Publicado hoy en LN, acá: https://www.lanacion.com.ar/opinion/el-fin-de-la-representacion-politica-nid06112025/
El fin de la representación política
El sistema representativo nació pensado para sociedades muy diferentes de las nuestras, y el diseño institucional que lo rodeó, fue ajustado a ese contexto, y a aquellos tiempos. Pienso en fines del siglo xviii, y en sociedades que eran, no sólo más pequeñas, y divididas en unas pocas facciones sino, sobre todo, más compactas, más homogéneas. Por eso, en las sociedades pre-industriales, pudo pensarse en representar a “mayorías y minorías” (o, si se quiere, a “toda la sociedad”, compuesta de pequeños y grandes propietarios), con instituciones diseñadas para incluir a ambos grupos, y capaces de contenerlos. En su momento, por ejemplo, se asumió que las elecciones directas garantizaban la selección de representantes propios de la mayoría del pueblo, mientras que a las minorías se les aseguraba el ingreso al gobierno, por otros medios: elecciones indirectas, sí, pero también requerimientos de estudios (i.e., para los jueces); o condiciones de propiedad o ingresos (ie., para los senadores). Con la ayuda de ese tipo de instrumentos, se asumía, la sociedad quedaba finalmente representada: “todas” las distintas porciones de la sociedad pasaban a formar parte del sistema de toma de decisiones, en cada uno de sus aspectos.
Con la llegada de la sociedad industrial, el sufragio extendido, y la política de masas, todo cambió. Ahora, había cantidad de voces inauditas y reclamos nuevos, que exigían ser tomados en cuenta: millones de demandas antes desconocidas. Sin embargo, en buena medida, y después de una dramática crisis inicial (que en América Latina quedó reflejada con el nacimiento de los “golpes de estado”), el sistema institucional, poco a poco, se acomodó. A ello contribuyeron factores diversos y de distinto tipo: desde medidas económicas (el nacimiento del Estado de Bienestar), hasta la administración burocrática, y sobre todo, me animaría a decir, la consolidación de los partidos políticos. Los partidos políticos, particularmente en sus primeras décadas, cumplieron con una gran tarea como correas de transmisión o mediadores, entre sociedad civil y sistema de gobierno. Los partidos asumieron formas distintas (religiosos y laicos, por ejemplo), pero entre ellos se destacaron y se estabilizaron, sobre todo, los partidos de clase, los que reflejaban la división social principal: la división entre capital y trabajo. Entonces, aparecieron partidos que todavía perduran, como el Partido Laborista y el Conservador, en Inglaterra; o Republicanos y Demócratas, en los Estados Unidos; o, en la Argentina, un Peronismo de clase obrera, y un Radicalismo para las clases medias.
Durante décadas, y con estas nuevas mediaciones, el sistema institucional “aguantó”, y la sociedad, en buena medida, pudo decirse a sí misma que se encontraba políticamente representada. Pero, otra vez, las comunidades volvieron a cambiar, en su estructura económica, en su organización social, en su formación educativa. Poco a poco, en las nuevas sociedades, post-industriales, las divisiones antiguas (entre grandes y pequeños propietarios; capital y trabajo; clases altas, medias y bajas) perdieron sentido. Ingresaron así, a la vida pública, y con sus propias demandas y expectativas, cantidad de nuevos grupos, que ya no encontraban fácil expresarse partidariamente, ni encontraban qué persona o qué agrupación los representase: desempleados, empleados en negro, empleados autónomos, trabajadores informales. Con la explosión multicultural, todo adquirió un nuevo nivel de dificultad. Ahora aparecían grupos y minorías que, por primera vez, y por fin, se consideraban autorizados a reclamar por lo que consideraban propio: el lugar que nunca se les había reconocido. En dicho marco multicultural, mujeres, minorías étnicas, minorías raciales, minorías lingüísticas, minorías sexuales ingresaron con toda su fuerza en la esfera pública. Pero ya los viejos envases o continentes -los partidos políticos- no parecían servir, en absoluto, para canalizar sus reclamos. Se hicieron recurrentes, entonces, las quejas, y las demandas insatisfechas. Los Congresos lograban incluir, entonces, dentro suyo, sólo a un puñado de intereses y puntos de vista, mientras que la mayoría de ellos quedaban “puertas afuera”: el sistema institucional se mostraba fundamentalmente incapacitado para representar a toda la sociedad, como antes lo hacía.
En el tiempo presente, la situación se radicalizó, con el desarrollo de identidades multifacéticas, individualizadas. Quiero decir, contemporáneamente, el hecho de que una persona sea un obrero o un empresario predice muy poco sobre lo que esa misma va a querer o demandar frente a los aspectos claves de su vida. En el pasado, con cierta razón, se podía presumir que, dado el lugar que ocupaba un individuo en la escala salarial y social, esa misma persona exigiría ciertos resultados, comunes a todos los de su clase: mejores salarios, seguridad en el trabajo, vacaciones pagas. De alguna manera, el interés de un obrero era común al de todos los obreros; el interés de un empresario, común al de todos los empresarios. Por eso, en el pasado, pudo asumirse, con razón, que la presencia de un puñado de obreros, en el Congreso, implicaba la representación de todos los obreros, de toda una clase. En la actualidad ya no. El hecho de que una persona sea un obrero ya no nos permite predecir, en absoluto, que los intereses de este individuo van a coincidir, en lo esencial al menos, con el de todos los aquellos situados en su misma franja salarial. Mucho menos que eso: no es dable esperar que este obrero tenga mucho que ver con la misma persona que se encuentra sentada a su lado, en su propio trabajo. Juan puede ser un obrero pero, previsiblemente, y a diferencia de su compañera María, tendrá opiniones particulares y diversas de las de ella, en una mayoría de los temas que les interesan: sobre la inmigración; sobre salud reproductiva; sobre drogas; sobre armas; sobre política, sobre economía. Las preferencias no son comunes, ni transitivas entre una y otra área de la vida, ni estables en el tiempo, como alguna vez -se asumió- lo fueron.
Bajo las condiciones presentes, el viejo sueño de la representación plena se terminó. No se trata entonces, y simplemente, de que en el Congreso nos encontraremos (como siempre) con algunos representantes corruptos, o ineficientes, o mal formados. Todo eso es y será cierto, pero hay un problema mayor, de carácter estructural: en estas nuevas condiciones económicas, sociales, culturales, personales, ya no es posible, en los viejos términos, la representación. Tenemos que asumir que no será posible, a futuro, lo que fuera posible décadas atrás. Tenemos que asumir que la época de los partidos políticos, en buena medida, concluyó, y que ya no habrá forma de “revivirlos”, por más esfuerzos que hagamos. De allí que el Congreso -en nuestro país, como en una mayoría de otros- aparezca deslucido, autonomizado del resto de la sociedad: la ciudadanía sabe que no tiene mayor decisión ni control sobre lo que ocurre allí dentro. De ahí que resulte cada vez más habitual la presencia de Ejecutivos caprichosos, discrecionales, arbitrarios: nuestros Presidentes saben que para todos nosotros resulta muy difícil ponerles freno, mientras que ellos disponen de medios de coerción y dinero, con los que pueden “erosionar” o “comprar” a los organismos y funcionarios destinados a controlarlos. De ahí, también, la emergencia de grupos de interés (legales e ilegales) con la capacidad de influir o, directamente, colonizar a sectores de gobierno.
En un contexto semejante, la situación que nos toca, como ciudadanos, es demasiado difícil y poco promisoria, ya que los canales institucionales con los que contamos, simplemente, no responden a nuestras requisiciones. En esas condiciones, más bien extremas, y para no caer en un pesimismo paralizante, me animaría a ofrecer, al menos, dos consejos. Primero: no ceder a la extorsión del poder. Atenernos a la legalidad, aceptar la derrota, comportarse democráticamente, no requiere que perdamos capacidad crítica, ni mucho menos que nos dobleguemos ante los deseos de quien ha ganado. Necesitamos mantener siempre la sospecha despierta, sobre todas las iniciativas de cualquier gobernante, habitualmente destinadas (antes que al “interés común”) a perpetuarse en el cargo. Por eso el valor de preguntar, indagar, exigir, criticar. Segundo: tener claro la dirección principal -básica- hacia donde marchamos, y resistir cualquier iniciativa orientada en contrario. Necesitamos, necesitaremos siempre, más controles, y no menos; menos discrecionalidad en quienes deciden; más herramientas que nos aseguren la voz, la palabra, los argumentos. Democracia es mucho más que lo que tenemos: no sólo el voto cada dos años, no sólo el aplauso.
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