23 jun 2020

De la serie "cuentos de la mañana" (o "cuentos de la pandemia")




De pie sobre una austera roca, con el rostro ajado por la muerte, las manos todavía temblorosas, el profeta buscó elevar su voz (y apenas pudo) para decirnos: “una vez que atraviesen el Tenebroso Desierto, pero sólo entonces, allá verán, luminosa y eterna, la espléndida tierra.” Respiramos hondo, nos tomamos de los brazos, miramos al cielo, y durante un tiempo largo nos dedicamos a nuestras oraciones, cada uno en silencio. Luego, iniciamos el camino: el camino de El Éxodo. Comenzamos la marcha, con la esperanza puesta en la Tierra Prometida. Allá íbamos, jurándonos no cejar hasta hacernos de ella. Nos adentramos así, con pesadumbre pero con el ánimo alto, en los arenosos suelos. Dimos, muy pronto, con “tierras de hoyo y sombra profunda” (Jeremías 2:6), que mezclaban arena, guijarro y rocas. Eran tierras deshabitadas en su mayor parte, ocasionalmente ocupadas por gentes que albergaban en tiendas, y grupos nómades que deambulaban por ellas (Jeremías 3:2). Los hombres de ciencia que nos acompañaban habían calculado una travesía de no más de 11 días. Pero fueron 40 años. 40 años! 40 años que nos depararon peligros de toda especie. 40 años que estuvimos andando, enfrentados a un “desierto grande e inspirador de temor, con serpientes venenosas y escorpiones y con suelo sediento que no tiene agua” (Deuteronomio 1:19; 8:15). Resistimos -los pocos que pudimos hacerlo, y el Señor lo sabe- esa “tierra de fiebres” altas (Oseas 13:5), llenas de “zarzales, abrojos, lotos espinosos y matorrales de acacias espinosas.” (Génesis 21:14, 15; Éxodo 3:1, 2). Temimos por las noches, cada noche, “el aullido de los chacales y los lobos…el ululato de los búhos o al grito ruidoso de los chotacabras, lo que aumentaba aún más la sensación de soledad y desamparo” (Isa 34:11-15; Jeremías 5:6.). Hasta que llegamos -40 años tardamos, 40 años por 11 días!- a lo que parecía un oasis. Un pequeño oasis, rodeado de verde y vida: cabras, ovejas, vides, olivos. Nos arrodillamos todos juntos -los pocos que pudimos hacerlo, y el Señor lo sabe- con los ojos bañados en lágrimas. Con un canto compartido, casi susurrando, agradecimos al cielo. Toda la noche, abrazados juntos, lloramos. Luego, ya con la primera luz de la mañana, y desde la cima de un árbol, vimos lo que parecía ser la sombra del profeta. El profeta nos esperaba. Desde lo alto del árbol, con un hilo de voz que se escuchaba apenas, cuando todos callamos (así estábamos todos: mudos, asombrados, tiesos) el profeta habló. Dirigiéndose a nosotros, el profeta habló y nos dijo: “Ustedes, los que llegaron, cruzando El Arenal, han podido lo extraordinario.” Nos miramos unos a otros, nuestros semblantes cansados, serios. Luego, levantó el brazo, y con el dedo índice apuntó a lo lejos. Señaló a continuación una luz, que se veía a la distancia, junto al horizonte. El profeta volvió a hablar y nos dijo entonces: “allí, a lo lejos, esa luz que se divisa, única.” Y siguió diciendo: “Allí, allí es donde comienza el Tenebroso Desierto.”




1 comentario:

mm dijo...

"El Profeta" es un problema tanto en La Biblia, como en la vida real. Y el segundo problema es el de los caminantes y el de las multitudes o pueblos que creen en las profecías.

Hay algo que desde niña,leyendo el Nuevo Testamento, siempre me impactó y nunca pregunté porque las monjas nunca tenían buenas respuestas. Por ejemplo, cómo es que los pueblos atravesaban desiertos, sin brújula y en algunos casos llegaban o no a las tierras prometidas. No recuerdo a ninguno haber cumplido su cometido. Más si, aquéllos destinados a vagar por el desierto.

Pero bueno, tampoco creo que puedas resolverlo RG. De modo, que esperamos los cuentos de la saga " en tiempos de pandemia."

Fernández está bastante confundido y es una re/ iteración más que va performateando el triste de Argentina.

Así es que, sigamos con tus cuentos.