29 oct 2022

XII. CRÓNICAS DE UN VIAJE. Charles Mungiu: Cuando la conversación es imposible

 


La conversación imposible. Charles Mungiu y R.M.N.
Cuando presentaba mi libro sobre “la conversación entre iguales,” días atrás, en Oxford, una de las autoridades del instituto planteó algunas dudas y dudas sobre las posibilidades de la discusión, en el marco de sociedades deeply divided (“profundamente divididas” por razones religiosas, étnicas, etc., como Israel o India). Un clásico. De hecho, el tema se ha hecho común en estos años, dentro de la discusión académica, ámbito en donde, por lo demás se han publicado algunas cosas importantes, más o menos recientemente (hay un libro de Adrian Guelke, “Politics in deeply divided societies”, y en mis seminarios acostumbramos a discutir -con el auspicio de la autora- el libro “Making constitutions in deeply divided societies”, de Hanna Lerner).



Pero aquí quiero acercarme al tema de la imposibilidad de la conversación a partir de una película que vi, en Chambery, esta noche: “R.M.N.”, de Cristian Mungiu. Mungiu es un gran cineasta rumano, conocido entre otras obras por “4 meses, 3 semanas, 2 días”. Vi casi todo -lo último, al menos- del autor, a quien respeto más allá de que sus films me aburran un poco. Pero esta noche, con “R.M.N.” fue diferente, sobre todo durante 20 minutos situados casi al final de la película. Durante ese largo lapso el autor filma un debate público o audiencia pública (ficticia) descomunal, lucidísima, carente de toda ingenuidad, dolorosa y ácida. Allí, los habitantes de un pueblo de Transilvania -marcado por exilios, inmigraciones e emigraciones de las más diversas (desde húngaros, gitanos, franceses a trabajadores de Sri Lanka, que son los que desatan el conflicto) aparecen alzados mayoritariamente contra las personas de color que van a trabajar en la fábrica de pan principal, en la comunidad. El tremendo debate muestra los testimonios totalmente creíbles, burlones, agraviantes y graciosísimos, con los que los locales, especialmente, resisten cualquier argumento -racional o simplemente humanitario- de los pocos defensores del pluralismo. Desde los clásicos “que se vuelvan a su país,” “no pertencen,” o “cada uno en su casa, como pedía Dios,” hasta los más específicos, relacionados con que ahora iban a tener que “comer el pan que amasan estos inmigrantes con sus sucias manos” (y ante la réplica de que la masa va luego al fuego, la contrarréplica inmediata porque, una vez cocinado, vuelven a manipularlo: “los he visto”). Luego, el médico del pueblo ratificando los dichos (la necesidad de expulsar a los extranjeros, de la fábrica), por razones técnicas (“en su país han tenido la fiebre porcina, el sida, y montones de enfermedades que nosotros no”). Y después el cura bregando porque se comprendan los sentimientos profundos de los vecinos de siempre (solidarios, cristianos), que habitan en la comunidad. Es duro, además, ver cómo caen los argumentos de los dueños de la fábrica, uno a uno: “No son ilegales”. Respuesta: “Pero no son nuestros”. “Tienen certificado de salud”: Respuesta: “Los de aquí no los necesitamos, estamos sanos”. “Ofrecimos trabajo a los de aquí y no vinieron”. Respuesta: “Es que pagan poco” (Y más: “a mí no me pagaron las horas extra cuando estuve ahí” -apoya otro, desde atrás). “Los nuestros también van a trabajar al exterior”. Respuesta: “Pero los nuestros cuando van afuera no molestan”. “Recuerden los conflictos que tuvieron, en Alemania”. Respuesta: “No eran los nuestros, eran gitanos.” Y todo mucho peor que eso. Toda la discusión resulta coloreada (como suele ocurrir, en sociedades como las nuestras) por permanentes burlas efectistas, respuestas rápidas e hirientes, sobre el contrario (Aparece un joven progresista, francés, de una ONG que se ocupa de la no extinción de las especies locales. Sus comentarios a favor de la tolerancia son respondidos con bromas que son azotes -”callate, Liberté, Egalité”; o “tu ONG quiere convertir a nuestro pueblo en un zoológico”). Y más difícil aún: apenas el debate se enreda (porque los intolerantes ven argumentos aceptables del otro lado), se pide “votación democrática ya” (recordemos que sólo intervenían en el debate, convocado por los indignados, un puñado de personas con la posición contraria). Quiero decir, lo entiendo, aunque me pese: todo nos viene a decir que no se puede, no se puede, no se puede, que en ciertas ocasiones, contextos, la conversación no puede. Es la conversación imposible.

La imposibilidad de la deliberación en sociedades profundamente divididas: Es realmente así? Salí de la película golpeadísimo, por la “realista” y demoledora presentación que hace el autor -sin tomar partido, con dolor, se advierte- sobre la imposibilidad de conversar, o llegar a decisiones razonables (racionales, tolerantes, respetuosas de los demás) en sociedades profundamente divididas. Ahora bien, ya repuesto del embate, me pongo de pie otra vez y pregunto: Es realmente así? Es que en el marco de divisiones sociales profundas no se puede, o no tiene sentido, discutir? No es difícil hilvanar algunas primeras respuestas, para llegar a la conclusión de que la situación que se muestra y denuncia en el film, es menos grave de lo que en principio parece.

Los problemas anteceden a la deliberación, no son creados por ella. Ante todo, y como cuestión inicial, importante: hay que dejar en claro que el problema en juego “no es un problema de la deliberación,” sino uno que precede a la deliberación, que ya estaba ahí, y que -tal vez- ni siquiera la deliberación pueda remediar. O sea, en primer lugar: no imputarle a la discusión, dificultades que son esencialmente ajenas a ella, y que en todo caso ella intentará remediar.

La conversación como como de poner en marcha la resolución de problemas que por otros medios no se han resuelto (y no lo han sido, por deferencia hacia el stutus quo). La experiencia muestra que, contra lo que algunos críticos de la deliberación sugieren, los mecanismos deliberativos, implementados en situaciones difíciles, activan soluciones que parecían imposibles, a la luz de otros medios. Piénsese en las situaciones de ocupación ilegal de tierras y la amenaza de desalojos violentos; o en los problemas ambientales (i.e. limpieza de ríos) u otros relacionados con demás derechos fundamentales (i.e., salud) que durante años aparecían irresueltos, y frente a los cuales, típicamente, el poder político no se involucraba (i.e., para no afectar ciertos intereses, u obedeciendo al reclamo de inmovilismo exigido por los mismos), y el poder judicial se lavaba las manos (i.e., alegando falta de legitimidad democrática, o autoridad para movilizar recursos presupuestarios). En casos como los citados, ciertos mecanismos deliberativos ayudaron a poner en marcha los procesos de resolución, que en los otros casos ni siquieran resultaban activados. Quiero decir, en esas situaciones difíciles (en este caso, por la intensidad de las demandas contrapuestas de los sectores en juego), ciertos mecanismos deliberativos (meaningful engagement, como en Sudáfrica; audiencias públicas, en Colombia), iniciaron caminos de resolución, o consiguieron resolver problemas, que hasta entonces permanecían intocados (esto es decir, al servicio del status quo).

El punto es demasiado central, porque -aún en las disputas académicas- la “acusación” aparece y reaparece (Larry Alexander, por ejemplo, escribiendo en el Harvard Law Journal sobre la idea de que no puede estar “deliberándose hasta el infinito”; o que el derecho es “autoridad” y “decisión”). 

La importancia de matizar, no sólo de resolver. Tercero, conviene recordar que, para la mayoría de los problemas que enfrentamos, y muy en particular para los problemas más graves, el tema no es si un determinado instrumento, medio o institución “lo resuelve o no”. Normalmente, de lo que se trata (pongamos, en temas dificilísimos como aborto o eutanasia) es de matizar o mejorar un poco la situación inicial, de trabazón o inmovilismo. Y para eso, el debate público ayuda, más que otros medios alternativos (o ninguno).

El valor civilizatorio de la hipocresía. Cuarto, aún en el film podían advertirse los efectos “civilizadores” de la discusión pública: hay ciertos argumentos que, en público, no pueden hacerse; y es obligatorio buscar razones públicas para respaldar lo que uno dice. Esto es en extremo difícil en algunos casos -casos tan radicalmente extremos como el del racismo, pero aún así -y es un mérito de la deliberación pública- interesa ver que, todavía en esas zonas más bien patológicas, lo que Elster llamó “el valor civilizatorio de la hipocresía” se mantiene. La discusión pública, entonces, es de las pocas ayudas con las que contamos en las situaciones más extremas,

La centralidad de la cuestión procedimental. Quinto, el film ratifica, finalmente, lo que es un tema  central en los estudios sobre el debate público (y mis propios trabajos sobre “la conversación entre iguales”): la prioridad de los procedimientos. Muchos, tratamos de enfatizarlo siempre: no se trata de decir “dialoguemos” (ni de proclamar, simplemente, “que dialoguen las ramas del poder”, como si la maquinaria fuera a ponerse en marcha luego de que uno lo proclama), ni de defender cualquier conversación entre las personas (o entre las ramas del poder) con independencia de la forma en que esa conversación está organizada. Una charla de café, en una tribuna de fútbol, en la plaza pública, o aún en el Congreso, tiene valor o no (más allá de su contenido) de acuerdo con las reglas formales e informales que la organizan. Procedimientos que permiten el anonimato, que premian el insulto o la agresión, que autorizan la posibilidad de que se diga cualquier cosa en cualquier momento (como los que priman en la televisión o en las redes sociales) construyen resultados horrorosos, de los cuales, al menos, no podemos sorprendernos, una vez que ocurren: son hijos directos de esos procedimientos de espanto. Por el contrario, procedimientos que obligan a atender los puntos de vista diferentes, que lo fuerzan a uno a revisar las razones de una parte y la otra, a dar el propio nombre, a mirar a los ojos a quienes piensan diferente, a esperar que el otro cumpla con su tiempo (en lugar de interrumpirlo o burlarlo), como los del jurado, por ejemplo, son en buena medida los que construyen mejores resultados (de ahí que, en promedio, en todas partes, los jurados tiendan a tomar decisiones más parsimoniosas y moderadas que los propios jueces profesionales). Es decir: no se trata de que uno defiende la deliberación, porque es fanático del diálogo; o porque le parece bien que la gente hable; o porque tiene una mirada naif de la vida; o porque, mientras haya algún intercambio entre las partes, de cualquier tipo (en lugar de meras imposiciones) uno ya está satisfecho. No, en absoluto: defendemos la conversación, de un cierto tipo (horizontal, con centro en lasa propias personas), y organizada (procedimentalmente) de un cierto modo (con formas de publicidad, transparencia, orden, información, como la que se propone en los jurados).





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