10 jun 2021

Constitución y Privacidad

 (Resumen del texto que publico en el libro que editamos con Silvina Alvarez y Juan Iosa)




¿Cómo Interpretar el artículo 19 de la Constitución Argentina? Entre el 'sueño' y la 'pesadilla' de John Stuart Mill

Autor: Gargarella, Roberto


Sumario:

I. Introducción. II. La Convención de 1853. III. La discusión original sobre el artículo 19 - La construcción de un problema. IV. Cómo interpretar (y cómo no interpretar) un artículo que incluye afirmaciones en tensión entre sí. V. Una aproximación 'democrática' o 'conversacional' a la interpretación jurídica. VI. Bibliografía.



¿Cómo Interpretar el artículo 19 de la Constitución Argentina? Entre el 'sueño' y la 'pesadilla' de John Stuart Mill[1]

I. Introducción


En este trabajo pretendo examinar lo que considero es el artículo más importante de la Constitución Argentina, el artículo 19. Me detendré, de todos modos, exclusivamente en la primera parte del texto, que es la que entiendo más relevante y difícil de interpretar[2]. Me refiero a la parte que reza: "Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados". 


Se trata del corazón de la Constitución, en la medida en que da base al principio de autonomía de las personas que, conforme asumo aquí, es uno de los dos grandes principios en los que se basa nuestra Constitución, junto con el principio del autogobierno colectivo. Conforme veremos, por el modo en que el art. 19 fue finalmente incorporado a nuestra Constitución (básicamente, durante la Convención Constituyente de 1853), dicho precepto termina por ofrecer una lectura innecesariamente confusa y oscura, que genera problemas graves de interpretación. Tales problemas interpretativos han aparecido una y otra vez en el desarrollo de la jurisprudencia local, dando muestra de la importancia y gravedad de las dudas interpretativas en juego: tales tensiones han aparecido en casos como los referidos al consumo personal de estupefacientes; el respeto a la diversidad sexual; el aborto; la eutanasia y muchísimos otros. Como modo de contribuir a la necesaria discusión al respecto, a continuación presentaré, en primer lugar, un examen descriptivo de lo ocurrido en la Convención del 53 -examen que nos ayudará a entender y explicar nuestros desacuerdos interpretativos en la materia- para luego adentrarme en un análisis evaluativo y crítico de las teorías interpretativas en disputa, sobre el tema en cuestión.


II. La Convención de 1853


El artículo 19 fue escrito, como tantos otros, luego de una transacción entre liberales y conservadores (unitarios y federales), dentro de la Convención Constituyente de 1853. El mismo expresa, como otras secciones y artículos constitucionales, la peculiar manera en que las dos principales facciones en que se dividió la Convención argentina, decidieron tramitar sus diferencias. Imposibilitadas tales facciones de "imponer," simplemente, sus pretensiones a la facción opuesta, ellas no optaron (como sí lo harían los convencionales mexicanos, igualmente divididos en razón de la cuestión religiosa) por hacer "silencio" sobre la materia de sus diferencias -una estrategia, la del silencio o la dilación en el tiempo, aconsejada, aún hoy, por parte de la doctrina constitucional. Tampoco hicieron esfuerzos por buscar una "síntesis" entre sus pretensiones enfrentadas, tratando de encontrar "mínimos denominadores comunes" (algo que sí lo hicieron los convencionales norteamericanos, a la hora de tomar decisiones sobre el tratamiento de la cuestión religiosa, para optar finalmente por lo que conocemos como la Enmienda 1ª de la Constitución de 1787). Más bien, liberales y conservadores, en la Argentina, optaron por "acumular" sus demandas enfrentadas, incorporando sus demandas, muchas veces contradictorias, en el mismo texto de la Constitución. Esto es lo que se advierte, por caso, cuando reconocemos de qué modo se incorporó el art. 2, conforme a las demandas de los conservadores -se trata de un artículo que consagra un estatus especial para la religión católica- y al mismo tiempo el art. 14 que, conforme a las demandas de los liberales, consagra la "libertad de cultos." Esa "acumulación" de demandas enfrentadas, conforme veremos, se reconoce de modo todavía más acentuado en el art. 19, porque, en este caso, en el mismo artículo, en una línea debajo de la otra, se "acumulan" al mismo tiempo las demandas encontradas de liberales y conservadores.


Para reconocer el significado de lo ocurrido, tal vez convenga hacer un breve repaso de los debates entre liberales y conservadores, en 1853. Según veremos, el conservadurismo tuvo un papel protagónico en los debates de la Convención de 1853, convocada por Urquiza al poco de su victoria militar sobre Rosas. 


Más allá de la derrota que sufrieran en sus propuestas más extremas, lo cierto es que ellos tuvieron la capacidad de poner contra las cuerdas a sus rivales, defensores del liberalismo, en muy numerosas ocasiones. En este sentido, conviene llamar la atención sobre una serie de hechos: primero, la forma recurrente en que los conservadores desafiaron al proyecto presentado por el oficialismo a través de Gorostiaga; segundo, la unidireccionalidad de sus demandas, siempre dirigidas al solo objetivo de defender el punto de vista de los católicos; y tercero, la radicalidad -a veces muy ofensiva- de sus reclamos. Los conservadores argentinos estaban convencidos de que la supuesta mayoría católica tenía el derecho de imponer sus puntos de vista frente a los demás, y de asegurar para siempre el carácter predominante de la religión católica en el país.


Las circunstancias en las que hicieron escuchar sus demandas fueron las más variadas: desde la discusión sobre las relaciones entre Estado y religión; pasando por los alcances de los derechos individuales, en general; o el debate acerca de los prerrequisitos necesarios para acceder a cualquier empleo. Los diputados Zenteno, Ferré, Leiva, Pérez, y Zapata fueron, entonces, algunos de los principales voceros de la postura conservadora.


Uno de los primeros y más fuertes debates entre conservadores y liberales tuvo que ver con el art. 2 de la Constitución, relativo a la religión del Estado. En tal ocasión, y a través del Convencional Zenteno, parte del bando católico propuso la adopción de la siguiente fórmula: "la religión católica apostólica romana como única y sola verdadera, es exclusivamente la del Estado. El gobierno federal la acata, sostiene y protege, particularmente para el libre ejercicio de su culto público. Y todos los habitantes de la confederación le tributan respeto, sumisión y obediencia". Manuel Pérez sugirió otra en donde el Estado aparecía profesando y sosteniendo el culto católico apostólico romano; y Leiva propuso "la religión católica apostólica romana (única verdadera) es la religión del Estado. Las autoridades le deben toda protección y los habitantes veneración y respeto". Los argumentos brindados en respaldo de tales propuestas no resultaron especialmente notables. Zapata consideró suficiente con afirmar que la católica era "la religión dominante y de la mayoría del país". Leiva hizo referencia, en cambio, a la necesidad de cuidar de la formación de los a los sectores "más ignorantes".


Otro debate importante tuvo que ver con la discusión del art. 14 del proyecto propuesto por Gorostiaga, el cual hacía referencia a la "libertad de cultos." Frente a dicho artículo, los conservadores volvieron a multiplicar sus esfuerzos por fundar la posición de los católicos. Quien, entonces, argumentó con más fuerza en defensa de la postura perfeccionista fue el convencional Zenteno, quien apeló a argumentos relacionados con el derecho natural; las "necesidades y votos de casi todos los pueblos" que componían a la Nación; y las exigencias del mantenimiento de la paz que, en su opinión, requería asentar a la Nación en creencias comunes. Para él, "uniformando las creencias" se afirmaba la paz, mientras que la libertad de cultos, "dividiendo las opiniones y sentimientos religiosos, podía hundirnos de nuevo en la espantosa anarquía de que habíamos salido, causada por la diversidad de opiniones y sistemas políticos que habían dividido desgraciadamente la República Argentina, y ocasionando la discordia y guerra civil en sus pueblos". De modo similar, el Convencional Pérez, sostuvo que "los pueblos estaban todavía en la infancia, y que las instituciones debían estar en relación con sus costumbre". Para él, la Constitución debía estar "en consonancia con las ideas y con los sentimientos actuales de los pueblos".


El General Pedro Ferré -cinco veces gobernador de la provincia de Corrientes, y figura clave en la redacción del art. 19, según veremos- expresó preocupaciones de un tono similar a las de Zenteno, sosteniendo que él encontraba "dificultades, inconvenientes y aún peligros" en el hecho de que "el presidente de la Confederación y sus demás autoridades nacionales y provinciales podrían ser judíos, mahometanos o de cualquier otra secta". El fundamento que alcanzó a dar para sostener semejante consideración fue el de que el presidente tenía la atribución del patronato, y del sostenimiento del culto católico.


Una nueva (y extrema) ofensiva perfeccionista se advirtió en la discusión del art. 32 de la Constitución, en donde los conservadores propusieron -en voz del Convencional Leiva- la siguiente redacción: "para obtener empleo alguno en la Confederación argentina se necesita que el individuo profese y ejerza el culto católico apostólico romano". Los defensores de esta propuesta fueron particularmente insistentes con ella, sobre todo, recordando el modo en que habían cedido en sus posturas, en los debates sobre los arts. 2 (Estado y religión) y 14 (que incluía una referencia a la libertad de cultos). Según Leiva "después de tantas concesiones en punto a religión era necesario para satisfacer a los pueblos y para hacer aceptable la Constitución, que se exigiese siquiera que los empleados estatales fuesen católicos apostólicos romanos".


La disputa entre liberales y conservadores terminó moderándose debido a las insistencias de uno de los que -hasta entonces- había aparecido alineado en el bando liberal. El Convencional Lavaysse -que de él se trata- consideró que ya habían sido suficientes las concesiones al proyecto liberal, y que en esta área -vinculada con las condiciones para obtener un empleo público- debía reconocerse el peso de los argumentos de los católicos. La disputa se zanjó entonces reservando la exigencia de pertenecer al culto católico para el exclusivo cargo del presidente. Gorostiaga, el vocero del grupo liberal, sostuvo entonces que iba a votar a favor de esta nueva propuesta, aunque la Comisión había realizado una diferente. La Comisión -sostuvo- no había creído necesario incluir semejantes exigencias "en razón de ser el país católico apostólico romano en su mayoría, y ser por otra parte popular la elección de aquellos funcionarios [como el presidente, lo cual] nos daba bastantes garantías de que [un cargo como el de presidente no recaería] en otro que en el que los pueblos encontrasen todas las condiciones necesarias para gobernar, y entre ellas la de que profesase la religión del país".


De este modo, los conservadores demostraron su enorme poder de influencia. Sin haber llegado a mantener sus posiciones de máxima (afirmación del culto católico como único verdadero, y único tolerado por el Estado; preservación de los fueros religiosos; reserva de los empleos para los católicos), habían conseguido en cambio imponer severas restricciones sobre las pretensiones del proyecto liberal. 


Fundamentalmente, los conservadores consiguieron incluir una cláusula referida al sostenimiento del culto católico; y reservado el cargo de presidente para un miembro de dicha religión. 


III. La discusión original sobre el artículo 19 - La construcción de un problema


En los debates de 1853, y siguiendo con las reivindicaciones obtenidas frente a los liberales -ante una Constitución que consideraban demasiado sesgada a favor de los ideales del liberalismo- los conservadores obtuvieron un nuevo triunfo que probaría ser vital para los años por venir: ellos consiguieron modificar el más liberal de todos los artículos de la Constitución argentina. De hecho, en su primera redacción, y según veremos, el art. 19 reproducía las enseñanzas de John Stuart Mill, que afirmaba que las acciones privadas de los hombres que no afecten el orden público ni perjudiquen a un tercero, resultaban ajenas a "la autoridad de los magistrados". De este modo, la Constitución venía a consagrar, de manera notable, el "principio del daño" propuesto por Mill: la idea de que la vida pública podía organizarse en torno a un único principio (finalmente, que todo el derecho podía resumirse en un solo criterio), esto es, el principio de que todas las personas podían optar por llevar adelante las conductas que consideraran apropiadas, en la medida en que las mismas no implicaran daños a terceros. 


Es decir, en su primera y original formulación, el art. 19 consagraba constitucionalmente al principio del daño como criterio-guía: se trataba de el sueño constitucional de John Stuart Mill.


Conviene dejar en claro, conforme a lo adelantado, que el "sueño de John Stuart Mill" venía formando parte del derecho argentino desde sus momentos originarios. De hecho, en el Estatuto Provisional del 5 de mayo de 1815, se había adoptado como artículo primero, uno que decía que "Las acciones privadas de los hombres, que de ningún modo ofenden el orden público, ni perjudican a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados" (y el art. segundo consagraba lo que hoy representa la segunda parte del art. 19, referido a que nadie "será obligado a hacer lo que no manda la ley clara y expresamente"). La redacción de dicho artículo -que sería reproducido primero en el Reglamento Provisorio de 1817, y luego en la Constitución de 1819- estuvo a cargo del presbítero Antonio Sáenz, fundador de la Universidad de Buenos Aires, y primer profesor de derecho natural en su departamento de jurisprudencia (se trataba del miembro jurídicamente más formado de la Generación de Mayo, y el principal redactor de la Constitución de 1819, según Arturo Sampay, 1975, 11-13)[3]. 


Sin embargo, los conservadores se mostraron decididos a modificar dicha redacción original. Como vimos, ellos estaban convencidos de que ya habían cedido demasiado frente a las demandas de los liberales, y no estaban dispuestos a seguir haciéndolo. De allí que exigieran la imposición de ciertos cambios en la Constitución, como condición para terminar aprobándola. En el caso del art. 19, el encargo de exigir y proponer modificaciones fue el convencional Ferré, a partir de cuyas iniciativas el artículo terminó siendo modificado por otro, que es el que aún se mantiene en el texto constitucional. Ferré dijo entonces que "votaría conforme con el artículo, con una ligera modificación y era: que en vez de decir "al orden público" se pusiera "a la moral y al orden público[4]". Dicha modificación resultó apoyada inmediatamente por Zenteno, entre otros, y consiguió aprobación sin mayor debate posterior. El nuevo término (no afectar "la moral") serviría, en el futuro, para distorsionar la protectiva cláusula inicialmente pensada, y abrir la posibilidad de intervenciones públicas sobre actos sólo vinculados con las convicciones personales. El sueño del principio del daño consagrado constitucionalmente se transformaba ahora: en su nueva redacción, el artículo parecía acercarse mucho a convertirse en la pesadilla de John Stuart Mill.


IV. Cómo interpretar (y cómo no interpretar) un artículo que incluye afirmaciones en tensión entre sí


Las páginas anteriores nos ayudan a reconocer las tensiones que anidan al interior del art. 19. Dicho artículo ofrece una perfecta ilustración de, por un lado i) la "estrategia de la acumulación" seguida por nuestros constituyentes, a la hora de lidiar con las diferencias que los separaban. Nuestros constituyentes prefirieron "acumular", una sobre la otra, en el mismo texto constitucional, sus pretensiones encontradas. Ello, antes que, o en lugar de adoptar una "estrategia de consenso superpuesto" o de "síntesis" en busca de mínimos denominadores comunes (una estrategia como la que podría recomendar John Rawls, y que él viera reflejada en la Enmienda 1ª de la Constitución norteamericana, Rawls 1991); y antes que una "estrategia de evitación" o diferimiento o aún de silencio (estrategias como las que podría recomendar Cass Sunstein 1999, o Hanna Lerner 2013). Del mismo modo, el art. 19 ilustra bien, ii) la manera especial en que estrategias tales como la de la "acumulación" agravan las dificultades siempre inherentes a la interpretación de un texto.


Qué hacer, entonces, frente a las confusiones creadas por nuestros constituyentes y, sobre todo, frente a las tensiones generadas por ellos mismos al interior de la Constitución (y, en este caso, de modo agravado, al interior de una misma cláusula constitucional)? Permítanme, a continuación, hacer un breve repaso de aquello en lo que la interpretación constitucional podría constar -y lo que debería resistir- frente a casos como el del art. 19.


Interpretación textual: En caso de ser posible -y aquí parece haber un amplio acuerdo en la doctrina constitucional, desde Ronald Dworkin a Carlos Nino, -por decir algo- los intérpretes deberían inclinarse por seguir los dictados propios del "lenguaje natural" del texto. El texto constitucional fue escrito para una ciudadanía amplia y diversa, que va a guiar y limitar sus conductas conforme al escrito en cuestión, por lo cual es razonable asumir que ella lea tales dictados de acuerdo con el sentido que "naturalmente" se desprende de las palabras escritas: "prohibido" significa que no se puede; "permitido" significa que se está autorizado; etc. Lamentablemente, sin embargo, en el caso en cuestión es ésta forma interpretativa, justamente, la que aparece bloqueada. En razón del modo peculiar que nuestros constituyentes escogieron para la interpretación constitucional (y aunque éste sea un dato que el "intérprete común" no tiene por qué conocer), lo que ha quedado frente a nosotros es un artículo "en tensión interna", que parece sugerir una cosa y la contraria: un radical respeto a la autonomía individual, que aparece restringido para un amplísimo margen de casos, definidos (no sólo, como se derivaba de la primera redacción del texto, por el "daño a 3º" o "principio milleano," sino también) por el "orden" y la "moral pública." Por lo dicho, la interpretación textual para este caso aparece en problemas, lo cual nos fuerza a ahondar los esfuerzos interpretativos, yendo más allá de la letra franca de lo escrito.


La voluntad original: Uno de los caminos más habitualmente transitados por los intérpretes constitucionales, para casos de dudas -casos en que el texto no ofrezca una respuesta obvia, más o menos indiscutible- es el de bucear en búsqueda de la "voluntad original" de los redactores del texto constitucional o legal del caso. Reaccionando frente a quienes (conforme a la acusación de los originalistas) "leen a la Constitución del modo en que prefieren", o conforme a sus posturas políticas, los originalistas proponen "anclar" el significado de la Constitución en su sentido originario. Resulta común, entonces, que se nos diga que "Madison, en El Federalista 10, dejó en claro que pensaba tal cosa", o que "Alberdi, en las Bases, mostró su voluntad inequívoca" al respecto. Ahora bien, para éste, como para todos los casos, la salida "originalista" resulta absurda e inaceptable. Y ello, por razones que, casos como el del art. 19, nos dejan bien en claro. Ocurre que, en toda Convención Constituyente, aún las más viejas, como la de Argentina en 1853, vamos a encontrarnos, por definición, con puntos de vista opuestos, en tensión, enfrentados entre sí, si es que la Convención del caso resulta, al menos mínimamente, un reflejo de la diversidad que es propia de cualquier sociedad pluralista. De allí que, "naturalmente," nuestra búsqueda de la "voluntad original" del intérprete, si no es sesgada ni es tramposa, nos llevará a un cierto tipo de opiniones, y a las contrarias, en una amplia mayoría de los casos relevantes -que, por ser de interés de todos, tienden a generar puntos de vista opuestos. Es lo que vemos en el caso ilustrado: el intérprete puede "citar" en su favor las opiniones muy liberales de Gorostiaga, o las ultra-conservadoras de Ferré, en torno al mismo artículo. Ambos fueron figuras decisivas a la hora de escribirlo -algo que es dable esperar que ocurra, insisto, en una mayoría de casos. Por tanto, "naturalmente," y en el marco de una sociedad pluralista, la "interpretación originalista," si se realiza de buena fe, tiende a llevarnos a un camino y al contrario.


Lo dicho nos da razones muy especiales para resistir la invitación que nos hace el "originalismo", en todas sus variantes. Sin embargo, aclararía sintéticamente que el rechazo al originalismo merece ser realizado por razones todavía más fuertes, pero que requieren un esfuerzo argumentativo mayor. Me refiero a razones vinculadas con el hecho de que la Constitución pretende ser expresión del pacto más profundo que nos une, y no un reflejo de lo que se pensaba en una época: un texto escrito para las generaciones sucesivas, con pretensiones de permanencia, y no como expresión de los valores del pasado. La Constitución es y pretende ser un "pacto entre iguales", que expresa nuestros acuerdos básicos, desde entonces a hoy -la carta que defina nuestros ideales y organiza nuestra vida en común: no se trata de un modo de honrar a los muertos.


La Constitución como "texto vivo": Las posibilidades de interpretar apropiada y razonablemente al artículo 19 tampoco mejoran demasiado si exploramos algunas de las principales alternativas ofrecidas por la doctrina, contra el "principal rival a vencer" en términos interpretativos (siendo el originalismo ese "rival principal"). Entre las alternativas directas al originalismo pienso, obviamente, en las ofrecidas por el "constitucionalismo viviente" o living constitucionalismo. Los autores más favorables al "constitucionalismo viviente" proponen -contra el originalismo- la idea de que la Constitución no puede ni debe ser leída conforme al sentido que se le confiriera en su momento fundacional -tal vez, cientos de años atrás. La Constitución -sostienen estos autores- debe interpretarse en cambio, y en esos casos de dudas profundas, conforme al "sentido actual" de la misma (Eskridge1987; Strauss 2010). Los intérpretes deben leer a la Constitución como un "texto vivo", optando así por una lectura "dinámica" de la misma, más adaptada a los tiempos que corren.


Un buen antecedente de esta postura aparece en el pensamiento de Thomas Jefferson, quien desde muy temprano se mostró crítico de cualquier pretensión interpretativa "originalista" (aun cuando este punto de vista pudiera ser muy sensible a las enseñanzas dejadas por Jefferson). En una carta que escribiera en julio de 1816, Jefferson sostuvo, por caso, que muchos "pretenden leer a las Constituciones con reverencia", como si se tratase de un objeto "demasiado sagrado como para ser tocado", y atribuyéndoles a sus autores una "sabiduría" extra-humana. Sin embargo -agregaba Jefferson- "yo conocí bien a aquella época; pertenecí a ella y trabajé con ella", por lo cual quería dar como testimonio que esa etapa supuestamente dorada "era bien parecida al presente, pero sin la experiencia del presente; y con cuarenta años menos de experiencia de gobierno" (Carta a H. Tompkinson , 12 de Julio de 1816, citada en Tushnet 1999, 40).


La postura de Jefferson sería luego retomada por algunos de los jueces más influyentes en la historia jurídica de nuestro tiempo -desde O. W. Holmes a Félix Frankfurter-. Como dijera Holmes en Missouri v. Holland, la Constitución da vida a términos cuyos desarrollos no pudieron haber sido previstos ni por los más talentosos redactores. De allí que -concluía Holmes- los casos debieran analizarse "a la luz de toda nuestra experiencia, y no meramente conforme a lo que pudiera haberse dicho cien años atrás".


Para muchos, pero en particular para aquellos que prefieren una lectura más liberal de artículos como el 19, la invitación de los defensores del "constitucionalismo viviente" resulta altamente atractiva. Se trataría, ahora, de atar los términos en juego al "sentido de nuestra época," antes que dejar dicho sentido, dependiente de lo que pudiera haberse expresado en el Derecho Romano; o de lo que pudiera haber dicho al respecto, ocasionalmente alguna autoridad ocasionalmente importante como William Blackstone.


Sin embargo, según entiendo, los problemas que nos plantea el "constitucionalismo vivo", lamentablemente, no difieren mucho de los que nos pudo plantear el "originalismo". Y es que, en primer lugar: ¿de dónde es que vamos a derivar el "sentido actual" de los términos? Pensemos, por tomar un ejemplo relevante y reciente, en los recientes debates argentinos en torno al aborto. ¿Cuál es el pensamiento de la época sobre el tema? ¿El que expresó la mayoría del Congreso, al rechazar la aprobación de una ley al respecto? ¿El que parecen sugerir las encuestas de opinión, que muestran a una mayoría favorable a la no-criminalización? ¿El que sostiene el Presidente? ¿El que tienden a afirmar los tratadistas?


Conviene reconocer un problema adicional, que alguna vez sugiriera John Ely (Ely 1980). Se trata de la paradoja que aparece cuando delegamos, en los hechos, al Poder Judicial, la "última" interpretación constitucional, en línea con lo sugerido por muchos cultores del "constitucionalismo vivo." Ocurre que -como sostuviera Ely- hay un problema particular cuando le pedimos al Poder Judicial que lea la Constitución tratando de mantener su sentido ajustado al "pensamiento (mayoritario) de la época". Y es que, justamente, le pedimos eso a un poder al que le dimos como principal misión la de defender a las minorías; y un poder, a la vez, al que peor preparamos para estar sensible al "sentir mayoritario" (es por ello que "desconectamos" al Poder Judicial de la voluntad mayoritaria, no sujetándolo al voto mayoritario para su elección, y dándole una estabilidad que le permita a los jueces actuar sin sentir las presiones mayoritarias). Es decir, le estaríamos pidiendo al Poder Judicial que decida "leyendo" el ánimo mayoritario del presente, pero luego de haberlo preparado institucionalmente justo para lo contrario. En definitiva, necesitamos directivas mucho más claras acerca de cuáles voces "actuales" debemos tomar en cuenta a la hora de interpretar la Constitución; expresadas dónde; y reconocidas cómo o por medio de qué institución. En la última sección de este texto, exploraré lo que podría entenderse como una variación bastante peculiar de esta postura de living constitutionalism, que procurará dar respuesta a algunas de estas preguntas.


V. Una aproximación 'democrática' o 'conversacional' a la interpretación jurídica


Para comenzar con el análisis que sigue, quisiera en parte apoyarme y en parte separarme de una afirmación realizada por Ronald Dworkin en un texto publicado en 1997, "The Arduous Virtue of Fidelity".


Allí, Dworkin distinguió, adecuadamente, entre la pregunta referida a cómo interpretar la Constitutición (a partir de qué teoría, por ejemplo), y la pregunta acerca de quién debe tener la última palabra, en materia de interpretación constitucional[5]. Dicha distinción es pertinente, y quisiera acompañarla, pero al mismo tiempo resistiendo la sugerencia que el mismo autor presenta, en torno a tratar ambas cuestiones por cuerda separada. Aquí, supongo que las preguntas deben responderse la una con atención al modo en que se responde la otra.


Mi propuesta es la de interpretar al derecho de un modo al que denominaré "democrático" o "conversacional." La idea de "democrático" la asocio a las teorías "discursivas" o "dialógicas" de la democracia, para sostener, simplemente (o de modo tan complejo como aquellas teorías) que idealmente, en una democracia, las decisiones deben ser el resultado de una "deliberación entre todos los potencialmente afectados" (Elster 1998, Habermas 1992, Nino 1997). Ello significa también, en mi opinión, reconocer en la Constitución un pacto entre iguales, cuyo significado último depende de los acuerdos profundos que se alcancen a través de la conversación colectiva. 


Decir esto implica demasiadas cosas que deben ser aclaradas pero, en principio, y en cuanto a lo que importa a los propósitos de este escrito, importa decir que la Constitución no puede ser vista como un objeto que nos es ajeno y que depende de la voluntad de la elite que la escribió hace 20, 50, 100 o 200 años. La Constitución no es un documento cuyo significado quedó encerrado en la mente de quienes la escribieron originalmente; ni tampoco es un texto con su sentido "encriptado", y cuyo significado depende del trabajo de los científicos del derecho; ni tampoco es un texto cuyo sentido depende de lo que hoy digamos en una votación o plebiscito. El significado de la Constitución se vincula con los resultados de los acuerdos a los que vayamos llegando a lo largo de años, en una conversación en la que todos participamos, desde nuestro distinto lugar, y nuestros distintos conocimientos, y conforme a nuestra particular legitimidad. Ni el "originalismo", ni el "legislador racional", ni la "Constitución como texto vivo" sirven entonces a nuestros propósitos.


De modo similar, sostendría -contra Dworkin- que las preguntas acerca del modo de interpretación y la referida a quién la interpreta (o quién tiene la última palabra) se encuentran unidas, aunque se trate de preguntas separadas. Así, porque el resultado de la interpretación depende de nuestra conversación colectiva, continua en el tiempo, inacabada, entonces, ella no debe verse como dependiente, en última instancia, de la voluntad de unos pocos (los jueces, por caso) que "no somos nosotros", que no ocupan sus cargos como resultado de la decisión colectiva, ni pueden ser removidos de sus cargos como resultado de una decisión colectiva, y con los cuales (y esto se aplica también a los representantes) no tenemos la forma institucional de conversar cada vez que lo consideremos necesario, en condición de iguales. Frente a nuestros representantes políticos, tanto como frente a nuestros jueces, nuestras "conversaciones" resultan, en todo caso, como "conversaciones entre desiguales" -del tipo que mantiene el padre de familia tradicional-, cuando convoca a su familia a la mesa para "conversar", y luego termina la conversación, cuando quiere o se cansa, dando un golpe sobre la mesa.


Aquí, paralelos tales como los de la interpretación y la "escritura de una novela en cadena"; (Dworkin) o la "construcción colectiva de una catedral" (Nino) pueden servirnos perfectamente, aunque desprovistos de las referencias más o menos explícitas de tales ejemplos hacia la "última palabra judicial". Todos participamos en los hechos, y debemos participar con nuestras intervenciones -más directas, menos directas- opiniones y críticas de la construcción del sentido último/el significado de la Constitución, en los casos concretos.


Por lo tanto ¿qué es lo que puede significar lo dicho, en la materia que nos importa ahora, esto es, en la interpretación de artículo 19? Por un lado, ello puede significar que debemos prestar atención a los acuerdos ya forjados, trabajosamente, en la materia, a lo largo de todos estos años. Para comenzar por un lado más sencillo aunque menos obvio: a lo largo de todos estos años (a través de sucesivas decisiones políticas y judiciales, tanto como a partir de insistentes movilizaciones sociales que obligar a ampliar los sentidos tradicionales de lo que entendemos por "libre expresión" o "expresión política") hemos ido refinando nuestros acuerdos en la materia. Ello, para ir, consistente y sólidamente, hacia una concepción amplia, inclusiva, no-discriminatoria de la libre expresión, afín con el valor de contar con un "debate público amplio y robusto". Lo mismo podemos decir en torno a conceptos como el de "libre asociación"; o "libertad de pensamiento": hemos ido dejando de lado, firme y sistemáticamente, a través de la política y la justicia, entendimientos restrictivos acerca de nuestras libertades básicas: terminamos con los mecanismos de censura previa; rechazamos toda forma de vigilancia sobre el pensamiento; afirmamos una y otra vez nuestra tolerancia hacia formas de vida diferente (por ejemplo, en el rechazo hacia el uso de la coerción frente a personas que tornan visible sus modos alternativos de vida o sexualidad). Todo ello nos habla -como nos diría Dworkin- de una progresiva afirmación jurídica de los valores de la "igual consideración y respeto". Si esto es así -y entiendo que hay respaldo político y judicial para decirlo- luego, la pregunta frente a la que quedamos enfrentados resulta mucho más fina -buena parte del "trabajo" ya lo tenemos hecho. Hemos contorneado, con el paso del tiempo, una concepción bastante afinada acerca de lo que entendemos por "moral privada".


Asumiendo que el contexto constitucional del artículo ayuda a definir en buena medida su significado, podemos pasar ahora, más específicamente, al corazón del artículo en cuestión. Y aquí diría que, afortunadamente, estamos lejos de encontrarnos frente a un "vacío de sentido" (un "significante vacío"). 


Por el contrario, diría que el contenido nuclear del artículo 19 resulta bastante claro, desde el mismo momento fundacional: desde el mismo nacimiento de nuestra vida constitucional se advierte la presencia de un acuerdo muy profundo a favor del valor del respeto de la autonomía individual (las acciones privadas que no afecten de modo significativo a terceros) y lo que ha quedado como problema es un área que debiéramos considerar menor o estrecha, relacionada con el "hasta dónde", o "con qué límite" de ese respeto a la moral privada (el "problema" desatado por la intervención de los conservadores en la Convención del 53).


Afortunadamente, según diré, y más allá de las disputas, las lecturas más restrictivas en la materia -las que salieron a la superficie- en casos como "Montalvo", sobre consumo personal de estupefacientes, o "CHA", sobre el trato a los homosexuales como iguales, si bien nunca dejaron de estar presentes en nuestra vida constitucional, siempre ocuparon un lugar limitado y, una y otra vez, perdieron centralidad de modo pronto y categórico: la Corte debió dejar atrás sus visiones restrictivas en la materia, a partir de presiones políticas y movilizaciones sociales, que obligaron a dejar en claro que la sociedad reafirmaba su compromiso con un entendimiento muy amplio de la idea ya amplia y firmemente receptada, de la autonomía individual. Quiero decir, la "igual consideración y respeto" que prima y debe primar en la materia, no se debe a nuevas decisiones como "Arriola" o "Allit," que desafiaron la ocasional jurisprudencia perfeccionista, y volvieron a retomar la senda más liberal de la interpretación, sino a un compromiso social extendido y profundo, que estos nuevos fallos simplemente vinieron a reflejar y reafirmar.


En definitiva, entiendo que contamos, y merecemos seguir contando, con un entendimiento compartido sobre la privacidad que nos refiere a una protección muy amplia de la autonomía individual, que encuentra anclaje en las primeras discusiones constitucionales que se dieron en el país, y que -a pesar de ocasionales marchas y contramarchas- se ha ido consolidando en una concepción muy protectiva de la privacidad. Luego, nos queda la discusión sobre los alcances y límites pero, otra vez, y conforme a lo dicho, se advierte en la materia un acuerdo sólido -política y judicialmente fundado- que resiste toda ambiciosa pretensión perfeccionista en la materia. La creciente protección del "consumo personal" de estupefacientes (más allá de la tolerancia social en la materia); el tratamiento público de la homosexualidad (que implicó dejar atrás como decisiones directamente vergonzosas a antecedentes como "CHA"; o la afirmación del matrimonio igualitario; entre muchos otros casos, dan una buena muestra de la amplitud, profundidad y solidez de los acuerdos en cuestión. Y luego nos quedan los casos más difíciles, como el del aborto, pero que merecen ser enmarcados en la extraordinaria discusión pública que marcara la vida del país en el 2018. Dicha discusión -institucionalmente imperfecta, a la luz de las muy imperfectas instituciones políticas y judiciales con las que contamos- muestran un enorme crecimiento y madurez de la sociedad[6]. Hoy nos encontramos definiendo colectivamente los límites dentro de los cuales sí es permisible el aborto, y hemos demostrado colectivamente que estamos capacitados y dispuestos a dar esa discusión, como hemos demostrado también que estamos abiertos a cambiar de opinión o ponerle matices a las posturas que defendemos, frente a criterios que consideramos iluminadores o simplemente mejores. Ello, aún frente a (sino especialmente en) casos tan difíciles y divisivos como el del aborto, y en un contexto de crisis económica y polarización política que llevó a muchos a predecir la imposibilidad o inutilidad de una discusión sobre el aborto. Nada de lo dicho se mostró cierto: la ciudadanía (no así sus representantes) estuvo a la altura del debate, ansiosa de participar en la discusión, sensible a los argumentos, y dispuesta aún a cambiar de modo significativa su postura, frente a criterios más sensatos. Por ello mismo, el marco de la "interpretación democrática," horizontal, igualitaria, nos da razones para la esperanza (la esperanza de un desarrollo cada vez más sólido del principio de autonomía), que no nos ofrecen ni las interpretaciones más técnicas, ni las técnicas más tradicionales (que en todo caso merecen ser rechazadas por razones como las ya examinadas).


VI. Bibliografía


Allen Murphy, B. (2014), Scalia: A Court of One, New York: Simon & Schuster.


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Habermas, J. [1992] (1996), Between Facts and Norms, (Original Faktizität und Geltung), trans. W. Rehg, MIT Press, Cambridge, MA. 


Lerner, H. (2013), Making Constitutions in Deeply Divided Societies, Cambridge: Cambridge University Press.


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Rawls, J. (1991), PoliticalLiberalism, New York: Columbia UniversityPress.Sampay, A. (1975), La filosofía jurídica del artículo 19 de la Constitución Nacional, Buenos Aires: Cooperadora de Derecho y Ciencias Sociales.


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Sunstein, C. (1999), One Case at a Time. Judicial Minimalism on the Supreme Court, Cambridge: Harvard University Press.


Vanossi, J. (1970), La influencia de José Benjamín Gorostiaga en la Constitución argentina y en su jurisprudencia, Buenos Aires.


[1]

Este artículo resume el que incluyo en la obra que editamos con Silvina Alvarez y Juan Iosa, en torno a la noción de Privacidad en el artículo 19 de la Constitución Argentina, "Acciones Privadas y Constitución", Rubinzal Culzoni.


[2]

"Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe".


[3]

Una decisiva fuente de inspiración aparece en el art. 157 de la Constitución de Venezuela de 1811, que a su vez se inspira en el art. 5 de la Declaración de Derechos del Hombre francesa, que decía "La Ley sólo tiene derecho a prohibir los actos perjudiciales para la Sociedad. Nada que no esté prohibido por la Ley puede ser impedido, y nadie puede ser obligado a hacer algo que ésta no ordene".


[4]

Es muy interesante notar que, de la redacción modificada, y propuesta por Ferré "al orden y a la moral pública", se pasó a la idea de "al orden y la moral pública". Conforme al estudio de Sampay, la alternativa de Ferré constituía una "impropiedad filosófica" dada -en los términos de Sampay- la imposibilidad de "someter al juzgamiento de los magistrados la infracción de todas las leyes morales", pero sí, en cambio, a las "acciones públicas de los hombres ... que pueden desordenar la pacífica convivencia de la población" (Sampay 1975, 20).


[5]

The institutional question of what bodies -courts, legislatures, or the people acting through referenda- should be assigned the final responsibility to decide what fidelity requires in particular cases. It is perfectly possible for a nation whose written constitution limits the power of legislatures to assign the final responsibility of interpreting that constitution to some institutions -including the legislature itself- other than a court. My question is prior to the question of institutional design: What is the correct answer to the question of what our Constitution means, no matter what or who is given final interpretive responsibility? Dworkin (1997, 1251).


[6]

Como queda claro, lo que presento aquí se refiere a cómo aproximarse interpretativamente al artículo -a través de una conversación colectiva- sin dar cuenta de mi propia visión al respecto -cómo participaría yo en esa conversación-, o qué diría yo en relación con cada uno de los problemas que se abren a partir de los conceptos que incluye el artículo y a cómo los articula. En lo personal, y para quien le interese, participaría en esa conversación desde una visión marcada por el igualitarismo liberal. De todos modos, mi interés sobre la cuestión, en este trabajo, ha sido otro.



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