Publicado hoy en Clarín
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Las recientes elecciones en el país volvieron a dejar en evidencia el carácter estrecho, demasiado imperfecto y finalmente fallido de nuestro sistema democrático. Me refiero a problemas que la Argentina comparte con muchos otros países, vinculados con los modos en que el sistema institucional dificulta, distorsiona, y permite reinterpretar discrecionalmente la voluntad expresada por los electores. Para quienes concebimos a la democracia como un ideal que exige la inclusión, participación y deliberación de “todos los afectados”, la práctica real de la democracia comienza a convertirse en su caricatura. Pensando en formas que nos permitan salir de semejante atolladero, menciono a continuación sólo algunos de los problemas que socavan el valor de nuestra democracia.
El primer problema al que voy a referirme tiene que ver con lo que en ocasiones se denomina una concepción minimalista de la democracia –un problema que, por bien conocido, sólo voy a mencionar. Se trata de la reducción de la idea de democracia a los procesos de elecciones periódicas. Esta visión tan irritantemente estrecha de la democracia es asumida como natural, sin embargo, por buena parte de nuestra dirigencia: el matrimonio Kirchner siempre insistió con la idea de que “si no le gusta lo que hacemos, arme su propio partido político y gánenos en las próximas elecciones”; mientras que el actual Presidente nos mandó recientemente “a dormir”, porque ya habíamos cumplido con la única tarea democrática que aparentemente nos tocaba: ya habíamos votado. Simplemente, y contra dicha visión, diré que la concepción de democracia que aquí sostengo es exactamente la contraria, y considera que mucho de lo más importante de la democracia comienza justamente el día después de las elecciones (y tiene que ver con cómo se toman las decisiones en el día a día; quiénes las toman; cómo se controla a quienes las toman, etc.).
El segundo problema al que quiero aludir tiene que ver con el modo en que los sistemas de elección, que prometen ayudarnos a “revelar” nuestras preferencias, vienen a servir, en realidad, a fines contrarios. Se nos impide, en los hechos, expresar la mayoría de nuestras demandas, mientras se favorece que quienes están en posiciones de poder avancen sus propias pretensiones, diciendo que promueven las nuestras. Ilustro este problema –al que, a falta de un nombre mejor, denominaría el problema del caballo de Troya- con un ejemplo recurrente, tomado de la actual historia latinoamericana. Pienso en ocasiones recientes, cuando en varios países de la región se sometió la aprobación de un nuevo texto constitucional a consulta popular. Un primer gran problema planteado por tales comicios tuvo que ver con la cantidad de cuestiones que estaban en juego (pongamos, nuevos artículos sobre la división de poderes, sobre derechos económicos, sobre derechos de la naturaleza, etc.), frente a las cuales se le otorgaba a la ciudadanía un solo voto. En una situación semejante, cualquier persona medianamente involucrada en la discusión puede tener la voluntad de decir varias cosas, mucho más allá del “sí” o “no” al paquete completo y cerrado que se le presenta. Alguien podría decir, por ejemplo: “me parece excelente este artículo, pero no tanto este otro, y me hubiera gustado que incluyeran a este también”. Sin embargo, la elección a la que se los enfrentaba servía para aplanar su voluntad, en lugar de expresarla o expandirla. Cuando un ciudadano, entonces, “aprobaba” la Constitución, automáticamente terminaba dando luz verde a una cantidad extraordinaria de cuestiones sobre las que perdía toda capacidad de discernimiento.
El tercer gran problema que quiero mencionar se encuentra íntimamente vinculado con el anterior, y representa una versión demasiado común –la más trágica tal vez- del mismo asunto. Me referiré a la misma hablando del problema de la extorsión democrática. La dificultad en cuestión aparece cuando –en esa elección que en realidad es sobre muchas cosas diferentes, y frente a la cual cada persona cuenta con un solo voto- el votante tiene mucho interés en respaldar una de las cuestiones en juego, pero a la vez está muy interesado en rechazar alguna otra. Vuelvo a ilustrar este caso con el ejemplo anterior. En tales comicios, muchos ciudadanos querían respaldar de modo entusiasta la Constitución reformada, porque ella incluía derechos que antes no eran reconocidos y que consideraba que debían aprobarse (derechos indígenas; nuevos derechos sociales). Sin embargo, al mismo tiempo, muchos de esos ciudadanos aparecían interesados en votar en contra de la Constitución, porque ella incluía algún tipo de cláusulas que rechazaban fervorosamente (típicamente, la re-reelección presidencial). La elección los colocaba entonces frente a un dilema dramático. En los hechos, millones de personas se vieron en la disyuntiva de votar a favor de la Constitución, teniendo que aceptar y votar también, para conseguirlo, cláusulas que rechazaban enfáticamente. Entiéndase lo que digo: no estamos aquí frente a un simple caso de “democracia no ideal”: ya sabemos que vivimos en un mundo imperfecto. Se trata del grave y común problema de que se nos fuerce a aceptar exactamente lo que rechazamos, para conseguir algo que convencidamente valoramos. Se nos fuerza entonces a aceptar paquetes cerrados, a todo o nada, que nos ponen en el dilema de resignarnos a lo que repudiamos, para lograr lo que pretendemos (en el ejemplo: “más derechos, entonces re-reelección”; “no-re-reelección, entonces no hay derechos”). Éste es el problema que denominé el de la “extorsión democrática” –un problema que, para el caso de las reformas constitucionales, la profesora australiana Rosalind Dixon resumió con la idea de los “derechos como sobornos” (Presidentes que ofrecían a sus votantes “nuevos derechos,” a cambio de su re-elección).
La moraleja de esta historia depende, por supuesto, de nuestro punto de partida teórico. En el caso de este texto, y por partir de un ideal de democracia exigente, mi conclusión no es que “como las elecciones no nos ayudan a obtener lo que pretendemos, entonces acabemos con ellas.” Dada aquella visión “dialógica” o “deliberativa” del constitucionalismo, mi conclusión es exactamente la contraria. Necesitamos que la democracia no se agote en (sino que vaya mucho más allá de) las elecciones. Necesitamos muchas más oportunidades de participación, decisión y control democráticos. Necesitamos de la posibilidad de conversar (entre nosotros y con los funcionarios políticos y judiciales); de poner matices, de discernir entre lo que aprobamos y lo que rechazamos; de responsabilizar a todos los funcionarios públicos por cada una de sus acciones y omisiones. Necesitamos que los procesos de elección nos ayuden a “revelar” (y no a “opacar”) nuestro modo de pensar: que el acto de ir a votar no se convierta en equivalente al acto de arrojar piedras contra la pared (luego de las elecciones recientes, el actual Presidente dijo que, ahora sí, nos había “escuchado”: pero qué pudo haber escuchado, si sólo fuimos capaces de producir un “gran ruido”?). Alguna vez, el cientista político Adam Przeworski sostuvo que los comicios democráticos permitían dejar atrás los tiempos en que los conflictos políticos se dirimían arrojando piedras desde atrás de las barricadas. Habló entonces de las votos como piedras de papel. Es tiempo, según creo, de que la democracia recupere ahora el lenguaje: reemplazar las piedras de papel por palabras, que nos permitan –a nosotros, y no a quienes actúan en nuestro nombre- criticar, dialogar y tomar decisiones sobre nuestro destino común, cada día.