Publicado hoy en Clarín,
En este texto quisiera ocuparme de procesos de deliberación inclusiva que vienen dándose desde comienzos del siglo 21, y que pueden ser considerados como “etapa superior” de la vieja tradición de la participación democrática. En efecto, desde 1998 al menos, han aparecido, unas detrás de otras, una serie de prácticas muy innovadoras en materia de intervención y decisión directas de la ciudadanía en asuntos de máxima relevancia pública. Todas estas iniciativas mostraron al menos dos notas comunes: surgieron de momentos de crisis, y reservaron un lugar central a la deliberación democrática. Menciono algunas de ellas: la Convención Constitucional de Australia, de 1998; la Asamblea Ciudadana sobre Reforma Electoral en British Columbia (Canadá), del 2005; la Asamblea Ciudadana sobre Reforma Electoral en Ontario (Canadá), del 2006; el Foro Ciudadano Holandés, del 2006; la Reforma Constitucional en Islandia, del 2009; la Convención Constitucional de Irlanda, del 2012; la Asamblea Ciudadana de Irlanda, del 2016.
Escuchamos hablar, desde entonces, de prácticas que desconocíamos o entendíamos sólo como utopías sin base real alguna: las “conferencias deliberativas”; los “mini-públicos”; las “encuestas deliberativas” o deliberative polling (los experimentos que imaginara James Fishkin décadas atrás); las convenciones constituyentes alimentadas por propuestas ciudadanas; la lotería o el sorteo como modo de selección de representantes; etc. Todas estas experiencias procuraron remediar, de diferentes modos, el grave déficit de debate público que mostraron muchas de las consultas populares realizadas en los últimos años –desde el Brexit hasta el Acuerdo de Paz en Colombia.
Las nuevas experiencias, en cambio, se sucedieron corrigiéndose las unas a las otras, y colocando al debate abierto e inclusivo como centro. En la Convención Australiana del 98 -dedicada a determinar si Australia pasaba a ser o no una república- se dio la novedad de que, por primera vez en la política australiana, y de modo insólito para el constitucionalismo contemporáneo, se fijó que mitad de los miembros de la convención fueran “ciudadanos comunes,” elegidos por el voto popular, y sin conexión con estructuras políticas partidarias. En la Asamblea de British Columbia, como en la de Ontario luego (ambas dedicadas a re-estructurar el sistema electoral), se dio un paso adelante todavía más audaz: no sólo se trató de Asambleas compuestas -ahora exclusivamente- por ciudadanos, sino que además se decidió seleccionar a los mismos a través del sorteo. Concluidos los procesos de debate, sendos procesos de consulta fueron seguidos, ahora sí, pero recién ahora, por mecanismos populares de refrendo.
Dentro de los procesos citados, los casos más notables resultaron los de Islandia e Irlanda. En Islandia, la Convención Constituyente, compuesta también por ciudadanos escogidos por sorteo, se abrió a la intervención activa de la ciudadanía, a través de las nuevas tecnologías digitales (el famoso “crowdsourcing”). Se trató de la primera vez en la historia del constitucionalismo en que se redactó una Constitución a partir del procesamiento de miles de iniciativas enviadas por la ciudadanía desde el llano.
Finalmente, en el notable proceso de Irlanda, se procuró continuar con la tradición iniciada por Asambleas como la de British Columbia, y a la vez remediar algunos de los problemas que se consideraron propios del proceso islandés. Se optó, entonces, por Asambleas compuestas por una mezcla de “ciudadanos comunes” y representantes políticos, que desarrollaron un proceso constituyente eminentemente deliberativo (a través de mesas de trabajo reducidas en número, e igualitarias en su composición), también nutrido a partir de propuestas ciudadanas. Los resultados de las dos grandes Asambleas irlandesas fueron excepcionales: la Convención Constitucional del 2012 antecedió al exitoso referéndum constitucional por el matrimonio igualitario, del 2015; mientras que la Asamblea Ciudadana de Irlanda, del 2016 antevino al exitoso referéndum constitucional por el aborto, del 2018. En nuestro país, cabe decirlo, la experiencia de debate público que rodeó a la votación legislativa por el aborto, insinuó –a pesar de la precariedad institucional dentro de la que se llevó a cabo- el atractivo de estas novedades: la ciudadanía se mostró dispuesta y capacitada para intervenir (y cambiar de opinión!) en una materia tremendamente divisiva y complicada.
Nos encontramos frente a las principales novedades democráticas ofrecidas por el constitucionalismo en los últimos 200 años. Se trata de experiencias que demuestran la posibilidad efectiva y en todo sentido exitosa de un ideal que muchos consideraron, durante demasiado tiempo, abstracto y completamente ajeno a nuestra realidad: el ideal de la democracia deliberativa. Es para celebrarlo.
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