Publicada en Ñ
Es
el respeto!
Roberto
Gargarella
Quisiera,
en las líneas que siguen, explicar por qué, y contra lo que algunos alegan, los
maltratos que ejerce y los insultos que lanza cada día, el Presidente, no
representan un admisible “precio a pagar”, a cambio de hipotéticas reformas, ni
un “dato menor”, como si lo relevante fueran sus “actos”, y no sus “palabras”.
Me interesa mantener que es al contrario: que sus acciones no tienen valor
alguno, si no están moldeadas por la consideración y el debido respeto hacia
cada uno.
Imaginemos
a un padre de familia que maltrata a sus hijos, los insulta cotidianamente, los
avergüenza en público, y que a la vez recurre a la violencia verbal contra su
pareja cada vez que puede. Ese mismo padre -supongamos- ha conseguido trabajo,
por fin y, según parece, eso va a permitir que la familia salga de la difícil
situación económica que atraviesa. No lo sabemos aún, pero es lo que dicen algunos.
En mi opinión, aún si la familia consiguiera, por fin, salir de la emergencia
económica (algo que aún no sabemos), eso no justificaría ninguna de las
violencias que el padre ejerce: nunca. Ni uno solo de los insultos, ni uno solo
de los maltratos verbales. Ello, aunque algunos nos señalen que se trata de
“el precio a pagar” para salir adelante. No lo es de ningún modo. No hay
por qué aceptar esa extorsión económica como si todo lo demás -el maltrato
cotidiano- fuera dispensable -un costo necesario para el progreso.
O
imaginemos el caso de un maestro de escuela, que -según dicen- está bien
formado, y que hoy aparece como nuevo reemplazo, luego de una cadena de
predecesores que parecían ignorarlo todo sobre su disciplina. Supongamos,
también, que el nuevo maestro humilla a sus alumnos cuando puede, dice
groserías en clase, o se queda inmóvil -indiferente- cuando uno de sus
estudiantes se le desmaya, frente a un coro de padres, durante un acto (el
maestro, pongamos, se burla y hace alguna broma de mal gusto, de espaldas al
caído). Otra vez: ese maestro puede conocer bien a su disciplina, puede recibir
elogios de algunos de sus pares, pero fracasa de modo estrepitoso en todo lo
que realmente importa. Todo lo que importa incluye, por ejemplo, el respeto
hacia el alumnado, el buen trato incondicional y permanente, el dar ejemplo e
inspirar a su clase. Ese maestro, aun bien formado (un hecho que aún no resulta
claro) no entendió de qué se trata su tarea. Ello, aunque algunos proclamen que
se trata de nuestra “última oportunidad.” Hay demasiado camino por
delante, y no hay porqué resignarse, jamás, al destrato.
Lo
mismo para el caso de un administrador recién llegado -digamos, uno que
reemplaza a un “patrón de estancia” ya decadente- que nos asegura que volverá a
convertir a las cansadas o abandonadas tierras, en tierras productivas. Si ese
promisorio administrador tratase como bestias a sus empleados, o no perdiese
ocasión para despreciar a sus trabajadores, debería ser obligado a
rectificarse, y a pedir disculpas por los perjuicios causados. Ello, aunque
algunos insistan en que se trata de “problemas menores” o “cuestión de detalles”.
El crecimiento económico no necesita, en absoluto, de injurias ni de agravios:
puede y debe crecerse de otro modo. Si las ofensas hacen a la esencia del
administrador, entonces empecemos a buscarnos otro: no lo necesitamos.
Obviamente,
incluyo los ejemplos anteriores para hablar del Presidente argentino, que nos
avergüenza en los foros internacionales (mientras escribo esto, el Presidente
se encuentra en España, insultando sin pruebas a la esposa del Primer Ministro,
como semanas atrás tratara de homicida al Presidente de Colombia); que repudia
el discurso de los derechos humanos en el país del Nunca Más; que
utiliza cada resquicio para denigrar las causas del feminismo, en el país del Ni
una menos. Me refiero al mismo que habla de “ratas” para referirse a
nuestros representantes; o de “ensobrados” para referirse a toda la prensa. No
me detengo a comentar, como quisiera, lo que podemos sentir las personas de
izquierda, con un Ejecutivo que cada día, dentro o fuera del país, nos trata de
“asesinos,” “excrementos” o “cáncer de la humanidad,” e invita (con las
connotaciones e historia que tienen esos términos, en la Argentina), a no ser
“tibios” en la “batalla” contra el “zurdaje”. Alguien podría argüir al respecto
que somos una pequeña minoría (como si ello fuera excusa para la agresión, y no
una razón especial para el cuidado), pero eso no es lo que piensa el Presidente:
el Ejecutivo se confiesa un “libertario en un país de zurdos”, con lo cual
admite que -según su delirante imaginario- él dirige sus peores insultos hacia
la gran mayoría de sus gobernados. El Presidente debería abandonar sin
miramientos esa batalla exasperada, y pedirnos perdón por todos los daños ya
causados. Ello, aunque algunos aleguen, frente a tales daños, que lo
relevante es lo que el Presidente hace, y no lo que habla. Como si la
debacle institucional que vivimos (i.e., en política internacional; en los
nombramientos para la Corte Suprema; en los desesperados intentos de gobernar
por decreto) no importaran, y mucho menos “la materia” con que se da forma a
tales decisiones.
Ronald
Dworkin -tal vez el jurista más importante del siglo xx- sostuvo que todo el
valor de la Constitución podía resumirse en una sola línea: el compromiso de
tratar a cada uno con “igual consideración y respeto.” Esto es decir: el debido
respeto a cada uno es la “materia” con la que deben concebirse y moldearse
todas las políticas públicas, y a dicho objetivo es que deben estar orientadas.
Entonces, las humillaciones cotidianas no constituyen un “precio a pagar”; ni
representan “cuestiones menores”; ni se excusan porque “no nos quedan chances”.
Como en la agresión marital, o en los agravios del maestro, o en los insultos
del patrón, esos embates no se justifican nunca, y no nos hacen responsables a
nosotros. Son ellos los responsables, y son ellos quienes deben hacerse cargo
de sus maltratos.
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