21 dic 2024

Del sueño noble del constitucionalismo a una crisis estructural de la representación

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La crisis en la representación política que se advierte en la Argentina, como en una mayoría de países, no depende de motivos coyunturales, ni de factores personales o cuestiones actitudinales (i.e., representantes corruptos o poco comprometidos con los intereses generales). Se trata de una crisis estructural, y probablemente irreversible, ya que ella parece depender de cambios en la organización social que se han ido consolidando con el paso del tiempo, desde hace décadas. Dicha crisis tiene que ver con modificaciones que han afectado las condiciones (sociales) de la representación política, que hacen un llamado a la modestia de aquellos que hoy viven la euforia de la popularidad: los aplausos de un momento pueden virar a abucheos (o viceversa) en apenas instantes. Explico brevemente el problema en el que estoy pensando, y por qué considero que el mismo no tiene fácil solución. 

Pienso, ante todo, en ciertos cambios que se han dado en (lo que podríamos llamar, ambiciosamente) la sociología política del constitucionalismo. Básicamente: el esquema fundamental de nuestro sistema institucional  -división de poderes, checks and balances, declaración de derechos- nació a partir de problemas y amenazas efectivas (la amenaza de las facciones; el poder arbitrario que solían ejercer los monarcas, etc.), y en relación con condiciones sociales muy específicas: sociedades pequeñas, homogéneas, con unos pocos grupos en tensión entre sí. Los “padres fundadores” del constitucionalismo asumieron, en su momento, que los inevitables conflictos que se suscitaban entre sectores sociales diversos podían, y por tanto debían, ser reconducidos institucionalmente: se trataba de “canalizar”, y así contener, la amenaza de la “guerra civil.”  La propuesta de vincular al diseño institucional con la organización y la dinámica social fue una idea muy propia del “período fundacional” en los Estados Unidos (1785-1787, cuando se escribe la Constitución), pero que se remonta a la Antigüedad de Grecia y Roma. La idea de base fue siempre la misma: existen (unos pocos) intereses diversos y enfrentados, en cualquier sociedad, que deben encontrar expresión institucional, de modo tal de evitar las “opresiones mutuas”, favoreciendo a la vez la cooperación entre esos grupos enfrentados. El sistema institucional debía servir, entonces, incorporar a las diferentes partes de la sociedad, y canalizar de ese modo los conflictos. 

Conforme a la noción del “gobierno mixto” (que en la Antigüedad avanzaron Aristóteles y Platón, y que luego retomó Polibio) las principales secciones componentes de la sociedad (pongamos, las partes “aristocrática, monárquica y democrática”), debían combinarse en la formación de gobierno: la legislación debía resultar de acuerdos entre todos ellos. De esta forma, se asumía, dicha legislación resultaría imparcial, y tomaría en cuenta (se nutriría de) los intereses de todas las partes. La idea de la “Constitución mixta” o “Constitución balanceada” que fue tomando lugar en Inglaterra desde el siglo xvii, también reprodujo, con sus diferencias, aquellos supuestos. Otra vez, la idea era que el poder debía dividirse entre ramas diferentes, vinculadas con los diversos intereses sociales existentes -típicamente, expresados en las demandas del Rey, los Lores y los Comunes. Hoy, todavía, el sistema político inglés sigue estando organizado a partir de aquellos supuestos.

En el debate norteamericano, del cual se derivaría la Constitución de 1787 -de decisiva influencia en toda América Latina- la retórica justificatoria cambió (nadie quería aparecer defendiendo el modelo institucional inglés, con el que estaban rompiendo amarras), pero las ideas de fondo siguieron siendo las mismas. Ante todo, el sistema institucional debía saber incorporar los intereses diversos de “mayorías y minorías” (acreedores y deudores; grandes y pequeños propietarios, en el lenguaje de El Federalista y el razonamiento de James Madison). Se trataba de intereses asumidamente homogéneos, a los que se debía asignar una porción de poder (institucional) equivalente. Ello así porque -como decía Alexander Hamilton, “si le damos todo el poder a las mayorías, las mayorías van a oprimir a las minorías; pero si le damos todo el poder a las minorías, las minorías van a oprimir a las mayorías”. Por lo tanto -y ésta era la conclusión a la que se llegó entonces- “debemos darle poder (equivalente) a ambos grupos: es así como evitamos las mutuas opresiones”. El sistema de “frenos y contrapesos” resultó (y sigue siendo) fundamentalmente aquello: un modo de darle lugar equivalente a “mayorías y minorías”, favoreciendo el equilibrio entre tales partes. De este modo, se recuperaba la idea conforme a la cual las distintas ramas de gobierno debían (porque podían) “incorporar” intereses sociales diferentes (ie., la Cámara Baja iba a albergar fundamentalmente a los intereses mayoritarios; la Cámara Alta o el Poder Judicial iban a resultar especialmente sensibles a los intereses de las minorías, etc.). De esta forma -se suponía- “toda” la sociedad iba a quedar representada y protegida en sus intereses y derechos básicos. 

Éste era, según entiendo, “el sueño noble” del constitucionalismo: integrar al esquema de gobierno a “toda” la sociedad, para evitar así las “mutuas opresiones” -asegurando la paz social, en definitiva. Se trataba de un “sueño” poco democrático (la regla mayoritaria quedaba desplazada, a favor del objetivo de dotar de poder “equivalente” a “mayorías” y “minorías”), que implicaba un ideal “noble” al fin: como se asumía que el riesgo mayor que se enfrentaba (“la tragedia del tiempo”) era el del accionar faccioso, se procuró poner todo el diseño institucional al servicio de evitar esa tragedia, la “guerra” entre facciones. Lamentablemente, ese “sueño noble” del constitucionalismo (interesante y controvertido como podía serlo) hoy ya resulta imposible. Terminó. Ello así, porque nuestras sociedades ya no son ni pueden ser entendidas como lo fueron en el pasado, esto es decir, como sociedades pequeñas, divididas en unos pocos grupos, internamente homogéneos. Muy por el contrario, vivimos hoy en sociedades multiculturales, diversas y plurales, compuestas por infinidad de grupos, que además tienen una composición heterogénea, y en donde la propia identidad de cada individuo se abre en muchas facetas diversas. Por eso es que hoy resulta inconcebible (directamente imposible) el ideal de “representar a todos los grupos”: los hay de a miles y, mucho más que eso, cualquiera de esos grupos muestra una composición por completo heterogénea. De allí que en la actualidad aparezcan como absurdas ideas que, en su momento, formaron parte del sentido común. Fue posible, en su momento, y por ejemplo, pensar que un partido “obrero” (digamos, el Partido Laborista en Inglaterra, el Partido Socialista o Comunista en Italia), podría ser capaz de representar a “todos los obreros” y así, por caso, a la mitad o a un tercio de la sociedad. Hoy, para un obrero, resulta ininteligible la idea según la cual, porque él o ella es de la “clase obrera”, tiene los mismos intereses que cualquier representante “obrero” que llegue al Congreso: nadie piensa eso. Actualmente, entonces, obreros, empresarios, ecologistas, mujeres, indígenas, víctimas de la violencia vial, homosexuales, importadores, críticos del cambio climático, etc., son algunos de los miles de grupos que forman parte de la sociedad, con intereses internamente variados y cambiantes. 

Una ilustración notable de lo que digo -la radical crisis de representación política que es propia de nuestro tiempo- es el que ofrece la reciente crisis en Chile, y el proceso que se abrió entonces para reformar la Constitución. El debate constitucional chileno nació, fundamentalmente, a partir de una profundísima crisis de los partidos políticos (el estallido social de octubre del 2019), por lo cual todo el proceso de convocatoria constitucional procuró, ante todo, responder a, y remediar, ese desbordado clamor popular. Por eso mismo, se dispuso la habilitación de “candidaturas independientes” de los partidos políticos; y por ello también es que se promovieron estrategias adicionales, como las bancas reservadas para representantes de las comunidades indígenas, o la representación paritaria de las mujeres. Sin embargo, ninguno de esos enormes y muy valiosos esfuerzos sirvió: a los pocos días de electos, los convencionales constituyentes ya eran desconocidos y repudiados por sus propios votantes. De esto se trata: la crisis de representación es estructural y, lamentablemente, irreversible, muy difícil de remediar. Mucho menos, recurriendo a las herramientas tradicionales: más representantes, más elecciones (como si la democracia se agotara en el momento de las elecciones, y el “mandato” que otorgan los ciudadanos a sus representantes fuera “estable”, pudiendo extenderse en el tiempo posterior a esas elecciones, sin problemas).

Los líderes (así llamados) “populistas”, como Milei o Trump u Orban o Erdogan, buscan aprovecharse de esa situación: advierten que la gente descree (con razón) de sus representantes, con quienes no se identifican (y a quienes, cuanto más conocen menos toleran). Por tanto, dichos líderes procuran “saltearse” las “intermediaciones institucionales” (el Congreso, los órganos de control) a las que señalan con burla y desprecio. “Allí la casta” -vociferan. Tales líderes ganan adhesión con esos señalamientos e insultos, porque muchos ciudadanos “entienden” y reconocen el sentido de críticas semejantes: “los representantes (tradicionales) ya no nos representan”; “el sistema no sirve”. Es un hecho: se trata de un problema que llegó para quedarse, y que no se soluciona con la eventual elección de representantes (en apariencia) angelicales o exóticos. La mala noticia para la dirigencia política tradicional (la “clase política”) es que el problema de representación que enfrentan es estructural: las instituciones no están preparadas para procesar los nuevos modos de la representación (nuestras instituciones siguen moldeadas conforme a una “sociología política” que pudo tener sentido siglos atrás, pero ya no). Los líderes “populistas”, sin embargo, también tienen una mala noticia: la crisis radical de representación que afecta a la dirigencia tradicional no los torna inmunes a ellos. Ellos también forman parte de esa dirigencia impugnada (“la casta”). Aunque descrean de la dimensión de estos cambios, lo cierto es que estos “nuevos” líderes se mueven, también, sobre montañas de arena, sujetas a los amenazantes vientos que ya son datos propios de nuestra era. En cualquier momento, esas mismas tormentas (de bronca y odios, que alegremente fomentan), pueden arrastrarlos a ellos.













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