12 oct 2024

Insultos presidenciales y juicio político

 




El Presidente argentino nos ofende y ruboriza, cotidianamente, a través de un uso siempre irrespetuoso del lenguaje que, más que desafiante o innovador, aparece como desalmado y reaccionario. En lo que sigue, no me detendré en el carácter inmoral o deshonesto de sus dichos sino, más bien, en la respuesta que debe dar el derecho frente a expresiones tales. Según diré, el Presidente -como una mayoría de funcionarios públicos de alto rango- goza de una libertad de expresión limitada, en relación con el resto de la ciudadanía: la dignidad de su cargo; los deberes propios de su función; y la mayor influencia de su discurso, hacen que el Ejecutivo tenga mayores responsabilidades por lo que dice, y que su palabra esté sujeta a mayores restricciones. Esto es, el Presidente no puede “decir cualquier cosa,” impunemente, en el ejercicio de sus funciones: sus ofensas, insultos e incitaciones a la violencia tienen que ser limitadas y -eventualmente- sancionadas con un juicio político. Según diré, la respuesta jurídica que propongo no es exagerada, sino la que resulta de una práctica bien establecida en el derecho occidental, tal como nos lo recuerdan casos como los de Andrew Johnson; Richard Nixon y Donald Trump. Los agravios, las mentiras, las arengas violentas expresadas desde la Presidencia pueden ser, han sido, y deben ser, objeto de limitación, persecución y sanción legal.

Insultos presidenciales

Evidenciar las faltas de respeto y humillaciones presidenciales resulta una tarea muy sencilla: basta con tomar, al azar, cualquiera de sus discursos, para encontrar pruebas contundentes del carácter injurioso de sus dichos. Excusándome por la vergüenza ajena que generan sus términos, cito algunos ejemplos, como forma de dejar en claro el tipo de expresiones a las que me refiero. El Presidente argentino ha aludido, muy habitualmente, al Congreso, como un “nido de ratas”; ha dicho que  los políticos son “una mierda que la gente desprecia”; se ha referido a los periodistas como “corruptos, soretes y ensobrados” (en el acto de Parque Lezama -y es importante recordar este dato- el Presidente arengó e incitó al público, cuando algunos participantes empezaron a gritar “hijos de puta” contra los periodistas); describió al Estado como “un pedófilo con los nenes encadenados y bañados en vaselina”; se dirigió a las personas de izquierda (“la mayoría del país”, según sus dichos) gritando “detesto a los comunistas: zurdos, hijos de puta tiemblen”; señaló al Papa como un “impresentable” y “comunista”, que “representa al maligno en la tierra”; etc. Es decir, el discurso presidencial aparece permanentemente regado de agravios, injurias, difamaciones, discursos de odio, obscenidades, incitaciones a la violencia -expresiones ofensivas que hacen un llamado a la intervención al derecho vigente. 

Los límites a la expresión de los funcionarios públicos

Es un hecho, en una mayoría de países occidentales, que los empleados públicos y funcionarios de gobierno tienen una protección limitada, en materia de libertad de expresión, y en relación con las cosas que pueden decir en su trabajo, o que pueden afectar su desempeño en el trabajo. Según la Corte Suprema de los Estados Unidos, por ejemplo, el empleo público viene de la mano de ciertas restricciones en el “ejercicio de los derechos constitucionales”: los empleados del gobierno y los oficiales públicos tienen responsabilidades públicas que hacen que no puedan ejercer plenamente sus libertades, como otros ciudadanos comunes. 
La idea de la Corte norteamericana es que, la mayor influencia conlleva mayores cargas y responsabilidades. Así, y según este tribunal, mientras que los empleados de menor rango cuentan con ciertas protecciones contra la posibilidad de ser echados por causa de sus puntos de vista; los funcionarios de mayor rango, no (de hecho, y como sabemos, resulta habitual que los empleados de más alto rango sean echados de su cargo en razón de sus afirmaciones políticas). En tal sentido, cuanto más se sube en la pirámide jerárquica, mayores son las exigencias y responsabilidades por el discurso de los funcionarios. Se suele citar, en este respecto, los juicios políticos iniciados por el Partido Republicano, de Thomas Jefferson, contra los jueces federales John Pickering, en 1802 (Pickering había declarado que tenía un sesgo a favor del Partido Federalista); y Samuel Chase, en 1804 (Chase había acusado a Jefferson de gobernar a través del “poder de la turba” -una mobocracy). El primero de tales jueces fue destituido, y el segundo casi lo fue. En todo caso, y desde entonces, los jueces federales “aprendieron la lección” de que no debían pronunciar, como jueces, discursos partisanos.

Restricciones como las referidas aparecen de forma todavía más evidente en relación con la palabra presidencial. De hecho, los impeachments contra Johnson, Nixon, Clinton, y Trump se originaron, todos -y al menos, en parte- a partir de afirmaciones hechas por ellos, en el ejercicio de su cargo. En el caso de Johnson, el más relevante para nuestro estudio (Johnson se salvó de la destitución por el mínimo margen), nos encontramos con un Presidente enjuiciado por su constante denigración del Congreso -una falta grave que lo une con el Presidente argentino. Al iniciar el proceso de impeachment, la Cámara Baja sostuvo entonces (1868) que Johnson, "desconsiderando los altos deberes de su cargo; la dignidad del mismo; y la armonía y cortesías que deben existir…entre las ramas ejecutiva y legislativa... excita el odio y el resentimiento de todas las buenas personas de los Estados Unidos contra el Congreso”.

En el caso de Trump (sometido a dos procesos de impeachment), el objetivo declarado de los Diputados no fue el de “castigar un discurso ilegal, sino, más bien, el de proteger a la Nación de un Presidente que ha violado su juramento, y abusado de la confianza pública.” El punto es importante porque nos ayuda a subrayar lo que, desde los inicios del constitucionalismo, se consideró que era la esencia del juicio político: el “abuso o violación de la confianza pública” (Alexander Hamilton, El Federalista n. 65).

Keith Whittington, uno de los principales especialistas contemporáneos en materia de libertad de expresión, sostuvo al respecto que “el discurso divisivo, intolerante, imprudente o peligroso puede convertirse en el fundamento para un juicio político,” aún si las expresiones del caso fueran (como no lo son en la mayoría de los ejemplos que nos ocupan) “perfectamente legales”. Su defensa del juicio político en estos casos se basa en la importancia de no “normalizar” tales inconductas presidenciales. Whittington cita entonces al Senador Charles Summer quien, durante el juicio político seguido contra Johnson, mantuvo que el proceso tenía como objetivo “establecer un precedente” capaz de “contrarrestar” el efecto de las inconductas presidenciales. Como una moción de censura, el juicio político demostraba que existía un “disgusto” generalizado respecto de las acciones del presidente; dejaba en claro el rechazo público frente a sus dichos; y procuraba restaurar, de una vez por todas, “la dignidad” que era y debía ser propia del cargo de servidor público.



El Presidente argentino, sus seguidores, sus aduladores, pero también sus críticos, debieran prestar atención a antecedentes tales. Ellos nos dicen que, en relación con el discurso de nuestros más altos funcionarios, no todo es aceptable ni todo está (constitucionalmente) permitido. La “dignidad” de un cargo como el del Ejecutivo exige de ciertos cuidados, destinados a favorecer nuestra educación cívica y a fortalecer el respeto que nos debemos unos a otros. Tal vez, dentro de la cultura a-jurídica de nuestro país (el “país al margen de la ley” del que hablaba Carlos Nino), tales exigencias parezcan innecesarias, supererogatorias o aun ridículas. Desgraciadamente, estamos acostumbrándonos a discutir sobre el financiamiento de la educación, el mantenimiento del sistema de salud pública o -en el caso que aquí nos ocupa- el decoro y cuidado que debe guardar la palabra presidencial, como si se tratara de materias meramente opinables, cursos de acción simplemente opcionales. A quienes así piensan, sin embargo, el derecho les tiene una mala noticia: nuestra historia constitucional considera que exigencias de respeto como las señaladas, son obligatorias; califica a su incumplimiento como “abuso o violación de la confianza pública”; y pide sancionar a sus responsables con una herramienta en particular, el juicio político.

10 sept 2024

Derechos vs. Poder: El talón de Aquiles de nuestro constitucionalismo

 


A 30 años de la reforma constitucional de 1994, quisiera hacer un breve balance sobre los méritos y límites de lo que, a partir de entonces, hemos conseguido. Por razones de espacio, me limitaré a mencionar sólo algunas pocas cuestiones al respecto.

Una reforma cortoplacista. Lo primero que diría es que la Constitución del 94 fue escrita (como suele ser escritas todas las constituciones) en tiempos de crisis. Ese contexto de dificultad es el que ayuda a explicar los límites que, de modo común, exhiben las reformas -límites que, en nuestro caso, quedaron expresados en las ambiciones “cortoplacistas” de la reforma del 94. Las mejores constituciones son -como señalaba Alberdi- aquellas que buscan responder, en cambio, a los grandes problemas o “dramas” de su tiempo. Alberdi defendió, por ello mismo y contra sus muchos críticos, al “primer constitucionalismo latinoamericano”: aquellos textos originales habían sabido reconocer los problemas de su tiempo. Él proponía, por tanto, readaptar las viejas constituciones a los nuevos tiempos y problemas del momento (Escribió Alberdi: “En aquella (primera) época se trataba de afianzar la independencia por las armas; hoy debemos tratar de asegurarla por el engrandecimiento material y moral de nuestros pueblos”). Contra dicho consejo, la Constitución del 94 “pecó” por sus ambiciones cortoplacistas, relacionadas sobre todo con la búsqueda de la reelección presidencial del entonces mandatario. Como “concesiones” para conseguir dicho objetivo de corto alcance, en todo caso -y es importante reconocer esto- se lograron asegurar algunos cambios muy relevantes, como la eliminación del Colegio Electoral; la inclusión de un tercer Senador por la minoría; la elección directa del Jefe de Gobierno de la Ciudad; o el compromiso con las “acciones afirmativas” y los derechos indígenas. Sin embargo, su espíritu cortoplacista -el hecho de que la Constitución resultara tan apegada a las “necesidades” reeleccionistas del Presidente- terminó, como veremos, por diluir muchos de los atractivos de su contenido.

Ambigüedad sobre el presidencialismo. Como segunda cuestión, señalaría que la reforma del 94 fracasó al no haber estado a la altura de la promesa que había asumido, sobre todo, en relación con la “organización del poder”: me refiero a la promesa de moderar al presidencialismo. Al respecto, conviene recordar que la reforma emergió en un momento particularmente interesante dentro de la discusión política y académica internacional: en los 80 -notablemente- llegó consolidarse un extendido consenso teórico relacionado con la historia de “golpes de estado” que habían azolado a Latinoamérica, durante todo el siglo xx. Según dicho consenso, el modelo de presidencialismo fuerte (híper-presidencialismo, según Carlos Nino) propio de la región, era en parte responsable de esa trágica historia de “golpes” recurrentes. Así, por la dinámica de “suma cero” que incentivaba el presidencialismo, entre oficialismo y oposición (que peleaban por “una única silla”); por la ausencia de “válvulas de escape” frente a las recurrentes crisis (tipo “primer ministro”); por favorecer la confrontación, antes que la cooperación; etc. La Argentina participó en – y, de cierto modo, lideró- esa discusión internacional (i.e., a través del trabajo del propio Nino, en el Consejo para la Consolidación de la Democracia), pero la reforma del 94 terminó por desoír el llamado de la comunidad internacional, creando la pálida figura del Jefe de Gabinete. Se trató de un cargo muy poco atractivo para la oposición, dado los poderes que se le asignaban; y los muchos que se preservaban en manos del Presidente -quien, por lo demás, ganaba el derecho a la reelección del que antes carecía.

Expansión de derechos, en el marco de un poder (todavía) concentrado: El problema de la “sala de máquinas”. La tercera cuestión que quiero mencionar se refiere al otro “gran pilar” de toda Constitución (junto con la referida “organización del poder”): la “Declaración de Derechos.” A partir del 94, y a través de la incorporación de “nuevos derechos” como la iniciativa popular del art. 39, la consulta popular del 40, los derechos ambientales del 41, etc., la Constitución Argentina se inscribió de lleno en la tradición latinoamericana del “constitucionalismo social”, inaugurada en 1917 por la “revolucionaria” constitución de México. De manera adicional y, en parte como “respuesta” a la crisis de derechos humanos causada por la última dictadura argentina, la reforma del 94 incorporó el art. 75 inc. 22, a través del cual se otorgó jerarquía constitucional a más de una decena de tratados de derechos humanos firmados por el país.

En lo personal, tiendo a valorar la incorporación de derechos constitucionales, aún contra lo que pueden decir muchos críticos: “constituciones retóricas,” “constituciones que se convierten en poesía” (véanse, sino, los obstáculos que aparecen en otros países de cultura “textualista”, como el nuestro, cuando los jueces no encuentran respaldo escrito para reconocer o avalar ciertos derechos fundamentales, como el “derecho de privacidad”). Sin embargo, quiero objetar también el modo en que tales “nuevos derechos” fueron introducidos en nuestra Constitución original. Ante todo porque, a través de dicha operación incluyente en “derechos”, no sólo seguimos al ejemplo mexicano, en su costado más atractivo y conocido (el “constitucionalismo social”), sino también en su contracara: la preservación de amplísimos poderes presidenciales. De este modo -y como la mayoría de las Constituciones de América Latina- los argentinos pasamos a tener una Constitución con “dos almas” o “bifronte”: una cara de avanzada, que mira al siglo xxi -su renovada “Declaración de Derechos”; y otra cara más retrógrada, que mira al siglo xix -su organización del poder (todavía hoy marcada por la “desconfianza democrática”).

El problema al que me estoy refiriendo es uno que, en otros textos, he descrito como el de la “sala de máquinas”, esto es, el que surge al expandir la Declaración de Derechos, sin acompañar dichos cambios con reformas acordes en la organización del poder -en la “sala de máquinas” de la Constitución. El problema se desata porque -en esas Constituciones con “dos almas”- una “sala de máquinas” envejecida (tipo “siglo xix”) tiende a obstaculizar o trabajar en contra de los derechos más ambiciosos ahora incorporados (derechos tipo “siglo xxi”). Piénsese en lo ocurrido hace tiempo, en nuestro país, cuando los jueces, frente a un potente art. 14 bis (que estableció, por caso, la “participación en las ganancias”, y la “colaboración” obrera en la “dirección” de las empresas), declararon al mismo como artículo “programático” o “no-operativo”. O piénsese en lo ocurrido en Ecuador, donde -a partir de un acuerdo entre el Presidente Correa y el Tribunal Constitucional- se dejó de lado al “revolucionario” artículo sobre los “derechos de la naturaleza”, en nombre del “derecho al desarrollo” y las explotaciones mineras. O piénsese en lo ocurrido en Bolivia, en donde -a partir de un acuerdo entre el Presidente Evo Morales y el Tribunal Plurinacional- se dejó de lado un contundente plebiscito contrario a la reelección presidencial, en nombre del “derecho humano” del Presidente a ser reelegido. Problemas de este tipo -producto, en parte de la desidia, en parte de la ignorancia, en parte de la complicidad con el poder de turno- representan, todavía, el “talón de Aquiles” de nuestro constitucionalismo: mantenemos textos muy ambiciosos, en materia de derechos, que terminan corroídos por una organización del poder capaz de infamar a los rasgos más nobles de nuestras Constituciones.


6 sept 2024

La erosión democrática y el dinosaurio

 Hoy en Clarín



https://www.clarin.com/opinion/erosion-democratica-dinosaurio_0_aUN2gZ9vv6.html

Desde hace más de una década, desde las ciencias sociales, se viene haciendo referencia al problema de la “erosión democrática” que afectaría a nuestros sistemas constitucionales. La idea de la “erosión democrática” ganó vida con la llegada a la presidencia de Donald Trump, en los Estados Unidos; pero ha servido para caracterizar, también, a gobiernos como el de Jair Bolsonaro en Brasil; Recep Erdogan en Turquía; Viktor Orban en Hungría, y varios otros, contemporáneos. Lo que se procura decir es que nos encontramos frente a un fenómeno tan preocupante como novedoso, por el que las democracias ya no “mueren”, como solían morir, en el siglo xx, a partir de un “golpe de estado” militar -es decir, a partir de un solo “golpe mortal”- sino a través de “mil cortes”, que la van “desangrando”. Es decir, nos hemos alejado del drama de los “golpes de estado”, que caracterizara típicamente a la vida política latinoamericana, el siglo pasado, pero seguimos enfrentándonos a la tragedia de las democracias de a poco degradadas. Más precisamente, lo que el fenómeno de la “erosión” viene a denunciar es la presencia de líderes políticos con impulsos autoritarios que, con los fines de expandir su poder, o preservarse en el mismo, comienzan a socavar desde adentro a todo el sistema de los “frenos y controles” (terminando con la independencia judicial; dejando vacantes o inoperantes los organismos de control, etc.).  

Frente a un fenómeno tal, tan preocupante como urgente, activistas, políticos y académicos vienen bregando por resistencias y reformas destinadas a ponerle fin a esas situaciones de “muerte” de la democracia “a través de mil cortes”. Básicamente, el propósito es reestablecer la vigencia del sistema de controles tradicional, restaurando o reparando los aparatos y estructuras institucionales dedicadas a limitar y supervisar al poder. Sin duras, dicha tarea de crítica y reparación es urgente. Aún así, o por ello mismo, quisiera, en lo que sigue, señalar un serio problema que veo en ese enfoque tan relevante.

La dificultad que advierto es que dicho enfoque confunde o superpone los problemas del constitucionalismo con los problemas de la democracia, cuando se trata de dos tipos de problemas distintos. Ambos importantísimos, ambos muy serios, pero distintos. Me refiero a problemas diferentes que requieren, por tanto, de respuestas o soluciones diferentes. Los problemas del constitucionalismo aluden a muchos de los ya señalados: controles al poder que son desarticulados “desde adentro”; organismos de fiscalización que resultan colonizados por el Ejecutivo; etc. Curiosamente, sin embargo, y tal como vimos, a este tipo de problemas -propios del constitucionalismo- es a lo que se alude cuando se habla de “erosión democrática”. Se trata, en verdad, y como vemos, de la “erosión del constitucionalismo.” El asunto no es, sin embargo, meramente terminológico (“deberíamos llamar al problema por su verdadero nombre”), sino uno que revela que estamos confundiendo un tipo de problemas (el socavamiento de los “frenos y contrapesos” constitucionales), con otro: el problema democrático. ¿Y cuál es el problema democrático? Es el que advertimos en casi cualquiera de las democracias que conocemos, apenas miramos alrededor y vemos la desconfianza de los ciudadanos hacia sus representantes; el hartazgo general; la sensación de ajenidad, alienación, des-empoderamiento que nos embargo cuando pensamos en “la política.” Este tipo de problemas, lamentablemente, no se solucionan (meramente) reparando la maquinaria de controles. La ciudadanía no sale a las calles enojada, ni se siente a disgusto con la política, simplemente, porque no han nombrado al Procurador General; o no se han completado las vacantes en la Corte. Tales problemas -insisto- son gravísimos y merecen ser resueltos. Sin dudas, debemos combatir a los gobernantes autoritarios; impedir que sigan vaciando nuestras instituciones; recuperar la independencia de la justicia; etc. ¡Es urgente hacerlo! Pero -otra vez- aún si lográramos (milagrosamente) resolver ese tipo de problemas -problemas del constitucionalismo- que hoy nos agravian, no habríamos resuelto la otra gran fuente de nuestras desgracias políticas, es decir, el problema democrático. Seguiríamos pensando y sintiendo, con razón, que la dirigencia política y económica pacta entre sí, nos engaña, se beneficia a sí misma, no nos hace lugar para que, como ciudadanos, participemos efectivamente del proceso de toma de decisiones. 

Desde los años 90 al menos, todos nuestros dirigentes se vienen preocupando por reducir la idea de la democracia al momento de las elecciones. Quieren que votemos y que luego nos quedemos callados, mientras ellos gobiernan a piacere. Pero la democracia es otra cosa: la democracia no se reduce a elecciones. Democracia es lo que ocurre “entre” una elección y otra. Entonces, y para resumir: por supuesto que debemos atender y reparar los graves problemas constitucionales de nuestro tiempo. Pero que no nos confundan. También necesitamos -tal vez, con más urgencia aún- atender al dramático problema democrático que padecemos. Sino, como en el famoso cuento, podrá ocurrir que un día nos despertemos sorprendidos, luego de haber (mágicamente) reparado los principales problemas del constitucionalismo, y veamos que el problema democrático, como el dinosaurio de Monterroso, sigue allí: intacto, abrumador, amenazante.



31 ago 2024

Originalismo: El debate con Solum en la UBA

 En estos tiempos en que se candidatea a un académico originalista para la Corte -Manuel García Mansilla- me recuerdan mi (lindo) debate en la UBA, con el mejor representante contemporáneo del originalismo: Lawrence Solum (el de "living originalism")

Acá en youtube el video: https://www.youtube.com/watch?v=jt9zmLYAvQ4



28 ago 2024

Programa ICON-2024 (29-30 agosto, Santa Fé)

 


Encuentro anual ICON•S Argentina 2024 Imaginación constitucional para una Argentina en crisis 29 y 30 de agosto de 2024

Lugar Facultad de Derecho y Ciencias Sociales Universidad Nacional del Litoral Cándido Pujato 2751 Ciudad de Santa Fe

 

Programa

Día 1 — 29 de agosto

 

- 9.30 a 11.00h → Mesa Democracia y Constitución

Nicolás Alles, Democracia deliberativa epistémica y emociones políticas

Pedro Caminos, La identidad constitucional como recurso interpretativo: El alcance de la

reforma de 1994

Emanuel Olivares, ¿Desconsolidación democrática en la Argentina contemporánea?

 

Reflexiones interdisciplinarias a treinta años de la última reforma constitucional

Maricel Asar, Control de constitucionalidad y justificación mutua: las exigencias

institucionales de una justicia constitucional inclusiva

Comenta: Gustavo Maurino y María Nallin

 

- 11.30 a 13.00h → Federalismo

Sebastián Guidi, Federalismo y Corte Suprema

Lautaro Gutiérrez, Presupuestos participativos, democracia deliberativa y autonomía

municipal: Un análisis bajo la lupa del art. 123 de la CN

Comenta: Fernando Ganami y Gustavo Arballo

Almuerzo

 

- 15 a 16.45h → Mesa de estudiantes y recientes graduados

 

Mariana Grosso Ferrero, Julieta Hernández y Constanza Polinari Sabattini, Juicio Político

en Argentina: ¿Mecanismo de control efectivo o herramienta fallida?

Valentina Insúa Chasseur, Igualitaristas y libertarios ¿Qué teoría nos acerca más hacia la

autonomía de la voluntad?

Lourdes Strada, Coparticipación Federal de impuestos

Alejandro Bokhdjalian y Cristian Quinteros, Decretos de Necesidad y Urgencia. Algunas

reflexiones y propuestas para suplir su déficit democrático

Comenta: Ramiro Álvarez Ugarte

- 17 a 18.45h → Mesa “Reforma constitucional — a 30 años de 1994”

Roberto Gargarella

Mariela Uberti

Andrés Rosetti

Débora González Área

 

Día 2 — 30 de agosto

 

- 9.30 a 11.00h → Mesa Derechos

Silvina Álvarez Medina, Constitucionalismo feminista. Los valores de una reflexión jurídica

originaria

Facundo Elli, La deuda laicista seis lustros después

Paola Bergallo, Abortion Law Illiberalism and Feminist Politics in Comparative Perspective

Comenta: Vicky Ricciardi y Horacio Etchichury

 

- 11.30 a 13.00h → Mesa reformas constitucionales e institucionales

María Eugenia Marichal y Gonzalo Bailo, Imaginarios de la emergencia pública en los

debates de la convención constituyente de 1994. Ulises entre la delegación legislativa y

los decretos de necesidad y urgencia

Valentín Daniel Patzi, La Reforma Constitucional de 1994: Un análisis del cambio de

elección indirecta a directa y de doble vuelta para el presidente y vicepresidente

Comenta: Sebastián Guidi y Mariela Puga

 

Almuerzo

 

 

- 15 a 16.30h → Mesa Corte Suprema. Historia y presente

Sebastian Guidi

Gustavo Arballo

María Pique

Leandro Ardoy

Agustina Ramón Michel (moderación)

 

- 17 a 18.30h → Mesa de cierre. La crisis constitucional actual

Claudia Levi

Gustavo Maurino

Mariela Puga

Roberto Gargarella

Paola Bergallo

Javier Aga (

14 ago 2024

Declaración sobre Venezuela

 

VENEZUELA

Llamado urgente a la comunidad internacional por ex presidentes y miembros del

Sistema Interamericano de Derechos Humanos

 

Nos dirigimos a la comunidad internacional en estos graves momentos que está

viviendo el pueblo de Venezuela, para expresar nuestro rechazo ante el secuestro de

la voluntad popular y las graves violaciones a los derechos humanos que están

ocurriendo en ese país:

 

● Conforme al Derecho internacional consuetudinario y los instrumentos

internacionales sobre derechos humanos1, los pueblos tienen derecho a la

autodeterminación y, la voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder

público. Esta voluntad se expresa mediante el derecho a participar en el gobierno

de su país, el cual comprende el derecho de todo ciudadano/na a elegir a sus

gobernantes mediante elecciones auténticas por sufragio universal e igual y por

voto secreto, que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores. No

obstante, conforme ha sido establecido por los informes de reconocidas y

reputadas organizaciones y organismos internacionales, las elecciones

presidenciales celebradas en Venezuela el 28 de julio de 2024 constituyeron una

violación flagrante a los estándares de elecciones democráticas. Los resultados

anunciados por el Consejo Nacional Electoral (CNE) no cumplen con los

requisitos mínimos exigidos por la legislación interna. Basta decir que no cuentan

con el sustento necesario de las totalizaciones por mesas de votación conocidas

como las “actas”. Por el contrario, la copia oficial de dichas actas que han sido

publicadas por la oposición, dan un resultado opuesto que da como ganador, por

muy amplio margen, al candidato de dichos partidos. Ante ello, Nicolás Maduro

ha intentado un recurso judicial ante la Sala Electoral del Tribunal Supremo de

Justicia (TSJ), ante lo cual cabe señalar que conforme al Derecho interno el único

ente competente para emitir y certificar los resultados oficiales es el CNE y dicho

tribunal carece de competencia para ello. Además, conforme ha sido establecido

por los órganos de los sistemas interamericano y de las Naciones Unidas, el TSJ y

los demás tribunales de dicho país carecen de la más elemental independencia

política.

 

● En segundo lugar, luego del anuncio del CNE dando como ganador de las

elecciones a Nicolás Maduro sin sustento alguno, se están llevado a cabo

manifestaciones de protesta popular en todo el país. Frente al ejercicio de este derecho humano a la manifestación pública y pacífica, el gobierno ha reaccionado con una represión masiva y sistemática por los cuerpos de seguridad civiles y militares, que hasta la fecha incluyen más de 2.000 detenciones arbitrarias, 24 ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y actos de

tortura. Este ataque sistemático en contra de la población civil constituye una violación flagrante de los derechos humanos, que configura la comisión de delitos de lesa humanidad. Estas informaciones han sido fehacientemente documentadas por reputadas organizaciones no gubernamentales y observadores en el terreno, las cuales están siendo objeto de amenazas y

ataques2

.

En virtud de los graves hechos registrados, sentimos nuestro deber expresar y

solicitar de manera urgente a la comunidad internacional, lo siguiente:

 

1. En Venezuela se está violando la soberanía popular y el derecho a la

autodeterminación del pueblo, en virtud del fraude electoral producido por los

resultados de las elecciones presidenciales del pasado 28 de julio anunciados sin

sustento alguno (actas de mesas de votación) por la autoridad electoral (CNE).

Dicha situación viola no sólo el derecho de todos los ciudadanos/as a elegir a sus

gobernantes mediante elecciones auténticas por sufragio universal e igual y por

voto secreto, que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores; sino

además, el derecho del pueblo de Venezuela a la democracia3

. Hacemos un

llamado a la comunidad internacional, representada en los organismos

internacionales y en los Estados democráticos, a adoptar todas las acciones

necesarias conforme al Derecho internacional, a fin de lograr el pleno respeto de

la voluntad del pueblo venezolano expresada en las pasadas elecciones

presidenciales, lo que permitirá que se lleve a cabo una transición democrática de

manera pacífica.

2. En Venezuela se está ejecutando un ataque sistemático por parte de las

autoridades civiles y militares contra la población, que está causando violaciones

graves a los derechos humanos, configurándose delitos de lesa humanidad. Ante

ello, la comunidad internacional debe adoptar urgentemente todas las acciones

necesarias, conforme al Derecho internacional, a fin de proteger a la población y

prevenir y sancionar dichas violaciones. En particular, instamos a que los órganos

internacionales de derechos humanos del sistema interamericano (Comisión

Interamericana de Derechos Humanos y Corte Interamericana de Derechos

Humanos) y del sistema universal (ONU), para que conforme a sus mandatos

adopten las acciones pertinentes; incluyendo la Fiscalía de la Corte Penal

Internacional, para que adopte las medidas necesarias, conforme al Estatuto de

Roma, para sancionar pronta y efectivamente a los responsables y para prevenir

que dichos delitos internacionales continúen perpetrándose impunemente contra

la población.

A los 12 días del mes de agosto de 2024.

 

 

3 Carta Democrática Interamericana, artículo 1.

2 Ver, entre otros, los informes de PROVEA y del FORO PENAL VENEZOLANO. Además, ver los

Comunicados de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos: www.cidh.org

 

Victor Abramovich

Paulo Abrau

Esmeralda Arosemena

Carlos Ayala

Santiago Canton

Paolo Carozza

Diego Garcia Sayan

Robert Goldman

Felipe Gonzalez

Claudio Grossman

Julissa Mantilla

Juan Méndez

Elizabeth Odio

Jose de Jesus Orozco

Cecilia Medina

Flavia Piovesán

Antonia Urrejola

Manuel Ventura

10 ago 2024

La cuestión de género, y por qué rechazar las candidaturas del gobierno a la Corte Suprema




Publicado hoy en LN, acá  /https://www.lanacion.com.ar/ideas/la-corte-suprema-una-candidatura-que-le-da-la-espalda-al-derecho-y-a-la-sociedad-nid10082024/

En los próximos días se llevarán a cabo las audiencias programadas para la designación de dos candidatos a la Corte Suprema de la Nación. El procedimiento que se ha puesto en marcha muestra ya ciertos rasgos distintivos que generan perplejidad y convierten al mismo en un proceso inquietante. El conjunto de problemas presente es de tal magnitud y tal peso que es difícil no preguntarse si los funcionarios que lo impulsan son conscientes de lo que están haciendo, y si advierten cuáles son los riesgos propios de la operación que propician bajo la falsa creencia de que “todo pasa” o “todo se olvida.”


Son muchas y muy serias las cuestiones en juego, pero comienzo por una que debería ser suficiente para dar al proceso por terminado. En América Latina, que no es una región de avanzada en la materia, todos los tribunales superiores –todos– aparecen de algún modo comprometidos con la diversidad de género en su composición. Ello así, con casos en donde la mayoría de los miembros son mujeres (alrededor del 70% en varios de los países del Caribe, incluyendo Jamaica, Barbados y Surinam); en Uruguay, el porcentaje de mujeres es del 40%; en Chile, del 36; en Perú, del 33.3; en México, más del 30% de los sitios están ocupados por mujeres. En ese contexto, la Argentina aparece como el peor caso, y única excepción latinoamericana. Nuestro país ocupa el último lugar de la escala, con un inconcebible 0%, en una región que en promedio asegura un 30% de mujeres en las altas cortes (Castagnola & Pérez-Liñán 2021). No se trata, por supuesto, solo del carácter vergonzante de una cifra que nos condena, sino también de nuestra insistencia: el tribunal no cuenta con ninguna mujer desde la renuncia de Elena Highton, en 2021, y los últimos siete candidatos propuestos por el poder político fueron todos varones (Carlés, Sarrabayrouse y Sesín; luego Rosenkrantz y Rosatti; ahora Ariel Lijo y Manuel García-Mansilla). Hoy tenemos una nueva oportunidad de remendar, por fin, esa situación bochornosa, pero no: aprovechamos la ocasión para persistir, reforzando la degradación y prolongándola en el tiempo todo lo que podamos.


"La Corte no cuenta con ninguna mujer, lo que soslaya un deber legal"


Desde ya, no se trata –simplemente– de imitar la básica decencia que muestran todos los países vecinos sobre el tema; ni de otorgar un premio consuelo al grupo mayoritario en el país –el de las mujeres–, violentando alguna puerta lateral para permitir el ingreso de una de ellas. Se trata, específicamente, de cumplir con lo que son, en nuestro caso, deberes legales (decreto 222 inc. 3, de 2003, por el que el Ejecutivo se compromete a asegurar, de manera especial, la diversidad de género en las nuevas designaciones para la Corte Suprema); y, más todavía –por si aquello no bastara– exigencias constitucionales (el art. 75 inc. 23 obliga a los congresistas a “legislar y promover medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por esta Constitución…, en particular respecto de… las mujeres”).


El señalamiento que hago no pretende, en todo caso, fundarse meramente en argumentos de autoridad (legal) ni en razones de moralidad (la vergüenza de ser el peor caso). Si el poder político debe garantizar, en la Corte, la igualdad de género de la que hoy parece burlarse, esto tiene que ver, sobre todo, con razones de justicia. Necesitamos un tribunal que maximice la imparcialidad; que reduzca, tanto como pueda, los riesgos de las decisiones sesgadas, y que impida así –en la medida en que sea posible– que los fallos del tribunal tiendan a favorecer especialmente a un grupo o sector (los varones, los más ricos, la clase dirigente). Al respecto, no hay mayores dudas sobre lo que puede (y debe) hacerse, ya que los estudios empíricos de los que disponemos son unánimes al respecto: la presencia de mujeres en los tribunales colegiados no solo enriquece a las cortes con argumentos y fortalece las perspectivas antidiscriminatorias que necesitamos, sino que además “lleva a que los jueces varones voten de un modo que de otra manera no harían, a favor de los demandantes” (Boyd, Epstein y Martin, 2010). Todo esto robustecido por cuestiones que debiéramos considerar obvias y de sentido común, pero de las que habitualmente ni queremos enterarnos: los rasgos identitarios básicos de los jueces –género, raza, religión, etnia– se correlacionan con una tendencia a beneficiar a los miembros de los grupos a los que pertenecen. Mientras que la mayor diversidad de los tribunales (por ejemplo, cortes “multicolores” en el marco de sociedades racialmente divididas) contribuye a la imparcialidad de sus fallos (Epstein y Knight, 2022). Es decir, la preferencia argentina por un tribunal compuesto solo por varones no solo exhibe una terquedad dogmática e injustificada, sino que también desafía al derecho vigente, favorece la toma de decisiones más injustas y refuerza la desigualdad que una parte mayoritaria de nuestra sociedad padece.


"Una elección equivocada daña la maquinaria republicana por mucho tiempo"


Lo dicho debería ser suficiente para poner punto final al proceso de designación de dos varones más, dentro de una Corte compuesta ya, enteramente, por varones. Es que resulta difícil entender el sentido de lo que nuestros legisladores realizan: como si sufrieran de cierta ceguera moral que les impidiera actuar de otro modo.


Ahora bien, ¿hace falta decir que la situación descripta es todavía peor –mucho peor– que la señalada? ¿Hace falta agregar que el análisis anterior todavía no incluye la consideración del “elefante” del que todos hablamos, cuando hablamos del(os) nombre(s) del(os) candidato(s) propuesto(s)?



Los problemas serios que afectan, de manera específica, a los dos candidatos propuestos por el Gobierno refieren a causas diversas y de gravedad diferente. En uno de esos casos, sobre el que no voy a insistir, nos encontramos con un candidato que genera reparos adicionales y particulares por la concepción general del derecho que suscribe. Esa objetable concepción del derecho abarca, desde su ideología conservadora (finalmente, un dato menor), a sus compromisos laborales (esto es, sus estrechos vínculos con cierto sector del empresariado) hasta –y sobre todo, diría– su teoría interpretativa del derecho: un “originalismo” tradicionalista, frágil y vulnerable, que el candidato practica como modo de interpretar la Constitución, en los casos difíciles. El problema es que la teoría “originalista” busca encontrar respuestas a los problemas de hoy en los dichos y hechos del pasado (“la voluntad de los padres fundadores”, las “tradiciones locales”) y termina –vaya casualidad– por hallar siempre la respuesta deseada en la boca de los viejos próceres o en las raíces de la patria (rechazo al aborto, resistencia frente al matrimonio igualitario, protecciones especiales para los más poderosos, etc.). La grave dificultad que conlleva esta visión es que, como le dijo Thomas Paine a Edmund Burke, todos queremos seguir las tradiciones de nuestro país, pero pensamos en tradiciones distintas y las leemos, por lo demás, de modo diferente. Se trata del tipo de problemas que vemos hoy agigantados en la Corte de los Estados Unidos, un tribunal capturado por originalistas de la misma cepa: un tribunal de fanáticos que, en nombre de la tradición, impone sus preferencias –propias de una elite sectaria– sobre la política democrática. Ese “originalismo” que, desde hace años, ha ganado el control del tribunal norteamericano ha terminado por transformar una Corte que era modelo y faro para todo Occidente en otra que causa estupor e incredulidad en doctrinarios y ciudadanos de todo el mundo.


El caso más grave

El caso que más nos preocupa a todos, sin embargo, es el restante: una elección que nos coloca, ya no frente a un jurista comprometido con una concepción del derecho extravagante, dispuesto a imponer sus preferencias teóricas sobre la política, sino ante un juez que se distingue, lamentablemente, por los rasgos contrarios. Hablamos aquí de un magistrado carente de concepción jurídica alguna, que aparece dispuesto a utilizar las formas y oportunidades que le ofrece el derecho para satisfacer los requerimientos políticos que oportunamente el poder le solicita. Se trata de referencias alarmantes para un candidato a la Corte, respaldadas por los datos crudos de su desempeño: el injustificado enriquecimiento personal que demuestra el candidato a partir del ejercicio supuestamente normal de su cargo; las estadísticas que lo destacan como uno de los jueces más ineficientes, dentro de un gremio de por sí ineficiente; y las estremecedoras cifras que demuestran el nivel de protección que ha provisto a empresarios y políticos acusados de corrupción, consistentemente y a lo largo de toda su trayectoria.


Se repite, entonces, la pregunta que hacíamos frente a la desidia exhibida por nuestra clase política en materia de género: ¿serán conscientes de que la sociedad acaba de repudiar, hastiada, los rasgos que ahora ellos buscan premiar a través de una propuesta semejante?


En el texto más importante jamás escrito sobre la rama judicial –el texto que sentara las bases de esa función, El federalista n. 78– Alexander Hamilton llamó la atención sobre lo que se ponía en juego ante cada nueva designación de jueces. Mientras los políticos son electos popularmente, por mandatos cortos, y sujetos al control del voto popular, los jueces son designados de modo indirecto, mantienen sus cargos por décadas (tal vez de por vida) y resultan dispensados del control ciudadano. De allí el énfasis que pusiera sobre las rígidas condiciones exigibles para la tarea (destaco algunas, entre muchísimas otras: conocimiento, estudios, decoro, integridad, buena conducta, firmeza, virtud, temple). De entre su larga enumeración, Hamilton subrayó, sobre todo, la capacidad del candidato para generar “confianza pública y privada”. Esto, porque entendía bien el problema en curso: son tantos los poderes que se asignan a los tribunales superiores, y tan pocos los controles externos que se establecen sobre ellos, que no queda margen alguno para la experimentación o la prueba. Todo lo importante se concentra en el momento mismo de la elección y designación del candidato (entonces, no es posible decir “probamos con este juez que nos genera dudas; total, si nos sale mal, después lo cambiamos”).


Aquí no hay espacio para el error: si la elección es equivocada, la maquinaria republicana queda averiada en un ala. Y tal vez, como puede ocurrir en nuestro caso, para las próximas décadas. Por eso no se advierte bien qué experimento tratan de ensayar nuestros representantes. Ignorando al derecho comparado; dejando de lado sus deberes constitucionales; pasando por alto las exhortaciones de la doctrina y descuidando también –sobre todo– su mandato político, se muestran actuando ya sea cínica, ya sea irracionalmente. O no entienden lo que hacen o ya no les importa nada. Con arrogante desdén, nuestra clase dirigente parece invocar los fuegos que terminarán por devorarla.


Roberto Gargarella







2 ago 2024

Querer que al gobierno le vaya mal

 


https://www.clarin.com/opinion/querer-gobierno-vaya-mal_0_mPKoaxoD5j.html

Querer que al gobierno le vaya mal

Como propio de esta época (una época que mezcla, ligeramente, “corrección política” y “basura verbal”) aparece el rechazo a cualquier postura que proponga que “al gobierno le vaya mal”. Ello así, como si una posición semejante resultase inconcebible, por completo irracional o -peor que peor- “antipatriota”: “Cómo es que alguien puede desear algo así?”. Lo que sostiene a esta escandalizada respuesta es un supuesto según el cual “si le va mal al gobierno, nos va mal a todos”. Permítanme explicar por qué dicho supuesto es falso y, por tanto, por qué puede resultar valioso desear que “al gobierno le vaya mal”. 

Según diré, una postura como la señalada -antes que “antipatriota”- puede ser considerada como perfectamente correcta, en términos sustantivos; y como plenamente racional, en términos procedimentales. Para comenzar por lo sustantivo: desear que al gobierno nacional “le vaya mal” representa un postulado perfectamente aceptable, si quien lo propone se apoya, por caso, en los compromisos principales de nuestra Constitución. Así, si apelamos a una Constitución que (sólo por dar algunos ejemplos), valora la “justicia social” (art. 75 inc. 19); reserva un lugar central a la libertad de prensa (art. 14); considera necesaria la protección de los derechos de los trabajadores (art. 14 bis); defiende las políticas orientadas al bienestar general (Preámbulo); sostiene las “acciones afirmativas” (art. 37); o exige que se garanticen los derechos de todos, “aún” de quienes están presos (art. 16), y especialmente los de los más vulnerables (i.e., los grupos indígenas, art. 75 inc. 17). Dentro de ese marco de exigencias constitucionales, sin lugar a dudas, debe considerarse una pérdida para el país -porque lo es para la Constitución- el triunfo de las políticas y los criterios contrarios. Quiero decir, el país “pierde” cuando triunfa un discurso de “desprecio” hacia la justicia social; o cuando se normalizan los ataques contra la prensa; o cuando se socavan las políticas en favor de los grupos más vulnerables. Pareciera, entonces, que la ecuación es muy distinta a la que referíamos en un comienzo: el problema no reside en querer que le vaya mal a un gobierno que, en la esencia de sus políticas, contraviene o ataca sin vergüenzas ni disimulos a la Constitución. Más bien, debe considerarse que el problema es el contrario: querer que le vaya bien a un gobierno que cotidianamente se expresa a través de arrebatos violentos y chiquilladas absurdas contra la Constitución.

Lo mismo en términos procedimentales. Desafortunadamente, vivimos en un país regido por un sistema presidencialista que conlleva, como dato inherente, la producción de “juegos de suma cero.” ¿Qué significa esto? Significa que lo que el oficialismo gana, lo pierde la oposición, y -viceversa- que lo que la oposición gana, lo pierde el oficialismo. Dado que, dentro de un sistema presidencialista (a diferencia de los sistemas parlamentarios), la “disputa fundamental” es por un cargo (“el sillón presidencial”), la oposición (principista) que pretende convertirse en gobierno en las próximas elecciones, queda sin ningún incentivo (racional) para cooperar con el oficialismo. Si coopera con un gobierno cuyas políticas repudia, lo fortalece, con lo cual disminuye sus propias chances futuras de llegar al poder. Por lo tanto, resulta por completo racional, para la oposición principista, desear que “al gobierno le vaya mal”. Para ilustrar lo dicho con un ejemplo sencillo: si un partido político ecologista tiene, como misión excluyente, frenar la emisión de gases que generan un “efecto invernadero”, y el Presidente de turno -digamos, Trump, Bolsonaro o Milei- niegan o ridiculizan la idea de que exista el “cambio climático”, luego -y de un modo completamente racional- el partido ecologista debe buscar que esas políticas negacionistas lleguen a su fin: todo lo demás es secundario. En un contexto semejante, sería una locura que el partido ecologista citado dijera “necesitamos que al gobierno le vaya bien, porque así al país le va bien”. Todo lo contrario.

En definitiva, me interesó sugerir, en los párrafos anteriores, que opositores sensatos y principistas, razonables y racionales, tienen buenas razones para no cooperar con el gobierno, y aún para desear, con todas sus fuerzas, “que le vaya mal.” Ello así, cuando el éxito del gobierno implique el triunfo de políticas muy objetables (i.e., desprecio hacia los opositores; ataques cotidianos hacia a la prensa; agresión -verbal y material- hacia los grupos más vulnerables; menosprecio hacia la “justicia social”; etc.). En suma, tiene todo el sentido -es correcto y es racional- “desear que le vaya mal” a un gobierno que se jacta de su “desprecio” hacia los principios y requerimientos más básicos de la Constitución.







26 jul 2024

La nota en Ñ sobre Apuntes Italianos. Y gracias!

 

https://www.clarin.com/revista-n/notas-rituales-roberto-gargarella-profesor-viajero_0_2MAUgXjqrN.html

Este libro es una pausa. Las palabras llegan a lugares inesperados, que no necesariamente pertenecen a la geografía política, más bien abordan la cosmografía humana. Los países son trampolines para hablar de las personas. Y, aunque aparecen los cielos de La Paz, el Tirreno azul y las orquídeas injertadas en los árboles de Río de Janeiro, estos son apuntes personales, donde la mirada va adelante, como una guía no turística que puede abrir el camino de la abundancia en la selva guatemalteca o el de la violencia que irradia el narco mexicano.


Este libro es el descanso del abogado y del sociólogo y del doctor y del profesor y del investigador del Conicet Roberto Gargarella que, esta vez, dedica tiempo a otras palabras, distintas a las de la academia. Menos formales, más rítmicas y a la vez elaboradas, llenas de observación y recuerdos de viajes por Roma, Lima, Atenas, Barcelona, Caracas y Oslo, entre tantas ciudades.


Durante el estado de viaje, un cronista circula atento a las señales del nuevo espacio: está activo y es sensible a lo que ocurre a su alrededor. Aunque Gargarella no es cronista de viajes tiene a mano su caja de herramientas para contar con la soltura del que está ahí, presente con todos los sentidos.


El punto de partida para el détour del sociólogo fue un blog que empezó a escribir hace casi dos décadas, en la época de los blogs, y quizás por eso, porque varias notas datan de años atrás –2008, 2009, 2011–, se lee un mundo menos hiperconectado que el de hoy. Y eso estimula la imaginación y a los nacidos analógicos, les refrescará la memoria pre WhatsApp y pre pandemia. Otro mundo.


Varios de estos apuntes que siguen hasta 2023, surgen de momentos arañados en viajes de trabajo o de situaciones que se producen durante una clase en Chicago, la presentación de un libro, una conferencia en París o un seminario de líderes coyas en Abra Pampa y hasta en un encuentro de juristas progresistas latinoamericanos inaugurado por Hugo Chávez que, a propósito, increpa al autor.


Algún lector de Gargarella, jurista, un colega quizás, podría pensar mientras lee este libro: Mirá vos lo que hacía el doctor mientras lo esperábamos en la sala de conferencias.


Hay textos breves que quizás nacieron de anotaciones en servilletas y notas más extensas con tiempo para reflexiones sobre cultura y política. Es un libro amplio donde, mientras viaja, el autor puede hablar del mozo que le sirve las dos mallorquinas en Barcelona y de la constitución que necesita Israel.


Nápoles.Nápoles.

En un viaje en un tren repleto a Nápoles, el autor consigue un asiento vacío en el último vagón. “El viaje a mi alrededor es puro ruido, ironías por lo bajo, mucha humedad, y en cada estación algo más de gente. Para completar la cosa, ahora le suena el teléfono al orondo, grueso varón que se sienta a mi lado. Nadie lo conoce, pero antes de atender, ya para que ninguno se inquiete, nos anuncia a todos: È mamma”.



Como viajero, Gargarella no se esconde: se sube a un tren y a un ómnibus, anda con su valija a cuestas por las calles, pide scontino en una pensión y confiesa sus rituales de llegada en Madrid y en Oslo, donde casualmente comparte café favorito con Bill Clinton: la panadería Pascal.


A medida que avanza el libro, como si fuera un recolector, el lector va juntando detalles de su biografía y de sus gustos. Se entera de que es hijo de heladeros italianos y de que prefiere el gelato que está hecho con leche, al helado, que se prepara con crema. Una sabe que es de poco caminar y que ama la música de Hermeto Pascoal y que una vez, en Bergen, escuchó en la radio “una música de los cielos” y alcanzó a anotar el nombre del que la interpretaba: Roberto Murolo.


Aunque descanse, Gargarella sigue siendo doctor en leyes y el foco parte de ahí: la escritura está equipada con sus lecturas, estudios, clases y la agudeza del académico que cruza fronteras. Pero ojo: en tránsito, aparece de incógnito el cronista del mundo.

27 jun 2024

Apuntes Italianos!!

 Todavía celebrando la reciente publicación de este libro. Me alegró mucho, que no es poco!









18 jun 2024

Ideas de democracia y gobierno, de Alfonsín a Milei

 


La Argentina atraviesa un momento muy difícil, en términos democráticos, como ocurre en tantos otros países, gobernados por (así llamados) “populistas”, de derecha o de izquierda. Amparados por el respaldo mayoritario recibido inicialmente, tales Presidentes se dedican a gobernar a su antojo, y buscan socavar el esquema constitucional de controles, descalificando cualquier crítica a su accionar como “golpista”. Se trata de males bien conocidos en nuestro país, en donde, durante una década, el kirchnerismo se defendió de muchos de sus críticos, atacándolos como “destituyentes”. El resultado es idéntico: tenemos que mantenernos en silencio frente a cualquier ocurrencia del poderoso de turno, a riesgo de ser acusados de antidemocráticos. Una extorsión atroz.

En todo caso, ninguna respuesta a los problemas que enfrentamos va a resultar exitosa si previamente no clarificamos la discusión conceptual que allí subyace: la discusión sobre la democracia. A tales efectos, en lo que sigue, voy a presentar algunas breves reflexiones sobre el modo en que, en la Argentina, hemos estado articulando nuestras discusiones sobre la democracia con nuestros debates políticos. Lo haré teniendo en mente las notas básicas que define la Constitución sobre democracia: un sistema estricto de controles; protagonismo del Congreso; rechazo al híper-presidencialismo; y compromiso con modos diversos de participación ciudadana en el proceso de toma de decisiones. 

Comienzo con algunas referencias al gobierno de Raúl Alfonsín, en 1983. Entonces, y junto con muchos otros teóricos del derecho y cientistas políticos, Carlos Nino propuso pensar a la democracia en términos ideales para -desde allí- someter a crítica a los arreglos y prácticas institucionales existentes. De modo decisivo, Nino sostuvo que las normas públicas se justificaban sólo si, y en la medida en que, ellas fueran el producto de una discusión amplia e incluyente -habló entonces de una idea deliberativa de la democracia. Esta idea, que parece una mera abstracción, sirvió para dotar de sentido a varios de los proyectos más importantes de la transición democrática. Por ejemplo, ese ideal democrático sirvió para invalidar la ley de “autoamnistía” que los miliares habían escrito, antes de dejar el poder, y para favorecerse a sí mismos. El gobierno de Alfonsín, siguiendo los consejos de juristas como Nino, derogó la “autoamnistía” militar, sosteniendo que, en ausencia completa de debate público y participación ciudadana (los partidos estaban entonces proscriptos, las periodistas eran perseguidos, etc.), esas normas eran directamente “inválidas”: su grado de “contenido democrático” era igual a cero. Esto es decir: los ideales abstractos, a veces, resultan cruciales para actuar en democracia.

Tiempo después, durante los años 90, Guillermo O’ Donnell describió el modo altamente imperfecto en que se encontraban funcionando las democracias en países como el nuestro. Habló entonces de una concepción delegativa de la democracia, a la que caracterizó con una idea fundamental. O’ Donnell sostuvo entonces que, en las democracias delegativas, quien “gana una elección presidencial” asume que “está autorizado a gobernar el país como le parezca conveniente... El presidente es la encarnación de la nación, el principal fiador del interés nacional, lo cual cabe a él definir...Típicamente, los candidatos presidenciales victoriosos se presentan como estando por encima de todo, esto es, de los partidos políticos y de los intereses organizados?” La importante definición de O’Donnell pudo servir, entonces, para entender mejor, y a partir de allí criticar, a democracias de poder concentrado, como la que condujo Carlos Menem. Dicha definición, notablemente, nos sigue sirviendo, en la actualidad, para describir y criticar a gobiernos “populistas”, como el que hoy tenemos (un gobierno que se reivindica como continuación del de Menem). Por lo demás, la descripción de la democracia que propuso O’Donnell era por completo afín a la lectura abstracta ofrecida por Nino -un autor con quien O’Donnell conversaba al respecto. 

Durante los tiempos siguientes -la década kirchnerista- muchos disputamos, también, la idea de democracia que parecía dominante. Todos recordamos de qué forma, más de una vez, alguno de los dos integrantes del matrimonio presidencial buscó defenderse de sus críticos, proponiendo una concepción limitada -más bien vacía- de la democracia. Los Kirchner nos decían: “Si no les gusta lo que hacemos, armen su propio partido político, y gánennos las próximas elecciones.” Entonces, muchos argumentamos contra ellos que la democracia era otra cosa, y que de ninguna manera merecía ser reducida a las elecciones. No se trataba -como ellos proponían- de una serie de eventos electorales que se sucedían cada cuatro años, sino, fundamentalmente, de “lo que ocurría en el medio, entre elección y elección”. Reconociendo que la democracia tenía que ver con nuestras disputas de todos los días, lo que debíamos hacer era manifestarnos sobre el gobierno (a favor o en contra), tanto como fuera necesario, para obligarlo a tomar en serio las demandas y necesidades de la ciudadanía. En lo personal, caractericé a esa lectura de la democracia como conversacional o dialógica, aclarando que ese diálogo incluía no sólo “palabras” y “escritos,” sino también enojosas protestas en las calles.

En la actualidad, durante el gobierno de Javier Milei, la discusión sobre la democracia vuelve a ganar fuerza. Como Menem, Milei pretende gobernar por las suyas, con un completo desdén por las instituciones (como la Corte Suprema), y de espaldas a las promesas que anunciara antes de ser electo (el gobierno del pueblo contra la “casta,” se nutre de la “casta” para imponer un “ajuste sin precedentes en la historia” sobre el pueblo). Como los Kirchner, el Presidente considera a sus críticos como enemigos, y descubre conspiraciones en cualquier objeción que recibe. Más que eso, Milei usa fondos públicos para giras privadas; rompe relaciones diplomáticas, como si el país fuera suyo; y despliega su cotidiano odio, como si fuera el nuestro. Nos avergüenza en público humillando a líderes prominentes y ciudadanos de a pie. Dice vivir en “un país de zurdos”, e insulta con groserías diarias a esos “socialistas” que, según él mismo, somos todos nosotros. El punto es: nadie lo ha autorizado para nada de eso, él no tiene ningún derecho a hacer lo que hace con impunidad y a su antojo. Nuestra república democrática no constituye un reinado, no admite privilegios, no reconoce prerrogativas ni fueros personales. No vivimos en una democracia “delegativa”, en donde el mandatario puede hacer como quiere, y actuar como se le antoje. Nuestra democracia constitucional, por lo demás, está íntimamente comprometida con la “justicia social” que él repudia (el 75 inc. 19 pide proveer al “progreso económico con justicia social”); obliga a que el Presidente se someta a controles, y le ordena (aunque a él no le importe) que pida permiso al Congreso antes de salir del país (99 inc. 18); define que las leyes sean exclusivo producto del Congreso, y considera nulas “de nulidad absoluta e insanable” las normas legislativas que emita el Ejecutivo (99 inc. 3). Más todavía: nuestra Constitución consagra una forma “deliberativa” (arts. 78, 83, 100 inc. 9, 106), y favorable a la participación popular en el proceso de toma de decisiones (arts. 37, 39, 40). En definitiva, aunque no lo quiera entender, aunque nos cueste hacérselo entender, el Presidente no puede actuar como un niño caprichoso: nuestra democracia es otra cosa, y nuestra Constitución le exige que se comporte de otro modo.


26 may 2024

Contra "Contra la Corriente" (libro de F.Morgenstern sobre Jaime Malamud Goti) (Versión bastante extendida)

Publiqué en Seul sobre (contra) el libro Contra la Corriente  https://seul.ar/morgenstern-malamud/

Aquí presento la versión (bastante) extendida de ese texto, y con notas al pie



Juicios de lesa humanidad, teorías interpretativas, y disputas penales. Discusiones en torno al libro Contra la corriente, de Federico Morgenstern (Buenos Aires, Ariel, 2024)

Roberto Gargarella

Introducción

En las líneas que siguen, quisiera avanzar algunos comentarios sobre el libro recientemente publicado por Federico Morgenstern, Contra la corriente. Confieso desde el comienzo que tomaré al libro como excusa para reflexionar sobre temas de teoría jurídica de primera importancia. Me refiero a cuestiones relativas a cómo debe interpretarse el derecho (i.e., ¿de acuerdo a principios estrictos o -como señala irónicamente Morgenstern- conforme a “la cara del cliente”); discusiones relacionadas con el modo en que pensamos las garantías penales (i.e., ¿deben aplicarse ellas a condenados por crímenes de lesa humanidad, como en el caso de la prisión domiciliaria?); y disputas sobre los vínculos entre “derecho y moral” (por ejemplo: ¿“moralizamos” indebidamente al derecho cuando pedimos -como ocurriera en el caso “Muiña”- que un condenado por crímenes de lesa humanidad no se beneficie por una norma que en apariencia no abarcaba a ese tipo de delitos, y que rigió apenas meses, cuando él se encontraba prófugo?). Al “tomar al libro como excusa” para discutir sobre estos temas, estoy seguro, no estaré siendo injusto con el autor, que en buena medida hace lo mismo con Jaime Malamud Goti: su excusa perfecta -tal como él confiesa al comienzo de su obra- para “ajustar cuentas” con el “pasado y presente” del derecho argentino (p. 38).

Antes de abordar críticamente al libro, permítanme elogiar el emprendimiento y los logros de su autor. Éstas serán, como otras veces, loas que precederán a (loas que anuncian) una serie de críticas por venir (me interesará decir, en particular, que la línea de argumentos principales que presenta el libro se basa en la descalificación de las posiciones que se le oponen, y la presentación de los “adversarios teóricos” en su peor o más absurda versión imaginable). En todo caso -aclaro- los elogios que quiero ofrecer para la obra y para Federico Morgenstern (un colega y ex alumno a quien aprecio y respeto) son por completo genuinos. A favor del libro, y de quien lo escribe, quiero decir que se trata de un texto muy bien escrito, ameno, muy divertido (con vocación de excéntrico), que gira especialmente en torno a una figura excepcional, y que no ha conseguido el reconocimiento público que su obra y acción pública (a veces heroica) sin dudas ameritan: Jaime Malamud Goti. Jaime -también un querido y admirado colega- desempeñó (junto con Carlos Nino, Genaro Carrió, Eduardo Rabossi, y Martín Farrell, entre otros) un papel absolutamente decisivo en las primeras discusiones jurídicas que se dieron en los inicios de la transición democrática. Él fue, sobre todo, una figura decisiva en la arquitectura jurídica del “Juicio a las Juntas”, esto es, el logro más importante, emocionante y digno de la perturbadora historia jurídica argentina. Por esta sola razón -digamos, por la reivindicación que hace de la figura de Jaime- el libro resulta valioso y digno de toda nuestra atención.

Ahora bien, como deja en claro Morgenstern, desde un comienzo, su libro es mucho más que eso -una biografía de, o un reencuentro con Jaime Malamud Goti. Aunque “el espíritu del libro es celebratorio” -confiesa el autor- se trata también de “un ajuste de cuentas con el pasado y con el presente” del derecho argentino. Así, en la primera parte de la obra, nos encontramos con un repaso sobre la vida e influencia de Jaime Malamud Goti (sobre la política de derechos humanos en la Argentina y sobre Morgenstern); mientras que, en la segunda, hay menos Jaime y más un examen sobre el devenir “jurídico argentino en materia de lesa humanidad” (con especial atención al trabajo del gran penalista que ha sido Marcelo Sancinetti, y una serie importante de referencias hacia otros teóricos del derecho relevantes -como Ernesto Garzón Valdés y Roberto Bergalli- y sus objeciones a la política de derechos humanos de Alfonsín). A través de un relato tan rico como deshilachado y arbitrario, el autor va llevando adelante su anunciado “ajuste de cuentas”. Ello así, por un lado, discutiendo a renombrados penalistas argentinos -Eugenio Zaffaroni, Julio Maier, Daniel Pastor entre ellos; y por otro, defendiendo, un poco a los gritos, las posturas que él mismo sostuvo, ya sea en debates públicos, ya sea como secretario letrado de Carlos Rosenkrantz, en torno a los fallos y decisiones adoptadas durante la (así llamada) “segunda ola de juicios de lesa humanidad”. En este último respecto, Morgenstern presenta algunas ideas que tratará en un libro próximo que (conforme adelantara en una conversación con Gustavo Noriega) estará destinado a criticar a quienes piensan las decisiones jurídicas a partir de “la cara del cliente”. Más todavía, en Contra la corriente, el autor bosqueja su propia aproximación a la teoría del derecho: una teoría relacionada con la noción de los “principios neutrales” defendida por el jurista Herbert Wechsler en los Estados Unidos. En lo que sigue, me ocuparé de examinar sólo algunos de los muchos e importantes “hilos” que el libro presenta y deja tendidos para que retomemos.

¿Principios neutrales?

Si el “sujeto” que recorre la obra es Jaime Malamud Goti, un tema que la unifica parece ser el de la aplicación estricta o “neutral” del derecho, un compromiso que Morgenstern sostiene en modo polémico, políticamente incorrecto, y en directa confrontación con lo que dicen (o les hace decir a) muchos de sus colegas. Morgenstern batalla ferozmente, en su libro, contra una visión alternativa del derecho, conforme con la cual “la identidad de los litigantes” -y no la letra de la ley- aparece como la “variable decisiva” a la hora de pensar sobre las sentencias judiciales. De acuerdo con esta postura alternativa, el derecho aplicable aparece apoyado en “consideraciones construidas exclusivamente en función del resultado deseado” (p. 43). Para que se entienda, esta visión, en la Argentina, aceptaría renunciar a los principios y garantías básicos del derecho liberal, si quienes son juzgados formaron parte del Proceso de Reorganización Nacional (i.e., no les concedería la prisión domiciliaria, aunque tuvieran la edad para reclamarla; o los mantendría en el encierro, aunque lleven años como procesados sin condena). En el sostén de estas posturas, y por el modo en que lo hace, Morgenstern se alinea con las posiciones defendidas por Andrés Rosler -uno de sus mentores y principales referencias académicas.[1] Con Rosler, la obra de Morgenstern muestra notables coincidencias de fondo -las (saludables) obsesiones académicas que ellos comparten- y de forma -una vocación por incluir algún chiste culto o adelantar comentarios políticamente incorrectos que, en ocasiones, parece primar sobre la discusión del argumento sustantivo que presentan.

En lo personal, no coincido en absoluto con los contenidos del argumento teórico que recorre el libro (ni con los modos, más bien agresivos, en que se lo defiende). En todo caso ¿por qué es que puede decirse que la línea ácida que define al libro -la crítica a la visión que piensa el derecho de acuerdo con “la cara del cliente”- resulta fundamentalmente implausible? Las razones son múltiples, comenzando por el modo en que el autor reconstruye las posiciones que va a criticar. A dicha reconstrucción le resulta aplicable el mismo tipo de críticas que Morgenstern le dedica a la posición que objeta. Se advierten allí “consideraciones construidas exclusivamente en función del resultado deseado”.

En efecto, debiera ser obvio para cualquier lector (digamos así, “neutral”) que la posición que se critica en el libro -hacer derecho de acuerdo con “la cara del cliente”- resulta palmariamente indefendible: ¿quién podría (no digo admitir sino, al menos) argumentar públicamente en favor de algo parecido a ello? ¿Conocemos realmente a autores dispuestos a sostener una torpeza o enormidad semejante? Este solo dato debería constituir un llamado de atención para quienes pretenden leer el libro de Federico con la mejor buena fe posible. Buena parte de la argumentación que presenta Contra la corriente (un libro que hace y discute muchas cosas) se basa en la “construcción de un enemigo de paja” (precisamente “en función del resultado deseado”). Esta decisión -presentar al adversario en su peor versión o su versión más boba- es directamente contraria a la que aconsejaba John Rawls, cuando decía que “una doctrina no es juzgada de ningún modo hasta que no es juzgada en su mejor forma” (Rawls 2007, xiii).[2]

Frente a la posición (ridícula, insostenible, y de hecho no sostenida por nadie) de quien propondría que el derecho se oriente “conforme a la cara del cliente”, Morgenstern presenta como correcta (“ganadora”) a la postura propia (o la de Rosler, o la del juez Rosenkrantz): una victoria demasiado fácil. Al respecto, Federico toma como modelo a la posición que defendiera Herbert Wechsler, en los Estados Unidos -una postura que Wechsler desarrollara en polémica contra la result oriented jurisprudence (la que se define conforme al resultado que pretende alcanzar). Para Wechsler, el “test” que debía aplicarse en la resolución de los casos era el de los “principios neutrales”. La pregunta clave, al respecto, es si el juez aplicaría el mismo principio que aplica en el caso, si las personas beneficiadas por su decisión fueran otras, que le generan desagrado político o moral. Tratando de ser consecuente con el principio enunciado, Wechsler se hizo famoso (y ganó atractivo para el iconoclasta Morgenstern) criticando el fallo más elogiado en la historia de la jurisprudencia norteamericana -el fallo de la igualdad racial; el que terminó con la segregación racial en las escuelas, Brown v. Board of Education (1952/1954)- al que consideró inconsistente, y producto del mero deseo de los jueces de alcanzar dicho resultado (igualitario). Wechsler sostuvo entonces que no podía identificar, en el célebre fallo, cuál era el “principio neutral” igualmente aplicable a “un Negro o a un segregacionista.”[3]

Dicho lo anterior, y sin pretensión de refutar la teoría de Wechsler (que apenas he presentado), apunto algunas ideas, sólo para comprender mejor el debate en juego.[4] Primero: la idea de que no es posible o no es fácil encontrar un “principio neutral” aplicable a una decisión como la de Brown es curiosa, apenas se la piensa un poco. Son muchos los “principios neutrales” que, bajo reflexión, se nos aparecen enseguida. Para citar solamente algunas propuestas conocidas, el profesor Louis Pollak sugirió un principio del tipo “No majority race should subjugate a minority race”. Ronald Dworkin (a quien el juez Learned Hand contratara para discutir, justamente, su “Holmes Lecture” sobre Brown) pudo sugerir un principio diferente: “todas las personas deben ser tratadas con igual consideración y respeto.” Esto es decir -contra Wechsler o Morgenstern- parece perfectamente posible subsumir Brown bajo un “principio neutral”.[5] Segundo, y lo que resulta más importante: la breve consideración anterior sugiere un problema más estructural o de fondo, que afecta a la teoría de Wechsler, y explica en buena medida su pérdida de fuerza y su caída en desuso. Parece haber “principios neutrales” para todos los gustos (lo cual no es un argumento en contra, sino a favor, de los principios “con contenido moral”). Decir, entonces, que una cierta decisión jurídica se ajusta (o no) a un “principio neutral” implica, finalmente, decir demasiado poco.

¿El derecho “conforme a la cara del cliente”? Sobre el “2 x 1”, el devenir del caso “Muiña,” y la existencia de desacuerdos interpretativos razonables

Frente a la aproximación teórica que defiende Morgenstern (la, en su momento interesante, pero hoy pálida y alicaída, teoría de Wechsler), nuestro autor presenta a la que define como su contracara, esto es, la postura de Stanley Fish. Fish es un profesor de teoría literaria, posmoderno, seguramente muy valorado por sus estudiantes y seguidores, pero que ningún juez ha tomado jamás en serio, y que resulta completamente marginal dentro de la teoría jurídica contemporánea. De acuerdo con Morgenstern, para Fish “lo que cuentan son los compromisos morales” (p.45). Fish se quejaría porque -sigo citando a Federico- “los argumentos basados en principios llevan a resultados horribles” (sic) y “se hacen cosas malas” en su nombre (sic), cosas “contrarias a la agenda del liberalismo” (ibid.). Me pregunto: ¿qué puede explicar la necesidad de colocar en “el centro del ring” a un profesor de literatura, marginal en el derecho, a la hora de ilustrar las inconsistencias de la teoría que se critica? ¿Qué sentido tiene, por lo demás, recuperar de ese modo una postura como la de Fish, que -conforme a la curiosa reconstrucción de Morgenstern- propondría dejar de lado a los principios fundamentales del derecho porque generan resultados “horribles” y “cosas malas”? ¿Qué explica dicha actitud, sino la vocación de obtener una “victoria fácil”, ridiculizando al “enemigo”?

Ahora bien, la “victoria” que busca obtener Morgenstern, con el respaldo de dicha desnivelada discusión, no es un triunfo dentro del debate académico anglosajón (el autor aparece ajeno a dicho debate, y las discusiones en torno a Wechsler y los “principios neutrales” se diluyeron hace muchas décadas). Lo que le interesa el autor es intervenir en la discusión política-jurídica argentina, para “ajustar cuentas” contra algunos colegas que intervinimos en algunos debates particulares: los relacionados con “la segunda oleada de los juicios de lesa humanidad”. Tales debates incluyeron, en particular, polémicas jurídicas surgidas en torno a ciertos fallos (“Muiña,” “Batalla”) y leyes (como la “ley interpretativa” 27362) en los que Morgenstern intervino de modo activo -así, en particular, a través de argumentos luego utilizados desde la Corte Suprema, por el Juez Carlos Rosenkrantz, a quien él asesorara en tales temas. Por las dudas, aclaro que dicha pretensión (la de apelar a teorías abstractas para intervenir en la discusión política local) me resulta comprensible y encomiable, más allá de que no acuerde con los “argumentos” a los que recurre el autor para defender su postura.

En este punto, Morgenstern se muestra molesto con quienes adoptaron posturas diferentes de la suya (o la de Rosenkrantz, o la de Rosler, o -en parte- a las del propio Jaime). En particular, él aparece llamativamente irritado frente a posiciones tomadas en los temas de lesa humanidad por algunos ex miembros del grupo de asesores que trabajara con Carlos Nino -él menciona a mis amigos Marcelo Alegre, Hernán Gullco, Roberto Saba, y a mí mismo. El problema (con él o con ellos) se habría originado por las críticas que todos nosotros hicimos a la decisión de la Corte en el caso “Muiña,” cuando el tribunal aplicó el principio liberal de la “ley más benigna” -en este caso la ley “2 x 1” (desde nuestro punto de vista, incorrectamente) en un caso de lesa humanidad.

Dejando de lado las inaceptables provocaciones que formulara el autor, y que ninguno de mis amigos merece, [6] voy a centrarme brevemente en la disputa que el autor encara conmigo. Según parece, Federico identifica mi visión en la materia como paradigmática de la de quienes, en la Argentina, hacen derecho “mirando la cara del cliente”. De manera especial, él se aferra, en su crítica a mi postura, a un texto que escribí hace muchos años, primeramente en mi blog (seminariogargarella.blogspot.com), y en donde hablara, entre otros temas, de “el test de la mirada” que Morgenstern describe de un modo desopilante, y que genera miedo de solo leerlo. Conforme al test que propongo -según la curiosa reconstrucción de Federico- “las garantías penales quedarían supeditadas a que los acusados puedan ver a los ojos al resto de la sociedad para convencerla de que son merecedoras de esas garantías” (p.43).[7] Contra mi postura (así descripta), Morgenstern sostiene que el derecho debe “procurar la consistencia y evitar el doble estándar” que aparece cuando “se condena a un oponente por hacer o decir algo que sería excusado o aprobado” si lo hubiera hecho un “amigo o aliado” (p. 56).

La discusión que se abre en este punto -que me afecta directamente- es amplísima, pero aquí me contentaré con marcar unas pocas cuestiones que espero nos permitan hablar de los asuntos en juego en términos más generales. Lo primero que marcaría es que su reconstrucción de una postura como la mía reproduce el problema que ya habíamos detectado en su obra, en relación con su presentación de la posición con la que rivaliza (el “derecho según la cara del cliente”) o en su resumen de una postura como la de Stanley Fish (“estoy en contra los principios legales, porque generan resultados horribles y producen cosas malas”). Quiero decir, ante todo: no se puede hacer derecho o crítica teórica presentando al rival en su versión más implausible o ridícula. En segundo lugar, yo, como tantos críticos de “Muiña”, no objetamos el fallo de manera inconsistente y a partir de un “doble estándar” (“no nos gustó porque favorecieron a un represor”). En lo personal, hace décadas que defiendo posiciones principistas y garantistas al extremo, en la materia (y por ello muy polémicas). Por partir de donde parto, no he estado nunca de acuerdo con la negación de la prisión domiciliaria para los represores a quienes, por su edad, les corresponde dicho beneficio; ni me ha parecido jamás permisible el mantenimiento en prisión de personas procesadas pero sin condena; o me he pronunciado por el valor de las comisiones de verdad; o he criticado -para todos los casos, sin excepción- la privación de libertad como “primera y común respuesta” del derecho.[8] Quiero decir, la crítica de Morgenstern en la materia (crítica según la cual personas como yo mantenemos un “doble estándar”) es por completo falsa: a mi pesar, defiendo cotidianamente posiciones controvertidas, que generan respuestas agresivas hacia lo que digo, desde los más diversos ángulos del espectro político. En tercer lugar (algo que me resulta notable y llamativo) el texto que escribiera y en el que se basa Morgenstern para criticarme (el del “test de la mirada”), argumenta explícitamente contra los operadores jurídicos que recurren a artilugios interpretativos para hacerle decir al derecho aquello que tienen ganas de que el derecho diga. Esto es: como prefiere Morgenstern, el objeto de mi crítica son las interpretaciones “cualunquistas” o cínicas del derecho.[9] Quiero decir, la crítica de Morgenstern equivoca radicalmente su blanco, cuando me ataca por no hacer lo que explícitamente hago; o me acusa por hacer lo que rechazo que se haga. En cuarto lugar, y lo que es más importante, la crítica que yo, como tantos, hicimos a un fallo como el de “Muiña,” lejos de basarse en la mera preferencia por obtener un resultado determinado (result oriented jurisprudence), se afirma en una postura garantista y principista, basada en una teoría interpretativa razonable que, simplemente, es distinta de la que afirma Federico. Quiero decir: la disputa en juego no es una que sitúa, por un lado, a los “garantistas” que pretenden aplicar el derecho de modo estricto “caiga quien caiga” y, por el otro, a los “salvajes” que quieren hacer trampas con el derecho, para aplastar a sus enemigos. Se trata, más bien, de una disputa entre garantistas que leen el derecho de modo diferente, a partir de los razonables desacuerdos que los separan. Reconocer esto sería "tomar en serio la discusión," y no “sobrarla,” de manera ofensiva o arrogante, para dejar a los rivales “cantando karaoke.”

Para el caso particular del fallo “Muiña,” me interesó sostener (no que Muiña debía ser privado de los beneficios derivados de la vigencia del derecho penal liberal y la ley más benigna, sino) que no era nada obvio que la persona del caso (no importa si era un represor o un monje que había cometido crímenes aberrantes) pudiera alegar en su favor una norma que rigió muy poco tiempo, mientras él estaba prófugo de la justicia, y regía una amnistía para los crímenes de lesa humanidad (lo cual nos permite reconocer que los legisladores dictaron el “2 x 1” sin reflexionar, naturalmente, sobre el impacto que podía tener dicha medida en relación con los crímenes aberrantes de la dictadura). En mi blog, ilustré la situación con este ejemplo "¿Qué razón puedo alegar yo, frente a mis conciudadanos, para que no me apliquen las penas vigentes en el 2000 (cuando cometí el crimen); ni las vigentes en el 2002, cuando es electo el actual gobierno: ni las vigentes en el 2003, que es cuando me encuentran; ni las vigentes en el 2004, que es cuando me condenan; sino las del 2001, que es cuando estaba prófugo?" Ello, sin entrar a considerar todavía el hecho fundamental de que el régimen penal que rige para condenados por lesa humanidad, se encuentra sometido a principios (vinculados con el derecho internacional de los derechos humanos) que no son idénticos a los que rigen sobre “presos comunes” (a ellos se refería la ley del “2 x 1”). Quiero decir: el caso “Muiña” estaba lejos de tener una solución obvia -la propiciada por Rosenkrantz o por Morgenstern. O, en otros términos, el “derecho penal liberal” no se encuentra obviamente de su lado (y, por lo demás, existen muy buenos argumentos -liberales- para sostener las posiciones que afirman sus “adversarios”).

Por todo lo dicho, una conclusión como la que me atribuye Morgenstern, conforme con la cual las garantías constitucionales deben resultar -a mi criterio- dependientes de la capacidad del acusado de (mirarnos a los ojos y) convencernos de que las merece, es falsa (a sabiendas, diría), absurda y por lo tanto ofensiva: las garantías constitucionales son incondicionales, y en todo caso el problema consiste en delimitar los alcances precisos de su extensión. La mala noticia, en todo caso, no es que el derecho liberal no rige, sino -simple y obviamente- que el derecho actúa y se aplica dentro de un marco social de desacuerdos, que nos obliga a pensar, precisar y justificar nuestras teorías interpretativas, en lugar de simplemente darlas por buenas.[10] Morgenstern, en todo caso, y frente a sus críticos, adopta la estrategia del “lecho de Procusto”: asumiendo que quienes no pensamos como él tenemos determinada ideología que él repudia, deduce que entonces debemos estar pensando lo que no pensamos; que defendemos resultados que repudiamos; y que desconocemos garantías que incondicionalmente reivindicamos: una pura “tontería en zancos.”

Sobre leyes y teorías interpretativas

El último giro que trajo “la saga Muiña” (giro interesantísimo, sobre el que he escrito, pero que aquí sólo mencionaré de modo breve)[11] tiene que ver con la “ley interpretativa” 27362. Dicha norma fue aprobada de forma unánime (menos un voto) por el Congreso de la Nación, luego de una multitudinaria movilización popular, y dispuso la inaplicabilidad del cómputo del ‘2x1’ a los crímenes de lesa humanidad. La ley fue seguida de una nueva decisión (razonable) de la Corte, en “Batalla” (con disidencia de Rosenkrantz), para revertir su decisión previa en “Muiña”.[12] Para Morgenstern y su círculo, la resolución de todo ese proceso (críticas a “Muiña”-movilización popular- ley interpretativa aprobada de forma casi unánime- “Batalla” revirtiendo “Muiña”) representó un escándalo jurídico (“la muerte del derecho penal liberal en la Argentina”).

Desde mi punto de vista, lo ocurrido nos habla de una situación difícil y trágica, pero no de un horror jurídico que derivó en (algo así como) el fin del derecho penal liberal en la Argentina. Para comenzar por lo obvio: debe resultar claro para cualquiera, apenas mira a su alrededor, que nada de lo ocurrido desde entonces (desde la decisión de “Muiña,” digamos) representó, de ninguna manera, el colapso del derecho penal liberal en la Argentina. Las garantías penales regían entonces y siguieron rigiendo desde entonces, y ningún analista serio puede sostener (algo así como) que “se terminó el estado de derecho en la Argentina”. Nadie piensa que haya habido un “antes y un después” en materia de garantías, a partir del caso “Muiña.” Otra cosa es mantener -como yo también lo hago- que nuestro derecho penal, desde siempre (y de forma por completo independiente de “la saga Muiña”), convive con situaciones anómalas e indefendibles (i.e., procesados detenidos sin condena, durante años: ya sea sujetos que han cometido faltas menores, como el tráfico de estupefacientes, ya sea criminales de lesa humanidad).

Morgenstern o Rosler parecen sostener, en cambio, la tesis de “un antes y un después” de “Muiña”. Permítaseme señalar, como nota al pie, que es curioso que Morgenstern se refiera al desmoronamiento del derecho penal liberal en la Argentina, a partir de la discusión de un caso difícil y muy acotado (la aplicación de los beneficios del “2 x 1” a los condenados por crímenes de lesa humanidad), a la vez que celebra el coraje cívico y la “adultez” de Jaime Malamud Goti (el “adulto en la sala”, p. 173) al redactar y propiciar la controvertida “ley de obediencia debida”. Como dijera Nino, en su momento, dicha ley implicó vulnerar gravemente el principio de igualdad ante la ley, reivindicando socialmente a quienes habían secuestrado y torturado.[13] En todo caso, cabría señalar que, si hubo una quiebra grave del derecho penal liberal (una construcción del derecho a partir de “la cara del cliente”), en la Argentina, fue a partir de esa “ley de obediencia debida” que -debe quedar claro- excedía indebidamente los compromisos anunciados en campaña, por el Presidente Alfonsín (como se le criticó en los debates legislativos, la “obediencia debida” abarcó casos de secuestros extorsivos o de tortura que se asumían originalmente excluidos de cualquier “obediencia razonable” o “esperada”: se trataba de excesos inaceptables, y que la “ley de obediencia debida”, a pesar de las limitaciones que establecía, todavía receptaba como “obediencias debidas”). Repito, entonces: ¿cómo celebrar la “adultez” de Jaime, al propiciar esa “ley de obediencia debida” y, al mismo tiempo, desgarrarse las vestiduras por el colapso del derecho penal liberal, con la interpretación del “2 x 1” (cuestión a la que Federico denuncia como la llegada de un derecho penal “conforme con la cara del cliente”)? ¿Será, simplemente, que lo que se busca con el libro es otra cosa (i.e., privilegiar los comentarios polémicos o políticamente incorrectos, con completa independencia de toda preocupación por la “consistencia” y ausencia de “doble estándar” que se reclama desde las primeras páginas)?

De manera similar, Rosler, en el texto citado de 2018 (sobre “el estado de derecho para todas las estaciones”), trivializa el conflicto interpretativo en juego declarando, simplemente, que el Congreso se equivocó al dictar la ley interpretativa, y que la Corte se equivocó también, en “Batalla”, al reconocerle valor a esa ley. Ello así como si, de algún modo, y a través de dicho proceso, se hubiera buscado ajusticiar a los enemigos del pueblo, vulnerando lo establecido por el derecho argentino. Subraya Rosler: “semejante disposición” -la ley 27362- “es claramente inconstitucional, tal como surge hasta de una muy rápida lectura del art. 18 de la Constitución”. Según entiendo, éste es, precisamente, el tipo de afirmaciones arrogantes que no podemos hacer: frente a un caso difícil, que nos exige un enorme esfuerzo interpretativo, y en el que intervienen la ciudadanía, todo el Congreso y la Corte, con posiciones compartidas, afirmo que, en verdad, el que lleva la razón soy yo, proclamando que la resolución del caso es “claramente inconstitucional”, según la rápida lectura que hago del artículo 18. Reclamaría, frente a tales dichos, un poco de modestia constitucional -alguna duda sobre la fortaleza y “verdad” de la propia posición.

Para que se entienda lo señalado: no estoy afirmando que la interpretación correcta de una norma controvertida es la que surge del otro lado de la ecuación, esto es, la que ocasionalmente (“en la plaza”) recibe respaldo mayoritario. Estoy simplemente resistiendo la postura elitista que afirma “yo soy quien entiende el significado del derecho; todos los demás están haciendo derecho conforme con la cara del cliente” (haciéndole “trampa” al derecho para condenar a su enemigo). Esto no es así: no discutimos, aquí, sobre si vamos a respetar o no el principio de “debido proceso” o “ley más benigna”, sino sobre la aplicación del principio de “ley más benigna” en un caso muy difícil. El caso era difícil, insisto, por varias cuestiones a las que me refería en mi texto del 2018: i) el legislador dictó la ley del 2 x 1 consciente de que los beneficios que dicha ley reconocía no iban a aplicarse sobre los delitos de lesa humanidad, entonces amnistiados; ii) el delito en cuestión (desaparición de personas) es un delito “continuo”, que por lo tanto el acusado “lo seguía cometiendo” (el Código Penal y el principio de ley más benigna aludiría en cambio a delitos ya terminados); iii) los crímenes de lesa humanidad siempre “corrieron por cuerda separada” en relación con los demás delitos, tanto por su gravedad, como por las exigencias de la comunidad internacional en la materia.

Tales situaciones no representan un “invento” destinado a manipular al derecho a nuestro gusto (conforme con “la cara del cliente”), a partir de la “excusa” de una grave dificultad interpretativa. Esto es, sin embargo, lo que sugiere Rosler en su texto del 2018, cuando sostiene -banalizando la discusión una vez más- que “no faltan los acólitos de Chavela Vargas que creen que la sola existencia de gente que cree que la ley del 2 x 1 requiere una ley interpretativa demuestra que la ley del 2 x 1 no es clara”. Desde mi punto de vista, nos enfrentábamos entonces a una trágica cuestión interpretativa, propia de un caso muy difícil, y optamos por buscar la respuesta de un modo que, en principio, podemos considerar democrático y constitucional, esto es, recurriendo a todo nuestro aparato institucional, en sus máximos niveles (incluyendo al Congreso, que respondió de forma casi unánime, y a los tribunales, que incluyeron la intervención de la Corte, es decir, a su máxima instancia). En una democracia constitucional, dicha vía de respuesta -o, más bien, el procedimiento escogido para obtenerlo- resulta, en principio, razonable y sensato: se trata del modo en que las democracias consolidadas buscan actuar, esto es, consultando a los órganos democráticos y habilitando la intervención de todos sus organismos de control.

Lo dicho nos refiere a (o torna visible) un último punto, que aquí meramente menciono, y que tiene que ver con las teorías interpretativas. El hecho es: lo admitamos o no, siempre recurrimos a teorías interpretativas, para dar respuestas a los interrogantes y dudas jurídicas que se nos aparecen. Estamos interpretando el derecho (o directamente proponiendo, de forma más o menos explícita, una teoría interpretativa) cuando decimos “el problema se resuelve así porque es lo que dijo el constituyente”; o “esto es lo que había escrito (Juan Bautista) Alberdi en su proyecto originario;” o “esto es lo que significa la expresión ‘más benigna’ según el diccionario”; o “ésta es la conclusión a la que llega toda la doctrina comparada;” o “esto es lo que establece la Declaración de los Derechos Humanos”; o “esto es claramente inconstitucional, como se deduce de la rápida lectura que hago del artículo 18”. Cualquiera de estas afirmaciones nos compromete con una particular teoría interpretativa (originalista; del “living tree”; teleológica; de interpretación literal; etc.). Quiero decir: el mundo de la interpretación jurídica no se divide entre quienes nos proponemos interpretar el derecho y quienes simplemente “lo leen” y nos revelan su sentido “verdadero”. El mundo jurídico se divide, más bien, entre doctrinarios que sostienen teorías interpretativas diferentes. La teoría interpretativa por la que yo abogo (y que no voy a defender aquí, porque ya lo he hecho en otros lados), tiene que ver con las concepciones “dialógicas”, y sostiene que, ante los casos difíciles (i.e., cómo pensar el aborto, o el matrimonio igualitario, o las leyes del perdón), lo mejor que podemos hacer es (no votar simplemente, ni imponerle a nadie nuestra visión sino) recurrir a un proceso de discusión colectiva, que incluya a la sociedad civil, y a todo el aparato institucional y de controles del que disponemos.[14] En tal sentido, y por ejemplo, la discusión que iniciamos en el 2018 sobre el aborto (y, entonces, cómo interpretar ideas como las de “vida” o “libertad” o “dignidad” en temas de salud reproductiva, a la luz de nuestro derecho “local” y el derecho internacional de los derechos humanos) representa una excelente muestra del tipo de procesos por los que abogo: frente a nuestros más fundamentales desacuerdos jurídicos, necesitamos abrir una discusión pública, en la que intervenga, en lo posible (y como ocurriera entonces) toda la sociedad, y en la que participen, de forma también protagónica, todo nuestro entramado institucional, incluyendo obviamente al Congreso y a la Corte Suprema. No digo que todos los casos posibles puedan o deban resolverse así, sino que señalo que hay muchas formas razonables de pensar y resolver los desacuerdos jurídicos que tenemos (y no una sola: la que se sostiene en libros como Contra la corriente).

Conclusión

Concluyo volviendo al comienzo. Me interesó, en las páginas anteriores, tomar la ocasión de la llegada de este nuevo libro de Federico Morgenstern -que celebro- para debatir sobre algunos de los muchos temas, y las muchas cuestiones jurídicas fundamentales que la obra plantea. El libro de Morgenstern nos ayuda a revalorizar el enorme valor del trabajo y los aportes realizados por un jurista algo olvidado -Jaime Malamud Goti; nos fuerza a repensar cuestiones fundamentales de teoría interpretativa; nos exige discutir sobre los modos en que pensamos sobre los casos difíciles en la Argentina (muy en especial, los relacionados con los juicios de lesa humanidad); nos sugiere volver a indagar en torno a las relaciones entre derecho, moral y política, etc. Por todas las razones anteriores, y más allá de las muchas críticas que me merece, quiero aplaudir la publicación de Contra la corriente, el importante estudio que nos presenta Federico Morgenstern.



[1] Andrés Rosler, Si quiere una garantía compre una tostadora, Buenos Aires: Ediciones del Sur (2023).

[2] John Rawls, Lectures on the History of Political Philosophy, Harvard U.P. (2007).

[3] Wechsler presentó esa postura, entonces polémica, en su conocida “Holmes Lecture”, que ofreciera en la Universidad de Harvard de 1959, un año después de otra notable “Holmes Lecture”, elaborada por el juez Learned Hand, también de modo crítico hacia el fallo Brown (en el caso de Hand, en razón de la actitud “activista” asumida por los jueces).

[4] Tal vez tenga sentido recordar que Wechsler argumentó, en su momento, desde una escuela floreciente (algo conservadora) -la del Legal Process- que abogaba por la estricta separación entre “derecho y política”, y buscaba diferenciarse de la influyente escuela (algo progresista) de los “Realistas” (Legal Realists) quienes, a comienzos del siglo xx, describían al derecho vigente como uno íntimamente vinculado con (sino directamente dependiente de) la política.

[5] Valga decir, por lo demás, que ya hace mucho tiempo que nadie parece “discutir Brown”, o pensar que el mismo nos refiere a un fallo “político”, o propio de una facción “progresista” o “conservadora”, deseosa de imponer su visión sobre la visión contraria.  Dentro de la doctrina, tanto conservadores como liberales parecen estar plenamente de acuerdo con él: ya nadie lo cuestiona seriamente.  En tal sentido, y por ejemplo, Cass Sunstein (el constitucionalista más leído de las últimas décadas), en uno de sus últimos libros, directamente presenta a Brown como principal ejemplo de un “caso de referencia” o benchmark. Cass Sunstein, How to Interpret the Constitution, Princeton University Press (2023).

[6] En su interesante conversación con Gustavo Noriega, Morgenstern llega a responder -de forma insolente y temeraria- que “el problema no es Nino, sino los discípulos de Nino…que hicieron karaoke con su obra” (al minuto 12 de la conversación).

[7] De modo similar, Rosler formula la pregunta (absurda, en el sentido de que nadie podría responderla por la afirmativa) de si quienes “son dignos de contar con las garantías penales son quienes puedan convencer a la sociedad de sus merecimientos morales, probablemente en una plaza”. Ver, Andrés Rosler, “El Estado De Derecho Para Todas Las Estaciones” En Disidencia https://endisidencia.com/2018/12/el-estado-de-derecho-para-todas-las-estaciones/ (8/12/2018)

[8] Roberto Gargarella, Castigar al Prójimo, Buenos Aires, Siglo XXI (2016).

[9] Critiqué entonces a un "derecho penal cínico u oportunista,” que veía “promovido, en particular, por muchos practicantes especialistas en lidiar con imputados millonarios, que necesitan que el derecho penal no sea sensato y asequible a todos, sino una maraña de confusiones técnicas que nadie reconoce bien, y que permiten que en el “río revuelto” ganen los abogados mejor conectados –los que tienen vínculos con funcionarios judiciales capaces de inventar lecturas cualunquistas, por completo irrazonables, del derecho." https://seminariogargarella.blogspot.com/2017/05/como-pensar-la-garantia-de-la-ley-penal.html

 

[10] En este sentido, el “test de la mirada” al que me refiero, y que ridiculiza Morgenstern, no es un principio decisorio ni un criterio jurídico que aconsejo adoptar a los jueces, sino un “test moral” (que tomo del filósofo político Philip Pettit), destinado a ayudarnos a pensar a nosotros, ciudadanos, sobre situaciones morales controvertidas o “casos difíciles” (en Pettit, casos vinculados con la libertad y la falta de libertad; y, en mi caso, sobre dilemas jurídicos). Lo propuse entonces, como parámetro para ayudarnos a reflexionar sobre dilemas de interpretación jurídica: Me pregunté entonces ¿puede alguien mirarnos de frente y decirnos que el derecho debe ser interpretado de modo tal que lo proteja, frente al crimen que cometiera, a partir de una norma referida a otro tipo de crímenes, que rigiera apneas meses, y aplicada durante el tiempo durante el cual él se encontraba prófugo de la justicia? Una pregunta semejante no pretende afectar ni socavar ninguna de las garantías penales y constitucionales que nos corresponden (debido proceso, defensa en juicio, ley más benigna): todas ellas quedan vigentes y activas, independientes de este tipo de razonamiento. Otra cosa es la decisión sobre lo que la doctrina llama “casos difíciles”, donde tenemos dudas sobre el alcance exacto de una norma. Por ejemplo: ¿cómo tratar la “lluvia” de excepciones y nulidades que suelen plantear los abogados de los grandes criminales, para demorar o impedir el inicio de una causa? Plantearse esa pregunta y tratar de evitar abusos, es totalmente compatible con el pleno compromiso con el resguardo de todas las garantías penales. La situación tiene algún paralelo con el caso Riggs vs. Palmer, 115 N.Y. 506 (1889), que interesara tanto a Ronald Dworkin en los Estados Unidos, como a Genaro Carrió en la Argentina. Carrió -un positivista hartiano- se refirió al caso como el del “nieto apurado”, esto es, el caso del nieto que mataba a su abuelo, para cobrar la herencia que le tocaba, luego de cumplir su condena. La teoría del derecho se preguntó, durante años, si ese nieto tenía derecho a cobrar su herencia, luego de matar a su abuelo, y la pregunta recorrió la historia del derecho, desde entonces. El caso se convirtió en paradigmático para pensar la relación entre derecho y moral, desde hace más de un siglo, y nadie se planteó nunca que reflexionar sobre los interrogantes allí planteados llevaba al colapso del estado de derecho. Con lo que quiero decir que se trata de preguntas que no son ridículas ni absurdas, y que no deben ser presentadas como si tuvieran una única y obvia respuesta -la del “cumplimiento de la letra ciega de la ley”- que pone a todos quienes la confrontan en la vereda de los moralistas o los ridículos.

 

[11] Ver, por ejemplo, el texto que publicara entonces en el Diario Clarín, el 4/12/2018 https://www.clarin.com/opinion/ley-2x1-interpretacion-constitucion-nuevamente-debate_0_Lix8CmdQP.html

[12] La Corte sostuvo al respecto -y, para mí, de forma muy razonable- que “La existencia de leyes interpretativas como la 27362, que establecen el significado que debe dársele a una ley sancionada con anterioridad (en el caso la ley 24390), ha sido pacíficamente reconocida por la Corte Suprema de Justicia (doctrina de Fallos 134:57; 187:352, 360; 267:297; 311:290 y 2073), a condición de que dicha norma pueda ser objeto de control judicial. Este control abarca tanto el análisis respecto de si la ley –más allá de la denominación que le asignen los legisladores- califica como ‘interpretativa’ (a este escrutinio los jueces lo llamaron “test de consistencia”), como así también el estudio respecto de si su contenido es razonable y no violenta ningún derecho fundamental (a este estudio los magistrados lo llamaron “test de razonabilidad”)…Respecto del “test de consistencia” los jueces Highton de Nolasco y Rosatti concluyeron que la ley 27362 encuadra dentro del marco ‘interpretativo’ porque no modifica retroactivamente la legislación penal en materia de tipificación delictual o de asignación de la pena, sino que aclara como debe interpretarse la ley aplicable al caso…”

https://www.cij.gov.ar/nota-32689-PENAL---Inaplicabilidad-del-beneficio-del-2x1-para-los-delitos-de-lesa-humanidad.html

 

[13] Carlos Nino, Juicio al mal absoluto, Buenos Aires: Siglo xxi (2015).

[14] Roberto Gargarella, El derecho como conversación entre iguales, Buenos Aires: Siglo xxi (2023).