6 ago 2025

"Donde hay una necesidad (básica), nace un derecho (constitucional)"

Publicado hoy en LN, acá: https://www.lanacion.com.ar/opinion/donde-hay-una-necesidad-basica-nace-un-derecho-constitucional-nid06082025/



La idea según la cual “donde hay una necesidad, nace un derecho” ha sido objeto de recurrentes desafíos por parte del Presidente argentino, que no desperdicia ocasión para citarla, criticarla y dejarla de lado con muchas ironías, pero pocos argumentos. Algún ilustrado miembro de nuestra Corte Suprema también, en su momento, supo tomar dicha idea, para despacharla rápidamente. En lo que sigue, quisiera mostrar que la misma tiene importancia y fuerza normativa dentro de un derecho como el argentino.

Para comenzar a examinar esta idea, conviene decir que la misma nació al calor del combate político, y que ella ganó buena parte de su atractivo por incluir dos virtudes distintivas: encerrar un principio relevante; y expresarlo de un modo simple y claro. Esas virtudes, propias de los lemas políticos exitosos, implican en el mejor de los casos el comienzo de un razonamiento, que luego debemos pasar a discutir con detalle. El Presidente argentino, sin embargo, opta siempre por el camino contrario: no el de tratar de identificar lo interesante que puede haber en aquel desafío (“necesidades: derechos”), y presentarlo en su mejor versión, para recién después refutarlo, sino el de la apresurada trivialización de la idea, a partir de la peor presentación imaginable de la misma. De manera común, el Presidente dice que “como las necesidades son infinitas, y los recursos son escasos”, entonces, resulta insostenible afirmar que el Estado debe utilizar sus muy limitados recursos, para cubrir demandas sin término. Pero, claro, esa atolondrada refutación depende de un punto de partida absurdo. En efecto, si se toma una noción ridícula de la idea de “necesidad”, para asimilar “necesidad” con cualquier “preferencia” o “deseo” que uno tenga; y se define después al “derecho” como “reclamo que el Estado debe satisfacer (pagar), a toda costa”; luego, el camino de la ridiculización de la idea queda servido. Alguien puede decir, por tanto, “necesito (deseo) un piano”, y el de al lado “necesito (deseo) una casa de dos plantas”; y el de más allá “necesito (deseo) vacaciones en Europa”. Resulta obviamente absurdo pensar que el Estado debe “pagar” todas esas “necesidades”, producto del capricho de algunos.

Ocurre, sin embargo, que los términos en cuestión pueden definirse de un modo no-ridículo, sino muy sensato. Por caso, el indio Amartya Sen ganó el Nobel de Economía, entre otras razones, por saber vincular la idea de necesidad (no con las preferencias de consumo de las personas, sino) con las “capacidades básicas” requeridas por cada individuo, para poder llevar adelante una vida digna. De modo similar, John Rawls -el filósofo político más importante del último siglo- ubicó en el centro de su “Teoría de la Justicia”, una idea específica de necesidades: los “bienes primarios” necesarios para que una persona pueda desarrollar su proyecto de vida, independientemente de sus circunstancias. Asimismo, las principales organizaciones internacionales apelan, de modo habitual, a una lista de “necesidades vitales”, a los fines de medir la pobreza absoluta. La Organización Internacional del Trabajo diseñó, también, su propia lista “necesidades básicas”, que incluyó bienes tales como el “alimento”; la “vivienda”; o la “educación”. Cualquiera de estas aproximaciones a la idea de “necesidad” resulta interesante, bien fundada, y de ningún modo implica a un Estado gastando irresponsablemente, “a tontas y a locas”. No hay nada ridículo, y ni siquiera utópico, en todo ello. Se trata de las aspiraciones que el “Estado de bienestar” supo asegurar (en muchos casos, de modo bastante completo) durante buena parte del siglo xx.

El razonamiento en cuestión gana en rigor, por lo demás, cuando empezamos a reconocer que “tener un derecho” no implica un Estado ciego y dispendioso, corriendo detrás de la voluntad antojadiza de cualquiera de sus miembros. Una manera especialmente atractiva, en este contexto, de pensar la idea de “tener derechos”, es asociándola con la noción de “derechos constitucionales”. Decir que alguien tiene un “derecho constitucional” implica, en ese caso, decir que en una comunidad se han identificado ciertos intereses como fundamentales, y que -por tanto, y dada su importancia- esa comunidad se compromete a satisfacerlos. Por ejemplo, desde fines del siglo xviii, una mayoría de países occidentales comenzó a reconocer -mirando atrás a su propia historia- que, de manera muy habitual, habían censurado a quienes los desafiaban; perseguido y encerrado a sus opositores; o arrasado con los bienes y libertades de sus críticos. Entonces, tales países comenzaron a comprometerse, de manera pública, a hacer todo lo posible para no volver a cometer tales “abusos”. Proclamaron entonces: “libertad de expresión”, o “debido proceso”; o “propiedad privada”, e incorporaron tales compromisos en sus Cartas Fundamentales: ahí nacieron los “derechos constitucionales”. En Europa y, sobre todo, en América Latina, una mayoría de países reconoció también, entre sus faltas graves, la de convivir con el hambre y la miseria de muchos de sus miembros. Consecuentemente, declararon públicamente su compromiso de hacer todo lo posible para evitar que sus miembros carezcan de “techo” o de educación elemental. ¿Qué es lo que este razonamiento nos revela? En otros términos: esos países identificaron ciertas “necesidades básicas” insatisfechas, y dieron “nacimiento” a “derechos constitucionales”. En definitiva, no hay nada extraño ni absurdo ni ridículo en la idea de “donde hay una necesidad, nace un derecho”.

Dicho esto, corresponde hacer algunas aclaraciones importantes. Ante todo, cuando una Constitución, como la nuestra se compromete con el respeto por la “libertad de expresión” o afirma derechos como los de “educación” o “vivienda digna”, no lo hace para decirle al mundo lo que todos saben que no es cierto, i.e., “aquí todos tienen vivienda digna”; ni lo hace, meramente, para enunciar una “declaración poética” (“soñamos con salud gratuita para todos”); ni tampoco se propone hacer pública una expresión de deseos que ya sabe imposible (aunque haya Constituciones que asuman un lenguaje “aspiracional”, en su preámbulo, por ejemplo; y haya otras que incorporaron como derechos constitucionales a intereses que no merecerían dicho estatus). 

El Estado que incorpora un derecho en su Constitución se compromete (como sostiene la Convención Americana, art. 26) a hacer sus máximos esfuerzos para lograr la “progresiva efectivización” de los mismos, en la medida de los “recursos disponibles”. Esto no significa que el Estado puede dispensarse de cumplir con sus obligaciones legales alegando, meramente, no tener recursos; o aduciendo, livianamente, que está haciendo sus “mejores esfuerzos” para realizarlos. Un Estado que, en épocas de radical escasez, y sin conflictos bélicos a la vista, utiliza sus pocos recursos para fortalecer a la Fuerza Aérea o aumentar innecesariamente los gastos reservados, o los fondos destinados a los servicios de inteligencia, desmiente cínicamente la idea de que está haciendo sus “mejores esfuerzos” para satisfacer “tanto como sea posible” los derechos constitucionales que está obligado a garantizar con sus “recursos limitados”. En una mayoría de los casos que conocemos, entonces, el Estado está obligado a darle una respuesta a quien se presenta ante él en reclamo por sus necesidades básicas ya constitucionalizadas, e insatisfechas: debe garantizarle su derecho o -en todo caso- justificar ante dicha persona por qué no lo hace, habiendo asumido la obligación constitucional de hacerlo, y contando con los recursos para lograrlo.

El Presidente y sus principales asesores económicos se jactan de no saber derecho (una aclaración innecesaria). Sin embargo, esa ignorancia no justifica sus comportamientos inconstitucionales, bajo el riesgo del desacato y el incumplimiento de sus deberes constitucionales. Podríamos entonces decirles, como consejo: que en lugar de reírse burlones ante la “justicia social”, se sometan a la obligación de honrarla; que lean y estudien con cuidado la extensa lista de derechos socioeconómicos que han sido constitucionalizados, porque son todos de cumplimiento obligatorio; que si están indispuestos a cumplir con alguno de tales derechos busquen eliminarlos de la Constitución (mientras no lo hagan, siguen obligados por ellos). Y dos comentarios adicionales, de especial importancia. Por un lado, el compromiso (individualista) de la Constitución, con los derechos, rechaza que se sacrifique o tome a alguna persona o grupo como medio, y de forma de lograr “objetivos generales” (ie., ajustar las ya magras jubilaciones, para alcanzar el equilibrio fiscal): los derechos fundamentales (salud, vivienda, educación) deben garantizarse siempre, de manera incondicional, y tanto como sea posible. Por otro lado, y de forma todavía más relevante: no cualquier plan económico es compatible con el exigente esquema de derechos (sociales) constitucionales que el país se ha comprometido a cumplir, desde hace ya casi cien años. Contra lo que asumen, en su menosprecio del derecho, los economistas del poder, la Constitución es lo que prima, y es la economía la que debe ajustarse a ella. En otras palabras, el cumplimiento de la Constitución no depende de que “primero se ordene la macroeconomía” (la dictadura recurría al mismo esquema de engaño retórico, para decirnos: “reconoceremos los derechos políticos recién cuando hayamos terminado de ordenar a la sociedad”). En definitiva: la historia de nuestro país (y, en buena medida, la historia de occidente), nos permite sostener que, en efecto, donde hay una necesidad básica, nace un derecho constitucional, y ese derecho que se incorpora en la Constitución (guste o no guste admitirlo) es de cumplimiento obligatorio e incondicional.

 


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