Paso a concentrarme, entonces, en la defensa del decreto que hiciera Sturzenegger. En su alegato, Sturzenegger mantuvo que el DNU se justificaba porque la situación que atravesamos es excepcional; consideró que las objeciones basadas en el derecho (la inconstitucionalidad del DNU) referían a meras “formalidades” (“no nos enganchemos con formalidades” -sostuvo); sugirió que todos los gobiernos anteriores, y sobre todo el kirchnerismo, “gobernaron por decreto”; y acusó a sus críticos de usar a la Constitución como excusa, asumiendo que “en verdad lo que les molesta es el contenido”. Frente a sus dichos, bastaría con decir que, nos guste o no, tenemos una Constitución; que la Constitución no habla de “excepcionalidad” en un sentido subjetivo (“creo que la situación es excepcional”) sino objetivo (excepcional es la situación en que el Congreso está imposibilitado de legislar con normalidad); y que ella establece de modo clarísimo (en su art. 99 inc.3) que si el Congreso está funcionando, el DNU es inadmisible: fin de la historia. Desde el punto de vista de la Constitución, no hay dudas: el DNU es inválido.
Sturzenegger puede contradecirnos, señalando a los tantos DNU vigentes, dictados por gobiernos anteriores. Es cierto: se pueden hacer trampas para “mantener vivo” a un DNU inconstitucional -trampas como las que inventó el kirchnerismo, con la ley 26122, destinada a hacerle casi imposible, al Congreso, invalidar un DNU (por esa ley, las dos Cámaras deben pronunciarse en contra del decreto para invalidarlo -es decir, con la mera inacción de una Cámara, el DNU puede mantener vigencia). Pero esas trampas no convierten en constitucional lo que no lo es. No confundamos la vigencia de la norma con su validez. Por eso mismo (porque los DNU, como regla, son inválidos) es que la Corte, de modo reiterado y consistente, consideró inconstitucionales a los DNU que analizó desde el 94 (casos “Verrocchi” 1999, “Consumidores A,” 2010; “Pino, S.”, 2021). Me detendré ahora, en todo caso, en otros detalles de la argumentación de Sturzenegger.
Lo que más me interesa resistir, del discurso de Sturzengger, es la idea de que los asuntos económicos deben resolverse con independencia de las “trabas” y molestias impuestas por el constitucionalismo. Se trata de un enfoque demasiado habitual entre economistas (En particular, los que el gobierno identificara como sus “próceres”. Difícil no recordar, por caso, la insistente defensa que hiciera Friedrich Hayek del programa económico de Pinochet: las reformas económicas debían imponerse, más allá de las “formas”). Para Sturzengger, también, los límites legales aparecen como molestos “obstáculos” frente a la decisión presidencial. Tal como lo describió en la primera larga entrevista televisiva que se le hiciera sobre el decreto, el derecho aparece como “papelerío” burocrático; que se impone desde la Capital; que no sirve para nada importante; y que permite que algunos “vivos” inventen un “curro” o “kiosko” para empezar a cobrar, a cambio de permisos o excepciones. Lamentablemente, lo que Sturzenegger califica como “formalidades” molestas, no es otra cosa que lo la civilización occidental reconoce como división de poderes: la esencia misma del constitucionalismo democrático. Se trata de la principal invención de la humanidad, en reacción frente al poder discrecional del monarca absoluto. Es el recurso al que apelamos para construir soluciones comunes, en sociedades caracterizadas por el desacuerdo: un modo destinado a forjar consenso entre personas que piensan diferente, y que a la vez nos ayuda a eludir errores gravísimos, irreparables. Por caso, una decisión como la de ir a la guerra por Malvinas la tomó una sola persona, y de manera rapidísima: sin dilaciones. Pero los costos en vida y en deuda los seguimos pagando entre todos, desde entonces. Es decir, frente a las decisiones más importantes, la rapidez y la discrecionalidad no nos sirven. Pareciera, sin embargo, que los economistas de los 90 siguen pensando a las reformas como iniciativas que deben decidirse entre pocos, y aplicarse rápidamente y sin controles. Habrá que insistir frente a ellos, entonces, que es al revés: no se trata de impulsar una reforma económica de espaldas a la Constitución (“después se verá cómo se acomodan los derechos”). Se trata de que las políticas sociales y económicas sólo son permisibles si se acomodan a las obligaciones que la Constitución impone (i.e., “jubilaciones y pensiones móviles”; “igual remuneración por igual tarea”). Los derechos constitucionales no son poesía, ni parte del folklore latino: son deberes que obligan a todos, y que limitan estrictamente lo que nuestros funcionarios públicos pueden hacer y dejar de hacer.
Me detengo ahora, brevemente, en las razones ofrecidas por Rodolfo Barra, en defensa del DNU. Como anticipara, Barra combinó, peligrosamente, dos ideas de raíz autoritaria, derivadas de las que enunciara Carl Schmitt (el jurista del nazismo) frente a la República de Weimar. Por un lado, sostuvo que la figura del Presidente es “análoga a la del Rey” (Schmitt hablaba del líder del Ejecutivo como Fuhrer), y por otro, mantuvo que el Congreso traba todo el proceso decisorio, dada la presencia de “intereses creados” (de modo idéntico, Schmitt sostuvo que el Congreso de Weimar ya no era un órgano deliberativo, porque había sido capturado por intereses). Como conclusión, Barra afirmó la importancia de que la reforma se hiciera por decreto, agregando -en contraste- que el Congreso se demoraría “años” para tratar un DNU como el presentado (por las mismas razones, Schmitt justificó una política “decisionista” que girara en torno de la voluntad absoluta del líder).
Corresponde repetirlo: esta línea de argumentación enfrenta un problema grave, y ese problema es que vivimos en democracia. En una democracia constitucional, la prioridad no es la de decidir rápido, sino la de resguardar derechos. El objetivo principal del constitucionalismo democrático es impedir que el poder se extralimite y abuse. Y ello no requiere inacción ni inmovilismo: se puede legislar, se pueden tomar múltiples decisiones importantísimas, en perfecto resguardo de los procedimientos (como le dijera Washington a Jefferson: necesitamos “enfriar” el proceso legislativo, para evitar el riesgo de tomar decisiones “en caliente”). Para los apurados: el poder concentrado ofrece atajos veloces. Y peligrosísimos.
Finalmente: nada de lo anterior implica negar que nuestras instituciones funcionan muy mal, ni desconocer que contra ellas tenemos razonables quejas, de todo tipo. Sin embargo, frente a tales reclamos, podemos argumentar lo mismo que pudiera argumentarse hace décadas, contra Carl Schmitt. Si nuestro punto de partida es la democracia, y nuestro objetivo es el respeto de los derechos, luego, el mal funcionamiento de nuestras instituciones no debe llevarnos nunca a cerrar el Congreso (como pidiera Schmitt, como ya sugiriera Barra), ni mucho menos a reclamar la primacía del poder concentrado (la llegada del Fuhrer que exigiera Schmitt, la presencia del Rey que satisfaría a Barra). La solución debe ser siempre la contraria: menos discrecionalidad, más derechos y más democracia.
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