En
estos días volvió a hablarse en el país, una vez más, de la reforma
constitucional. Desafortunadamente, el tema se recuperó a partir de las malas razones, como tantas otras veces. En
los peores casos, la reforma se propuso a partir de consideraciones oportunistas
y de corto plazo; y en los mejores casos, se lo hizo asumiendo que, a través de
cambios en la letra del derecho, se podían lograr cambios que los reformistas no
estaban dispuestos a respaldar política y económicamente. En consideración de tales
iniciativas de reforma, la respuesta debe ser: necesitamos, sí, la reforma
constitucional, pero no así ni de este modo.
Juan
Bautista Alberdi, en su momento, propuso pensar las reformas constitucionales
como reformas atadas a su época, y más en particular como modo de reaccionar frente
a los males mayores planteados por cada época. En otros términos, Alberdi no
concibió a la Constitución como una Carta destinada a regir los destinos del
país para siempre –como sí pudo pensarla James Madison. Más bien, consideró que
la Constitución debía escribirse para servir al tiempo en que era dictada. La pregunta
que los reformistas debían hacerse, entonces, era una como la siguiente: cuál
es la “tragedia” que enfrentamos, el “mal” a superar, en esta época? Por ejemplo,
para él, en el momento de la crisis de la independencia, podía tener sentido
una Constitución que concentrara el poder; mientras que en otra instancia –como
en la era en que le tocó a él mismo ser protagonista, luego de la caída de
Rosas- podía ser conveniente optar una Constitución diferente, preparada para
controlar al poder, antes que para concentrarlo. A mediados de 1800, la
historia ya había enseñado los riegos inaceptables que se derivaban del poder
concentrado. La Constitución no debía convertirse entonces en un instrumento al
servicio del gobernante de turno: se trataba más bien de lo contrario. Lo que
se procuraba, en todo caso, era utilizar la oportunidad constitucional (finalmente,
las “energías políticas” de la época) como un modo de responder a las dificultades
planteadas por ese tiempo, que necesariamente debían trascender a los gobiernos
particulares del período (en su momento, Alberdi –con quien podemos disentir
ideológicamente, pero coincidir con su mirada como teórico la Constitución- propuso
combatir problemas del “atraso” y el “desierto”).
Contra
tales criterios, en América Latina, en tiempos recientes, las tendencias
reformistas han venido a servir a los peores impulsos. De modo habitual, las
Constituciones no han sido escritas para un tiempo, sino a partir de las
demandas propias de un partido o grupo en el gobierno. Tampoco han sido
pensadas “a contramano” del poder, sino como modo de servirlo. Esto es decir, las
Constituciones no han venido a reaccionar frente a los riesgos planteados por
la política y la economía de la época, sino como forma de subordinar el derecho
a ellas: la Constitución como traje a la medida de las demandas de quienes nos gobiernan.
En este sentido, y al menos desde los años 90, las Constituciones
latinoamericanas nuevas o reformadas dirigieron sus esfuerzos, de modo
primario, a favorecer los deseos específicos de los presidentes de turno,
típicamente concentrados en la autorización de la reelección presidencial. Así
ocurrió, en esos años, con Constituciones como las de Argentina, Brasil, Perú,
República Dominicana, Venezuela, Colombia, Bolivia, Ecuador y Nicaragua. Más todavía,
en algunos casos, los cambios se orientaron a tornar posible la reelección más
allá de lo ya permitido a través de reformas anteriores (así, en casos como los
de Perú con Fujimori; Venezuela con Chávez; o Nicaragua con Ortega).
En
la Argentina, las reformas jurídicas más ambiciosas planteadas en los últimos
tiempos pueden reconstruirse como ofrendas hacia los poderosos de turno. Así, la
llamada “democratización” de la justicia vino a reparar los “enojos” que le
generaban al poder los insistentes juicios jubilatorios. La misma reforma vino
a acabar con los “amparos” judiciales (herramientas indispensables para los
débiles, frente a los abusos del poder), porque “el abuso” de los mismos había
servido para frenar las pretensiones del poder de turno contra sus enemigos (expropiación
del Predio de la Rural; reforma de la Ley de Medios). Como castigo, entonces,
guerra al amparo.
Siguiendo
estrictamente esa misma lógica, quienes han empezado a hablar de la reforma
constitucional en estos días lo han hecho, otra vez, con la ansiedad de hacer
sonreír al líder propio. Por ello, en momentos en que –históricamente, y por
primera vez- la justicia señala o detiene a políticos y empresarios poderosos, ellos
proponen dirigir la reforma a descabezar a la justicia: no para “limpiar” la
lucha contra la corrupción, sino para acabar con ella. En todo caso, lo que
aquí se propone no es salvaguardar a un Poder Judicial que es parte protagónica
de nuestros problemas institucionales. Proponemos, ante todo, terminar con la
abominable lógica reformista de los últimos años. Ella consiste en denunciar un
problema real, generado por algunos grupos poderosos (“democratizar la palabra”
contra los “medios hegemónicos”; “democratizar la justicia” contra la “justicia
corrupta”); para justificar reformas serviles a otros poderosos “amigos” (el
gobierno; los empresarios o líderes de turno).
En
otros casos, la reivindicación que algunos han hecho de las viejas reformas “sociales”
-como la que trajera, por caso, la pionera Reforma Peronista de 1949- se
presenta sin un beneficio de inventario debido o, más precisamente, sin el
castigo que merece lo que fuera su estructura por completo sometida al dominio
del líder (una autocrítica que sí fue capaz de hacer, en 1973, Arturo Sampay, el
ideólogo de aquella reforma). Ello así, como si todavía hubiera dudas sobre el
tipo de problemas que genera la concentración del poder. Como si el problema de
la desigualdad (desigualdad económica al servicio de la desigualdad política;
desigualdad política al servicio de la desigualdad económica) fuera todavía una
cuestión a testear (los reformistas se preguntan: “por qué no pensar que la
desigualdad en la distribución del poder político, puede ser funcional a la
aplicación o enforcement de los
derechos sociales?”). Como si el carácter anti-democrático de la desigual
distribución del poder no fuera un problema en sí mismo, de carácter inaceptable.
Siguiendo
la lógica alberdiana, entiendo que deberíamos plantearnos objetivos opuestos a los
sugeridos por muchos de los reformistas de hoy. En lugar de “terminar con esta
justicia,” podríamos preguntarnos cómo fortalecerla en sus capacidades
investigativas. O también: cómo asegurar que la ciudadanía tome control sobre
las causas de la corrupción, que el poder (éste gobierno, estos empresarios,
estos emisarios del gobierno anterior) quiere direccionar a su modo, o llevar
definitivamente a término? De modo más general y ambicioso, deberíamos
plantearnos cómo democratizar el poder que los “nuevos reformistas” quieren
todavía concentrado. Cuestionarnos: cómo distribuir socialmente el poder que
los reformistas de hoy desesperan por reencauzar hacia el líder propio, o
mantener alineado? Ocurre, finalmente, que el problema o “tragedia” a enfrentar,
en nuestra época, tiene que ver con el “drama” de la desigualdad (política,
económica), y que la Constitución debe ayudarnos a encauzar nuestras energías
políticas en esa dirección.
Lo
mismo que aplicamos a la “sustancia” de las reformas (en los párrafos anteriores)
necesitamos aplicarlo al “procedimiento” de las mismas. La “democratización” e “igualdad”
que necesitamos para la “sustancia” o contenido de la Constitución, es la misma
que reivindicamos para el “proceso” de la reforma. Contra lo que reclaman
algunos de los reformistas de hoy, pedimos entonces lo que reclamamos siempre: asegurar
un debate público entre iguales, orientado a afirmar, desde el procedimiento
mismo, los ideales igualitarios que tomamos como objetivo.
Por
lo mismo, tiene sentido oponerse a lo que muchos de lo que esos reformistas
proponen, en nombre de lo que denominan intereses populares o democráticos. Por
tomar un caso: algunos de entre ellos sugieren, como modo de “democratizar” el
proceso de reforma, acompañar a la misma con una “consulta popular.” Ello,
cuando ese tipo de consultas suelen presentarse más como una ofensa o insulto a
nuestras aspiraciones democráticas, que como un modo de realizarlas. El punto
es: por qué un demócrata debería verse obligado a votar, por sí o por no, a
cientos (o decenas) de artículos aprobados por una minoría en una reforma? Por
qué perder el poder de discriminar entre reformas buenas, regulares, malas e
inaceptables? Por qué quedarse fuera de la posibilidad de establecer matices? Por
qué perder la oportunidad de votar, por caso, “sí a los derechos sociales, pero
no a la re-reelección?” Diseñadas de esa manera, las consultas ratificatorias
representan una “trampa”, más que una ayuda para el elector, que tiene todo el
derecho de intervenir activamente todo a lo largo del proceso reformista.
Lo
mismo podríamos decir contra otros reformistas, todavía embelesados por los
procesos constituyentes “andinos”, aparentemente vinculados a momentos de “amplia
participación popular”. Y lo cierto es que los procesos más conocidos (en Bolivia,
Ecuador o Venezuela) comenzaron todos invocando la participación del pueblo,
para terminar, desafortunadamente, sometidos bajo el control de sus “comisarios”:
el “participativo” proceso constituyente boliviano, terminó custodiado por las
armas, dentro de un cuartel militar; el ecuatoriano de Montecristi, terminó con
la renuncia y retiro de su presidente, líder del grupo ambientalista y
pro-indígena que había encabezado la Convención...Nuevamente: necesitamos
resistir los “cantos de sirena” que hoy invocan al “pueblo”, para atarlo o
alinearlo luego –otra vez, una vez más- detrás de los deseos del “jefe.” Necesitamos
un constitucionalismo que ponga en práctica la democracia –en la sustancia y
sus formas- y no uno que la invoque para luego someterla. Necesitamos un
constitucionalismo igualitario, que será siempre, sin especulaciones ni
cálculos, un constitucionalismo contrario a la concentración del poder.
Algunos
de los reformistas de hoy –finalmente, defensores del poder de una minoría (“su”
propia minoría)- podrán objetar lo dicho. Podrían decirnos que alegamos un
imposible, para quedarnos finalmente con nada. Debemos decirles que tienen
malas noticias: hoy sabemos que es posible llevar adelante reformas
sustantivas; constitucionales; reformas sobre los temas públicamente más
difíciles o importantes (sistemas electorales, aborto, matrimonio igualitario),
a través de procesos participativos y horizontales. Tenemos a mano los
extraordinarios ejemplos de Australia en 1998; la Columbia Británica y Ontario
(ambos estados de Canadá), en el 2005; Holanda en el 2006; Islandia en el 2009;
Irlanda en el 2012 y 2016 (de los que ya me he ocupado en otros espacios). Sabemos,
además, de una nota distintiva y notable de muchos de esos procesos: las
reformas del caso quedaron en manos de ciudadanos del común; seleccionados al
azar; con prohibición de la participación de representantes de grupos
partidarios. Se trata, por tanto, de organizar bien los procesos de reforma, de
forma tal de hacerlos horizontales, plurales, diversos, populares. Se trata de
impedir que ellos sean “secuestrados” por el poder de antaño.
Algunos
de los reformistas de hoy podrán volver a objetarnos, decirnos que lo que pudo
ocurrir en el exterior, se dio en contextos excepcionales, completamente
desvinculados de las “realidades nuestras.” Otra vez: tienen malas noticias. Discusiones
como las que se llevaron adelante en el país, en casos como el del matrimonio
igualitario; la ley de medios; o el aborto; nos ratificaron varias veces, en un
tiempo breve y reciente, que la ciudadanía podía y quería involucrarse en la
discusión y decisión de temas difíciles y complejos. Y si algo terminó mal en
algunos de esos procesos –lo sabemos también- ello tuvo que ver con la
irrupción de los viejos poderes (oligarquías provinciales; empresarios “amigos”;
“socios” del poder de turno); y no con la incapacidad o indisposición de las
bases ciudadanas o populares. Hoy sabemos todo esto, y sabemos por tanto que una
reforma constitucional democrática e igualitaria es posible y deseable. Por
ello es importante decirles, a los reformistas de hoy, que no es así como
queremos la reforma, ni con los objetivos, ni con la sustancia, ni con los
procedimientos que la proponen.
4 comentarios:
¿Qué sucedería si alguno (o muchos) identifica como el gran drama de nuestra época a la llamada "inseguridad" y tras ello pretende borrar de un plumazo todas las garantías liberales que nuestra Constitución contiene desde 1853? ¿Qué sucede, por otro lado, si en esa hipotética asamblea popular se identifican dramas totalmente contrapuestos? ¿Es posible un entendimiento común?
Saludos profesor, Nicolás
bueno, pero eso supone 1) que la asamblea constituyente es cualquier cosa; 2) que una "declamación" en la asamblea constituyente genera un derecho o una obligación; 3) que en una sociedad plural todos llegamos derecho a un acuerdo. Y no, en sociedades plurales, se tiene que conversar entre iguales para poder llegar a acuerdos de fondo
¿Sería concebible una nueva constitución que no fuera feminista? Cuando hablás de los grupos elitistas que nos dieron los artículos que mantenemos desde 1853, dejando afuera la identidad de clase, pero también, o más la de género, por lo tanto dejando afuera la mayoría de la sociedad. Yo digo que pareciera inviable que habiendo tanta riqueza en cuanto a la capacidad de debate real, hoy existente (donde se expongan ideas y se discutan, no sólo se presenten los argumentos y cada uno se queda con el que más le gusta) que la reforma sea aún más profunda y que no haya que recurrir al DI, para saber si tengo o no un derecho humano, o si debería tenerlo, reclamarlo, etc. ¿Y en asamblea constituyente donde no se comience por algo tan básico u obvio, de qué podemos hablar, si no comenzamos hablando de género? Es cómo iniciar un proceso reformador que ya está viejo antes de lanzarse. O no?
Solamente una consulta, sobre el caso de Bolivia que muy bien decís que “terminó custodiado por las armas, dentro de un cuartel militar.” Es cierto que la Asamblea Constituyente no termina sus sesiones en el Teatro Gran Mariscal, sino en el Liceo Militar “E. Andrade”, y luego el texto fue aprobado no en Sucre sino en Oruro, en el centro de Convenciones de la Universidad Técnica.
Recordemos las dificultades que tuvo la Asamblea, que contaba con paridad de género y con más de la mitad de asambleístas que se reconocía como indígena. Para decirlo de modo sencillo, el MAS y el Pacto de Unidad (organizaciones indígenas, campesinas, y algunos sindicatos) querían la Nueva Constitución, incluso cuando el Pacto de Unidad se había quedado algo afuera de la Asamblea. Quienes no querían la constitución eran, fundamentalmente, los sectores de derecha, de una derecha hasta racista que incluso golpeaba indígenas en las calles, que amenazaba independizarse de Bolivia, que puso todos los obstáculos para que no se sancionara la Constitución. El proceso fue muy difícil, entre agosto de 2016 y febrero de 2017 solamente se discutió el reglamento y ante cada aprobación, la derecha judicializaba. Una vez aprobado el reglamento, se hicieron foros participativos en todas las regiones de Bolivia para obtener ideas sobre la Nueva Constitución, y en paralelo el MAS organizó una mesa de trabajo con el Pacto de Unidad. Luego de ello estalla el conflicto de la capitalía y en ese marco se vuelve a trabar el proceso constituyente.
En Sucre hay fuertes movilizaciones, la Asamblea prácticamente no puede funcionar, y muchxs convencionales son amenazadxs. La derecha impide el acceso al Teatro Gran Mariscal, y por ello la Asamblea se mueve el Liceo. El día que se sesiona en el Liceo, los sectores de la derecha movilizada toman edificios públicos, la cárcel, prenden fuego la casa del Prefecto, y toman el aeropuerto. Por su parte, los Asambleístas tienen que evacuar el Liceo a la madrugada caminando por los techos.
Mi pregunta es: ante este contexto en el cual tenés un bloque popular, que lleva adelante una Asamblea dentro de todo participativa, que quiere sancionar una nueva constitución, y tenés una derecha que lo impide, incluso por medios violentos. ¿Vos que hubieras hecho? Entiendo que la solución del Liceo, no te ha gustado, pero me gustaría saber cómo pensás que deberían resolverse estos casos tan complejos.
del FB de Mauro Benente
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