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Horacio Verbitsky dedicó su editorial del
domingo pasado a sostener el fallo de la Corte Suprema tucumana, en el que el tribunal
invalidara la decisión de la Cámara en lo Contencioso Administrativo. En su
decisión, como sabemos, la Cámara anuló los comicios provinciales, frente a las
graves irregularidades producidas en el proceso electoral. Verbitsky dedica
largos párrafos de su texto central, y una columna lateral, a defender la
decisión de la Corte, criticando mi propia posición al respecto (una posición
que fuera de aval a la postura de la Cámara). Aprovecho entonces la oportunidad
que se me brinda para responder al texto de Verbitsky, menos interesado en
polemizar contra él que en reflexionar sobre los puntos en que disentimos.
Nosotros no somos importantes, pero los temas sobre los que discordamos sí: la
discusión, en apariencia sólo técnica, tiene particular interés a la luz de los
fraudes habidos y por haber, y la previsible judicialización futura de tales
desmanes. Menciono entonces algunos de los puntos que diferencian mi postura de
la sostenida por Verbitsky.
La
decisión de la Cámara.
Un primer punto de desencuentro se advierte en la (parcialmente) diferente
valoración que hacemos del fallo de Cámara, y de los jueces que lo escribieron.
Aunque ambos podemos coincidir en que el fallo no tuvo la fuerza y rigor
argumentativo que mereció tener, disiento tanto en la sustancia como en la
radicalidad y virulencia de su crítica a la decisión de la Cámara. Verbitsky
sostuvo que, según los camaristas, “no pueden tomarse en serio los votos de los
feos, sucios y malos, porque no son ciudadanos libres”, y agregó que el fallo
sugiere que se deben “anular las elecciones en los barrios populares (donde
triunfó) el Frente para la Victoria (y) excluir a esa población desprotegida
del acto eleccionario” para que, mientras tanto “gobiernen los que saben.” La
acusación de Verbitsky es de una gravedad extraordinaria: jueces que, desde un
discurso racista y elitista, sugerirían en su sentencia que los pobres no voten,
y que “gobiernen los que saben”. El tremebundo señalamiento, sin embargo,
enfrenta un problema realmente serio: los jueces que no quieren que el pueblo
vote pidieron…exactamente lo contrario, esto es, que el pueblo vote. Pero
entonces, dos preguntas. Primero: cómo se explica que los camaristas tucumanos,
elitistas y racistas, decidieran apelar al voto popular? Se explica fácil: lo
sugerido por Verbitsky no era cierto, y su acusación era gratuita, inmerecida e
injustificada. Segundo, si la decisión judicial contra el fraude socava el
valor del voto, qué es lo que hacen prácticas como la quema de urnas o la
adulteración de padrones: vienen a honrarlo? Por supuesto que no, y por ello
mismo es importante que la justicia le marque a la política los límites que no
puede atravesar.
El
lugar de la política.
Verbitsky y yo coincidimos no sólo en la exigencia de mejor fundamentación al
fallo de la Cámara, sino además, según parece, en una importante cuestión de
fondo: la primacía de la política, o –en otros términos- el lugar que la
justicia debe dejarle a la voluntad popular. Sin embargo, el acuerdo de fondo
puede resultar mera apariencia, si no precisamos nuestros dichos. Y es que no
debe confundirse –como creo que le ocurre al propio Verbitsky- primacía de la
política partidaria con primacía de la voluntad del pueblo. En lo personal, sin
ninguna duda, me inclino por lo segundo antes que por lo primero: la palabra última
la debe tener el pueblo. Y digo esto porque, en nuestro país –como en tantos-,
desde siempre –aunque particularmente en años recientes- se advierte que la
política ha sido capturada por una elite preocupada por vaciar de sentido a la
voluntad popular, a la que invoca pero no consulta; a la que se refiere con
emoción, pero que deja de lado con desprecio. De eso se trata el fraude; la
corrupción estructural; o el decisionismo de uno o unos pocos. Entonces, es
importante aclarar que, al defender la primacía de la política, lo que queremos
es recuperar poder de decisión y control para el pueblo, y no –digámoslo así-
restaurar el orden partidario dominante, controlado por los Insfrán o los
Alperovich de turno.
La
teoría del control judicial, el “referí” y el juez Roberts. Parece que Verbitsky y yo suscribimos,
de algún modo, una teoría del control judicial como la que propusiera en algún
momento el juez Roberts, de la Corte de los Estados Unidos: el juez actuando
como el “referí” de un partido de fútbol, que respeta siempre el resultado del
juego –cualquiera sea- pero que se ocupa de asegurar que el juego se desarrolle
conforme al reglamento. Dicho “referí” no puede decir nunca “creo que el
resultado es injusto, por lo que vamos a darle por ganado el partido al equipo
derrotado.” Puede decir, en cambio “este gol fue en posición adelantada” o, “el
penal se tira de nuevo”. Se trata de lo que el derecho conoce como una
concepción “procedimentalista” del control judicial, fundada en su momento por
el teórico John Hart Ely en su libro “Democracia y desconfianza.” Esta postura
tiene un buen arraigo en el derecho anglosajón, tanto en la jurisprudencia como
en la doctrina (Verbitsky entiende que le señalo una lectura errada de lo dicho
por el juez Roberts, pero en realidad se trata de un malentendido de su parte,
atribuible a una redacción en ese punto ambigua de mi parte, así que pido
disculpas por ello).
En lo personal, desde hace unos 20 años,
defiendo esta lectura procedimentalista pero con un “twist” importante, y es
que la apoyo en una lectura “deliberativa” de la democracia, que pide que los
jueces se conviertan en protectores de un procedimiento (que debe leerse como)
de debate público socialmente inclusivo. Verbitsky o algún otro me podría decir
que de este modo vuelvo a las “abstracciones alejadas de la realidad” (en su
artículo, de hecho, pide que descienda “desde el paraíso de las abstracciones a
la tierra”). Pero disiento con esta lectura: me sitúo en un ideal regulativo
(tan abstracto como la concepción procedimentalista que Verbitsky retoma de
Roberts), para evaluar críticamente –antes que para refrendar, restaurar o
reproducir- una práctica política y judicial concreta, marcada por injusticias
y desigualdades imperdonables. Ese ideal me da razones, por ejemplo, para
sostener en buena medida el fallo de la Corte argentina en materia de Ley de
Medios (sí a una ley que promueve el debate público, no a cualquier intento de
ocluirlo); para defender la inconstitucionalidad de la (tramposamente llamada)
“democratización de la justicia” (que era en verdad una ruptura de las reglas
básicas de juego, como traté de fundamentar en su momento); para reclamar la
inconstitucionalidad de la reforma del Consejo de la Magistratura (que Néstor
Kirchner promoviera en el Congreso ordenando que su proyecto fuera aprobado,
como ocurrió finalmente, sin debate, impidiendo que “se cambie una sola coma”);
o para insistir en el reclamo de decisiones que den amparo a los luchadores
sociales, piqueteros y activistas que ponen el cuerpo y su dignidad en juego
para reclamar por una inclusión social que este gobierno les niega, y que la
justicia reiteradamente ha deshonrado.
La
teoría procedimentalista y el fraude en Tucumán. Desde dicha peculiar concepción
procedimentalista, es perfectamente justificable que un juez anule una elección
fraudulenta. Lo mismo puede ocurrir en los casos muy extremos en que un referí
de fútbol anula un partido o, aún, le da la derrota al equipo ganador, porque el
mismo ha jugado con futbolistas dopados, o porque se comprueba que ha comprado
a los jueces de línea. Si un referí (o una Cámara, o la asociación de fútbol) así
se comporta, quedan fuera de lugar los insultos del tipo “juez racista,”
“elitista” o “aristocrático”: se trata simplemente de un juez que cumplió con
su deber, frente a un equipo que –del modo más grave- incumplió con el suyo.
En esta cuestión, Verbitsky y yo
disentimos, y me parece que es un buen punto de disenso. Coincidimos en que la
elección, hipotéticamente, podría ser anulada (total o parcialmente), si es que
se demuestra que hubo un fraude mayúsculo. Pero nuestra diferencia al respecto
es tanto fáctica como normativa. Primero entonces, y en relación con los hechos,
entiendo que nos apoyamos en alegatos y pruebas diferentes. Mi posición sobre
el fraude (y aquí, subrayo, hablo de una convicción personal, no de una “prueba
judicial”) se basa en el testimonio de muchas fuentes locales, que incluyen
–por citar sólo dos ejemplos- al de uno de los jueces intervinientes en el caso
y, en particular, el de una persona que pidió anular la elección por
fraudulenta, y que me merece la máxima confianza: el fiscal Gustavo Gómez.
Gómez –oh casualidad- es la persona que, en tremenda soledad, supo oponerse al
negocio de la megaminería contaminante, en el norte del país, frente al
empresariado vendido al dinero del cianuro, y el único que atinó a ponerse de
pie –solito él- frente a un poder político y judicial desesperado por amparar,
de modo cómplice, al general Milani. Si el fiscal Gómez denuncia que hubo quema
de urnas, padrones adulterados, entrega masiva de documentos a dirigentes del
FPV, compra de votos, designación ilegal de autoridades electorales (en
definitiva, si Gómez dice que hubo un fraude descomunal, que amerita la
anulación de la elección), mientras que el gobernador saliente y su mujer,
montados en sus respectivos camellos, me dicen lo contrario, no tengo dudas de
a quién creerle. De todos modos, tal vez el desacuerdo sea menor de lo
esperado: todos –aún la Corte tucumana- reconocen que en esta elección hubo
irregularidades notorias y gravísimas, aunque seguimos disintiendo sobre la
dimensión y extensión de las mismas. Mi posición, contra la de Verbitsky, es
que en Tucumán se produjo un fraude superior al que caracteriza a todas las
elecciones nacionales y provinciales, y además en un nivel particularmente
“chambón” o torpe (se trató de mostrar la presencia de una diferencia de votos
extraordinaria, que no se condecía con la realidad). Nos dice esto que existió
en el caso una justicia angelical (la que afirma lo que yo afirmo), y una
oposición benevolente e ingenua, enfrentada a las fuerzas del mal, encarnadas
por el oficialismo? No, en absoluto. Lamentablemente –es marca de época- en
estos tiempos, buenos y malos están mezclados, del mismo modo en que lo están
el poder político que hace fraude y el poder económico que lo corrompe; el poder
político que denuncia al “neoliberalismo”, y el poder económico con el que el
primero hace negocios “neoliberales”.
Finalmente –y ésta sería la segunda
diferencia citada- se encuentra la cuestión normativa referida a cómo evaluar el
fraude que reconocemos que hubo. Para Verbitsky, que pone en duda la enormidad
del mismo, el poder judicial –ante la duda y dificultad de probar la exagerada
dimensión del fraude- debe mostrarse deferente frente a la política existente.
Para mí, el poder judicial perdió una oportunidad única, histórica: la de
decirle al poder político –como el referí al equipo con jugadores incentivados,
comprados y dopados- que así no se juega, así no vale, así no se puede. Se
trata de que el referí decida el partido tal como quiere? En absoluto, es lo
contrario: se trata de marcarle los límites, de una vez por todas, a una
política dispuesta a humillar y reírse de la voluntad del pueblo una y mil
veces. Se trata, en definitiva, de empezar a poner fin a un orden feudal, asfixiante,
hoy judicial y políticamente restaurado.