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https://www.perfil.com/noticias/elobservador/la-constitucion-de-1994-es-mejor-pero-no-es-suficiente.phtml
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25
años después de la entrada en vigencia de la Constitución de 1994, quisiera
reflexionar críticamente sobre el legado constitucional con el que contamos.
Sin embargo, antes de entrar en detalles sobre la materia, dejaría en claro
que, en mi opinión, el texto de la Constitución de 1994 mejora de un modo
interesante al original de 1853. Ante todo, la Constitución del 94 dotó a
nuestro constitucionalismo de una legitimidad del que carecía. Además, asignó
estatus constitucional a una larga lista de obligaciones internacionales en
materia de derechos humanos; asumió compromisos relevantes en cuestiones de
género; modificó su inaceptable postura anterior en términos de derechos
indígenas; moderó ligeramente el sistema híper-presidencial; corrigió algunos de
los peores defectos existentes en lo atinente a la organización del poder
(i.e., en cuanto a los modos de selección de jueces); etc. Se trata de logros
que no son insignificantes, que han mostrado impacto efectivo en nuestra vida
cotidiana, y que llevan a que estemos agradecidos a quienes participaron en
aquellos históricos debates. Dicho lo anterior, sin embargo, quisiera ofrecer a
continuación algunas razones que justifican cierto escepticismo y crítica hacia
el documento del 94.
El proyecto. El primer problema
que señalaría tiene que ver con la concepción que sustenta a la Constitución
Argentina. Juan Bautista Alberdi sostuvo, en su momento, que las Constituciones
debían dedicarse a atender los más graves problemas (o “dramas”) de la época.
Él pensaba que las muy criticadas constituciones latinoamericanas (escritas en
los albores de la revolución de 1810) habían orientado bien sus esfuerzos, al
poner su energía al servicio de la causa de la consolidación de la
independencia. Y proponía –a mediados del siglo xix- dedicar las nuevas constituciones
a enfrentar los males de su época, que identificó con las ideas de “atraso” y
“desierto”. Lamentablemente, en las últimas décadas, muchas constituciones
–particularmente en América Latina- no dirigieron sus esfuerzos a confrontar
las grandes tragedias de la época, sino que se concentraron en objetivos de
cortísimo plazo, vinculados especialmente con las aspiraciones coyunturales del
gobernante de turno (típicamente, conseguir la reelección presidencial). De este
modo, muchos países, incluyendo el nuestro, desperdiciaron la oportunidad que
tenían de dedicar el esfuerzo extraordinario que significa escribir una
Constitución, para enfrentar al gran mal de nuestra historia presente que es,
según entiendo, el mal de la desigualdad. Se trata de una desigualdad que se
manifiesta no sólo en términos materiales y económicos, sino también políticos
e institucionales. Todavía hoy, sin embargo, esa desigualdad política –que se
expresa, de modo especial, en la concentración de poderes en el Presidente- no
sólo no es identificada como problema grave, sino que es incluso defendida por
muchos, aún desde posiciones pretendidamente de izquierda.
Democracia. El segundo
problema al que quisiera referirme tiene que ver con una dificultad propia de
la Constitución de 1853, que la Constitución de 1994 no alcanzó a remediar del
todo, a pesar de sus esfuerzos. Pienso en lo siguiente: la Constitución de 1853
fue el producto de un modo de pensar elitista, muy propio de la dirigencia de
la época. Los sectores dominantes de entonces se mostraban muy desconfiados de
las capacidades políticas e intelectuales de la ciudadanía. Se trataba, si se
quiere, de un “momento elitista de la historia”, en donde la mayoría de quienes
escribían Constituciones –llámense James Madison, Alexander Hamilton, Juan
Bautista Alberdi o Andrés Bello- asumían que la participación política de las
mayorías debía ser muy limitada. Como sostuviera Alberdi para nuestro país, no había
llegado, todavía, el tiempo de las “libertades políticas” –era el momento, en
cambio, de las “libertades económicas a manos llenas”. Las libertades políticas
–anunció- debían llegar más adelante. Dicha cosmovisión no implicó sólo un
discurso: ella quedó plasmada en la Constitución de 1853, a través de una
multiplicidad de instrumentos y mecanismos contra-mayoritarios, que incluyeron la
preferencia por elecciones indirectas, los mandatos largos, una organización
judicial aislada institucionalmente de las mayorías, un senado conservador, un
ejecutivo muy poderoso, y una fuerte resistencia a la participación democrática
de la ciudadanía (como se refleja, todavía hoy, en el art. 22 de la
Constitución). Hoy, sin embargo, vivimos en el contexto de un paradigma
profundamente democrático, donde la sociedad se asume con el derecho de
intervenir y decidir sobre los asuntos que le interesan. Por lo cual nos
encontramos en la actualidad con una Constitución cuya estructura deriva de una
cosmovisión hostil a la participación democrática, pero que está destinada a operar
dentro de un paradigma radicalmente democrático. Peor aún, la sociedad actual
es por completo diferente de la que era propia del siglo xix: nuestra sociedad
es heterogénea, diversa y multicultural, cuando la de hace dos siglos se asumía
pequeña, dividida en pocos grupos internamente homogéneos. De allí que la
Constitución aparezca hoy como un “traje chico” que ya no encaja en el cuerpo
de una sociedad que ha cambiado, y que tiene a desbordar y romper los límites
institucionales que encuentra, propios de aquel “molde estrecho”: nuestras
instituciones se muestran hoy, en definitiva, estructuralmente incapaces para
expresar, representar y canalizar la riqueza y diversidad de demandas
socialmente existentes.
La declaración
de derechos y la “sala de máquinas” de la Constitución. Uno de los
aspectos más importantes de la reforma del 94 tiene que ver con los renovados
compromisos asumidos, desde entonces, en materia de derechos, en particular en
el área de los derechos humanos. Se trata, posiblemente, del principal acierto
de aquella reforma. Los convencionales del 94 reconocieron bien que la
Argentina debía hacerse cargo de la reciente tragedia expresada en la masiva
violación de derechos humanos ocurrida en la etapa de la dictadura, dando una
respuesta (también) constitucional frente a lo sucedido. De ese modo, además,
reafirmaron una tradición muy propia del constitucionalismo latinoamericano,
nacida con la Constitución de México de 1917, y ratificada en el llamado
“constitucionalismo social” (desde entonces, marca de identidad del derecho
regional): la tradición de un constitucionalismo generoso en los derechos que
reconoce. Lamentablemente, la contracara de ese constitucionalismo de los derechos
ha sido un constitucionalismo que mantuvo esencialmente inmodificada la “sala
de máquinas” de la constitución, vinculada esencialmente con (sus bases
materiales y) la organización del poder. Quiero decir, el constitucionalismo
latinoamericano, que muestra un perfil social y proclamadamente respetuoso de
los derechos humanos, es un constitucionalismo que confina tales nobles
compromisos a las declaraciones de derechos, sin trasladarlos a la organización
del poder. Así, afirmamos y reafirmamos un constitucionalismo social,
democrático, horizontal y participativo, desde nuestras declaraciones de
derechos (un constitucionalismo “estilo siglo xxi”); mientras mantenemos una
organización del poder que responde todavía al viejo paradigma elitista,
autoritario, centralista y conservador (un constitucionalismo “estilo siglo xix”).
Lamentablemente, la valiosa moderación del presidencialismo promovida por la
Constitución de 1994, no implicó un cambio significativo en la vieja
organización del poder y, de ese modo, y sobre todo, mantuvo el reiterado
esquema de las constituciones desacopladas: declaraciones de derechos generosas,
frente a organizaciones del poder avaras. Las puertas de la “sala de máquinas”
de la Constitución siguen estando, desde su mismo origen, fundamentalmente
cerradas al cambio.
Una organización
del poder en tensión interna. Los convencionales constituyentes de
1994 hicieron un esfuerzo muy importante por moderar algunos de los rasgos
menos atractivos de la Constitución de 1853, en materia de organización del
poder –rasgos relacionados, en particular, con la organización verticalista,
centralizada, fundamentalmente autoritaria, propia del sistema presidencial
entonces diseñado. Sin embargo, la reforma de 1994 tampoco se hizo cargo de una
de las peores herencias de la Constitución de 1853 –lo que me animaría a llamar
“el gran error alberdiano”. Me refiero a uno de los resultados más inatractivos
derivados del pacto liberal-conservador sobre el que se fundó aquella
Constitución. Dicho pacto, en efecto, es el que explica la peculiar y
desacertada combinación que se produjo entonces, entre la pretensión liberal de
retomar el modelo de los “frenos y contrapesos” (propio del sistema
norteamericano), con la demanda conservadora de un poder político concentrado (como
el que era propio de la monarquía española). La mezcla entre el esquema de
“checks and balances” y el modelo híper-presidencialista que se fraguó entonces,
resultó previsiblemente desafortunada. Y es que la lógica de los “frenos y
contrapesos” exige no sólo poderes de control cruzados entre las distintas
ramas de gobierno, sino también, y sobre todo, poderes de control equivalentes.
Si, en cambio, y como ocurre con nuestro sistema, una de las ramas de gobierno resulta
mucho más poderosa que las restantes, todo el sistema de equilibrios queda
arruinado: el esquema de equilibrios que se construye con una mano (el sistema
de “checks and balances”) es destruido con la otra, en el mismo momento en que
se lo crea (a través de los poderes excepcionales que se asignan al Ejecutivo).
De ese modo, la rama de gobierno más poderosa (el Ejecutivo) queda en
condiciones de arrasar o prevalecer sobre las demás, mientras las capacidades defensivas
de las restantes terminan apareciendo como flechas disparadas sobre un gigante:
controles formales incapaces de detener el amenazador, indetenible avance del
Presidente.
La
conclusión de todo lo anterior no es que necesitamos, sí o sí, una reforma
constitucional. La conclusión es que la Constitución de 1994, que ha mejorado
la de 1853, sigue siendo, sin embargo, gravemente defectuosa. De mi parte, resumiría
las reformas que necesitamos en dos grandes principios: democratizar el poder,
y confrontar de una vez el “drama” de la desigualdad. Los principales cambios
requeridos exigen, seguramente, de una reforma constitucional pero, mientras
las condiciones de ese acuerdo no estén presentes, hay muchos cambios
legislativos que podrían resultar apropiados (entre muchos otros, reformas en
materia de acceso a la justicia; reglamentación de las audiencias públicas;
asambleas deliberativas de participación exclusivamente ciudadana para el
tratamiento de problemas específicos; etc.). En definitiva, el diagnóstico
constitucional va apareciendo de a poco, y los medios necesarios para el cambio
resultan cada vez más claros. Sin embargo, no es esperable que emerjan reformas
democráticas e igualitarias a partir de estructuras desiguales y basadas en el
poder concentrado. De tales condiciones sólo podemos esperar –una vez más-
reformas oportunistas y para el corto plazo. La buena noticia es que hay mucho,
de todos modos, que puede y debe hacerse en el “mientras tanto.”
1 comentario:
“Manifiesto mi decisión de abandonar definitivamente esta Convención Constituyente. En cumplimiento del mandato con el que fui honrado por la mayoría del electorado de mi provincia Neuquén. Pero no debo dejar de expresar, sin embargo, mi alarma ante la desmesurada extensión de los poderes presidenciales, que hacen muy tenue la ya tenue división de poderes. Por eso digo, señor Presidente y señores convencionales, parafraseando a un personaje argentino que mucho admiro, no quiero asistir a los funerales de la República. Alguien dijo que la historia será implacable al juzgar aciertos y errores. Yo agregaría, cuánto más implacable será con quienes han realizado una verdadera subversión en el orden constitucional. Yo no quiero, no querría caer bajo ese juicio implacable de mi Patria, aún más que de la historia”. (Fragmento del discurso del convencional constituyente por la provincia de Neuquén Jaime Francisco De Nevares, al momento de renunciar a su banca en la Asamblea Constituyente de Santa Fe en 1994).
"...Su discurso el 1º de junio de 1994, se centra en impugnar la forma en que se proponía la reforma constitucional, forma que según él viciaba de nulidad absoluta a la Convención y a sus decisiones. Explicando más ampliamente a qué se refería cuando denunciaba la nulidad de la ley 24.309 de declaración de la necesidad de la reforma constitucional, “Don Jaime” afirmaba que al dictar esa ley el Congreso había atribuido a sí mismo y al Poder Ejecutivo facultades constitucionales que el artículo 30 de la Constitución Nacional les negaba...".
http://www.endepa.org.ar/jaime-de-nevares-perfil-de-un-fiel-luchador/
In memoriam de "Don Jaime".
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