1 jul 2019

Discurso en el Honoris Causa






El derecho como conversación entre iguales

Quisiera tomar esta oportunidad que me otorgan, para abogar por un particular ideal regulativo en torno al derecho. Pienso en un ideal en donde el derecho aparece como la expresión y el resultado de una conversación entre iguales. Esta visión del derecho puede ayudarnos a pensar críticamente sobre nuestra disciplina; y contribuir también a que definamos cómo y en qué sentido modificar la práctica jurídica con la que estamos involucrados. Ante todo, concibo al ideal de la conversación entre iguales como un anhelo: el anhelo de dejar atrás la desesperanza en la que habitualmente nos sume la práctica efectiva del derecho.

Frente a esa desilusión a la que nos arroja, con mucha frecuencia, el derecho, me he encontrado muchas veces repitiendo, inconscientemente y para mis adentros, los versos del poeta Rafael Alberti. Desde el exilio en Francia, Alberti mostraba la impotencia que sentía en relación con la única arma que sabía manejar –el lenguaje- diciendo: “las palabras entonces no existen, son palabras.” Esta línea pertenece a su poema “Nocturno”, en donde el poeta escribió:

“Manifiestos, artículos, comentarios, discursos,
humaredas perdidas, neblinas estampadas,
¡qué dolor de papeles que ha de barrer el viento,
qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua…
Las palabras entonces no existen, son palabras…
Siento esta noche, heridas de muerte las palabras”

A pesar de todo: a pesar de las tristezas de tinta con que nos deja el derecho; a pesar de los libros que escribimos y que ha de borrar el agua; quisiera dedicar esta oportunidad a insistir otra vez. Quisiera volver a insistir por el derecho, una vez más, como si tuviéramos las fuerzas y las ilusiones todavía intactas. Propongo aquí, entonces, pensar en el derecho como una conversación entre iguales, y abogar por ello.

El derecho debiera resultar de una conversación entre iguales,  porque todos tenemos la misma dignidad moral; porque compartimos dudas semejantes sobre lo que está bien y lo que está mal; porque nos equivocamos frecuentemente; porque con el diálogo podemos ayudarnos mutuamente a reconocer y adoptar las difíciles decisiones acerca de cómo seguir viviendo juntos, de un modo respetuoso hacia los demás. Junto con mi maestro, Carlos Nino, diría que la conversación puede ayudarnos, sobre todo, en la tarea de educarnos cívicamente: educarnos en la obligación de atender y prestarle atención al otro; de escuchar y dejar hablar a nuestros pares; de pensar dos veces lo que vamos a decir antes de responderles; de reconocer que aún o sobre todo aquel a quien, por prejuicios, no escuchamos, puede tener algo de interés para contarnos.

El derecho debiera resultar de una conversación entre iguales, y en los términos en que lo enunciaba el filósofo Jurgen Habermas, debe esforzarse por incluir a “todos los potencialmente afectados” porque, sólo de ese modo –a través de ese esfuerzo inclusivo- es que se pueden construir decisiones efectivamente imparciales. El origen de esa conexión que Nino, Habermas, o tantos otros han establecido entre discusión, inclusión e imparcialidad se encontraba ya en Aristóteles, quien en la Política hablaba sobre la “sabiduría de la multitud.” Aristóteles apoyaba su idea al respecto en el hecho de que –según sus palabras- “cada individuo dentro del todo posee una parte de la excelencia y la sabiduría práctica,” por lo cual –agregaba- cuando todos se reúnen para decidir, ese actuar común impacta también en el carácter y en el pensamiento del conjunto: se agrega así diversidad y se expande de esta manera el conocimiento.

Más acá en el tiempo, el filósofo John Stuart Mill formuló de modo todavía más claro ese mismo punto, al afirmar que cada individuo debía ser tomado como el “último juez” en lo relacionado con sus intereses.  Mill postulaba una idea de sentido común, conforme a la cual la imparcialidad necesitaba alimentarse del punto de vista de cada individuo, por considerar que cada una de esas perspectivas resultaba irreemplazable: por más empatía que sintieran los demás en relación con uno, nadie podía comprender las propias necesidades y las propias búsquedas, mejor que uno mismo.

El derecho debiera resultar de una conversación entre iguales. En su forma ideal, esa conversación nos ayuda a definir no sólo qué es lo que deberíamos considerar derecho, sino también aquello que deberíamos considerar, en todo caso, derecho no justificado. En tren de tornar visible aquello a lo que me refiero, en lo que sigue voy a examinar tres anomalías o imperfecciones, y tres patologías o defectos graves que, de modos distintos, socavan el ideal de la conversación entre iguales. Me referiré primero a anomalías que afectan a alguno de los tres pilares sobre los que –a mi entender- se funda la conversación entre iguales. Pienso en los pilares de la igualdad, la inclusividad, y la deliberación. Luego, haré referencia a las situaciones en que esas anomalías se conviertan en patologías, esto es decir, me referiré a lo que ocurre cuando imperfecciones como las citadas sobrepasan el umbral de lo circunstancial o marginal, para convertirse en defectos graves, extendidos y estables.

La primera anomalía a la que voy a referirme es la que se produce cuando la conversación se lleva a cabo en comunidades insuficientemente igualitarias. Sostengo entonces que el derecho debiera resultar de una conversación entre iguales, pero enseguida también, que dicho diálogo se ve amenazado cuando el mismo se crea y despliega en contextos que desafían nuestra común igualdad. Piénsese, por ejemplo, en la concepción política que era compartida por muchos de los juristas y “padres fundadores” del constitucionalismo latinoamericano, a mediados del siglo xix. Juan Bautista Alberdi, en la Argentina, tanto como Andrés Bello en Chile, o José María Samper en Colombia, defendieron con ardor la conformación de sociedades capaces de igualar a sus miembros en relación con sus derechos civiles, pero sin embargo, al mismo tiempo, aceptaron la desigualdad política de su época como una anomalía a ser remediada sólo muy gradualmente. Alberdi sostuvo entonces que no participaba del “fanatismo inexperimentado, cuando no hipócrita, que pide libertades políticas a manos llenas para pueblos que sólo saben emplearlas en crear sus propios tiranos”. En cambio, agregó, resultaba imprescindible asegurar libertades civiles “ilimitadas y abundantísimas para nuestros pueblos” (Alberdi 1920, tomo xiv, 64-65). Lo mismo expresaba desde Chile Andrés Bello, cuando escribía que  “los pueblos son menos celosos de la conservación de su libertad política, que de sus derechos civiles.” Y agregaba: “Raro es el hombre que se sienta más herido cuando arbitrariamente se le priva, por ejemplo, del derecho del sufragio, que cuando se le despoja violentamente de sus bienes” (Jaksic 2001, 212). Quiero decir, Alberdi, tanto como Bello y muchas figuras públicas de la época, defendieron la construcción de sociedades progresivamente igualitarias, asumiendo que, por el momento, era necesario concentrar la preocupación igualitaria en la igualdad civil –la que permitía negociar, contratar, comerciar- antes que en la igualdad política. Alberdi, tanto como Bello y otros, defendieron de este modo anomalías circunstanciales a las que hoy no podemos ya resignarnos. Y ello así, no sólo porque ya ha llegado el tiempo de las libertades políticas que pre-anunciaba Alberdi, sino también porque en ningún caso podemos pensar adecuadamente sobre las libertades civiles o económicas, en ausencia de las voces de quienes, en nombre de esas libertades que tal vez padezcan, encuentran sus más básicos derechos políticos postergados.

El derecho debiera resultar de una conversación entre iguales. Sin embargo, ese ideal resulta desafiado, también –y ésta es la segunda anomalía a la que quiero referirme- cuando se afecta la condición de inclusividad que, en una sociedad democrática, debiera distinguir siempre al debate público. Piénsese, por caso, en las dificultades que son propias de una conversación sobre asuntos públicos que se limita tan solo a expertos o técnicos; o piénsese, sino, en los casos en que el diálogo se encapsula en representantes que actúan con plena independencia de los criterios de sus representados. Estas formas de deliberación que hoy podemos considerar tan imperfectas eran, precisamente, las que propiciaba uno de los más grandes pensadores políticos del conservadurismo de todos los tiempos, Edmund Burke. En su famoso discurso de Bristol, en 1774, y frente a la propuesta de sus adversarios más radicales, que concebían a los representantes como meros delegados de sus electores, Burke presentó una célebre defensa del valor de la deliberación. Fundó entonces su presentación en la importancia de que los representantes pudieran cambiar de opinión frente a los mejores argumentos que encontrasen en el debate, y más allá de las demandas particulares o ambiciones locales de sus electores. La de Burke resultó una defensa fuertemente elitista de la deliberación, que desde entonces distingue a una parte importante de la teoría política. Sostuvo Burke entonces:

“Su representante le debe a usted su juicio; y él le traiciona, en lugar de servirle, si sacrifica ese juicio por la opinión de quienes lo han elegido... el gobierno y la legislación son cuestiones de razón y juicio, y no de meras inclinaciones.” (Burke 1774).

Desde el punto de vista que aquí propongo, la postura de Burke resulta muy controvertida. Primero, porque la política difiere de la ciencia, en cuanto a que ella se desarrolla en un marco dominado por el pluralismo y los desacuerdos razonables, y no en un ámbito en donde la verdad puede ser develada a través de la investigación empírica. Segundo, porque para un representante siempre debe ser posible acomodar o matizar los criterios generales sostenidos por sus electores, con los mejores argumentos que encuentre en el foro político. Tercero –y esto es lo que más me importa señalar- la postura de Burke resulta poco aceptable, cuando tomamos en cuenta criterios como los ofrecidos por John Stuart Mill o Robert Dahl, relacionados con el supuesto de que cada quien es el mejor conocedor de sus propios intereses. Esta última postura contrasta radicalmente con la concepción epistémica elitista sostenida por Burke, y que concibe a la política como ciencia, y a la ciudadanía como incapaz de reflexionar críticamente sobre los asuntos públicos. Contra dicha visión, sostengo aquí que si en la deliberación no se escuchan las voces de todos los afectados, ella va a convertirse, previsiblemente, en vehículo de decisiones parciales, y así, irrazonables.

El derecho debiera resultar de una conversación entre iguales. Sin embargo, ese ideal se frustra –y ésta es la tercera anomalía a la que quiero referirme- no sólo cuando la conversación queda bajo el exclusivo control de una elite, sino también cuando la gran mayoría de los afectados participa dentro de un marco institucional que dificulta o impide el debate. Pensemos, por caso, en el ideal participativo avanzado por Jacques Rousseau. Según el cientista político Bernard Manin, quien ofreciera, contemporáneamente, uno de los estudios más iluminadores sobre la concepción Rousseauneana, el ginebrino favorecía las decisiones que reflejaban la "voluntad general", y que requerían la participación de todos los afectados; pero, al mismo tiempo, condenaba de modo firme todo “intercambio de argumentos” entre las partes. Para Rousseau, tales intercambios producían confusión y parcialidad, y por lo tanto hacían imposible la formación de la voluntad general. Por ese motivo –agregaba- la comunicación entre las partes debía evitarse (Manin 1987, 345). Desde la posición que aquí sostengo, el diálogo limitado a una elite resulta tan condenable como la participación masiva sin diálogo. Piénsese, sino, en plebiscitos como el implementado por la dictadura chilena, en 1988 –un plebiscito celebrado en un contexto de restricciones a la libertad de expresión; limitaciones severas sobre el libre funcionamiento de los partidos políticos y sindicatos; y un uso fundamentalmente discrecional de los poderes coercitivos del Estado. Lo que el ejemplo nos recuerda –más allá de sus resultados- es que la participación masiva tiene poco sentido, si no se aseguran al mismo tiempo las precondiciones elementales de la libre expresión, la crítica y el diálogo. Todavía más: el ideal de la deliberación entre iguales no requiere solamente la posibilidad de que discutamos sobre las decisiones públicas que van a recaer luego sobre nosotros; sino que podamos reflexionar y decidir también sobre los matices de lo votado. Por ejemplo, si se nos convoca a tomar una decisión sobre un Acuerdo de Paz o sobre un texto constitucional, necesitamos tener también la posibilidad de discernir entre un artículo y otro; la de escoger un derecho pero no los siguientes; la de matizar o reforzar cada uno de esos derechos que se nos presentan como ofrendas. Necesitamos impedir lo que Rosalind Dixon denominara el uso de “derechos como sobornos” que se produce cuando, por ejemplo, la ciudadanía es llamada a votar por la adopción de nuevos derechos sociales, que sólo puede obtener si vota, al mismo tiempo, en favor de la reelección presidencial o la mayor concentración del poder.

El derecho debiera resultar de una conversación entre iguales, pero a veces, como anticipara, queda afectado por patologías que frustran completamente dicha posibilidad.  Dentro de estas patologías me ocuparé, en primer lugar, del caso de la desigualdad que se enquista hasta convertirse en elemento constitutivo de una institución o práctica. Pensemos, por tomar un ejemplo, en el caso de una conversación que se da al interior de una familia dominada por un padre autoritario. Pudiera ocurrir que, dentro de ese marco, el padre convoque a los integrantes de su familia para conversar sobre algunos de los muchos asuntos comunes: el trato de unos a otros; los aportes de cada uno a la vida en común; la mayor o menor liberalidad de costumbres reclamada por algunos de los miembros de la familia; etc. En un contexto semejante, no resultaría sorprendente que en algún momento, y cansado de encontrarse con argumentos con los que disiente, o posturas que no está acostumbrado a escuchar, el padre ponga abrupto fin al diálogo por él mismo convocado, levantado la voz, o dando un golpe sobre la mesa: “Ya está, se terminó, me tienen cansado” –podría decir el padre. Por supuesto, no pretendo predecir la ocurrencia de tales reacciones, sino criticar las estructuras que permiten su recurrencia. Se trata de estructuras muy poco hospitalarias para la conversación –estructuras mal preparadas para el desarrollo de una conversación entre iguales, que en los hechos autorizan a una de las partes a pronunciar siempre la “última palabra”, desentendiéndose de las razones y de los reclamos de todos los demás. En sociedades multiculturales, marcadas por el “pluralismo razonable” (al decir de John Rawls), o por el “hecho del desacuerdo” (al decir de Jeremy Waldron), la presencia de autoridades a las que nos cuesta desafiar como ciudadanos; o de políticos con los que no podemos conversar institucionalmente; o de magistrados que guardan el poder de imponer sus decisiones sin ofrecernos derecho a réplica, ilustran las formas indebidas del diálogo entre desiguales.

El derecho debiera resultar de una conversación entre iguales, pero dicha conversación tampoco se obtiene cuando aparecen otras dos patologías, que suelen funcionar en espejo: la patología de la política capturada por grupos de interés; y la de la vida pública afectada por la exclusión sistemática de algunas voces. Cuando el proceso de creación legal queda, efectivamente, en las manos de una parcialidad, el derecho comienza a sesgarse, en línea con las pretensiones de la minoría que lo escribe, aplica o interpreta. Ello así, no por la acción conspirativa de esos pocos; ni necesariamente en razón de la mala fe de algunos sino, sobre todo, por la dificultades que mostramos los humanos para ponernos en los zapatos de los demás –la dificultad que cualquiera de nosotros muestra para reconocer o procesar debidamente los reclamos de aquellos a quienes no ha escuchado, o de aquellos con quienes no ha hablado. Se producen entonces hechos tan obvios como inesperados; tan previsibles como sorprendentes: Parlamentos compuestos exclusiva o casi exclusivamente por hombres, que muestran dificultades extraordinarias para lidiar con cuestiones relacionadas con la violencia marital o la salud reproductiva; sociedades multiculturales, plurales, heterogéneas, con poblaciones carcelarias por completo homogéneas; órganos políticos vacíos de representación indígena, que ignoran durante siglos las demandas históricas de una minoría aborigen. Se trata, en todos los casos, de resultados tan injustos como previsibles desde el primer instante -resultados que contemplamos con extrañeza, sin reconocernos en ellos; y sin advertir que, en buena medida, somos nosotros mismos los responsables o autores de semejantes agravios. Somos nosotros –en tales casos- quienes cargamos los dados institucionales de modo indebido, y los que finalmente construimos los injustos resultados que luego nos dejan perplejos.

El derecho debiera resultar de una conversación entre iguales. Sin embargo, de forma habitual, el derecho es creado bajo condiciones que excluyen, sistemáticamente a una parte significativa de la población, cuyas voces comienzan a resultar inaudibles para el resto, y cuyos puntos de vista resultan así, poco a poco, invisibilizados. El sistema institucional, de ese modo, no nos permite reconocer cuáles son los reclamos de aquellos que se sienten, por todos los demás, maltratados. Se expande, de tal forma, el riesgo de que decidamos inapropiadamente; de que no sepamos balancear de modo justo el peso de las demandas de los más desaventajados. De allí la importancia única que adquiere la protesta en democracia: necesitamos escuchar por qué es que se queja quien se queja; necesitamos saber qué tienen para decirnos quienes se muestran disconformes con lo que hacemos. Por ello, también, es que resulta tan desafortunado que una mayoría de nuestros jueces obre, comúnmente, en el sentido contrario al sugerido, y opte ligeramente por perseguir o procesar a quienes protestan. Nuestros magistrados debieran entender que no hay voz más importante, en una democracia que no es justa, que la voz de quien nos manifiesta su queja. Debemos proteger esa voz, como si fuera la propia, pero no por meras razones de compasión, solidaridad o altruismo, sino por la necesidad que tenemos todos de que no se tomen, en nuestro nombre, decisiones que nos benefician perjudicando indebidamente al resto.

El derecho debiera resultar de una conversación entre iguales, y la buena noticia es que la práctica constitucional contemporánea demuestra que el ideal por el que abogamos es un ideal asequible, y no meramente imaginario. En tal sentido, quienes consideren que la conversación entre iguales nos refiere a un objetivo fundamentalmente alejado de nuestra vida real, harán bien en recordar de qué modo, recientemente, ciudadanos del común mostraron capacidad y disposición a intervenir activamente en complejos debates constitucionales. Ello es lo que ocurrió, por tomar un caso reciente, en un país como Islandia, en el 2010. Quienes se apresuren a objetar ejemplos como el citado por considerarlo propio de tierras exóticas, despobladas, y de composición homogénea, harán bien en llamarse a la prudencia, para informarse acerca del modo en que actuaron las Asambleas Ciudadanas en otros ámbitos –ahora multiculturales y heterogéneos- como los propios de British Columbia y Ontario, en Canadá, abocadas al rediseño de los sistemas electorales. Quienes desmerezcan estos nuevos ejemplos, alegando que refieren a temas poco divisivos o demasiado técnicos, deberán revisar con detenimiento de qué forma, en un país tan religioso como Irlanda, la discusión ciudadana logró resolver, en tiempos recientes, asuntos tan polémicos, concretos y disputados como los relacionados con la salud reproductiva o el matrimonio igualitario. Quienes todavía se obstinen en dejar de lado ejemplos como los anteriores, aduciendo que ellos se vinculan a casos propios de países con poblaciones muy educadas, o culturas sofisticadas, deberán recordar de qué modo, en la Argentina de hoy, jóvenes en apariencia apáticos o políticamente desinteresados, nos dieron lecciones de compromiso público y conocimiento informado, en los extraordinarios debates sobre el aborto que se llevaron a cabo en los meses pasados. Y quienes se empeñen aún en descartar tales casos, aludiendo a la historia de movilización popular propia de países como la Argentina –una historia de movilizaciones que explicaría por qué allí pudo darse lo que no podría darse en otros casos- les convendrá volver a tomarse un tiempo, para rememorar de qué modo los “pingüinos” y los estudiantes secundarios, en Chile, permitieron oxigenar y llenar de vida discusiones públicas tan olvidadas, mal atendidas, y estancadas en el tiempo, como las referidas al derecho a la educación. Ejemplos tan maravillosos como los anteriores, contemporáneos, y provenientes de los confines más disímiles del planeta, nos ayudan a ver lo que ya deberíamos haber reconocido hace tiempo: i) primero, que los derechos fundamentales son creaciones humanas, sobre cuyo contenido y alcance debemos poder discutir; ii) segundo, que las personas se motivan para participar en los asuntos que les interesan, cuando advierten que sus demandas pueden ser tomadas en serio; iii) tercero, que no es cierto que las personas del común carezcan de la capacidad para comprender y decidir sobre temas complejos; iv) cuarto, que tiene sentido seguir apostando al diálogo, aún o sobre todo en contextos de polarización política; y v) quinto, que aún frente a cuestiones fundamentales, relacionadas con la identidad, la tradición o la fe, las personas se muestran abiertas y dispuestas a debatir, matizando o cambiando directamente sus posiciones iniciales. Tal vez haya llegado la hora de dejar de lado muchos de los infundados prejuicios que ayudaron a que no viéramos o a que negáramos aquello de lo que no queríamos hacernos cargo.

Comencé esta presentación recordando a un gran poeta; y quisiera concluirla citando a otro gran escritor. Empecé rememorando a Rafael Alberti, en el exilio, y remembrando su dolor frente a la impotencia de las palabras, en un mundo obstinado en hablar sólo el lenguaje de la violencia. Quisiera terminar esta presentación, entonces, como la he seguido, esto es decir, apostando  por el valor del diálogo, aún o sobre todo en el marco de comunidades más cerradas o endurecidas, empeñadas en hablar sólo con quienes están de acuerdo, y dispuestas a marginar a quienes consideran molestos. Por lo dicho, quisiera concluir homenajeando a un escritor chileno, Pedro Lemebel. Tuve la fortuna de escuchar a Lemebel, en Buenos Aires, en los días previos a su muerte. Decir que pude escucharlo, de todos modos, es exagerado, porque –aunque Lemebel estaba allí para leernos sus crudos textos- él se encontraba ya demasiado débil. Afectado por un cáncer de laringe, mostraba sólo jirones, apenas audibles, de su voz. La metáfora que se nos representó entonces no pudo ser más elocuente: al final de una vida en la que había recibido, una y otra vez, los más humillantes azotes del destrato, el escritor se ponía de pie, nuevamente, para usar la palabra como modo de expresar su disconformidad, dispuesto a enunciar nuevamente su dolorosa e imprescindible queja. Con la garganta desgarrada y una vocecita fina, final, ya casi muerta, Lemebel pedía una vez más lo más básico, esto es, afirmando su derecho a ser diferente, pedía se tratado como un igual. Casi imposibilitado de hablar, mostraba su fe obstinada en el valor de la palabra. Quisiera finalizar entonces, con él, reivindicando la capacidad crítica y transformadora de las palabras, aún o sobre todo cuando nos sentimos sin fuerza o sin mayor esperanza. A pesar de todo, quisiera reivindicar el valor de estas tristezas de tinta que tal vez, una vez más, barra el viento y borre el agua. Insisto entonces con lo que empezara: el derecho debiera resultar de una conversación entre iguales.

BIBLIOGRAFIA

Alberdi, J. B. (1920),  Obras Selectas, Ed. Joaquín V. González, Buenos Aires: La Facultad.
Bello, A. (1997), Selected Writings, ed. por I. Jaksic, Oxford: Oxford University Press.
Dahl, R. (1989), Democracy and its critics, New Haven: Yale University Press.
Everson, S. (1996), ed., Aristotle: The Politics and the Constitution of Athens, Cambridge: Cambridge University Press.
Manin, B. (1987), “On Legitimacy and Political Deliberation,” Political Theory, 13, 338-368.
Mill, J. [1859] 2003, On Liberty, London: Dover Publications Inc.
Nino, C. (1989), Ética y derechos humanos, Buenos Aires: Astrea.
Rawls, J. (1991), Political Liberalism, New York: Columbia University Press.
Waldron, J. (1999), Law and Disagreement, Oxford: Oxford University Press.

12 comentarios:

Anónimo dijo...

Felicitaciones! El primero de muchos seguramente! Ojalá suban el video

Unknown dijo...

Felicitaciones, Dr.!!! Y muchas gracias, porque cuando una está medio desorientada y sin estímulo, leyéndolo, o escuchándolo, se aprende y aprehende ya sea derecho, sobre cine, poesía o incluso helados. Entonces se entiende que la calidad académica, en su caso, está acompañada por la calidad humana, y eso es maravilloso. Gracias!

mm dijo...

Cuánta belleza en el poema de Rafael Alberti. Una caricia para el desasosiego.

Bien ahí por el "Honoris".

Anónimo dijo...

"...La taquigrafía parlamentaria –entendida como todo sistema de registro del lenguaje oral capaz de servir de base para producir una crónica completa de las deliberaciones y actos legislativos- es consustancial al régimen republicano de gobierno. Tan así es que la Constitución de los Estados Unidos establece que el Senado y la Cámara de Representantes deberán publicar sus respectivos Diarios de Sesiones. La publicidad de los Diarios de Sesiones y su prolija metodología narrativa los convierten en instrumentos esenciales para la deliberación pública, el control de los actos de gobierno, la interpretación jurídica, la aplicación judicial de las leyes y el estudio histórico...".

https://www.diputados.gov.ar/secparl/dtaqui/diario_sesiones/index.html

Anónimo dijo...

Somes todes iguales ante la ley; pero no percibimos-está claro- igual a idénticas palabras pronunciadas por un tercero en el mismo sentido de las dichas por ese tercero dicente; si quien las dice y pronuncia -ver la diferencia de ámbito- son un amige, un familiar, un compañere, un enemige, un adversarie, etc. Y menos, si esas palabras son escritas de modo personal en el ámbito privado y divulgadas de modo indiscriminado a cualquier receptor en el ámbito público -tema escuchas, por ejemplo- y no dichas cara a cara al receptor personal o colectivo que fuese, tergiversándose fácilmente la intencionalidad tenida del emisor al momento de manifestar su pensamiento.

Anónimo dijo...

Conmovedor

Unknown dijo...

Felicidades! Lo conocí en el Congreso Internacional de Derecho Constitucional y su elocuencia y sinceridad reconfortaron a los que nos consideramos “constitucionalistas románticos”, seguro entenderá esas palabras que se mencionó en el “Congreso” como si se tratara de un retroceso! Gracias ahora por estas palabras dichas en ese homenaje porque en BOLIVIA nos urge recordar que el “Derecho debe ser una conversación entre iguales”

Anónimo dijo...

Qué contento hubiera estado el maestro Nino al contemplar a su joven discípulo recibir esta distinción. Cómo pasan los años

Anónimo dijo...

Buenísimo el discurso! Felicitaciones por el merecido premio! Ahora yo pregunto (un poco en broma, un poco en serio), si vamos a deliberar nosotros los ciudadanos, ¿qué hacemos con nuestros representantes? ¿No deberíamos buscar otro sistema democrático sin representantes? En definitiva si vamos a deliberar nosotros ¿para qué le vamos a seguir pagando el sueldo?

Anónimo dijo...

Sus palabras me han conmovido profundamente. Lo felicito y le agradezco su contribución a intentar construir una conversación entre iguales.

eleonor dijo...

Hermosísimo, Roberto.
Y el final, un homenaje profundo y conmovedor.
Felicitaciones otra vez!
Eleonor

Fernando dijo...

Felicitaciones, Roberto! Dejo un poema de Miguel Hernández, que me vino a la memoria:
"... Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes. Tristes. ..."
(Tristes guerras. Cancionero y romancero de ausencias. Poesías completas. Madrid: Aguilar, 1979, pp. 635-636).