18 nov 2025

50 años de "Crisis de la Democracia"

 



Se cumplen en estos días 50 años del controvertido reporte Crisis de la Democracia, publicado en 1975 por tres lúcidos cientistas sociales: Samuel P. Huntington, Michel Crozier y Joji Watanuki. El reporte les había sido encargado por la Comisión Trilateral, en el contexto de la Guerra Fría. La Comisión, por su parte, era una iniciativa de David Rockefeller (por entonces presidente del Chase Manhattan Bank), que agrupaba a destacadas personalidades de las empresas y los negocios, provenientes de las tres zonas principales de la economía capitalista del momento: Estados Unidos, Japón, y Europa Occidental. Desde esa organización, se pretendía una mejor comprensión de la crisis que atravesaba por entonces la democracia, y que se traducía en descontentos, movimientos de protesta y aún levantamientos armados, en una amplia porción del mundo occidental. El reporte en cuestión -de enorme interés, todavía, para nosotros, y para nuestro tiempo- realizaba el análisis siguiente. La prosperidad económica de mediados de siglo, junto con la consiguiente expansión del poder de grupos sociales (grupos que antes no tomaban parte activa de la vida política), se ha traducido en una mayor participación social y, sobre todo, en mayores demandas sobre el Estado. Sin embargo, las capacidades estatales para absorber y gestionar esas demandas se mantuvieron, en todo ese tiempo, idénticas a las del pasado. Por lo tanto -y aquí la conclusión principal del informe- el sistema institucional quedaba sobrecargado de demandas que era incapaz de satisfacer. Por ello también -y aquí el punto más criticado del informe- resultaba necesario recuperar o promover un determinado nivel de “apatía democrática” en la ciudadanía, y liderazgos fuertes, a los fines de volver posible la gobernabilidad del sistema.

Que existía una tensión profunda entre el sistema constitucional y la democracia, resultaba claro, al menos, desde comienzos del siglo xx, y la llegada de la “política de masas,” y del sufragio universal. El sistema vigente, parecía obvio, no se había preparado para recibir y procesar ese aluvión de demandas nuevas. Los objetivos del constitucionalismo habían sido, siempre, otros (importantísimos, claro, pero no los de la democracia): controlar el poder, prevenir los abusos, garantizar la estabilidad política. Para lograr esos objetivos “nobles”, el constitucionalismo se había preparado durante siglos: había creado Declaraciones de Derechos, desde el siglo xv; comenzado a ensayar con la separación de poderes, en tiempos de Locke, durante el siglo xvii; organizado un sistema de checks and balances, desde el constitucionalismo norteamericano, en el siglo xviii. Pero después de entonces, el constitucionalismo pareció dar su labor, por terminada: todo lo importante, ya estaba hecho. Lo que seguirían serían variaciones sobre lo mismo (nuevos derechos, tribunales más fuertes, jueces más activos). Esto es decir, más de un siglo antes de la llegada del sufragio universal, la fábrica del constitucionalismo ya se mostraba cerrada. Por eso, el constitucionalismo entró en “shock”, a comienzos del siglo xx, y con la llegada de la democracia -con la consagración definitiva del sufragio universal. De allí que el sistema se mostrara inhábil para vincularse con (para receptar a) la democracia, no resultó una sorpresa. La sucesión de golpes de estado que estalló en América Latina, desde la llegada del sufragio, representó un buen indicio de las tensiones que habían emergido. Algo similar podía derivarse de los brotes de autoritarismo y violencia, en la Europa de principios de siglo: el sistema se mostraba incapaz de canalizar el descontento, y saldar los reclamos insatisfechos. No por azar, entonces, parte de lo más importante de las ciencias sociales, comenzaron a insistir sobre “el problema de la democracia”. En Economía y Sociedad, Max Weber destacó a los aparatos administrativos y los funcionarios técnicos, que quedaban a cargo de la resolución de los principales asuntos de gobierno. Joseph Schumpeter dedicó el corazón de su libro principal, Capitalismo, Socialismo y Democracia, a demostrar la irrazonabilidad e imposibilidad de la democracia participativa, mientras se pronunciaba a favor de un gobierno de expertos. Robert Dahl, en sus primeros trabajos (Poliarquía o Prefacio a la Teoría Democrática), reducía la democracia a una “poliarquía”, en donde grupos distintos disputaban, libremente, y sin mayor intervención popular, su influencia en los asuntos de gobierno. 

Demasiada agua ha pasado bajo los puentes de la política, en todo este tiempo, pero algunos de los problemas que generaban preocupación entonces, se mantienen, mientras que otros, directamente, se han agravado: el sistema representativo enfrenta una crisis irremediable; la larga trayectoria de los partidos políticos ha terminado; el sistema institucional parece autonomizado de la ciudadanía; el poder luce concentrado como nunca; las instituciones de control han siso “erosionadas” o, en los peores casos, directamente colonizadas por sectores de intereses legales o ilegales. A la luz de lo que acontece, las alertas que, desde hace décadas, emitieron los principales teóricos sociales, siguen resultándonos relevantes. Sin embargo, en este momento, la conclusión debe ser diferente, y la solución más bien opuesta a la que ellos enunciaron. No se trata de preservar al sistema constitucional, “apagando” el ardor de los reclamos mayoritarios. Esta vez, lo que se debe es cambiar al sistema institucional, para tornarse más sensible, más abierto, más hospitalario, frente a nuestras voces y reclamos democráticos.

















6 nov 2025

El fin de la representación política



  


Publicado hoy en LN, acá: https://www.lanacion.com.ar/opinion/el-fin-de-la-representacion-politica-nid06112025/

El fin de la representación política


El sistema representativo nació pensado para sociedades muy diferentes de las nuestras, y el diseño institucional que lo rodeó, fue ajustado a ese contexto, y a aquellos tiempos. Pienso en fines del siglo xviii, y en sociedades que eran, no sólo más pequeñas, y divididas en unas pocas facciones sino, sobre todo, más compactas, más homogéneas. Por eso, en las sociedades pre-industriales, pudo pensarse en representar a “mayorías y minorías” (o, si se quiere, a  “toda la sociedad”, compuesta de pequeños y grandes propietarios), con instituciones diseñadas para incluir a ambos grupos, y capaces de contenerlos. En su momento, por ejemplo, se asumió que las elecciones directas garantizaban la selección de representantes propios de la mayoría del pueblo, mientras que a las minorías se les aseguraba el ingreso al gobierno, por otros medios: elecciones indirectas, sí, pero también requerimientos de estudios (i.e., para los jueces); o condiciones de propiedad o ingresos (ie., para los senadores). Con la ayuda de ese tipo de instrumentos, se asumía, la sociedad quedaba finalmente representada: “todas” las distintas porciones de la sociedad pasaban a formar parte del sistema de toma de decisiones, en cada uno de sus aspectos.

Con la llegada de la sociedad industrial, el sufragio extendido, y la política de masas, todo cambió. Ahora, había cantidad de voces inauditas y reclamos nuevos, que exigían ser tomados en cuenta: millones de demandas antes desconocidas. Sin embargo, en buena medida, y después de una dramática crisis inicial (que en América Latina quedó reflejada con el nacimiento de los “golpes de estado”), el sistema institucional, poco a poco, se acomodó. A ello contribuyeron factores diversos y de distinto tipo: desde medidas económicas (el nacimiento del Estado de Bienestar), hasta la administración burocrática, y sobre todo, me animaría a decir, la consolidación de los partidos políticos. Los partidos políticos, particularmente en sus primeras décadas, cumplieron con una gran tarea como correas de transmisión o mediadores, entre sociedad civil y sistema de gobierno. Los partidos asumieron formas distintas (religiosos y laicos, por ejemplo), pero entre ellos se destacaron y se estabilizaron, sobre todo, los partidos de clase, los que reflejaban la división social principal: la división entre capital y trabajo. Entonces, aparecieron partidos que todavía perduran, como el Partido Laborista y el Conservador, en Inglaterra; o Republicanos y Demócratas, en los Estados Unidos; o, en la Argentina, un Peronismo de clase obrera, y un Radicalismo para las clases medias.

Durante décadas, y con estas nuevas mediaciones, el sistema institucional “aguantó”, y la sociedad, en buena medida, pudo decirse a sí misma que se encontraba políticamente representada. Pero, otra vez, las comunidades volvieron a cambiar, en su estructura económica, en su organización social, en su formación educativa. Poco a poco, en las nuevas sociedades, post-industriales, las divisiones antiguas (entre grandes y pequeños propietarios; capital y trabajo; clases altas, medias y bajas) perdieron sentido. Ingresaron así, a la vida pública, y con sus propias demandas y expectativas, cantidad de nuevos grupos, que ya no encontraban fácil expresarse partidariamente, ni encontraban qué persona o qué agrupación los representase: desempleados, empleados en negro, empleados autónomos, trabajadores informales. Con la explosión multicultural, todo adquirió un nuevo nivel de dificultad. Ahora aparecían grupos y minorías que, por primera vez, y por fin, se consideraban autorizados a reclamar por lo que consideraban propio: el lugar que nunca se les había reconocido. En dicho marco multicultural, mujeres, minorías étnicas, minorías raciales, minorías lingüísticas, minorías sexuales ingresaron con toda su fuerza en la esfera pública. Pero ya los viejos envases o continentes -los partidos políticos- no parecían servir, en absoluto, para canalizar sus reclamos. Se hicieron recurrentes, entonces, las quejas, y las demandas insatisfechas. Los Congresos lograban incluir, entonces, dentro suyo, sólo a un puñado de intereses y puntos de vista, mientras que la mayoría de ellos quedaban “puertas afuera”: el sistema institucional se mostraba fundamentalmente incapacitado para representar a toda la sociedad, como antes lo hacía.

En el tiempo presente, la situación se radicalizó, con el desarrollo de identidades multifacéticas, individualizadas. Quiero decir, contemporáneamente, el hecho de que una persona sea un obrero o un empresario predice muy poco sobre lo que esa misma va a querer o demandar frente a los aspectos claves de su vida. En el pasado, con cierta razón, se podía presumir que, dado el lugar que ocupaba un individuo en la escala salarial y social, esa misma persona exigiría ciertos resultados, comunes a todos los de su clase: mejores salarios, seguridad en el trabajo, vacaciones pagas. De alguna manera, el interés de un obrero era común al de todos los obreros; el interés de un empresario, común al de todos los empresarios. Por eso, en el pasado, pudo asumirse, con razón, que la presencia de un puñado de obreros, en el Congreso, implicaba la representación de todos los obreros, de toda una clase. En la actualidad ya no. El hecho de que una persona sea un obrero ya no nos permite predecir, en absoluto, que los intereses de este individuo van a coincidir, en lo esencial al menos, con el de todos los aquellos situados en su misma franja salarial. Mucho menos que eso: no es dable esperar que este obrero tenga mucho que ver con la misma persona que se encuentra sentada a su lado, en su propio trabajo. Juan puede ser un obrero pero, previsiblemente, y a diferencia de su compañera María, tendrá opiniones particulares y diversas de las de ella, en una mayoría de los temas que les interesan: sobre la inmigración; sobre salud reproductiva; sobre drogas; sobre armas; sobre política, sobre economía. Las preferencias no son comunes, ni transitivas entre una y otra área de la vida, ni estables en el tiempo, como alguna vez -se asumió- lo fueron.

Bajo las condiciones presentes, el viejo sueño de la representación plena se terminó. No se trata entonces, y simplemente, de que en el Congreso nos encontraremos (como siempre) con algunos representantes corruptos, o ineficientes, o mal formados. Todo eso es y será cierto, pero hay un problema mayor, de carácter estructural: en estas nuevas condiciones económicas, sociales, culturales, personales, ya no es posible, en los viejos términos, la representación. Tenemos que asumir que no será posible, a futuro, lo que fuera posible décadas atrás. Tenemos que asumir que la época de los partidos políticos, en buena medida, concluyó, y que ya no habrá forma de “revivirlos”, por más esfuerzos que hagamos. De allí que el Congreso -en nuestro país, como en una mayoría de otros- aparezca deslucido, autonomizado del resto de la sociedad: la ciudadanía sabe que no tiene mayor decisión ni control sobre lo que ocurre allí dentro. De ahí que resulte cada vez más habitual la presencia de Ejecutivos caprichosos, discrecionales, arbitrarios: nuestros Presidentes saben que para todos nosotros resulta muy difícil ponerles freno, mientras que ellos disponen de medios de coerción y dinero, con los que pueden “erosionar” o “comprar” a los organismos y funcionarios destinados a controlarlos.  De ahí, también, la emergencia de grupos de interés (legales e ilegales) con la capacidad de influir o, directamente, colonizar a sectores de gobierno.

En un contexto semejante, la situación que nos toca, como ciudadanos, es demasiado difícil y poco promisoria, ya que los canales institucionales con los que contamos, simplemente, no responden a nuestras requisiciones. En esas condiciones, más bien extremas, y para no caer en un pesimismo paralizante, me animaría a ofrecer, al menos, dos consejos. Primero: no ceder a la extorsión del poder. Atenernos a la legalidad, aceptar la derrota, comportarse democráticamente, no requiere que perdamos capacidad crítica, ni mucho menos que nos dobleguemos ante los deseos de quien ha ganado. Necesitamos mantener siempre la sospecha despierta, sobre todas las iniciativas de cualquier gobernante, habitualmente destinadas (antes que al “interés común”) a perpetuarse en el cargo. Por eso el valor de preguntar, indagar, exigir, criticar. Segundo: tener claro la dirección principal -básica- hacia donde marchamos, y resistir cualquier iniciativa orientada en contrario. Necesitamos, necesitaremos siempre, más controles, y no menos; menos discrecionalidad en quienes deciden; más herramientas que nos aseguren la voz, la palabra, los argumentos. Democracia es mucho más que lo que tenemos: no sólo el voto cada dos años, no sólo el aplauso.