26 ene 2022

Un derecho penal sensible al contexto, históricamente situado y políticamente consciente


(Re)publico aquí un texto que escribiera para "Rubinzal Culzoni" (como "Doctrina Destacada"), hace varias semanas (a fines de diciembre), para dejar más en claro mi posición sobre la "sospecha" y el "escrutinio estricto" con la que la justicia debería tratar los casos de enriquecimiento no justificado de funcionarios públicos, a través del ejercicio de su tarea. Lo hago, simplemente, para dejar en claro que desde un primer momento me interesé por precisar los alcances y límites de mi posición en la materia.

Rubinzal Culzoni

@Rubinzal

 

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16 dic. 2021

DOCTRINA DESTACADA | Público Un Derecho Penal sensible al contexto, históricamente situado y políticamente consciente #Autor: Gargarella, Roberto

 

 

Un derecho penal sensible al contexto, históricamente situado y políticamente consciente

Roberto Gargarella

Por una decisión de la mayoría de los jueces del Tribunal Oral Federal número 5, la ex Presidenta de la Nación, sus hijos y otros empresarios igualmente comprometidos en la causa Hotesur-Los Sauces, resultaron sobreseídos, el pasado 26 de Noviembre del corriente año 2021. Al respecto, son muchas las consideraciones que merecerían hacerse, pero aquí quisiera concentrarme sólo en un aspecto de los varios sobre los que estamos llamados a reflexionar. Me refiero a la situación de acostumbrada impunidad de la que gozan quienes están en el poder, y que se consolida a partir de la intervención de nuestros tribunales, y el modo en que se interpreta nuestro derecho.

Una situación estructural. La referencia que aparece en el párrafo anterior sobre el reforzamiento sistemático de la impunidad no pretende ser una afirmación retórica. Dicha impunidad es reconocida como un hecho preocupante y saliente en todos los informes realizados en la materia por organizaciones nacionales e internacionales, oficiales o de la sociedad civil. Por ejemplo, el “hecho de la impunidad” se desprende de los reportes preparados en el marco de la Organización de los Estados Americanos, sobre la Argentina, en relación con el seguimiento que se realiza de la Convención Interamericana contra la Corrupción, de la que el país es parte. De la Argentina se detalla que, pese a la existencia de una normativa apropiada, la impunidad es la regla: “parecería que ha construido un sistema funcional a la corrupción, sea en forma deliberada, sea por omisiones o negligencias” -determina el estudio.[1] Esa disociación entre las ambiciosas normas dictadas, y la orfandad de resultados que muestra la práctica anti-corrupción habla de una situación estructural “funcional a la corrupción.” Se trata de una construcción que encuentra como protagonistas recurrentes a abogados penalistas, doctrinarios y jueces. Por ello, en lo que sigue quisiera ocuparme de algunos criterios interpretativos que priman en el área, y que merecerían ser cambiados.

Un derecho (constitucional y) penal sensible al contexto. Quisiera comenzar sosteniendo que uno de los problemas legales que existen para enfrentar la corrupción resulta de los modos en que una parte relevante de nuestra comunidad jurídica se acerca a, interpreta y aplica, el derecho penal. Por distintas razones, no todas legítimas, dicha porción de nuestra comunidad jurídica promueve una lectura del derecho penal no-situada e indiferente a la historia, que termina tratando a “dramas” particulares y especialmente serios de nuestro tiempo, como irrelevantes -como si el derecho (penal), finalmente, mereciera pensarse y aplicarse con independencia del tiempo y lugar en los que se propone regir. Por el contrario -mantengo aquí- el derecho (incluyendo al derecho penal) nunca debe activarse desatendiendo esas coordenadas de tiempo y lugar: cuando así ocurra, debe considerarse que el derecho no está siendo utilizado de la manera en que él mismo exige.[2] Una comunidad jurídica que se precie debe organizar sus normas fundamentales (y garantizar la aplicación de las mismas) de modos que resultan atentos a las circunstancias propias del tiempo y lugar en que esas normas van a aplicarse. Para el caso que aquí nos interesa -la corrupción estatal- encontramos un ejemplo excepcional de la “sensibilidad al tiempo y lugar” aquí propuesto, reconocible en el artículo 36 de la propia Constitución Argentina de 1994. Por medio de dicho artículo, y respondiendo a una etapa larga de reconocida corrupción estructural (acelerada en los tiempos de los programas de privatización promovidos desde el Estado en los años 90), la Constitución mostró su “sensibilidad contextual”, y tomó nota de ese “drama histórico” saliente -la corrupción estatal- que afectaba los fundamentos mismos de la vida en común. Por ello, a través del artículo 36, la Carta Magna Argentina decidió tratar de modo paralelo y equivalente a los responsables de las quiebras democráticas/golpes de estado, y a quienes incurrieran, desde la función pública, en actos de enriquecimiento ilícito. Fue así que la Constitución, desde 1994, pasó a considerar que en ambos casos se atenta contra el sistema democrático.[3] Este tipo de avances normativos, producidos a nivel nacional, son consistentes con otros compromisos afirmados por el país recientemente, a nivel convencional, como los relacionados con la Convención Interamericana contra la Corrupción (1996), o la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (2003).

Principio de inocencia, cambio de presunciones e interpretación del derecho. En relación con las consideraciones realizadas en el apartado anterior, quisiera agregar algunas aclaraciones y precisiones particulares. En primer lugar, los esfuerzos judiciales y refuerzos normativos que puedan ser necesarios para combatir la corrupción, no deben ser considerados, de ninguna manera, como implicando la renuncia a criterios fundamentales propios del derecho penal liberal, como los vinculados, de manera especial, con el principio de inocencia. El principio de inocencia es y debe seguir siendo considerado un principio irrenunciable del derecho argentino. Por tanto, ninguna persona deberá ser condenada nunca, en nuestro país, sin juicio justo, debido proceso, pruebas suficientes, derecho a la defensa, etc. Aclarado lo anterior, sin embargo, me interesaría sostener y auspiciar aquí la compatibilidad entre el principio de inocencia, y la revisión crítica de ciertos criterios interpretativos, presunciones y cargas a considerar en nuestra práctica penal por venir. Dichos cambios son exigibles como un modo de honrar los “nuevos” criterios adoptados por una Constitución como la del 94, más atenta al contexto y, del mismo modo, los compromisos internacionalmente asumidos, orientados en idéntica dirección. Piénsese, por caso, en compromisos internacionales como los citados -la Convención Interamericana contra la Corrupción (art. IX), o la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción. En ambos casos, y con el objetivo de hacer frente al mal radical de la corrupción, se promueve la adopción de figuras como (y éste es sólo un ejemplo relevante, y de ninguna manera exhaustivo) el enriquecimiento ilícito. Dicha figura, que pasó a integrar el derecho argentino a partir de una iniciativa del muy garantista gobierno de Arturo Illia, en los años 60, incluyó, al momento de su creación, una “reversión de la carga de la prueba”, que ponía sobre el funcionario público enriquecido durante el ejercicio de su tarea, la carga de demostrar que se trataba de un enriquecimiento conseguido lícitamente. Adviértase que no propongo aquí un método o herramienta particulares a aplicar en los años por venir. Podríamos optar, o no, por formas tan o más intensas como las implicadas en su momento por la figura del enriquecimiento ilícito, para el tratamiento de los casos graves de corrupción en la función pública. Lo que sí afirmo es que no puede continuar sosteniéndose, como jurídicamente permisible, una interpretación del derecho penal que ignore los cambios constitucionales y convencionales operados en nuestra realidad jurídica, en las últimas décadas. En otros términos: ya no puede seguirse aplicando e interpretando el derecho penal, como si los pisos más altos de nuestra estructura jurídica no hubieran sufrido los ajustes que sufrieran en los últimos tiempos, en consonancia con los renovados males a los que ha reconocido como propios del tiempo. En tal sentido, las viejas lecturas del derecho penal (insensibles al contexto) no merecen preservarse bajo la excusa de “mantener el respeto por el liberalismo penal”, sino que necesitan ser repensadas críticamente como modo de preservar nuestros compromisos legales fundamentales.

“Erosión democrática”. Aunque auspicio la adopción de herramientas legales más eficientes en la lucha contra la corrupción, insistiría en la idea de que no es el aspecto normativo el que primariamente falla, en nuestro derecho anti-corrupción: no es allí, en las normas o en la ausencia de ellas, donde encontramos la principal fuente explicativa de la situación general de impunidad que impera en nuestra comunidad, desde hace décadas. Como dijera, muchas de las herramientas necesarias están, y lo que falla primordialmente es otra cosa: fallan, de un modo muy especial, los criterios jurídicos interpretativos utilizados por nuestros operados jurídicos. Dichos fracasos sugieren que muchos de nuestros operadores, en verdad, están dispuestos a preservar las condiciones jurídicas estructurales que garantizan, desde hace décadas, la impunidad del poder. En la actualidad, vivimos bajo condiciones institucionales (que la doctrina internacional ha definido como) de “erosión democrática”, esto es, situaciones de extrema fragilidad institucional.[4] La dirigencia local, desde las posiciones de poder que ocupa, o a partir de los vínculos que establece con dicho poder, hace lo posible para desarticular uno a uno (a través de pasos en apariencia legales) toda la maquinaria de los “frenos y contrapesos”. Al final del día, por tanto, nos encontramos con sistemas institucionales desarticulados y con funcionarios públicos enriquecidos, que obtienen privilegios inaccesibles para la ciudadanía, y que se protegen mutuamente, desde secciones diferentes del poder. Agregaría, por tanto, que uno de los grandes “dramas jurídicos” de nuestro tiempo tiene que ver, precisamente, con ese contexto de “erosión democrática,” que facilita la corrupción, y la impunidad del poder. Frente a dicho renovado contexto, y a la luz de los cambios señalados en nuestros compromisos jurídicos básicos, debemos empezar a acercarnos a los abusos de poder, los privilegios indebidos, y la corrupción en la función pública, con parámetros jurídicos diferentes de los que caracterizaban a nuestro derecho en el siglo xix, o en buena parte del siglo xx.

Cargas especiales y “sospechas” frente a los funcionarios públicos enriquecidos. En consideración de la situación institucional, normativa y política arriba descripta, es que los casos relativos a abusos graves cometidos desde la función pública, y funcionarios públicos enriquecidos deberían ser tratados (no como hoy, es decir, con una deferencia especial hacia el funcionario o exfuncionario público, por su condición sino, al contrario) a través de parámetros y criterios interpretativos más estrictos. Otra vez, nada de lo dicho implica librarlos de las protecciones que ofrece el derecho liberal, léase un juicio justo, debido proceso, prueba suficiente etc. Simplemente, y de modo especial: los funcionarios públicos imputados por malversación de fondos deben asumir las cargas especiales que les corresponde, del mismo modo en que asumen los beneficios y privilegios especiales que nuestro derecho generosamente les concede. Nuestro derecho, en efecto, otorga a los funcionarios numerosos cuidados y mercedes especiales, por ejemplo, protecciones adicionales a su palabra expuesta en el marco de las sesiones parlamentarias, o aún inmunidades y fueros, destinados a resguardarlos ante el riesgo de persecuciones políticas indebidas. Sin embargo, y como contracara, nuestro derecho les impone también cargas especiales, que los funcionarios están obligados a acatar. Así, por ejemplo, se agravan las penas que reciben frente a la comisión de ciertos delitos (i.e., en casos de violencia policial); del mismo modo en que el honor de los funcionarios públicos recibe estándares de protección menores que los que se aseguran al ciudadano común (según la jurisprudencia nacional e internacional sobre real malicia); etc. Pues bien, algo similar corresponde que ocurra en materia de corrupción: dado el tipo particular de daños que generan los abusos en la función pública, particularmente en esta época, y a la luz de la normativa vigente y renovada, deben evitarse y controlarse de modo mucho más estricto. Como aclaración relevante, agregaría que las referencias hechas en este texto a los abusos cometidos desde la función pública (i.e., corrupción) como “drama” que toma especial relevancia en nuestro tiempo, no implica en modo alguna negar la existencia de otro tipo de abusos de poder también propios de esta era, como los que provienen de las grandes corporaciones y las organizaciones criminales internacionales (los “poderes salvajes” de los que habla Luigi Ferrajoli, quien nos ofrece otro buen ejemplo de un esfuerzo por “contextualizar” la reflexión sobre las normas penales y los modos en que interpretarlas y aplicarlas).

Presunciones constitucionales y “escrutinio estricto”. Uno de los criterios interpretativos más importantes que rigen en el derecho constitucional moderno es el relativo al “escrutinio estricto”. La Corte Suprema de los Estados Unidos tornó evidente dicho criterio en el caso United States v. Carlone Productos, de 1938 (nota al pie 4); que aplicó pionera y notablemente en el caso Korematsu v. United States, de 1944. Desde entonces, el derecho comparado adoptó criterios semejantes, que nuestra propia Corte ha ido incorporando de manera más lenta, pero igualmente progresiva y contundente. El criterio se ha aplicado de manera muy especial en casos de discriminación que afectan a “grupos” o “categorías” especiales -mujeres, extranjeros, minorías raciales- y se habla desde entonces de “categorías” y “clasificaciones” “sospechosas”. De este modo, correctamente, se vuelve a advertir de qué manera, el derecho contemporáneo, adopta y suscribe un giro contextual: el derecho actual pretende mostrar, en ciertas ocasiones al menos, su especialísima sensibilidad frente a las violaciones de derechos y abusos más comunes de su tiempo. Dichos casos -por ejemplo, una legislación que establece distinciones “sospechosas” entre una mayoría (blanca, digamos) y una minoría racial (Afro-Americanos, digamos)- deben ser analizados, por tanto, a partir de una presunción especial: una fuerte presunción de invalidez o de inconstitucionalidad, para quedar sujetos, entonces, al escrutinio judicial más estricto. Significa lo anterior que la distinción “sospechada,” por serlo, “pasa a ser” automáticamente inválida o inconstitucional? No, en absoluto: la discriminación del caso debe ser probada. Significa lo anterior que quien realizó o aplicó la distinción “sospechosa” va a ser, automáticamente, considerado como alguien que cometió una acción anti-jurídica? No, tampoco. Una vez más: nadie debe ser condenado sin el máximo resguardo de sus garantías, y a través de un debido proceso. Lo que se requiere es otra cosa, esto es, por un lado, que los jueces se acerquen al caso en cuestión con consciencia del contexto histórico en el que actúan, con atención al momento al que viven, con conciencia de las violaciones de derechos predominantes en su tiempo -finalmente, que interpreten y apliquen el derecho con sensibilidad contextual. Y, en tal sentido, y por otro lado, se torna exigible que nuestra justicia no tome a los casos que involucren imputaciones a funcionarios públicos por abusos cometidos en el ejercicio del cargo, como si los funcionarios o ex funcionarios merecieran (por serlo o haberlo sido) una deferencia especial. A tales funcionarios no les corresponde un trato deferente, y ni siquiera un tratamiento como si fueran lo que no son, esto es, ciudadanos comunes lidiando con asuntos privados. Se trata de individuos que, por las responsabilidades públicas que consciente y voluntariamente han asumido, y por el tipo de poder que manejan -control del presupuesto estatal, control de los medios de la coerción legítima- merecen ser sujetos al control público y el escrutinio judicial más estrictos. Corresponde aclarar que este tipo de cambios tienden a ser resistidos por nuestra elite penal -la que trabaja para la impunidad del poder- asimilando los conceptos de principio de inocencia y presunción de inocencia (como si se tratara de conceptos sinónimos e indistinguibles) y denunciando todo cambio en las cargas y presunciones como ataques al “sacrosanto” principio de inocencia (cuando es claro que nada de lo dicho hasta aquí implica socavar dicho principio liberal). Importa resaltar, también, que la propia Corte Suprema Argentina se ha acercado al sostén de criterios como los que aquí propongo, por ejemplo, en casos como López Romero (2016), cuando sostuvo que los sobreseimientos en casos de corrupción debían analizarse a través de un “escrutinio estricto”.

Del “Juicio a las juntas” a la “era de la impunidad”. Del formalismo vacuo a una nueva aproximación sustantiva del derecho. En los párrafos anteriores sostuve que ya no resulta jurídicamente permisible interpretar y aplicar nuestra normativa penal ignorando los cambios contextuales, políticos, constitucionales y convencionales operados en nuestra realidad jurídica en las últimas décadas. En definitiva (y contra lo que sugieren las autoridades y doctrinarios penales que, con la excusa de preservar las garantías de “todos” los individuos de nuestra comunidad, se benefician a través de la defensa de algunos de sus miembros más poderosos), necesitamos comenzar interpretar y aplicar nuestra normativa penal de un modo diverso, en línea con los cambios normativos asumidos por nuestro derecho, y de un modo sensible al contexto en el que dicho derecho va a aplicarse. Muchos de nosotros hemos sido testigos, sino protagonistas más o menos directos del “Juicio a las juntas,” seguramente el hecho jurídico más importante de nuestras vidas, y uno de los pocos acontecimientos vinculados con el derecho de nuestro país que podemos recordar y recuperar con pleno orgullo -sin ocultas vergüenzas. Aquel juicio nos ofreció, también, la ilusión de que una Argentina diferente era posible: un país sin impunidad, y en donde los más poderosos podían sentarse, un día, en el banquillo de los acusados y ser llamados a dar cuenta por los crímenes cometidos. Cuatro décadas después, aquella ilusión ha quedado por completo destruida: vivimos hoy en una “era de impunidad”, en donde la clase dirigente privatiza los beneficios colectivos, se arroga privilegios indebidos, y se protege a sí misma, desde los distintos ámbitos del sistema institucional (y más allá de las distinciones “oficialismo” y “oposición”), a través de un uso indebido del aparato del Estado. Dicho sistema institucional favorece, estructuralmente, la producción de abusos del poder y, correlativamente, la impunidad de quienes utilizan en beneficio privado los recursos públicos que controlan. Es hora de que, desde el derecho y la doctrina jurídica desafiemos ese “sistema institucional funcional a la corrupción” que la propia dirigencia ha creado para auto-protegerse, y al mismo tiempo, y para ello, abandonemos para siempre una aproximación burdamente formalista del derecho, que busca vaciarlo de contenido sustantivo. Esa lectura ultra-formalista del derecho es la que ayuda a convertir a las normas vigentes, en apariencia apropiadas y suficientes para combatir a la corrupción, en normas preparadas para tornarla posible y estabilizarla en el tiempo. Hoy, en los hechos, la misma existencia de normas anti-corrupción aparece al servicio de la corrupción que dichas normas dicen combatir: su presencia es la que ayuda a bloquear las críticas que puedan recibirse en la materia, desde el ámbito jurídico, o a través de organismos internacionales. Mientras tanto, los tecnicismos a los que apelan los especialistas para dilatar juicios, exigir nulidades o pedir sobreseimientos -amparados por un derecho innecesariamente complejo, sobre abundante y contradictorio- sirven para proteger a los imputados, imposibilitar directamente toda condena sobre lo mismos, disolver la preocupación pública en la materia y silenciar definitivamente al lego, como si toda queja pública demostrara burda ignorancia sobre el derecho. Para eso sirve hoy la dogmática penal, y para eso trabaja hoy nuestra elite de penalistas -la mejor entrenada en el área. El resultado es manifiesto: tenemos hoy un derecho penal, y una elite penal al servicio de la impunidad de los más poderosos. Nuestros compromisos democráticos y constitucionales, en cambio, nos exigen terminar con esos privilegios, en nombre de los requerimientos de justa igualdad sobre los cuales nuestro derecho -todo derecho democrático- se funda. Esos mismos compromisos jurídicos y políticos son los que nos demandan una práctica penal renovada y diferente a la que hoy predomina: una práctica jurídica sensible al contexto, históricamente situada y políticamente consciente.



[1] Los datos en la materia escasean -lo cual es parte grave del problema en juego- pero los pocos que existen en el área son unánimes. Por ejemplo, según una auditoría del Consejo de la Magistratura en materia de delitos relacionados con la corrupción, los casos que llegan a ser investigados son sólo el 2% de los que se inician, mientras que -para agravar la situación- menos del 1% de los sujetos investigados resultan finalmente condenados. Otro informe, preparado principalmente por organizaciones de la sociedad civil -incluyendo a ACIJ y CIPCE- reafirmó la gravedad de la situación existente subrayando, además, la duración promedio de los casos (de los 21 expedientes de corrupción examinados en la muestra), que era de 12 años.”

[2] Piénsese, por caso, en el derecho norteamericano o sudafricano (post-apartheid) que pretendiera aplicarse con independencia de siglos de discriminación racial promovida desde el Estado y con apoyo del poder coercitivo de los distintos gobiernos. O piénsese en las normas destinadas a evitar o sancionar la discriminación contra la mujer, que fueran a ser aplicadas desconociendo siglo de discriminación igualmente auspiciada o apoyada por el Estado. En tales casos, una aproximación jurídica “ciega a la historia” y a las serias responsabilidades estatales en dichos asuntos, resultaría obviamente equivocada. En todo caso, y por el momento, conviene aclara que no estoy aludiendo a ningún método particular de aplicación del derecho “sensible al contexto”; ni afirmando que los culpables de hoy deben “pagar” por las faltas cometidas por los (impunes) culpables de ayer; ni mucho menos diciendo que, en razón de las graves injusticias cometidas en el pasado, el Estado moderno debe renunciar a los pilares básicos del derecho penal liberal.

[3] Artículo 36: Esta Constitución mantendrá su imperio aun cuando se interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. Estos actos serán insanablemente nulos. Sus autores serán pasibles de la sanción prevista en el artículo 29, inhabilitados a perpetuidad para ocupar cargos públicos y excluidos de los beneficios del indulto y la conmutación de penas. Tendrán las mismas sanciones quienes, como consecuencia de estos actos, usurparen funciones previstas para las autoridades de esta Constitución o las de las provincias, los que responderán civil y penalmente de sus actos. Las acciones respectivas serán imprescriptibles. Todos los ciudadanos tienen el derecho de resistencia contra quienes ejecutaren los actos de fuerza enunciados en este artículo. Atentará asimismo contra el sistema democrático quien incurriere en grave delito doloso contra el Estado que conlleve enriquecimiento, quedando inhabilitado por el tiempo que las leyes determinen para ocupar cargos o empleos públicos. El Congreso sancionará una ley sobre ética pública para el ejercicio de la función.

 

[4] Dentro de dicho marco, ya no encontramos como elemento distintivo una recurrencia de “golpes de estado” o ruptura institucional, a la vieja usanza -situaciones en las cuales nuestras democracias morían “súbitamente,” y de un momento a otro. Ahora, nuestras democracias se diluyen, como dijera el cientista político Guillermo O’Donnell, de “muerte lenta,” a través de la degradación a que la someten nuestras clases dirigentes.


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