirigen a evitar amenazas graves e inminentes, por lo que sería “insuficiente un peligro eventual y genérico, ya que no se podría entender al derecho de reunión como sinónimo de desorden público para restringirlo per se.” En resumen, frente a las iniciativas jurídicas que están apareciendo, aquí y allá, cabría decir, ante todo: No nos hagan perder el tiempo, lo que están haciendo es injusto, ilegal, y anti-convencional.


Señalar lo anterior -la fuerte tensión que existe entre las iniciativas de restricción a la protesta, y el derecho (nacional e internacional) vigente- es necesario y es obvio. Sin embargo, no quisiera descansar simplemente en un argumento de autoridad (“el derecho me respalda, punto”).


Eso bastaría, pero me interesa, mucho más, agregar lo siguiente. Nuestras democracias constitucionales están en grave crisis -una crisis que se hace visible en la “fatiga democrática;” en el desapego que, como ciudadanos, mostramos hacia nuestros representantes (no les creemos nada; no confiamos en ellos, etc.). Pues bien, ese cansancio se debe, en parte, al hecho de que hoy contamos con normas constitucionales generosísimas (que incluyen todos los derechos imaginables, y más), que contrastan con prácticas institucionales miserables, de sistemático avasallamiento de tales derechos.


Mucho peor que eso. En las jurisdicciones más diversas, las autoridades constituidas buscan concentrar poder, perpetuarse en sus cargos, y para colmo impedir todo cuestionamiento a sus decisiones. El ejercicio del poder concentrado se traduce siempre, inevitable y desgraciadamente, en la colonización de los organismos de control, y en el vaciamiento de los órganos representativos (algo que fue muy bien reconocido en el reciente fallo de la Corte, sobre el caso “Uñac”).


Con el agravante de que, en los últimos tiempos, se vienen sumando obstáculos, fijados desde el poder, y destinados a impedir que los ciudadanos exijan el cumplimiento de los derechos constitucionalmente reconocidos, o reprochen a sus autoridades por los déficits en ese cumplimiento.


En dicho contexto, lo que nuestras democracias necesitan no es limitar, todavía más, la posibilidad de criticar al poder, sino hacer posible que conozcamos y cuestionemos los cotidianos abusos de ese poder. Frente a tal situación, el Poder Judicial (tal como acaba de definirlo bien nuestra Corte), debe abocarse al estricto y severo resguardo de las reglas de juego democrático.


Esto es decir, debe impedir -claro- las reelecciones indefinidas; debe cuestionar -también- la concentración del poder; pero asimismo -y por las mimas razones- debe sobre-proteger a los que critican o desafían al poder.


Decir esto no significa afirmar que toda protesta es justa, o que todo medio de protesta es irreprochable. Implica afirmar que un entendimiento realista, justo, contextualizado del derecho, nos obliga a repudiar los usos leguleyos y partisanos del derecho, a los que quieren acostumbrarnos (“existe una interpretación posible que permite la reelección”; “existe una lectura imaginable que permite limitar la protesta”).


Implica reconocer que todos necesitamos exactamente lo contrario a lo que el poder nos ofrece: necesitamos conocer las causas y alcances de unas violaciones de derechos que nos avergüenzan a todos, de forma tal de asegurar, para siempre, las libertades de las que hoy nos privan, y que como simples ciudadanos merecemos.

31 may 2023

Apuntes israelíes 8. Conclusión para un día 30/5/23, en que termino mi visita a Israel/ La conversación como esperanza

 



Cuando llegué a Israel, hace 15 días, lo hice con alguna certeza de que los problemas que conocía eran problemas sin salida. Pienso (pensaba), en la idea de una sociedad “profundamente dividida”, en secciones y grupos -políticos, sociales, económicos, religiosos, étnicos- irreconciliables, y en donde, para colmo, los conflictos se habían orientado hacia la avenida del todavía peor. Pienso (todavía) en una división que incluye a grupos ortodoxos que se han vuelto más férreamente nacionalistas; ultra-ortodoxos que en los últimos años han ido abandonando su tradicional pragmatismo, para alinearse con la derecha más dura; liberales que han acentuado su elitismo; y un gobierno que, enfrentado a acusaciones de todo tipo, empezando por acusaciones de corrupción que alcanzan al propio Primer Ministro, acelera su marcha enloquecida y, en alianza con los sectores ultra, promueve una reforma que busca detonar el último freno liberal que interrumpe su avance -la Corte Suprema. Y, todo lo anterior, sin mencionar la permanente amenaza del conflicto armado; y los atentados; y el racismo; y los territorios ocupados; y el odio étnico; y el maltrato cruzado; y las armas; y los cohetes que cada tanto cruzan el cielo, y encierran a la familia en sus refugios anti-aéreos (el taxista que me llevó al aeropuerto me dijo “hace miles de años que buscan cazarnos, mis hijos están cansados de que suenen las alarmas y me preguntan, papá, papá, otra vez hay que volver al refugio?”). No hay variable que no lleve a uno a tomarse la cabeza, a pensar en que ya está, que se termina todo, que no hay salida. Y cómo podría haberla?

Y sin embargo. Hoy me voy, hoy me regreso, y veo marcas de esperanza por paredes varias, marcas inesperadas, y que no había visto, y que -a mi favor, mal de muchos- nadie había detectado. Están, ya lo dije, las protestas. Ningún experto en ciencia sociales había anticipado algo así -nadie lo hubiera predicho nunca. Cómo podía ser que en una sociedad civil que se asumía apática o cansada, iban a encontrarse semejantes restos de fuerzas para ponerse de pie. Para levantarse y salir, a la Avenida Kaplan, o a las plazas de todo el país, para protestar, una y otra vez, cada sábado, todos los sábados, y más, y hacerlo de a miles y hace ya meses, y con energía, con alegría, en paz y convencidamente. El éxito de las protestas ha sido arrollador, y de eso -lo sabemos, desde la Argentina del 2001, al menos- no hay vuelta atrás. Se terminan un día; se pierde la batalla del momento tal vez, pero lo verdaderamente importante ya ocurrió, y es a futuro también: ya nada volverá a ser lo de antes, para ninguno, y por décadas. Ya todos saben que no todo es posible, que hay límites que son y serán muy difíciles de atravesar, por más que los de enfrente peguen puñetazos sobre la mesa y levanten el tono.


Y hay más. En esas condiciones óptimas para el diálogo imposible, los grupos que se odian, de repente, sin que nadie lo advierta, hablan, y hablan entre sí. Lo hacen hoy en voz muy baja, muchas veces en secreto, tratando de que nadie se entere. Pero hay iniciativas persistentes, por todas partes, desde todos lados. Puentes que se tienden entre pocos, frágiles todavía, de corto alcance, pero por todas partes, desde todos lados. Con cada grupo que hablo, con cada figura pública con quien ingreso en la confidencia, me cuenta que está “conversando”, y que la conversación empieza por el adversario (yo vine aquí a presentar mi libro sobre la “conversación entre iguales,” así que muchos me lo comentan en esos términos: “lo estamos haciendo”). Y entonces, la conversación imposible era posible; el diálogo entre muros empieza a escucharse, y se amplía hasta incluir voces que antes no se presentaban.


Cuando Bruce Ackerman habló de “momentos constitucionales” no imaginó nunca esto, pero si hoy hay algo que puede llamarse un “momento constitucional”, en algún lugar del mundo, eso es esto -si hay algo que merezca llamarse, alguna vez, un “momento constitucional,” sólo puede ser esto. Toda la sociedad alzada, conmovida -hoy, todavía, en la etapa del enojo y del enfrentamiento- pero ya se ve el resto: la fatiga, el cansancio, la necesidad de parar, la urgencia de abrir puertas, la obligación de tender puentes hacia los otros. Supongo que ésa es la lección que podemos aprender, desde Israel, para Israel, y desde ahí para el mundo. Los “momentos constitucionales” no son flores de un día, sino bosques que van echando raíces durante años. 

Es lo contrario a la idea de que un grupo que de repente se alza y gana, imponiéndose a todo el resto. No hay, ni merece esperarse nada bueno, de la situación en donde una parte de la sociedad utiliza su superioridad de momento, para imponer -ahora sí, ahora por fin, ahora que podemos- su modelo completo: “aprovechemos ahora, aprovechemos el momento, es ahora o nunca”. En sociedades profundamente divididas, ésa es la promesa del fracaso durable y extenso. Pasó en la Argentina reciente, más de una vez. Pasó en Chile, con la constituyente. Pasa en esta etapa del gobierno, en Israel. Otra vez: estamos en el tiempo en que el “momento constitucional” eclosiona, empieza a tomar base, a ganar fuerza propia, con otra forma. La solución que se espera y necesita no es la que cada una de las distintas facciones espera -la victoria propia, la imposición de una parte sobre el todo- sino el acuerdo extendido y profundo. Un acuerdo que, aquí también, o sobre todo, necesita incluir, antes que nada, a las facciones opuestas, a las que menos se quieren. Sentándose en la misma mesa y buscando ver qué queda en común, de entre los pedazos estallados y desparramados sobre el piso. Todo lo demás -el intento de ir por más, de aprovechar el momento, de encabezar la embestida final para, de una vez, imponerse- está condenado a la pérdida, de la facción y del resto. Ésa, supongo yo, es la lección: la única esperanza reside en la conversación, y la única conversación que hoy tiene sentido es la que incluye a quienes menos queremos. El éxito de este “momento constitucional”, sin embargo, exige que se reuntan todos -de a poco, sí; hablando bajo, sí; tanteándose, sí- pero juntos, buscando puntos en común, acordando mínimos, desde miles de mesas distintas.

29 may 2023

La justicia en el cuidado de los procedimientos: que los más poderosos no abusen de las reglas de juego; que los más vulnerables no sean marginados del juego

 


 Publicado hoy en LN

La Corte argentina tomó, en los últimos tiempos, varias decisiones relevantes en materia constitucional. Muchas de estas recientes decisiones tuvieron que ver con cuestiones procedimentales, y sus contenidos fueron controvertidos y desafiados desde esferas cercanas al gobierno. Recuérdense casos muy conocidos, como los relacionados con la elección de representantes legislativos para el Consejo de la Magistratura; el intento, por parte del Ejecutivo, de recortar drásticamente la asignación de recursos a la Capital Federal; o las re-reelecciones a gobernador en San Juan y Tucumán; etc. En lo que sigue, quisiera defender (más que a una Corte en particular, o a una serie de decisiones específicas) al tipo de enfoque jurídico que parece derivarse de decisiones como las citadas, concentrándome en dos cuestiones en particular. Primero, sostendré que la materia que la Corte debe asumir como fundamentalmente propia es la salvaguarda de los procedimientos democráticos. Segundo, me referiré a la dirección e intensidad de dicha intervención, para abogar por un ejercicio contextualizado de la función judicial. Defenderé, en este sentido, una labor jurídica atenta al lugar, tiempo y circunstancias en las que vivimos: sensible a los “dramas” propios de este momento histórico.

Comienzo por clarificar el primer punto, referido al enfoque jurídico que considero justificado. Sostengo una concepción “procedimentalista” de la actuación judicial, según la cual la intervención de los tribunales (aquí me centraré en la Corte Suprema) debe concentrarse (no exclusiva, pero sí primordialmente) en la custodia o protección de las “reglas (procedimentales) del juego democrático”. Permítanme subrayar que la exigencia de esta custodia activa e intensa de las “reglas de juego” no implica -como pareciera quedar sugerido- la defensa de un Poder Judicial “activista” y dispuesto a “torcerle el brazo” a la política, en todos los casos que se le presenten. Más bien lo contrario: lo que se le pide a la justicia es que se “retire” de una mayoría de casos que tiende a asumir como propios (y en donde tiende a “imponerle” a la política su propio punto de vista), para concentrar su trabajo en el cuidado de las “reglas de juego” (dado que es la política democrática la que debe decidir en última instancia sobre las cuestiones políticas “sustantivas”). Señalar esto significa afirmar, por ejemplo, que a la justicia no le corresponde definir, ni directa ni indirectamente, los contenidos de una política económica, ambiental o de seguridad, por más que habitualmente se involucre en esos casos. Por ejemplo, a la justicia no le corresponde decir que un impuesto determinado, o las retenciones definidas por el Estado son “demasiado altas” y, por lo tanto, “expropiatorias” y nulas: es la política democrática la que debe definir los niveles de esos impuestos o retenciones (que bien pueden quedar en un nivel bajo o “recontra alto”). El célebre caso de la “Resolución 125” sobre retenciones, en el 2008, ilustra bien lo que digo. En efecto, a la justicia no le correspondía atacar dicha Resolución por establecer retenciones demasiado altas o “expropiatorias” (la política democrática -reitero- puede determinar el nivel de cargas que considere apropiado), pero sí debió desafiar a dicha Resolución, y finalmente invalidarla, por razones procedimentales: no era una Secretaría de Estado, sino el Congreso, quien debía definir una medida de tal envergadura. Tales medidas deben ser el resultado de acuerdos democráticos profundos, en el Congreso.

Paso ahora al segundo punto, referido a la orientación e intensidad del enfoque judicial que propongo. Lo que sugiero es la adopción de una concepción “contextualizada” sobre el ejercicio de la función judicial, esto es decir, adaptada a las necesidades y problemas -a los “dramas”- de nuestro tiempo. A modo de introducción, y para que no parezca que lo que presento aquí representa una mirada exótica de la tarea judicial, señalaría lo siguiente. La llamada “Corte Warren”, en los Estados Unidos (es decir, la Corte que fuera presidida por el Juez Earl Warren, entre 1953 y 1969, símbolo de una aguerrida defensa de los derechos de los afroamericanos y otros grupos vulnerables), marcó la historia legal norteamericana de todo el siglo xx, y se convirtió, desde entonces, en una de las más célebres e influyentes en el derecho comparado. Esa Corte ha sido descripta (desde mi punto de vista, acertadamente) como una Corte “procedimentalista”, que tuvo además la virtud de saber actuar conforme a las necesidades más imperiosas de su época o contexto. Según el jurista John Ely, el más reputado impulsor contemporáneo del enfoque “procedimentalista”, si la Corte Warren ganó admiración y respeto, tanto a nivel nacional como internacional, ello se debió a que supo ejercer su tarea teniendo en cuenta las principales amenazas constitucionales de su tiempo: a) los intentos de la política mayoritaria por discriminar o “sacar de juego” a minorías “impopulares” (la minoría afroamericana, los homosexuales); y b) la habitual pretensión de los grupos en el gobierno de utilizar las herramientas bajo su control (económicas, coercitivas, etc.) para preservarse en el poder (obstaculizando asimismo las iniciativas de la oposición). Para Ely, la Corte Warren no sólo escogió bien su rumbo (cuidar los “procedimientos,” antes que la “sustancia” del derecho), sino que además fue exitosa en el logro de sus fines, al perseguir de modo activo e intenso los dos objetivos citados, requeridos por ese particular tiempo político.

Vuelvo entonces al caso argentino, para hacer la pregunta que -entiendo- corresponde hacerse a esta altura: cuál sería la forma apropiada -contextualizada- de ejercicio de la función judicial? Cuáles serían, en tal sentido, los “dramas” de nuestro tiempo? En línea con lo descripto por Ely, sugeriría dos “males”, en particular: a) el intento por parte de los poderes establecidos (nacionales y locales) por preservar, expandir y abusar de sus poderes (i.e., persiguiendo o encarcelando opositores por sus actividades de protesta; buscando reelecciones indefinidas; estableciendo controles o vigilancias para-policiales sobre la población; etc.); y b) el “drama” de la desigualdad estructural y persistente, que deja a amplios grupos de la sociedad fuera del “juego democrático”.

Concentrada en objetivos como los señalados, plenamente consistentes con los requerimientos de nuestra Constitución en materia de organización del poder y derechos, la Corte hace bien, por ejemplo, cuando utiliza sus limitadas energías para decidir causas como las enumeradas más arriba (i.e., Consejo de la Magistratura; re-reelecciones; “democratización de la justicia”). La expectativa es que la Corte persista y persevere (en casos como el de Formosa) en esa “primera” línea de trabajo, estrictamente procedimental (siendo cada vez más exigente en materia de respeto del “sistema representativo y republicano” del art. 5 CN -un artículo que demanda ir mucho más allá de la imperiosa tarea de terminar con las reelecciones indefinidas); y a la vez comience a asumir una postura más activa en la relación con la segunda de las líneas citadas (para proteger privilegiadamente a quienes protestan por violaciones de derechos constitucionales; para exigir resguardos sociales para los grupos más desamparados de la sociedad; etc.). Se trata, según entiendo, de requerimientos constitucionales básicos, no de una expresión de deseos.

 

28 may 2023

Apuntes israelíes 7. Un país sin Constitución, que necesita y pide una Constitución

 



Durante muchos años, parte de la academia jurídica -internacional y local- aceptó o justificó el hecho de que países como Israel no tuvieran Constitución. Se trata, se nos decía, de sociedades fracturadas internamente, y en situación de latente conflicto entre partes: por qué re-abrir las brechas más hondas, en el momento fundacional, poniendo en riesgo la misma posibilidad de ensayar un acuerdo? Más aún, parte de la doctrina sigue validando, para éste u otros casos, la presencia de normas (aún normas de rango constitucional, sin el nombre de Constitución, como las Basic Law israelíes) que incluyan cláusulas ambiguas (como en la India) o aún contradictorias (como en Irlanda) sobre temas controvertidos -incluyendo normas que hagan “silencio” o eviten expedirse sobre los temas más divisivos. La mejor expresión de tales posturas se encuentra, seguramente, en los trabajos de H.Lerner (Making Constitutions in Deeply Divided Societies). Para ella, la falta de Constitución, en casos de sociedades “profundamente divididas,” debía ser visto como un acierto: un modo de deferir hacia el futuro, y así, dejar para la política, la resolución de los problemas más complejos (por qué, se preguntaba, abrir tales conflictos ahora, y así detonar la posibilidad de llegar a acuerdos?). Se trata de “estrategias de evitación” que reputados constitucionalistas, como Cass Sunstein, justificaron para otro tipo de casos -la intervención judicial- y desde una lectura deliberativa de la democracia: poner entre paréntesis los conflictos más graves, y dejar que los mismos sean abordados, oportunamente, a través del debate político-democrático.

De mi parte, siempre estuve en contra de este tipo de enfoques, por varias razones. Enumero rápidamente unas pocas:

i) Contra la idea (Sunsteiniana) de la “evitación” o el “diferimiento”, muchas sociedades profundamente divididas ensayaron la búsqueda de acuerdos constitucionales más abstractos (“acuerdos morales,” y no un “mero modus vivendi”, al decir de John Rawls), y lo hicieron sin problemas y muy exitosamente. El mejor ejemplo es el de la 1ª Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos. Las distintas facciones religiosas, entonces, se aborrecían entre sí (venían escapando de Inglaterra, en donde habían sufrido persecución y muerte, o sea que sabían de los riesgos en juego), pero pudieron unificar sus reclamos en un punto de mayor abstracción (un “mínimo común denominador,” digamos), en el que todos estaban de acuerdo (básicamente: “no nos matemos entre nosotros” o, de modo más realista: “ninguno de nosotros que llegue al poder le impone su religión al otro”).

ii) No entiendo por qué, si un país como Israel tiene una “Declaración de Independencia” (de importancia constitucional semejante a la “Declaración de Independencia” de los Estados Unidos -de hecho, el documento desde el cual A.Barak derivó buena parte de su jurisprudencia constitucional); o Leyes Básicas, como las que tiene, no puede tener una Constitución: si ya lo tiene (casi) todo, y lo tiene escrito!

iii) La idea de no tratar, en el momento constitucional, los problemas más importantes de todos, no sólo no suele ser una buena idea, sino que además suele ser una opción muy riesgosa. Piénsese en el “silencio” constitucional que se hizo en los Estados Unidos, en el “tiempo fundacional”, sobre el (otro) gran problema nacional de entonces: la cuestión de la esclavitud. El estallido posterior de la Guerra Civil, en torno al tema, no merece ser visto como producto directo de la Constitución, pero tampoco hay dudas de que el silencio constitucional no ayudó en la materia, y que la Constitución de 1787 debe asumir su cuota de culpa al respecto.

iv) En éste como en tantos casos, la no resolución del conflicto, o su “diferimiento”, implica, en los hechos, una toma de posición, y el establecimiento de una solución, en los hechos. No hay algo así como “no acción (jurídica) sobre el problema social”: dejarlo intocado, por ejemplo, es aceptar la permanencia de una solución de hecho, habitualmente injusta, que el Estado en los hechos termina respaldando con su fuerza.

Por todo lo dicho, me alegra mucho ver que hoy, en Israel, se empieza a ver la cuestión de otro modo, y que quienes defendían el status quo (sin Constitución) hoy se involucren en la búsqueda de acuerdos de tipo constitucional. Ni qué decir: empujados por miles de personas gritando en la calle -para sorpresa de todos- “Constitución, Constitución”.

 

 


 

26 may 2023

Apuntes israelíes 6. Ojos de Medio Oriente

 


Hay ojos en Medio Oriente, que son únicos, no sé si por el color, o por eso también: algo marrones, como oscuro el desierto cuando llega la noche; algo verdes también, como los bosques de olivos cuando llega la mañana. Marrón y oliva, es decir, como la piel de oriente. Pero no sé. Hay una intensidad en esos ojos, que es única también, no sé por qué. Por lo que recuerdan, tal vez. Por la memoria de lo que se supo o se vio (es posible que lo vieran todo, o lo sepan todo, sobre la muerte también). O tal vez no. Tal vez sea sólo el olvido, la agobiante necesidad del olvido, de olvidar todo lo visto o sabido. O quizás no. Quizás sea el sol. Quizás simplemente la intensidad del sol, que se refleja y brilla en esos ojos, pero en otros no. Aunque creo que no. Más bien diría que no. Diría, más bien, que se trata de una herida, una herida abierta y extensa, una herida que primero brilla en los ojos, por donde anida el sol. Pero es una herida larga, que comienza en los ojos, y que recorre el cuerpo, el cuerpo todo, una herida que va desde la intimidad al pudor. Una herida larga, que se convierte en llanto, pero es llanto en pudor, quiero decir, escondido, lejos, lejos, por caso, de donde estoy yo. Aunque no lo sé. Pero sé algo, sin embargo: sé que he visto, en esos ojos, los ojos de aquí, miradas, miradas que antes de ahora no vi, miradas que en otro lugar no veré.  Miradas vulnerables, porque vulneradas. Miradas de desconfianza, de un oculto recelo, de esperanza, de ansiedad, de refugiada aprensión. Miradas de sobre-actuada certeza, de seguridad fingida, de un posado rigor. Todo eso, pero sobre todo el temor. Miradas de condena y reproche, de castigo y sanción, y a la vez piedad, y a la vez perdón. Pero el temor, sobre todo el temor. O tal vez no. Lo que veo es otra cosa: lo que veo en esos ojos es el reflejo de todo o parte de una historia que asusta, una historia que pide ser resumida en todo lo que se perdió. Entonces eso, sólo eso: la mirada perdida, que es la mirada que busca lo que se perdió, la mirada que sabe, por dentro sabe, que lo que fue, lo que era por siempre, se fue: lo que era por siempre también se perdió. Y entonces eso: la fragilidad frente a lo que se desmoronó. Un edificio que parecía sólido, cimentado en cemento, y que cayó. Como las hojas de otoño, un día, sin que nadie lo viera, cuando nadie lo pensaba o imaginaba siquiera, se desmoronó. O tal vez fue la historia, fue la historia entera la que se desmoronó. Y entonces eso, tal vez todo se reduzca a eso: el miedo al presente, y los recuerdos que asustan, y la constante presencia de lo que era por siempre y por siempre se perdió. Quizás sea sólo eso, entonces, lo que veo, lo que me parece único, en los ojos que encuentro a mi alrededor: la mirada aguerrida que oculta la irreparable herida, la mirada osada que esconde el desmesurado dolor.



Apuntes israelíes 5. Con el pecho inflado

 









Recordé mucho, en estos días, mi primer día en la Universidad de Chicago, en 1992. La administración había organizado para nosotros, los extranjeros que empezábamos nuestros posgrados, un acumulado de actividades innecesarias, queriendo mostrar cuidado y atención hacia los recién llegados, y como paso previo a nuestro relegamiento en el impiadoso olvido. En todo caso, me recuerdo estos días, de aquel primer día, por una de las actividades que nos organizaron las autoridades de la Facultad: una charla informal, introductoria, a cargo de un futuro compañero, israelí él. El privilegio que se le otorgara a nuestro par se debía a que el joven -inusualmente- estaba comenzando en Chicago su segundo LLM (acaba de completar una maestría en California, si mal no recuerdo). Por tanto, él iba a hablarnos acerca de la experiencia de transitar con éxito una maestría, desde la condición de extranjero, en una Universidad norteamericana. La cuestión no me gustó mucho, desde el comienzo, y menos cuando reconocí la actitud del sujeto. Él se acercó para hablarnos con el pecho inflado, la barbilla en alto, una media sonrisa, el aire de la victoria, los ojos brillosos de la suficiencia, y un mensaje que no era de igual a igual, que era poco hospitalario, y que puede resumirse en “costó mucho, pero pude lograrlo, seguramente ustedes también podrán, si se esfuerzan como yo supe hacerlo.” O sea que su discurso impostado, en lugar de alentarnos, nos recargó el miedo que ya cargábamos sobre nuestras espaldas. Básicamente, se trataba de que reconociéramos sus grandes méritos, y que nos atreviéramos a ser como él. Me recordé de aquel compañero, en estos días, porque encontré muchas actitudes corporales como la suya, en ámbitos y situaciones diversas. Con la impunidad que dan las explicaciones culturales o sicológicas (donde uno apela a respuestas contundentes e incomprobables, para dar cuenta de situaciones que nos generan incógnitas), aventuro la mía, que tiene que ver con sugerencias ya presentadas más arriba. Hay algo en la cultura de la conscripción, algo de la práctica del ejército, que gotea sobre la vida cotidiana, hasta cubrirla entera. Es lo que resulta cuando lo mejor de los años formativos lo atraviesa uno (no como podría haber sido, digamos, por caso, con una mano amorosa sobre la piel de uno, sino) con el peso de una M16 sobre el estómago -una M16 que en su abrumadora dimensión cruza el pecho e interrumpe la vista (el mundo visto entre los bordes de una culata, los cuerpos ajenos mediados por un arma de fuego). Todo ello agravadísimo por la licencia para maltratar y ofender, a partir de la autoridad del arma, que se convierte en legítima ante un enemigo que se ha portado demasiado mal, demasiadas veces, justo con aquellos que están más cerca de uno. Hay algo de eso, supongo -algo de la cultura de la “misión cumplida con éxito”- que uno ve en la vida de todos los días. Que es lo mismo que escuchara en el discurso de mi compañero en Chicago: “nosotros sobrevivimos a todo, tal vez también ustedes, si se esfuerzan lo suficiente, puedan hacerlo”.