12 oct 2024
Insultos presidenciales y juicio político
10 sept 2024
Derechos vs. Poder: El talón de Aquiles de nuestro constitucionalismo
A 30 años de la reforma constitucional de 1994, quisiera hacer un breve balance sobre los méritos y límites de lo que, a partir de entonces, hemos conseguido. Por razones de espacio, me limitaré a mencionar sólo algunas pocas cuestiones al respecto.
Una reforma cortoplacista. Lo primero que diría es que la Constitución del 94 fue escrita (como suele ser escritas todas las constituciones) en tiempos de crisis. Ese contexto de dificultad es el que ayuda a explicar los límites que, de modo común, exhiben las reformas -límites que, en nuestro caso, quedaron expresados en las ambiciones “cortoplacistas” de la reforma del 94. Las mejores constituciones son -como señalaba Alberdi- aquellas que buscan responder, en cambio, a los grandes problemas o “dramas” de su tiempo. Alberdi defendió, por ello mismo y contra sus muchos críticos, al “primer constitucionalismo latinoamericano”: aquellos textos originales habían sabido reconocer los problemas de su tiempo. Él proponía, por tanto, readaptar las viejas constituciones a los nuevos tiempos y problemas del momento (Escribió Alberdi: “En aquella (primera) época se trataba de afianzar la independencia por las armas; hoy debemos tratar de asegurarla por el engrandecimiento material y moral de nuestros pueblos”). Contra dicho consejo, la Constitución del 94 “pecó” por sus ambiciones cortoplacistas, relacionadas sobre todo con la búsqueda de la reelección presidencial del entonces mandatario. Como “concesiones” para conseguir dicho objetivo de corto alcance, en todo caso -y es importante reconocer esto- se lograron asegurar algunos cambios muy relevantes, como la eliminación del Colegio Electoral; la inclusión de un tercer Senador por la minoría; la elección directa del Jefe de Gobierno de la Ciudad; o el compromiso con las “acciones afirmativas” y los derechos indígenas. Sin embargo, su espíritu cortoplacista -el hecho de que la Constitución resultara tan apegada a las “necesidades” reeleccionistas del Presidente- terminó, como veremos, por diluir muchos de los atractivos de su contenido.
Ambigüedad sobre el presidencialismo. Como segunda cuestión, señalaría que la reforma del 94 fracasó al no haber estado a la altura de la promesa que había asumido, sobre todo, en relación con la “organización del poder”: me refiero a la promesa de moderar al presidencialismo. Al respecto, conviene recordar que la reforma emergió en un momento particularmente interesante dentro de la discusión política y académica internacional: en los 80 -notablemente- llegó consolidarse un extendido consenso teórico relacionado con la historia de “golpes de estado” que habían azolado a Latinoamérica, durante todo el siglo xx. Según dicho consenso, el modelo de presidencialismo fuerte (híper-presidencialismo, según Carlos Nino) propio de la región, era en parte responsable de esa trágica historia de “golpes” recurrentes. Así, por la dinámica de “suma cero” que incentivaba el presidencialismo, entre oficialismo y oposición (que peleaban por “una única silla”); por la ausencia de “válvulas de escape” frente a las recurrentes crisis (tipo “primer ministro”); por favorecer la confrontación, antes que la cooperación; etc. La Argentina participó en – y, de cierto modo, lideró- esa discusión internacional (i.e., a través del trabajo del propio Nino, en el Consejo para la Consolidación de la Democracia), pero la reforma del 94 terminó por desoír el llamado de la comunidad internacional, creando la pálida figura del Jefe de Gabinete. Se trató de un cargo muy poco atractivo para la oposición, dado los poderes que se le asignaban; y los muchos que se preservaban en manos del Presidente -quien, por lo demás, ganaba el derecho a la reelección del que antes carecía.
Expansión de derechos, en el marco de un poder (todavía) concentrado: El problema de la “sala de máquinas”. La tercera cuestión que quiero mencionar se refiere al otro “gran pilar” de toda Constitución (junto con la referida “organización del poder”): la “Declaración de Derechos.” A partir del 94, y a través de la incorporación de “nuevos derechos” como la iniciativa popular del art. 39, la consulta popular del 40, los derechos ambientales del 41, etc., la Constitución Argentina se inscribió de lleno en la tradición latinoamericana del “constitucionalismo social”, inaugurada en 1917 por la “revolucionaria” constitución de México. De manera adicional y, en parte como “respuesta” a la crisis de derechos humanos causada por la última dictadura argentina, la reforma del 94 incorporó el art. 75 inc. 22, a través del cual se otorgó jerarquía constitucional a más de una decena de tratados de derechos humanos firmados por el país.
En lo personal, tiendo a valorar la incorporación de derechos constitucionales, aún contra lo que pueden decir muchos críticos: “constituciones retóricas,” “constituciones que se convierten en poesía” (véanse, sino, los obstáculos que aparecen en otros países de cultura “textualista”, como el nuestro, cuando los jueces no encuentran respaldo escrito para reconocer o avalar ciertos derechos fundamentales, como el “derecho de privacidad”). Sin embargo, quiero objetar también el modo en que tales “nuevos derechos” fueron introducidos en nuestra Constitución original. Ante todo porque, a través de dicha operación incluyente en “derechos”, no sólo seguimos al ejemplo mexicano, en su costado más atractivo y conocido (el “constitucionalismo social”), sino también en su contracara: la preservación de amplísimos poderes presidenciales. De este modo -y como la mayoría de las Constituciones de América Latina- los argentinos pasamos a tener una Constitución con “dos almas” o “bifronte”: una cara de avanzada, que mira al siglo xxi -su renovada “Declaración de Derechos”; y otra cara más retrógrada, que mira al siglo xix -su organización del poder (todavía hoy marcada por la “desconfianza democrática”).
El problema al que me estoy refiriendo es uno que, en otros textos, he descrito como el de la “sala de máquinas”, esto es, el que surge al expandir la Declaración de Derechos, sin acompañar dichos cambios con reformas acordes en la organización del poder -en la “sala de máquinas” de la Constitución. El problema se desata porque -en esas Constituciones con “dos almas”- una “sala de máquinas” envejecida (tipo “siglo xix”) tiende a obstaculizar o trabajar en contra de los derechos más ambiciosos ahora incorporados (derechos tipo “siglo xxi”). Piénsese en lo ocurrido hace tiempo, en nuestro país, cuando los jueces, frente a un potente art. 14 bis (que estableció, por caso, la “participación en las ganancias”, y la “colaboración” obrera en la “dirección” de las empresas), declararon al mismo como artículo “programático” o “no-operativo”. O piénsese en lo ocurrido en Ecuador, donde -a partir de un acuerdo entre el Presidente Correa y el Tribunal Constitucional- se dejó de lado al “revolucionario” artículo sobre los “derechos de la naturaleza”, en nombre del “derecho al desarrollo” y las explotaciones mineras. O piénsese en lo ocurrido en Bolivia, en donde -a partir de un acuerdo entre el Presidente Evo Morales y el Tribunal Plurinacional- se dejó de lado un contundente plebiscito contrario a la reelección presidencial, en nombre del “derecho humano” del Presidente a ser reelegido. Problemas de este tipo -producto, en parte de la desidia, en parte de la ignorancia, en parte de la complicidad con el poder de turno- representan, todavía, el “talón de Aquiles” de nuestro constitucionalismo: mantenemos textos muy ambiciosos, en materia de derechos, que terminan corroídos por una organización del poder capaz de infamar a los rasgos más nobles de nuestras Constituciones.
6 sept 2024
La erosión democrática y el dinosaurio
Hoy en Clarín
https://www.clarin.com/opinion/erosion-democratica-dinosaurio_0_aUN2gZ9vv6.html
Desde hace más de una década, desde las ciencias sociales, se viene haciendo referencia al problema de la “erosión democrática” que afectaría a nuestros sistemas constitucionales. La idea de la “erosión democrática” ganó vida con la llegada a la presidencia de Donald Trump, en los Estados Unidos; pero ha servido para caracterizar, también, a gobiernos como el de Jair Bolsonaro en Brasil; Recep Erdogan en Turquía; Viktor Orban en Hungría, y varios otros, contemporáneos. Lo que se procura decir es que nos encontramos frente a un fenómeno tan preocupante como novedoso, por el que las democracias ya no “mueren”, como solían morir, en el siglo xx, a partir de un “golpe de estado” militar -es decir, a partir de un solo “golpe mortal”- sino a través de “mil cortes”, que la van “desangrando”. Es decir, nos hemos alejado del drama de los “golpes de estado”, que caracterizara típicamente a la vida política latinoamericana, el siglo pasado, pero seguimos enfrentándonos a la tragedia de las democracias de a poco degradadas. Más precisamente, lo que el fenómeno de la “erosión” viene a denunciar es la presencia de líderes políticos con impulsos autoritarios que, con los fines de expandir su poder, o preservarse en el mismo, comienzan a socavar desde adentro a todo el sistema de los “frenos y controles” (terminando con la independencia judicial; dejando vacantes o inoperantes los organismos de control, etc.).
Frente a un fenómeno tal, tan preocupante como urgente, activistas, políticos y académicos vienen bregando por resistencias y reformas destinadas a ponerle fin a esas situaciones de “muerte” de la democracia “a través de mil cortes”. Básicamente, el propósito es reestablecer la vigencia del sistema de controles tradicional, restaurando o reparando los aparatos y estructuras institucionales dedicadas a limitar y supervisar al poder. Sin duras, dicha tarea de crítica y reparación es urgente. Aún así, o por ello mismo, quisiera, en lo que sigue, señalar un serio problema que veo en ese enfoque tan relevante.
La dificultad que advierto es que dicho enfoque confunde o superpone los problemas del constitucionalismo con los problemas de la democracia, cuando se trata de dos tipos de problemas distintos. Ambos importantísimos, ambos muy serios, pero distintos. Me refiero a problemas diferentes que requieren, por tanto, de respuestas o soluciones diferentes. Los problemas del constitucionalismo aluden a muchos de los ya señalados: controles al poder que son desarticulados “desde adentro”; organismos de fiscalización que resultan colonizados por el Ejecutivo; etc. Curiosamente, sin embargo, y tal como vimos, a este tipo de problemas -propios del constitucionalismo- es a lo que se alude cuando se habla de “erosión democrática”. Se trata, en verdad, y como vemos, de la “erosión del constitucionalismo.” El asunto no es, sin embargo, meramente terminológico (“deberíamos llamar al problema por su verdadero nombre”), sino uno que revela que estamos confundiendo un tipo de problemas (el socavamiento de los “frenos y contrapesos” constitucionales), con otro: el problema democrático. ¿Y cuál es el problema democrático? Es el que advertimos en casi cualquiera de las democracias que conocemos, apenas miramos alrededor y vemos la desconfianza de los ciudadanos hacia sus representantes; el hartazgo general; la sensación de ajenidad, alienación, des-empoderamiento que nos embargo cuando pensamos en “la política.” Este tipo de problemas, lamentablemente, no se solucionan (meramente) reparando la maquinaria de controles. La ciudadanía no sale a las calles enojada, ni se siente a disgusto con la política, simplemente, porque no han nombrado al Procurador General; o no se han completado las vacantes en la Corte. Tales problemas -insisto- son gravísimos y merecen ser resueltos. Sin dudas, debemos combatir a los gobernantes autoritarios; impedir que sigan vaciando nuestras instituciones; recuperar la independencia de la justicia; etc. ¡Es urgente hacerlo! Pero -otra vez- aún si lográramos (milagrosamente) resolver ese tipo de problemas -problemas del constitucionalismo- que hoy nos agravian, no habríamos resuelto la otra gran fuente de nuestras desgracias políticas, es decir, el problema democrático. Seguiríamos pensando y sintiendo, con razón, que la dirigencia política y económica pacta entre sí, nos engaña, se beneficia a sí misma, no nos hace lugar para que, como ciudadanos, participemos efectivamente del proceso de toma de decisiones.
Desde los años 90 al menos, todos nuestros dirigentes se vienen preocupando por reducir la idea de la democracia al momento de las elecciones. Quieren que votemos y que luego nos quedemos callados, mientras ellos gobiernan a piacere. Pero la democracia es otra cosa: la democracia no se reduce a elecciones. Democracia es lo que ocurre “entre” una elección y otra. Entonces, y para resumir: por supuesto que debemos atender y reparar los graves problemas constitucionales de nuestro tiempo. Pero que no nos confundan. También necesitamos -tal vez, con más urgencia aún- atender al dramático problema democrático que padecemos. Sino, como en el famoso cuento, podrá ocurrir que un día nos despertemos sorprendidos, luego de haber (mágicamente) reparado los principales problemas del constitucionalismo, y veamos que el problema democrático, como el dinosaurio de Monterroso, sigue allí: intacto, abrumador, amenazante.
31 ago 2024
Originalismo: El debate con Solum en la UBA
En estos tiempos en que se candidatea a un académico originalista para la Corte -Manuel García Mansilla- me recuerdan mi (lindo) debate en la UBA, con el mejor representante contemporáneo del originalismo: Lawrence Solum (el de "living originalism")
Acá en youtube el video: https://www.youtube.com/watch?v=jt9zmLYAvQ4
28 ago 2024
Programa ICON-2024 (29-30 agosto, Santa Fé)
Encuentro
anual ICON•S Argentina 2024 Imaginación constitucional para una Argentina en
crisis 29 y 30 de agosto de 2024
Lugar Facultad de Derecho y Ciencias Sociales Universidad
Nacional del Litoral Cándido Pujato 2751 Ciudad de Santa Fe
Programa
Día 1 — 29 de agosto
- 9.30 a 11.00h → Mesa Democracia y Constitución
➔ Nicolás Alles, Democracia
deliberativa epistémica y emociones políticas
➔ Pedro Caminos, La identidad
constitucional como recurso interpretativo: El alcance de la
reforma de 1994
➔ Emanuel Olivares,
¿Desconsolidación democrática en la Argentina contemporánea?
Reflexiones interdisciplinarias a treinta años de la
última reforma constitucional
➔ Maricel Asar, Control de
constitucionalidad y justificación mutua: las exigencias
institucionales de una justicia constitucional inclusiva
Comenta: Gustavo Maurino y María Nallin
- 11.30 a 13.00h → Federalismo
➔ Sebastián Guidi, Federalismo y
Corte Suprema
➔ Lautaro Gutiérrez,
Presupuestos participativos, democracia deliberativa y autonomía
municipal: Un análisis bajo la lupa del art. 123 de la CN
Comenta: Fernando Ganami y Gustavo Arballo
Almuerzo
- 15 a 16.45h → Mesa de estudiantes y recientes graduados
➔ Mariana Grosso Ferrero,
Julieta Hernández y Constanza Polinari Sabattini, Juicio Político
en Argentina: ¿Mecanismo de control efectivo o herramienta
fallida?
➔ Valentina Insúa Chasseur,
Igualitaristas y libertarios ¿Qué teoría nos acerca más hacia la
autonomía de la voluntad?
➔ Lourdes Strada,
Coparticipación Federal de impuestos
➔ Alejandro Bokhdjalian y
Cristian Quinteros, Decretos de Necesidad y Urgencia. Algunas
reflexiones y propuestas para suplir su déficit democrático
Comenta: Ramiro Álvarez Ugarte
- 17 a 18.45h → Mesa “Reforma constitucional — a 30 años
de 1994”
➔ Roberto Gargarella
➔ Mariela Uberti
➔ Andrés Rosetti
➔ Débora González Área
Día 2 — 30 de agosto
- 9.30 a 11.00h → Mesa Derechos
➔ Silvina Álvarez Medina,
Constitucionalismo feminista. Los valores de una reflexión jurídica
originaria
➔ Facundo Elli, La deuda
laicista seis lustros después
➔ Paola Bergallo, Abortion Law
Illiberalism and Feminist Politics in Comparative Perspective
Comenta: Vicky Ricciardi y Horacio Etchichury
- 11.30 a 13.00h → Mesa reformas constitucionales e
institucionales
➔ María Eugenia Marichal y
Gonzalo Bailo, Imaginarios de la emergencia pública en los
debates de la convención constituyente de 1994. Ulises entre
la delegación legislativa y
los decretos de necesidad y urgencia
➔ Valentín Daniel Patzi, La
Reforma Constitucional de 1994: Un análisis del cambio de
elección indirecta a directa y de doble vuelta para el
presidente y vicepresidente
Comenta: Sebastián Guidi y Mariela Puga
Almuerzo
- 15 a 16.30h → Mesa Corte Suprema. Historia y presente
➔ Sebastian Guidi
➔ Gustavo Arballo
➔ María Pique
➔ Leandro Ardoy
➔ Agustina Ramón Michel
(moderación)
- 17 a 18.30h → Mesa de cierre. La crisis constitucional
actual
➔ Claudia Levi
➔ Gustavo Maurino
➔ Mariela Puga
➔ Roberto Gargarella
➔ Paola Bergallo
➔ Javier Aga (
14 ago 2024
Declaración sobre Venezuela
VENEZUELA
Llamado
urgente a la comunidad internacional por ex presidentes y miembros del
Sistema
Interamericano de Derechos Humanos
Nos
dirigimos a la comunidad internacional en estos graves momentos que está
viviendo
el pueblo de Venezuela, para expresar nuestro rechazo ante el secuestro de
la
voluntad popular y las graves violaciones a los derechos humanos que están
ocurriendo
en ese país:
●
Conforme al Derecho internacional consuetudinario y los instrumentos
internacionales
sobre derechos humanos1, los pueblos tienen derecho a la
autodeterminación
y, la voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder
público.
Esta voluntad se expresa mediante el derecho a participar en el gobierno
de
su país, el cual comprende el derecho de todo ciudadano/na a elegir a sus
gobernantes
mediante elecciones auténticas por sufragio universal e igual y por
voto
secreto, que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores. No
obstante,
conforme ha sido establecido por los informes de reconocidas y
reputadas
organizaciones y organismos internacionales, las elecciones
presidenciales
celebradas en Venezuela el 28 de julio de 2024 constituyeron una
violación
flagrante a los estándares de elecciones democráticas. Los resultados
anunciados
por el Consejo Nacional Electoral (CNE) no cumplen con los
requisitos
mínimos exigidos por la legislación interna. Basta decir que no cuentan
con
el sustento necesario de las totalizaciones por mesas de votación conocidas
como
las “actas”. Por el contrario, la copia oficial de dichas actas que han sido
publicadas
por la oposición, dan un resultado opuesto que da como ganador, por
muy
amplio margen, al candidato de dichos partidos. Ante ello, Nicolás Maduro
ha
intentado un recurso judicial ante la Sala Electoral del Tribunal Supremo de
Justicia
(TSJ), ante lo cual cabe señalar que conforme al Derecho interno el único
ente
competente para emitir y certificar los resultados oficiales es el CNE y dicho
tribunal
carece de competencia para ello. Además, conforme ha sido establecido
por
los órganos de los sistemas interamericano y de las Naciones Unidas, el TSJ y
los
demás tribunales de dicho país carecen de la más elemental independencia
política.
●
En segundo lugar, luego del anuncio del CNE dando como ganador de las
elecciones a Nicolás Maduro sin
sustento alguno, se están llevado a cabo
manifestaciones de protesta popular
en todo el país. Frente al ejercicio de este derecho humano a la manifestación
pública y pacífica, el gobierno ha reaccionado con una represión masiva y
sistemática por los cuerpos de seguridad civiles y militares, que hasta la
fecha incluyen más de 2.000 detenciones arbitrarias, 24 ejecuciones
extrajudiciales, desapariciones forzadas y actos de
tortura. Este ataque sistemático en
contra de la población civil constituye una violación flagrante de los derechos
humanos, que configura la comisión de delitos de lesa humanidad. Estas
informaciones han sido fehacientemente documentadas por reputadas
organizaciones no gubernamentales y observadores en el terreno, las cuales
están siendo objeto de amenazas y
ataques2
.
En
virtud de los graves hechos registrados, sentimos nuestro deber expresar y
solicitar
de manera urgente a la comunidad internacional, lo siguiente:
1.
En Venezuela se está violando la soberanía popular y el derecho a la
autodeterminación
del pueblo, en virtud del fraude electoral producido por los
resultados
de las elecciones presidenciales del pasado 28 de julio anunciados sin
sustento
alguno (actas de mesas de votación) por la autoridad electoral (CNE).
Dicha
situación viola no sólo el derecho de todos los ciudadanos/as a elegir a sus
gobernantes
mediante elecciones auténticas por sufragio universal e igual y por
voto
secreto, que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores; sino
además,
el derecho del pueblo de Venezuela a la democracia3
.
Hacemos un
llamado
a la comunidad internacional, representada en los organismos
internacionales
y en los Estados democráticos, a adoptar todas las acciones
necesarias
conforme al Derecho internacional, a fin de lograr el pleno respeto de
la
voluntad del pueblo venezolano expresada en las pasadas elecciones
presidenciales,
lo que permitirá que se lleve a cabo una transición democrática de
manera
pacífica.
2.
En Venezuela se está ejecutando un ataque sistemático por parte de las
autoridades
civiles y militares contra la población, que está causando violaciones
graves
a los derechos humanos, configurándose delitos de lesa humanidad. Ante
ello,
la comunidad internacional debe adoptar urgentemente todas las acciones
necesarias,
conforme al Derecho internacional, a fin de proteger a la población y
prevenir
y sancionar dichas violaciones. En particular, instamos a que los órganos
internacionales
de derechos humanos del sistema interamericano (Comisión
Interamericana
de Derechos Humanos y Corte Interamericana de Derechos
Humanos)
y del sistema universal (ONU), para que conforme a sus mandatos
adopten
las acciones pertinentes; incluyendo la Fiscalía de la Corte Penal
Internacional,
para que adopte las medidas necesarias, conforme al Estatuto de
Roma,
para sancionar pronta y efectivamente a los responsables y para prevenir
que
dichos delitos internacionales continúen perpetrándose impunemente contra
la
población.
A
los 12 días del mes de agosto de 2024.
3
Carta Democrática Interamericana, artículo 1.
2
Ver, entre otros, los informes de PROVEA y del FORO PENAL VENEZOLANO. Además,
ver los
Comunicados
de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos: www.cidh.org
Victor
Abramovich
Paulo
Abrau
Esmeralda
Arosemena
Carlos
Ayala
Santiago
Canton
Paolo
Carozza
Diego
Garcia Sayan
Robert
Goldman
Felipe
Gonzalez
Claudio
Grossman
Julissa
Mantilla
Juan
Méndez
Elizabeth
Odio
Jose
de Jesus Orozco
Cecilia
Medina
Flavia
Piovesán
Antonia
Urrejola
Manuel
Ventura
10 ago 2024
La cuestión de género, y por qué rechazar las candidaturas del gobierno a la Corte Suprema
En los próximos días se llevarán a cabo las audiencias programadas para la designación de dos candidatos a la Corte Suprema de la Nación. El procedimiento que se ha puesto en marcha muestra ya ciertos rasgos distintivos que generan perplejidad y convierten al mismo en un proceso inquietante. El conjunto de problemas presente es de tal magnitud y tal peso que es difícil no preguntarse si los funcionarios que lo impulsan son conscientes de lo que están haciendo, y si advierten cuáles son los riesgos propios de la operación que propician bajo la falsa creencia de que “todo pasa” o “todo se olvida.”
Son muchas y muy serias las cuestiones en juego, pero comienzo por una que debería ser suficiente para dar al proceso por terminado. En América Latina, que no es una región de avanzada en la materia, todos los tribunales superiores –todos– aparecen de algún modo comprometidos con la diversidad de género en su composición. Ello así, con casos en donde la mayoría de los miembros son mujeres (alrededor del 70% en varios de los países del Caribe, incluyendo Jamaica, Barbados y Surinam); en Uruguay, el porcentaje de mujeres es del 40%; en Chile, del 36; en Perú, del 33.3; en México, más del 30% de los sitios están ocupados por mujeres. En ese contexto, la Argentina aparece como el peor caso, y única excepción latinoamericana. Nuestro país ocupa el último lugar de la escala, con un inconcebible 0%, en una región que en promedio asegura un 30% de mujeres en las altas cortes (Castagnola & Pérez-Liñán 2021). No se trata, por supuesto, solo del carácter vergonzante de una cifra que nos condena, sino también de nuestra insistencia: el tribunal no cuenta con ninguna mujer desde la renuncia de Elena Highton, en 2021, y los últimos siete candidatos propuestos por el poder político fueron todos varones (Carlés, Sarrabayrouse y Sesín; luego Rosenkrantz y Rosatti; ahora Ariel Lijo y Manuel García-Mansilla). Hoy tenemos una nueva oportunidad de remendar, por fin, esa situación bochornosa, pero no: aprovechamos la ocasión para persistir, reforzando la degradación y prolongándola en el tiempo todo lo que podamos.
"La Corte no cuenta con ninguna mujer, lo que soslaya un deber legal"
Desde ya, no se trata –simplemente– de imitar la básica decencia que muestran todos los países vecinos sobre el tema; ni de otorgar un premio consuelo al grupo mayoritario en el país –el de las mujeres–, violentando alguna puerta lateral para permitir el ingreso de una de ellas. Se trata, específicamente, de cumplir con lo que son, en nuestro caso, deberes legales (decreto 222 inc. 3, de 2003, por el que el Ejecutivo se compromete a asegurar, de manera especial, la diversidad de género en las nuevas designaciones para la Corte Suprema); y, más todavía –por si aquello no bastara– exigencias constitucionales (el art. 75 inc. 23 obliga a los congresistas a “legislar y promover medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por esta Constitución…, en particular respecto de… las mujeres”).
El señalamiento que hago no pretende, en todo caso, fundarse meramente en argumentos de autoridad (legal) ni en razones de moralidad (la vergüenza de ser el peor caso). Si el poder político debe garantizar, en la Corte, la igualdad de género de la que hoy parece burlarse, esto tiene que ver, sobre todo, con razones de justicia. Necesitamos un tribunal que maximice la imparcialidad; que reduzca, tanto como pueda, los riesgos de las decisiones sesgadas, y que impida así –en la medida en que sea posible– que los fallos del tribunal tiendan a favorecer especialmente a un grupo o sector (los varones, los más ricos, la clase dirigente). Al respecto, no hay mayores dudas sobre lo que puede (y debe) hacerse, ya que los estudios empíricos de los que disponemos son unánimes al respecto: la presencia de mujeres en los tribunales colegiados no solo enriquece a las cortes con argumentos y fortalece las perspectivas antidiscriminatorias que necesitamos, sino que además “lleva a que los jueces varones voten de un modo que de otra manera no harían, a favor de los demandantes” (Boyd, Epstein y Martin, 2010). Todo esto robustecido por cuestiones que debiéramos considerar obvias y de sentido común, pero de las que habitualmente ni queremos enterarnos: los rasgos identitarios básicos de los jueces –género, raza, religión, etnia– se correlacionan con una tendencia a beneficiar a los miembros de los grupos a los que pertenecen. Mientras que la mayor diversidad de los tribunales (por ejemplo, cortes “multicolores” en el marco de sociedades racialmente divididas) contribuye a la imparcialidad de sus fallos (Epstein y Knight, 2022). Es decir, la preferencia argentina por un tribunal compuesto solo por varones no solo exhibe una terquedad dogmática e injustificada, sino que también desafía al derecho vigente, favorece la toma de decisiones más injustas y refuerza la desigualdad que una parte mayoritaria de nuestra sociedad padece.
"Una elección equivocada daña la maquinaria republicana por mucho tiempo"
Lo dicho debería ser suficiente para poner punto final al proceso de designación de dos varones más, dentro de una Corte compuesta ya, enteramente, por varones. Es que resulta difícil entender el sentido de lo que nuestros legisladores realizan: como si sufrieran de cierta ceguera moral que les impidiera actuar de otro modo.
Ahora bien, ¿hace falta decir que la situación descripta es todavía peor –mucho peor– que la señalada? ¿Hace falta agregar que el análisis anterior todavía no incluye la consideración del “elefante” del que todos hablamos, cuando hablamos del(os) nombre(s) del(os) candidato(s) propuesto(s)?
Los problemas serios que afectan, de manera específica, a los dos candidatos propuestos por el Gobierno refieren a causas diversas y de gravedad diferente. En uno de esos casos, sobre el que no voy a insistir, nos encontramos con un candidato que genera reparos adicionales y particulares por la concepción general del derecho que suscribe. Esa objetable concepción del derecho abarca, desde su ideología conservadora (finalmente, un dato menor), a sus compromisos laborales (esto es, sus estrechos vínculos con cierto sector del empresariado) hasta –y sobre todo, diría– su teoría interpretativa del derecho: un “originalismo” tradicionalista, frágil y vulnerable, que el candidato practica como modo de interpretar la Constitución, en los casos difíciles. El problema es que la teoría “originalista” busca encontrar respuestas a los problemas de hoy en los dichos y hechos del pasado (“la voluntad de los padres fundadores”, las “tradiciones locales”) y termina –vaya casualidad– por hallar siempre la respuesta deseada en la boca de los viejos próceres o en las raíces de la patria (rechazo al aborto, resistencia frente al matrimonio igualitario, protecciones especiales para los más poderosos, etc.). La grave dificultad que conlleva esta visión es que, como le dijo Thomas Paine a Edmund Burke, todos queremos seguir las tradiciones de nuestro país, pero pensamos en tradiciones distintas y las leemos, por lo demás, de modo diferente. Se trata del tipo de problemas que vemos hoy agigantados en la Corte de los Estados Unidos, un tribunal capturado por originalistas de la misma cepa: un tribunal de fanáticos que, en nombre de la tradición, impone sus preferencias –propias de una elite sectaria– sobre la política democrática. Ese “originalismo” que, desde hace años, ha ganado el control del tribunal norteamericano ha terminado por transformar una Corte que era modelo y faro para todo Occidente en otra que causa estupor e incredulidad en doctrinarios y ciudadanos de todo el mundo.
El caso más grave
El caso que más nos preocupa a todos, sin embargo, es el restante: una elección que nos coloca, ya no frente a un jurista comprometido con una concepción del derecho extravagante, dispuesto a imponer sus preferencias teóricas sobre la política, sino ante un juez que se distingue, lamentablemente, por los rasgos contrarios. Hablamos aquí de un magistrado carente de concepción jurídica alguna, que aparece dispuesto a utilizar las formas y oportunidades que le ofrece el derecho para satisfacer los requerimientos políticos que oportunamente el poder le solicita. Se trata de referencias alarmantes para un candidato a la Corte, respaldadas por los datos crudos de su desempeño: el injustificado enriquecimiento personal que demuestra el candidato a partir del ejercicio supuestamente normal de su cargo; las estadísticas que lo destacan como uno de los jueces más ineficientes, dentro de un gremio de por sí ineficiente; y las estremecedoras cifras que demuestran el nivel de protección que ha provisto a empresarios y políticos acusados de corrupción, consistentemente y a lo largo de toda su trayectoria.
Se repite, entonces, la pregunta que hacíamos frente a la desidia exhibida por nuestra clase política en materia de género: ¿serán conscientes de que la sociedad acaba de repudiar, hastiada, los rasgos que ahora ellos buscan premiar a través de una propuesta semejante?
En el texto más importante jamás escrito sobre la rama judicial –el texto que sentara las bases de esa función, El federalista n. 78– Alexander Hamilton llamó la atención sobre lo que se ponía en juego ante cada nueva designación de jueces. Mientras los políticos son electos popularmente, por mandatos cortos, y sujetos al control del voto popular, los jueces son designados de modo indirecto, mantienen sus cargos por décadas (tal vez de por vida) y resultan dispensados del control ciudadano. De allí el énfasis que pusiera sobre las rígidas condiciones exigibles para la tarea (destaco algunas, entre muchísimas otras: conocimiento, estudios, decoro, integridad, buena conducta, firmeza, virtud, temple). De entre su larga enumeración, Hamilton subrayó, sobre todo, la capacidad del candidato para generar “confianza pública y privada”. Esto, porque entendía bien el problema en curso: son tantos los poderes que se asignan a los tribunales superiores, y tan pocos los controles externos que se establecen sobre ellos, que no queda margen alguno para la experimentación o la prueba. Todo lo importante se concentra en el momento mismo de la elección y designación del candidato (entonces, no es posible decir “probamos con este juez que nos genera dudas; total, si nos sale mal, después lo cambiamos”).
Aquí no hay espacio para el error: si la elección es equivocada, la maquinaria republicana queda averiada en un ala. Y tal vez, como puede ocurrir en nuestro caso, para las próximas décadas. Por eso no se advierte bien qué experimento tratan de ensayar nuestros representantes. Ignorando al derecho comparado; dejando de lado sus deberes constitucionales; pasando por alto las exhortaciones de la doctrina y descuidando también –sobre todo– su mandato político, se muestran actuando ya sea cínica, ya sea irracionalmente. O no entienden lo que hacen o ya no les importa nada. Con arrogante desdén, nuestra clase dirigente parece invocar los fuegos que terminarán por devorarla.
Roberto Gargarella
2 ago 2024
Querer que al gobierno le vaya mal
https://www.clarin.com/opinion/querer-gobierno-vaya-mal_0_mPKoaxoD5j.html
Querer que al gobierno le vaya mal
Como propio de esta época (una época que mezcla, ligeramente, “corrección política” y “basura verbal”) aparece el rechazo a cualquier postura que proponga que “al gobierno le vaya mal”. Ello así, como si una posición semejante resultase inconcebible, por completo irracional o -peor que peor- “antipatriota”: “Cómo es que alguien puede desear algo así?”. Lo que sostiene a esta escandalizada respuesta es un supuesto según el cual “si le va mal al gobierno, nos va mal a todos”. Permítanme explicar por qué dicho supuesto es falso y, por tanto, por qué puede resultar valioso desear que “al gobierno le vaya mal”.
Según diré, una postura como la señalada -antes que “antipatriota”- puede ser considerada como perfectamente correcta, en términos sustantivos; y como plenamente racional, en términos procedimentales. Para comenzar por lo sustantivo: desear que al gobierno nacional “le vaya mal” representa un postulado perfectamente aceptable, si quien lo propone se apoya, por caso, en los compromisos principales de nuestra Constitución. Así, si apelamos a una Constitución que (sólo por dar algunos ejemplos), valora la “justicia social” (art. 75 inc. 19); reserva un lugar central a la libertad de prensa (art. 14); considera necesaria la protección de los derechos de los trabajadores (art. 14 bis); defiende las políticas orientadas al bienestar general (Preámbulo); sostiene las “acciones afirmativas” (art. 37); o exige que se garanticen los derechos de todos, “aún” de quienes están presos (art. 16), y especialmente los de los más vulnerables (i.e., los grupos indígenas, art. 75 inc. 17). Dentro de ese marco de exigencias constitucionales, sin lugar a dudas, debe considerarse una pérdida para el país -porque lo es para la Constitución- el triunfo de las políticas y los criterios contrarios. Quiero decir, el país “pierde” cuando triunfa un discurso de “desprecio” hacia la justicia social; o cuando se normalizan los ataques contra la prensa; o cuando se socavan las políticas en favor de los grupos más vulnerables. Pareciera, entonces, que la ecuación es muy distinta a la que referíamos en un comienzo: el problema no reside en querer que le vaya mal a un gobierno que, en la esencia de sus políticas, contraviene o ataca sin vergüenzas ni disimulos a la Constitución. Más bien, debe considerarse que el problema es el contrario: querer que le vaya bien a un gobierno que cotidianamente se expresa a través de arrebatos violentos y chiquilladas absurdas contra la Constitución.
Lo mismo en términos procedimentales. Desafortunadamente, vivimos en un país regido por un sistema presidencialista que conlleva, como dato inherente, la producción de “juegos de suma cero.” ¿Qué significa esto? Significa que lo que el oficialismo gana, lo pierde la oposición, y -viceversa- que lo que la oposición gana, lo pierde el oficialismo. Dado que, dentro de un sistema presidencialista (a diferencia de los sistemas parlamentarios), la “disputa fundamental” es por un cargo (“el sillón presidencial”), la oposición (principista) que pretende convertirse en gobierno en las próximas elecciones, queda sin ningún incentivo (racional) para cooperar con el oficialismo. Si coopera con un gobierno cuyas políticas repudia, lo fortalece, con lo cual disminuye sus propias chances futuras de llegar al poder. Por lo tanto, resulta por completo racional, para la oposición principista, desear que “al gobierno le vaya mal”. Para ilustrar lo dicho con un ejemplo sencillo: si un partido político ecologista tiene, como misión excluyente, frenar la emisión de gases que generan un “efecto invernadero”, y el Presidente de turno -digamos, Trump, Bolsonaro o Milei- niegan o ridiculizan la idea de que exista el “cambio climático”, luego -y de un modo completamente racional- el partido ecologista debe buscar que esas políticas negacionistas lleguen a su fin: todo lo demás es secundario. En un contexto semejante, sería una locura que el partido ecologista citado dijera “necesitamos que al gobierno le vaya bien, porque así al país le va bien”. Todo lo contrario.
En definitiva, me interesó sugerir, en los párrafos anteriores, que opositores sensatos y principistas, razonables y racionales, tienen buenas razones para no cooperar con el gobierno, y aún para desear, con todas sus fuerzas, “que le vaya mal.” Ello así, cuando el éxito del gobierno implique el triunfo de políticas muy objetables (i.e., desprecio hacia los opositores; ataques cotidianos hacia a la prensa; agresión -verbal y material- hacia los grupos más vulnerables; menosprecio hacia la “justicia social”; etc.). En suma, tiene todo el sentido -es correcto y es racional- “desear que le vaya mal” a un gobierno que se jacta de su “desprecio” hacia los principios y requerimientos más básicos de la Constitución.
26 jul 2024
La nota en Ñ sobre Apuntes Italianos. Y gracias!
Este libro es una pausa. Las palabras llegan a lugares inesperados, que no necesariamente pertenecen a la geografía política, más bien abordan la cosmografía humana. Los países son trampolines para hablar de las personas. Y, aunque aparecen los cielos de La Paz, el Tirreno azul y las orquídeas injertadas en los árboles de Río de Janeiro, estos son apuntes personales, donde la mirada va adelante, como una guía no turística que puede abrir el camino de la abundancia en la selva guatemalteca o el de la violencia que irradia el narco mexicano.
Este libro es el descanso del abogado y del sociólogo y del doctor y del profesor y del investigador del Conicet Roberto Gargarella que, esta vez, dedica tiempo a otras palabras, distintas a las de la academia. Menos formales, más rítmicas y a la vez elaboradas, llenas de observación y recuerdos de viajes por Roma, Lima, Atenas, Barcelona, Caracas y Oslo, entre tantas ciudades.
Durante el estado de viaje, un cronista circula atento a las señales del nuevo espacio: está activo y es sensible a lo que ocurre a su alrededor. Aunque Gargarella no es cronista de viajes tiene a mano su caja de herramientas para contar con la soltura del que está ahí, presente con todos los sentidos.
El punto de partida para el détour del sociólogo fue un blog que empezó a escribir hace casi dos décadas, en la época de los blogs, y quizás por eso, porque varias notas datan de años atrás –2008, 2009, 2011–, se lee un mundo menos hiperconectado que el de hoy. Y eso estimula la imaginación y a los nacidos analógicos, les refrescará la memoria pre WhatsApp y pre pandemia. Otro mundo.
Varios de estos apuntes que siguen hasta 2023, surgen de momentos arañados en viajes de trabajo o de situaciones que se producen durante una clase en Chicago, la presentación de un libro, una conferencia en París o un seminario de líderes coyas en Abra Pampa y hasta en un encuentro de juristas progresistas latinoamericanos inaugurado por Hugo Chávez que, a propósito, increpa al autor.
Algún lector de Gargarella, jurista, un colega quizás, podría pensar mientras lee este libro: Mirá vos lo que hacía el doctor mientras lo esperábamos en la sala de conferencias.
Hay textos breves que quizás nacieron de anotaciones en servilletas y notas más extensas con tiempo para reflexiones sobre cultura y política. Es un libro amplio donde, mientras viaja, el autor puede hablar del mozo que le sirve las dos mallorquinas en Barcelona y de la constitución que necesita Israel.
Nápoles.Nápoles.
En un viaje en un tren repleto a Nápoles, el autor consigue un asiento vacío en el último vagón. “El viaje a mi alrededor es puro ruido, ironías por lo bajo, mucha humedad, y en cada estación algo más de gente. Para completar la cosa, ahora le suena el teléfono al orondo, grueso varón que se sienta a mi lado. Nadie lo conoce, pero antes de atender, ya para que ninguno se inquiete, nos anuncia a todos: È mamma”.
Como viajero, Gargarella no se esconde: se sube a un tren y a un ómnibus, anda con su valija a cuestas por las calles, pide scontino en una pensión y confiesa sus rituales de llegada en Madrid y en Oslo, donde casualmente comparte café favorito con Bill Clinton: la panadería Pascal.
A medida que avanza el libro, como si fuera un recolector, el lector va juntando detalles de su biografía y de sus gustos. Se entera de que es hijo de heladeros italianos y de que prefiere el gelato que está hecho con leche, al helado, que se prepara con crema. Una sabe que es de poco caminar y que ama la música de Hermeto Pascoal y que una vez, en Bergen, escuchó en la radio “una música de los cielos” y alcanzó a anotar el nombre del que la interpretaba: Roberto Murolo.
Aunque descanse, Gargarella sigue siendo doctor en leyes y el foco parte de ahí: la escritura está equipada con sus lecturas, estudios, clases y la agudeza del académico que cruza fronteras. Pero ojo: en tránsito, aparece de incógnito el cronista del mundo.
19 jul 2024
27 jun 2024
26 jun 2024
18 jun 2024
Ideas de democracia y gobierno, de Alfonsín a Milei
La Argentina atraviesa un momento muy difícil, en términos democráticos, como ocurre en tantos otros países, gobernados por (así llamados) “populistas”, de derecha o de izquierda. Amparados por el respaldo mayoritario recibido inicialmente, tales Presidentes se dedican a gobernar a su antojo, y buscan socavar el esquema constitucional de controles, descalificando cualquier crítica a su accionar como “golpista”. Se trata de males bien conocidos en nuestro país, en donde, durante una década, el kirchnerismo se defendió de muchos de sus críticos, atacándolos como “destituyentes”. El resultado es idéntico: tenemos que mantenernos en silencio frente a cualquier ocurrencia del poderoso de turno, a riesgo de ser acusados de antidemocráticos. Una extorsión atroz.
En todo caso, ninguna respuesta a los problemas que enfrentamos va a resultar exitosa si previamente no clarificamos la discusión conceptual que allí subyace: la discusión sobre la democracia. A tales efectos, en lo que sigue, voy a presentar algunas breves reflexiones sobre el modo en que, en la Argentina, hemos estado articulando nuestras discusiones sobre la democracia con nuestros debates políticos. Lo haré teniendo en mente las notas básicas que define la Constitución sobre democracia: un sistema estricto de controles; protagonismo del Congreso; rechazo al híper-presidencialismo; y compromiso con modos diversos de participación ciudadana en el proceso de toma de decisiones.
Comienzo con algunas referencias al gobierno de Raúl Alfonsín, en 1983. Entonces, y junto con muchos otros teóricos del derecho y cientistas políticos, Carlos Nino propuso pensar a la democracia en términos ideales para -desde allí- someter a crítica a los arreglos y prácticas institucionales existentes. De modo decisivo, Nino sostuvo que las normas públicas se justificaban sólo si, y en la medida en que, ellas fueran el producto de una discusión amplia e incluyente -habló entonces de una idea deliberativa de la democracia. Esta idea, que parece una mera abstracción, sirvió para dotar de sentido a varios de los proyectos más importantes de la transición democrática. Por ejemplo, ese ideal democrático sirvió para invalidar la ley de “autoamnistía” que los miliares habían escrito, antes de dejar el poder, y para favorecerse a sí mismos. El gobierno de Alfonsín, siguiendo los consejos de juristas como Nino, derogó la “autoamnistía” militar, sosteniendo que, en ausencia completa de debate público y participación ciudadana (los partidos estaban entonces proscriptos, las periodistas eran perseguidos, etc.), esas normas eran directamente “inválidas”: su grado de “contenido democrático” era igual a cero. Esto es decir: los ideales abstractos, a veces, resultan cruciales para actuar en democracia.
Tiempo después, durante los años 90, Guillermo O’ Donnell describió el modo altamente imperfecto en que se encontraban funcionando las democracias en países como el nuestro. Habló entonces de una concepción delegativa de la democracia, a la que caracterizó con una idea fundamental. O’ Donnell sostuvo entonces que, en las democracias delegativas, quien “gana una elección presidencial” asume que “está autorizado a gobernar el país como le parezca conveniente... El presidente es la encarnación de la nación, el principal fiador del interés nacional, lo cual cabe a él definir...Típicamente, los candidatos presidenciales victoriosos se presentan como estando por encima de todo, esto es, de los partidos políticos y de los intereses organizados?” La importante definición de O’Donnell pudo servir, entonces, para entender mejor, y a partir de allí criticar, a democracias de poder concentrado, como la que condujo Carlos Menem. Dicha definición, notablemente, nos sigue sirviendo, en la actualidad, para describir y criticar a gobiernos “populistas”, como el que hoy tenemos (un gobierno que se reivindica como continuación del de Menem). Por lo demás, la descripción de la democracia que propuso O’Donnell era por completo afín a la lectura abstracta ofrecida por Nino -un autor con quien O’Donnell conversaba al respecto.
Durante los tiempos siguientes -la década kirchnerista- muchos disputamos, también, la idea de democracia que parecía dominante. Todos recordamos de qué forma, más de una vez, alguno de los dos integrantes del matrimonio presidencial buscó defenderse de sus críticos, proponiendo una concepción limitada -más bien vacía- de la democracia. Los Kirchner nos decían: “Si no les gusta lo que hacemos, armen su propio partido político, y gánennos las próximas elecciones.” Entonces, muchos argumentamos contra ellos que la democracia era otra cosa, y que de ninguna manera merecía ser reducida a las elecciones. No se trataba -como ellos proponían- de una serie de eventos electorales que se sucedían cada cuatro años, sino, fundamentalmente, de “lo que ocurría en el medio, entre elección y elección”. Reconociendo que la democracia tenía que ver con nuestras disputas de todos los días, lo que debíamos hacer era manifestarnos sobre el gobierno (a favor o en contra), tanto como fuera necesario, para obligarlo a tomar en serio las demandas y necesidades de la ciudadanía. En lo personal, caractericé a esa lectura de la democracia como conversacional o dialógica, aclarando que ese diálogo incluía no sólo “palabras” y “escritos,” sino también enojosas protestas en las calles.
En la actualidad, durante el gobierno de Javier Milei, la discusión sobre la democracia vuelve a ganar fuerza. Como Menem, Milei pretende gobernar por las suyas, con un completo desdén por las instituciones (como la Corte Suprema), y de espaldas a las promesas que anunciara antes de ser electo (el gobierno del pueblo contra la “casta,” se nutre de la “casta” para imponer un “ajuste sin precedentes en la historia” sobre el pueblo). Como los Kirchner, el Presidente considera a sus críticos como enemigos, y descubre conspiraciones en cualquier objeción que recibe. Más que eso, Milei usa fondos públicos para giras privadas; rompe relaciones diplomáticas, como si el país fuera suyo; y despliega su cotidiano odio, como si fuera el nuestro. Nos avergüenza en público humillando a líderes prominentes y ciudadanos de a pie. Dice vivir en “un país de zurdos”, e insulta con groserías diarias a esos “socialistas” que, según él mismo, somos todos nosotros. El punto es: nadie lo ha autorizado para nada de eso, él no tiene ningún derecho a hacer lo que hace con impunidad y a su antojo. Nuestra república democrática no constituye un reinado, no admite privilegios, no reconoce prerrogativas ni fueros personales. No vivimos en una democracia “delegativa”, en donde el mandatario puede hacer como quiere, y actuar como se le antoje. Nuestra democracia constitucional, por lo demás, está íntimamente comprometida con la “justicia social” que él repudia (el 75 inc. 19 pide proveer al “progreso económico con justicia social”); obliga a que el Presidente se someta a controles, y le ordena (aunque a él no le importe) que pida permiso al Congreso antes de salir del país (99 inc. 18); define que las leyes sean exclusivo producto del Congreso, y considera nulas “de nulidad absoluta e insanable” las normas legislativas que emita el Ejecutivo (99 inc. 3). Más todavía: nuestra Constitución consagra una forma “deliberativa” (arts. 78, 83, 100 inc. 9, 106), y favorable a la participación popular en el proceso de toma de decisiones (arts. 37, 39, 40). En definitiva, aunque no lo quiera entender, aunque nos cueste hacérselo entender, el Presidente no puede actuar como un niño caprichoso: nuestra democracia es otra cosa, y nuestra Constitución le exige que se comporte de otro modo.
26 may 2024
Contra "Contra la Corriente" (libro de F.Morgenstern sobre Jaime Malamud Goti) (Versión bastante extendida)
Publiqué en Seul sobre (contra) el libro Contra la Corriente https://seul.ar/morgenstern-malamud/
Aquí presento la versión (bastante) extendida de ese texto, y con notas al pie
Juicios
de lesa humanidad, teorías interpretativas, y disputas penales. Discusiones en
torno al libro Contra la corriente, de Federico Morgenstern (Buenos
Aires, Ariel, 2024)
Roberto Gargarella
Introducción
En las líneas que siguen,
quisiera avanzar algunos comentarios sobre el libro recientemente publicado por
Federico Morgenstern, Contra la corriente. Confieso desde el comienzo
que tomaré al libro como excusa para reflexionar sobre temas de teoría jurídica
de primera importancia. Me refiero a cuestiones relativas a cómo debe
interpretarse el derecho (i.e., ¿de acuerdo a principios estrictos o -como
señala irónicamente Morgenstern- conforme a “la cara del cliente”); discusiones
relacionadas con el modo en que pensamos las garantías penales (i.e., ¿deben
aplicarse ellas a condenados por crímenes de lesa humanidad, como en el caso de
la prisión domiciliaria?); y disputas sobre los vínculos entre “derecho y
moral” (por ejemplo: ¿“moralizamos” indebidamente al derecho cuando pedimos
-como ocurriera en el caso “Muiña”- que un condenado por crímenes de lesa
humanidad no se beneficie por una norma que en apariencia no abarcaba a ese
tipo de delitos, y que rigió apenas meses, cuando él se encontraba prófugo?).
Al “tomar al libro como excusa” para discutir sobre estos temas, estoy seguro,
no estaré siendo injusto con el autor, que en buena medida hace lo mismo con
Jaime Malamud Goti: su excusa perfecta -tal como él confiesa al comienzo de su
obra- para “ajustar cuentas” con el “pasado y presente” del derecho argentino
(p. 38).
Antes de abordar
críticamente al libro, permítanme elogiar el emprendimiento y los logros de su
autor. Éstas serán, como otras veces, loas que precederán a (loas que anuncian)
una serie de críticas por venir (me interesará decir, en particular, que la
línea de argumentos principales que presenta el libro se basa en la
descalificación de las posiciones que se le oponen, y la presentación de los “adversarios
teóricos” en su peor o más absurda versión imaginable). En todo caso -aclaro-
los elogios que quiero ofrecer para la obra y para Federico Morgenstern (un
colega y ex alumno a quien aprecio y respeto) son por completo genuinos. A
favor del libro, y de quien lo escribe, quiero decir que se trata de un texto
muy bien escrito, ameno, muy divertido (con vocación de excéntrico), que gira
especialmente en torno a una figura excepcional, y que no ha conseguido el
reconocimiento público que su obra y acción pública (a veces heroica) sin dudas
ameritan: Jaime Malamud Goti. Jaime -también un querido y admirado colega- desempeñó
(junto con Carlos Nino, Genaro Carrió, Eduardo Rabossi, y Martín Farrell, entre
otros) un papel absolutamente decisivo en las primeras discusiones jurídicas que
se dieron en los inicios de la transición democrática. Él fue, sobre todo, una
figura decisiva en la arquitectura jurídica del “Juicio a las Juntas”, esto es,
el logro más importante, emocionante y digno de la perturbadora historia
jurídica argentina. Por esta sola razón -digamos, por la reivindicación que
hace de la figura de Jaime- el libro resulta valioso y digno de toda nuestra
atención.
Ahora bien, como deja en
claro Morgenstern, desde un comienzo, su libro es mucho más que eso -una
biografía de, o un reencuentro con Jaime Malamud Goti. Aunque “el espíritu del
libro es celebratorio” -confiesa el autor- se trata también de “un ajuste de cuentas
con el pasado y con el presente” del derecho argentino. Así, en la primera
parte de la obra, nos encontramos con un repaso sobre la vida e influencia de
Jaime Malamud Goti (sobre la política de derechos humanos en la Argentina y
sobre Morgenstern); mientras que, en la segunda, hay menos Jaime y más un
examen sobre el devenir “jurídico argentino en materia de lesa humanidad” (con
especial atención al trabajo del gran penalista que ha sido Marcelo Sancinetti,
y una serie importante de referencias hacia otros teóricos del derecho
relevantes -como Ernesto Garzón Valdés y Roberto Bergalli- y sus objeciones a
la política de derechos humanos de Alfonsín). A través de un relato tan rico
como deshilachado y arbitrario, el autor va llevando adelante su anunciado
“ajuste de cuentas”. Ello así, por un lado, discutiendo a renombrados
penalistas argentinos -Eugenio Zaffaroni, Julio Maier, Daniel Pastor entre
ellos; y por otro, defendiendo, un poco a los gritos, las posturas que él mismo
sostuvo, ya sea en debates públicos, ya sea como secretario letrado de Carlos
Rosenkrantz, en torno a los fallos y decisiones adoptadas durante la (así
llamada) “segunda ola de juicios de lesa humanidad”. En este último respecto, Morgenstern
presenta algunas ideas que tratará en un libro próximo que (conforme adelantara
en una conversación con Gustavo Noriega) estará destinado a criticar a quienes
piensan las decisiones jurídicas a partir de “la cara del cliente”. Más
todavía, en Contra la corriente, el autor bosqueja su propia aproximación
a la teoría del derecho: una teoría relacionada con la noción de los
“principios neutrales” defendida por el jurista Herbert Wechsler en los Estados
Unidos. En lo que sigue, me ocuparé de examinar sólo algunos de los muchos e
importantes “hilos” que el libro presenta y deja tendidos para que retomemos.
¿Principios neutrales?
Si el “sujeto” que
recorre la obra es Jaime Malamud Goti, un tema que la unifica parece ser el de
la aplicación estricta o “neutral” del derecho, un compromiso que Morgenstern
sostiene en modo polémico, políticamente incorrecto, y en directa confrontación
con lo que dicen (o les hace decir a) muchos de sus colegas. Morgenstern
batalla ferozmente, en su libro, contra una visión alternativa del derecho,
conforme con la cual “la identidad de los litigantes” -y no la letra de la ley-
aparece como la “variable decisiva” a la hora de pensar sobre las sentencias
judiciales. De acuerdo con esta postura alternativa, el derecho aplicable
aparece apoyado en “consideraciones construidas exclusivamente en función del
resultado deseado” (p. 43). Para que se entienda, esta visión, en la Argentina,
aceptaría renunciar a los principios y garantías básicos del derecho liberal,
si quienes son juzgados formaron parte del Proceso de Reorganización Nacional
(i.e., no les concedería la prisión domiciliaria, aunque tuvieran la edad para
reclamarla; o los mantendría en el encierro, aunque lleven años como procesados
sin condena). En el sostén de estas posturas, y por el modo en que lo hace,
Morgenstern se alinea con las posiciones defendidas por Andrés Rosler -uno de
sus mentores y principales referencias académicas.[1] Con Rosler, la obra de
Morgenstern muestra notables coincidencias de fondo -las (saludables)
obsesiones académicas que ellos comparten- y de forma -una vocación por incluir
algún chiste culto o adelantar comentarios políticamente incorrectos que, en
ocasiones, parece primar sobre la discusión del argumento sustantivo que presentan.
En lo personal, no
coincido en absoluto con los contenidos del argumento teórico que recorre el
libro (ni con los modos, más bien agresivos, en que se lo defiende). En todo
caso ¿por qué es que puede decirse que la línea ácida que define al libro -la
crítica a la visión que piensa el derecho de acuerdo con “la cara del cliente”-
resulta fundamentalmente implausible? Las razones son múltiples, comenzando por
el modo en que el autor reconstruye las posiciones que va a criticar. A dicha
reconstrucción le resulta aplicable el mismo tipo de críticas que Morgenstern
le dedica a la posición que objeta. Se advierten allí “consideraciones
construidas exclusivamente en función del resultado deseado”.
En efecto, debiera ser
obvio para cualquier lector (digamos así, “neutral”) que la posición que se
critica en el libro -hacer derecho de acuerdo con “la cara del cliente”-
resulta palmariamente indefendible: ¿quién podría (no digo admitir sino, al
menos) argumentar públicamente en favor de algo parecido a ello? ¿Conocemos
realmente a autores dispuestos a sostener una torpeza o enormidad semejante? Este
solo dato debería constituir un llamado de atención para quienes pretenden leer
el libro de Federico con la mejor buena fe posible. Buena parte de la
argumentación que presenta Contra la corriente (un libro que hace y
discute muchas cosas) se basa en la “construcción de un enemigo de paja” (precisamente
“en función del resultado deseado”). Esta decisión -presentar al adversario en
su peor versión o su versión más boba- es directamente contraria a la que
aconsejaba John Rawls, cuando decía que “una doctrina no es juzgada de ningún
modo hasta que no es juzgada en su mejor forma” (Rawls 2007, xiii).[2]
Frente a la posición
(ridícula, insostenible, y de hecho no sostenida por nadie) de quien propondría
que el derecho se oriente “conforme a la cara del cliente”, Morgenstern presenta
como correcta (“ganadora”) a la postura propia (o la de Rosler, o la del juez
Rosenkrantz): una victoria demasiado fácil. Al respecto, Federico toma como
modelo a la posición que defendiera Herbert Wechsler, en los Estados Unidos
-una postura que Wechsler desarrollara en polémica contra la result oriented jurisprudence (la que se
define conforme al resultado que pretende alcanzar). Para Wechsler, el “test”
que debía aplicarse en la resolución de los casos era el de los “principios
neutrales”. La pregunta clave, al respecto, es si el juez aplicaría el mismo
principio que aplica en el caso, si las personas beneficiadas por su decisión
fueran otras, que le generan desagrado político o moral. Tratando de ser
consecuente con el principio enunciado, Wechsler se hizo famoso (y ganó
atractivo para el iconoclasta Morgenstern) criticando el fallo más elogiado en
la historia de la jurisprudencia norteamericana -el fallo de la igualdad
racial; el que terminó con la segregación racial en las escuelas, Brown v. Board of Education (1952/1954)-
al que consideró inconsistente, y producto del mero deseo de los jueces de
alcanzar dicho resultado (igualitario). Wechsler sostuvo entonces que no podía
identificar, en el célebre fallo, cuál era el “principio neutral” igualmente
aplicable a “un Negro o a un segregacionista.”[3]
Dicho lo anterior, y sin
pretensión de refutar la teoría de Wechsler (que apenas he presentado), apunto
algunas ideas, sólo para comprender mejor el debate en juego.[4] Primero: la idea de que no es
posible o no es fácil encontrar un “principio neutral” aplicable a una decisión
como la de Brown es curiosa, apenas
se la piensa un poco. Son muchos los “principios neutrales” que, bajo
reflexión, se nos aparecen enseguida. Para citar solamente algunas propuestas
conocidas, el profesor Louis Pollak sugirió un principio del tipo “No majority
race should subjugate a minority race”. Ronald Dworkin (a quien el juez Learned
Hand contratara para discutir, justamente, su “Holmes Lecture” sobre Brown) pudo
sugerir un principio diferente: “todas las personas deben ser tratadas con
igual consideración y respeto.” Esto es decir -contra Wechsler o Morgenstern-
parece perfectamente posible subsumir Brown
bajo un “principio neutral”.[5] Segundo, y lo que resulta más
importante: la breve consideración anterior sugiere un problema más estructural
o de fondo, que afecta a la teoría de Wechsler, y explica en buena medida su
pérdida de fuerza y su caída en desuso. Parece haber “principios neutrales”
para todos los gustos (lo cual no es un argumento en contra, sino a favor, de
los principios “con contenido moral”). Decir, entonces, que una cierta
decisión jurídica se ajusta (o no) a un “principio neutral” implica, finalmente,
decir demasiado poco.
¿El derecho “conforme a
la cara del cliente”? Sobre el “2 x 1”, el devenir del caso “Muiña,” y la
existencia de desacuerdos interpretativos razonables
Frente a la aproximación
teórica que defiende Morgenstern (la, en su momento interesante, pero hoy
pálida y alicaída, teoría de Wechsler), nuestro autor presenta a la que define
como su contracara, esto es, la postura de Stanley Fish. Fish es un profesor de teoría literaria, posmoderno, seguramente
muy valorado por sus estudiantes y seguidores, pero que ningún juez ha tomado jamás
en serio, y que resulta completamente marginal dentro de la teoría jurídica
contemporánea. De acuerdo con Morgenstern, para Fish “lo que cuentan son los
compromisos morales” (p.45). Fish se quejaría porque -sigo citando a Federico-
“los argumentos basados en principios llevan a resultados horribles” (sic) y
“se hacen cosas malas” en su nombre (sic), cosas “contrarias a la agenda del
liberalismo” (ibid.). Me pregunto: ¿qué puede explicar la necesidad de colocar
en “el centro del ring” a un profesor de literatura, marginal en el derecho, a
la hora de ilustrar las inconsistencias de la teoría que se critica? ¿Qué
sentido tiene, por lo demás, recuperar de ese modo una postura como la de Fish,
que -conforme a la curiosa reconstrucción de Morgenstern- propondría dejar de
lado a los principios fundamentales del derecho porque generan resultados
“horribles” y “cosas malas”? ¿Qué explica dicha actitud, sino la vocación de
obtener una “victoria fácil”, ridiculizando al “enemigo”?
Ahora bien, la “victoria”
que busca obtener Morgenstern, con el respaldo de dicha desnivelada discusión,
no es un triunfo dentro del debate académico anglosajón (el autor aparece ajeno
a dicho debate, y las discusiones en torno a Wechsler y los “principios
neutrales” se diluyeron hace muchas décadas). Lo que le interesa el autor es
intervenir en la discusión política-jurídica argentina, para “ajustar cuentas”
contra algunos colegas que intervinimos en algunos debates particulares: los
relacionados con “la segunda oleada de los juicios de lesa humanidad”. Tales
debates incluyeron, en particular, polémicas jurídicas surgidas en torno a
ciertos fallos (“Muiña,” “Batalla”) y leyes (como la “ley interpretativa”
27362) en los que Morgenstern intervino de modo activo -así, en particular, a
través de argumentos luego utilizados desde la Corte Suprema, por el Juez
Carlos Rosenkrantz, a quien él asesorara en tales temas. Por las dudas, aclaro
que dicha pretensión (la de apelar a teorías abstractas para intervenir en la
discusión política local) me resulta comprensible y encomiable, más allá de que
no acuerde con los “argumentos” a los que recurre el autor para defender su
postura.
En este punto,
Morgenstern se muestra molesto con quienes adoptaron posturas diferentes de la
suya (o la de Rosenkrantz, o la de Rosler, o -en parte- a las del propio
Jaime). En particular, él aparece llamativamente irritado frente a posiciones
tomadas en los temas de lesa humanidad por algunos ex miembros del grupo de
asesores que trabajara con Carlos Nino -él menciona a mis amigos Marcelo
Alegre, Hernán Gullco, Roberto Saba, y a mí mismo. El problema (con él o con
ellos) se habría originado por las críticas que todos nosotros hicimos a la
decisión de la Corte en el caso “Muiña,” cuando el tribunal aplicó el principio
liberal de la “ley más benigna” -en este caso la ley “2 x 1” (desde nuestro
punto de vista, incorrectamente) en un caso de lesa humanidad.
Dejando de lado las
inaceptables provocaciones que formulara el autor, y que ninguno de mis amigos
merece, [6] voy a centrarme brevemente
en la disputa que el autor encara conmigo. Según parece, Federico identifica mi
visión en la materia como paradigmática de la de quienes, en la Argentina,
hacen derecho “mirando la cara del cliente”. De manera especial, él se aferra,
en su crítica a mi postura, a un texto que escribí hace muchos años,
primeramente en mi blog (seminariogargarella.blogspot.com), y en donde
hablara, entre otros temas, de “el test de la mirada” que Morgenstern describe
de un modo desopilante, y que genera miedo de solo leerlo. Conforme al test que
propongo -según la curiosa reconstrucción de Federico- “las garantías penales
quedarían supeditadas a que los acusados puedan ver a los ojos al resto de la
sociedad para convencerla de que son merecedoras de esas garantías” (p.43).[7] Contra mi postura (así
descripta), Morgenstern sostiene que el derecho debe “procurar la consistencia
y evitar el doble estándar” que aparece cuando “se condena a un oponente por
hacer o decir algo que sería excusado o aprobado” si lo hubiera hecho un “amigo
o aliado” (p. 56).
La discusión que se abre
en este punto -que me afecta directamente- es amplísima, pero aquí me
contentaré con marcar unas pocas cuestiones que espero nos permitan hablar de
los asuntos en juego en términos más generales. Lo primero que marcaría es que
su reconstrucción de una postura como la mía reproduce el problema que ya habíamos
detectado en su obra, en relación con su presentación de la posición con la que
rivaliza (el “derecho según la cara del cliente”) o en su resumen de una
postura como la de Stanley Fish (“estoy en contra los principios legales,
porque generan resultados horribles y producen cosas malas”). Quiero decir,
ante todo: no se puede hacer derecho o crítica teórica presentando al rival
en su versión más implausible o ridícula. En segundo lugar, yo, como tantos
críticos de “Muiña”, no objetamos el fallo de manera inconsistente y a partir
de un “doble estándar” (“no nos gustó porque favorecieron a un represor”). En
lo personal, hace décadas que defiendo posiciones principistas y garantistas al
extremo, en la materia (y por ello muy polémicas). Por partir de donde parto,
no he estado nunca de acuerdo con la negación de la prisión domiciliaria para
los represores a quienes, por su edad, les corresponde dicho beneficio; ni me
ha parecido jamás permisible el mantenimiento en prisión de personas procesadas
pero sin condena; o me he pronunciado por el valor de las comisiones de verdad;
o he criticado -para todos los casos, sin excepción- la privación de libertad
como “primera y común respuesta” del derecho.[8] Quiero decir, la crítica de
Morgenstern en la materia (crítica según la cual personas como yo mantenemos un
“doble estándar”) es por completo falsa: a mi pesar, defiendo cotidianamente
posiciones controvertidas, que generan respuestas agresivas hacia lo que digo,
desde los más diversos ángulos del espectro político. En tercer lugar (algo que
me resulta notable y llamativo) el texto que escribiera y en el que se basa
Morgenstern para criticarme (el del “test de la mirada”), argumenta
explícitamente contra los operadores jurídicos que recurren a artilugios
interpretativos para hacerle decir al derecho aquello que tienen ganas de que
el derecho diga. Esto es: como prefiere Morgenstern, el objeto de mi crítica
son las interpretaciones “cualunquistas” o cínicas del derecho.[9] Quiero decir, la crítica
de Morgenstern equivoca radicalmente su blanco, cuando me ataca por no hacer lo
que explícitamente hago; o me acusa por hacer lo que rechazo que se haga. En
cuarto lugar, y lo que es más importante, la crítica que yo, como tantos,
hicimos a un fallo como el de “Muiña,” lejos de basarse en la mera preferencia
por obtener un resultado determinado (result oriented jurisprudence), se
afirma en una postura garantista y principista, basada en una teoría
interpretativa razonable que, simplemente, es distinta de la que afirma
Federico. Quiero decir: la disputa en juego no es una que sitúa, por un lado, a
los “garantistas” que pretenden aplicar el derecho de modo estricto “caiga
quien caiga” y, por el otro, a los “salvajes” que quieren hacer trampas con el
derecho, para aplastar a sus enemigos. Se trata, más bien, de una disputa entre
garantistas que leen el derecho de modo diferente, a partir de los
razonables desacuerdos que los separan. Reconocer esto sería "tomar en
serio la discusión," y no “sobrarla,” de manera ofensiva o arrogante, para
dejar a los rivales “cantando karaoke.”
Para el caso particular
del fallo “Muiña,” me interesó sostener (no que Muiña debía ser privado de los
beneficios derivados de la vigencia del derecho penal liberal y la ley más
benigna, sino) que no era nada obvio que la persona del caso (no importa si era
un represor o un monje que había cometido crímenes aberrantes) pudiera alegar
en su favor una norma que rigió muy poco tiempo, mientras él estaba prófugo de
la justicia, y regía una amnistía para los crímenes de lesa humanidad (lo cual
nos permite reconocer que los legisladores dictaron el “2 x 1” sin reflexionar,
naturalmente, sobre el impacto que podía tener dicha medida en relación con los
crímenes aberrantes de la dictadura). En mi blog, ilustré la situación con este
ejemplo "¿Qué razón puedo alegar yo, frente a mis conciudadanos, para que
no me apliquen las penas vigentes en el 2000 (cuando cometí el crimen); ni las
vigentes en el 2002, cuando es electo el actual gobierno: ni las vigentes en el
2003, que es cuando me encuentran; ni las vigentes en el 2004, que es cuando me
condenan; sino las del 2001, que es cuando estaba prófugo?" Ello, sin
entrar a considerar todavía el hecho fundamental de que el régimen penal que
rige para condenados por lesa humanidad, se encuentra sometido a principios
(vinculados con el derecho internacional de los derechos humanos) que no son
idénticos a los que rigen sobre “presos comunes” (a ellos se refería la ley del
“2 x 1”). Quiero decir: el caso “Muiña” estaba lejos de tener una solución
obvia -la propiciada por Rosenkrantz o por Morgenstern. O, en otros términos,
el “derecho penal liberal” no se encuentra obviamente de su lado (y, por lo
demás, existen muy buenos argumentos -liberales- para sostener las posiciones
que afirman sus “adversarios”).
Por todo lo dicho, una
conclusión como la que me atribuye Morgenstern, conforme con la cual las
garantías constitucionales deben resultar -a mi criterio- dependientes de la
capacidad del acusado de (mirarnos a los ojos y) convencernos de que las
merece, es falsa (a sabiendas, diría), absurda y por lo tanto ofensiva: las
garantías constitucionales son incondicionales, y en todo caso el problema consiste
en delimitar los alcances precisos de su extensión. La mala noticia, en todo
caso, no es que el derecho liberal no rige, sino -simple y obviamente- que el
derecho actúa y se aplica dentro de un marco social de desacuerdos, que nos
obliga a pensar, precisar y justificar nuestras teorías interpretativas, en
lugar de simplemente darlas por buenas.[10] Morgenstern, en todo caso,
y frente a sus críticos, adopta la estrategia del “lecho de Procusto”:
asumiendo que quienes no pensamos como él tenemos determinada ideología que él
repudia, deduce que entonces debemos estar pensando lo que no pensamos; que
defendemos resultados que repudiamos; y que desconocemos garantías que
incondicionalmente reivindicamos: una pura “tontería en zancos.”
Sobre leyes y teorías
interpretativas
El último giro que trajo “la
saga Muiña” (giro interesantísimo, sobre el que he escrito, pero que aquí sólo
mencionaré de modo breve)[11] tiene que ver con la “ley
interpretativa” 27362. Dicha norma fue aprobada de forma unánime (menos un
voto) por el Congreso de la Nación, luego de una multitudinaria movilización
popular, y dispuso la inaplicabilidad del cómputo del ‘2x1’ a los crímenes de lesa
humanidad. La ley fue seguida de una nueva decisión (razonable) de la Corte, en
“Batalla” (con disidencia de Rosenkrantz), para revertir su decisión previa en
“Muiña”.[12]
Para Morgenstern y su círculo, la resolución de todo ese proceso (críticas a
“Muiña”-movilización popular- ley interpretativa aprobada de forma casi
unánime- “Batalla” revirtiendo “Muiña”) representó un escándalo jurídico (“la
muerte del derecho penal liberal en la Argentina”).
Desde mi punto de vista,
lo ocurrido nos habla de una situación difícil y trágica, pero no de un horror
jurídico que derivó en (algo así como) el fin del derecho penal liberal en la
Argentina. Para comenzar por lo obvio: debe resultar claro para cualquiera,
apenas mira a su alrededor, que nada de lo ocurrido desde entonces (desde la
decisión de “Muiña,” digamos) representó, de ninguna manera, el colapso del
derecho penal liberal en la Argentina. Las garantías penales regían entonces y
siguieron rigiendo desde entonces, y ningún analista serio puede sostener (algo
así como) que “se terminó el estado de derecho en la Argentina”. Nadie piensa
que haya habido un “antes y un después” en materia de garantías, a partir del
caso “Muiña.” Otra cosa es mantener -como yo también lo hago- que nuestro
derecho penal, desde siempre (y de forma por completo independiente de “la saga
Muiña”), convive con situaciones anómalas e indefendibles (i.e., procesados
detenidos sin condena, durante años: ya sea sujetos que han cometido faltas
menores, como el tráfico de estupefacientes, ya sea criminales de lesa
humanidad).
Morgenstern o Rosler
parecen sostener, en cambio, la tesis de “un antes y un después” de “Muiña”. Permítaseme
señalar, como nota al pie, que es curioso que Morgenstern se refiera al
desmoronamiento del derecho penal liberal en la Argentina, a partir de la
discusión de un caso difícil y muy acotado (la aplicación de los beneficios del
“2 x 1” a los condenados por crímenes de lesa humanidad), a la vez que celebra
el coraje cívico y la “adultez” de Jaime Malamud Goti (el “adulto en la sala”,
p. 173) al redactar y propiciar la controvertida “ley de obediencia debida”.
Como dijera Nino, en su momento, dicha ley implicó vulnerar gravemente el
principio de igualdad ante la ley, reivindicando socialmente a quienes habían
secuestrado y torturado.[13] En todo caso, cabría
señalar que, si hubo una quiebra grave del derecho penal liberal (una
construcción del derecho a partir de “la cara del cliente”), en la Argentina,
fue a partir de esa “ley de obediencia debida” que -debe quedar claro- excedía
indebidamente los compromisos anunciados en campaña, por el Presidente Alfonsín
(como se le criticó en los debates legislativos, la “obediencia debida” abarcó
casos de secuestros extorsivos o de tortura que se asumían originalmente
excluidos de cualquier “obediencia razonable” o “esperada”: se trataba de
excesos inaceptables, y que la “ley de obediencia debida”, a pesar de las
limitaciones que establecía, todavía receptaba como “obediencias debidas”).
Repito, entonces: ¿cómo celebrar la “adultez” de Jaime, al propiciar esa “ley
de obediencia debida” y, al mismo tiempo, desgarrarse las vestiduras por el
colapso del derecho penal liberal, con la interpretación del “2 x 1” (cuestión
a la que Federico denuncia como la llegada de un derecho penal “conforme con la
cara del cliente”)? ¿Será, simplemente, que lo que se busca con el libro es
otra cosa (i.e., privilegiar los comentarios polémicos o políticamente
incorrectos, con completa independencia de toda preocupación por la
“consistencia” y ausencia de “doble estándar” que se reclama desde las primeras
páginas)?
De manera similar, Rosler,
en el texto citado de 2018 (sobre “el estado de derecho para todas las
estaciones”), trivializa el conflicto interpretativo en juego declarando,
simplemente, que el Congreso se equivocó al dictar la ley interpretativa, y que
la Corte se equivocó también, en “Batalla”, al reconocerle valor a esa ley.
Ello así como si, de algún modo, y a través de dicho proceso, se hubiera
buscado ajusticiar a los enemigos del pueblo, vulnerando lo establecido por el
derecho argentino. Subraya Rosler: “semejante disposición” -la ley 27362- “es
claramente inconstitucional, tal como surge hasta de una muy rápida lectura del
art. 18 de la Constitución”. Según entiendo, éste es, precisamente, el tipo de
afirmaciones arrogantes que no podemos hacer: frente a un caso difícil, que nos
exige un enorme esfuerzo interpretativo, y en el que intervienen la ciudadanía,
todo el Congreso y la Corte, con posiciones compartidas, afirmo que, en verdad,
el que lleva la razón soy yo, proclamando que la resolución del caso es
“claramente inconstitucional”, según la rápida lectura que hago del artículo
18. Reclamaría, frente a tales dichos, un poco de modestia constitucional
-alguna duda sobre la fortaleza y “verdad” de la propia posición.
Para que se entienda lo
señalado: no estoy afirmando que la interpretación correcta de una norma
controvertida es la que surge del otro lado de la ecuación, esto es, la que
ocasionalmente (“en la plaza”) recibe respaldo mayoritario. Estoy simplemente
resistiendo la postura elitista que afirma “yo soy quien entiende el
significado del derecho; todos los demás están haciendo derecho conforme con la
cara del cliente” (haciéndole “trampa” al derecho para condenar a su enemigo). Esto
no es así: no discutimos, aquí, sobre si vamos a respetar o no el principio de
“debido proceso” o “ley más benigna”, sino sobre la aplicación del principio de
“ley más benigna” en un caso muy difícil. El caso era difícil, insisto, por
varias cuestiones a las que me refería en mi texto del 2018: i) el legislador
dictó la ley del 2 x 1 consciente de que los beneficios que dicha ley reconocía
no iban a aplicarse sobre los delitos de lesa humanidad, entonces amnistiados;
ii) el delito en cuestión (desaparición de personas) es un delito “continuo”,
que por lo tanto el acusado “lo seguía cometiendo” (el Código Penal y el
principio de ley más benigna aludiría en cambio a delitos ya terminados); iii)
los crímenes de lesa humanidad siempre “corrieron por cuerda separada” en
relación con los demás delitos, tanto por su gravedad, como por las exigencias
de la comunidad internacional en la materia.
Tales situaciones no
representan un “invento” destinado a manipular al derecho a nuestro gusto
(conforme con “la cara del cliente”), a partir de la “excusa” de una grave
dificultad interpretativa. Esto es, sin embargo, lo que sugiere Rosler en su
texto del 2018, cuando sostiene -banalizando la discusión una vez más- que “no
faltan los acólitos de Chavela Vargas que creen que la sola existencia de gente
que cree que la ley del 2 x 1 requiere una ley interpretativa demuestra que la
ley del 2 x 1 no es clara”. Desde mi punto de vista, nos enfrentábamos entonces
a una trágica cuestión interpretativa, propia de un caso muy difícil, y optamos
por buscar la respuesta de un modo que, en principio, podemos considerar
democrático y constitucional, esto es, recurriendo a todo nuestro aparato
institucional, en sus máximos niveles (incluyendo al Congreso, que respondió de
forma casi unánime, y a los tribunales, que incluyeron la intervención de la
Corte, es decir, a su máxima instancia). En una democracia constitucional, dicha
vía de respuesta -o, más bien, el procedimiento escogido para obtenerlo-
resulta, en principio, razonable y sensato: se trata del modo en que las
democracias consolidadas buscan actuar, esto es, consultando a los órganos
democráticos y habilitando la intervención de todos sus organismos de control.
Lo dicho nos refiere a (o
torna visible) un último punto, que aquí meramente menciono, y que tiene que
ver con las teorías interpretativas. El hecho es: lo admitamos o no, siempre
recurrimos a teorías interpretativas, para dar respuestas a los interrogantes y
dudas jurídicas que se nos aparecen. Estamos interpretando el derecho (o
directamente proponiendo, de forma más o menos explícita, una teoría
interpretativa) cuando decimos “el problema se resuelve así porque es lo que
dijo el constituyente”; o “esto es lo que había escrito (Juan Bautista) Alberdi
en su proyecto originario;” o “esto es lo que significa la expresión ‘más
benigna’ según el diccionario”; o “ésta es la conclusión a la que llega toda la
doctrina comparada;” o “esto es lo que establece la Declaración de los Derechos
Humanos”; o “esto es claramente inconstitucional, como se deduce de la rápida
lectura que hago del artículo 18”. Cualquiera de estas afirmaciones nos
compromete con una particular teoría interpretativa (originalista; del “living
tree”; teleológica; de interpretación literal; etc.). Quiero decir: el mundo de
la interpretación jurídica no se divide entre quienes nos proponemos
interpretar el derecho y quienes simplemente “lo leen” y nos revelan su sentido
“verdadero”. El mundo jurídico se divide, más bien, entre doctrinarios que
sostienen teorías interpretativas diferentes. La teoría interpretativa por la
que yo abogo (y que no voy a defender aquí, porque ya lo he hecho en otros
lados), tiene que ver con las concepciones “dialógicas”, y sostiene que, ante
los casos difíciles (i.e., cómo pensar el aborto, o el matrimonio igualitario,
o las leyes del perdón), lo mejor que podemos hacer es (no votar simplemente,
ni imponerle a nadie nuestra visión sino) recurrir a un proceso de discusión
colectiva, que incluya a la sociedad civil, y a todo el aparato institucional y
de controles del que disponemos.[14] En tal sentido, y por
ejemplo, la discusión que iniciamos en el 2018 sobre el aborto (y, entonces,
cómo interpretar ideas como las de “vida” o “libertad” o “dignidad” en temas de
salud reproductiva, a la luz de nuestro derecho “local” y el derecho
internacional de los derechos humanos) representa una excelente muestra del
tipo de procesos por los que abogo: frente a nuestros más fundamentales
desacuerdos jurídicos, necesitamos abrir una discusión pública, en la que
intervenga, en lo posible (y como ocurriera entonces) toda la sociedad, y en la
que participen, de forma también protagónica, todo nuestro entramado
institucional, incluyendo obviamente al Congreso y a la Corte Suprema. No digo
que todos los casos posibles puedan o deban resolverse así, sino que señalo que
hay muchas formas razonables de pensar y resolver los desacuerdos jurídicos que
tenemos (y no una sola: la que se sostiene en libros como Contra la
corriente).
Conclusión
Concluyo volviendo al
comienzo. Me interesó, en las páginas anteriores, tomar la ocasión de la
llegada de este nuevo libro de Federico Morgenstern -que celebro- para debatir
sobre algunos de los muchos temas, y las muchas cuestiones jurídicas
fundamentales que la obra plantea. El libro de Morgenstern nos ayuda a
revalorizar el enorme valor del trabajo y los aportes realizados por un jurista
algo olvidado -Jaime Malamud Goti; nos fuerza a repensar cuestiones
fundamentales de teoría interpretativa; nos exige discutir sobre los modos en
que pensamos sobre los casos difíciles en la Argentina (muy en especial, los
relacionados con los juicios de lesa humanidad); nos sugiere volver a indagar en
torno a las relaciones entre derecho, moral y política, etc. Por todas las
razones anteriores, y más allá de las muchas críticas que me merece, quiero
aplaudir la publicación de Contra la corriente, el importante estudio
que nos presenta Federico Morgenstern.
[1] Andrés Rosler, Si quiere una garantía compre una tostadora,
Buenos Aires: Ediciones del Sur (2023).
[2] John
Rawls, Lectures on the History of
Political Philosophy, Harvard U.P. (2007).
[3]
Wechsler presentó esa
postura, entonces polémica, en su conocida “Holmes Lecture”, que ofreciera en
la Universidad de Harvard de 1959, un año después de otra notable “Holmes
Lecture”, elaborada por el juez Learned Hand, también de modo crítico hacia el
fallo Brown (en el caso de Hand, en
razón de la actitud “activista” asumida por los jueces).
[4]
Tal vez tenga sentido
recordar que Wechsler argumentó, en su momento, desde una escuela floreciente
(algo conservadora) -la del Legal Process- que abogaba por la estricta
separación entre “derecho y política”, y buscaba diferenciarse de la influyente
escuela (algo progresista) de los “Realistas” (Legal Realists) quienes, a
comienzos del siglo xx, describían al derecho vigente como uno íntimamente
vinculado con (sino directamente dependiente de) la política.
[5] Valga decir, por lo demás, que ya
hace mucho tiempo que nadie parece “discutir Brown”, o pensar que el mismo nos
refiere a un fallo “político”, o propio de una facción “progresista” o
“conservadora”, deseosa de imponer su visión sobre la visión contraria. Dentro de la doctrina, tanto conservadores
como liberales parecen estar plenamente de acuerdo con él: ya nadie lo
cuestiona seriamente. En tal sentido, y
por ejemplo, Cass Sunstein (el constitucionalista más leído de las últimas
décadas), en uno de sus últimos libros, directamente presenta a Brown como
principal ejemplo de un “caso de referencia” o benchmark. Cass Sunstein,
How to Interpret the Constitution, Princeton
University Press (2023).
[6] En su interesante conversación con
Gustavo Noriega, Morgenstern llega a responder -de forma insolente y temeraria-
que “el problema no es Nino, sino los discípulos de Nino…que hicieron karaoke
con su obra” (al minuto 12 de la conversación).
[7]
De modo similar, Rosler
formula la pregunta (absurda, en el sentido de que nadie podría responderla por
la afirmativa) de si quienes “son dignos de contar con las garantías penales
son quienes puedan convencer a la sociedad de sus merecimientos morales, probablemente
en una plaza”.
Ver, Andrés Rosler,
“El Estado De Derecho Para Todas Las Estaciones” En Disidencia https://endisidencia.com/2018/12/el-estado-de-derecho-para-todas-las-estaciones/ (8/12/2018)
[8] Roberto Gargarella, Castigar al
Prójimo, Buenos Aires, Siglo XXI (2016).
[9] Critiqué entonces a un "derecho
penal cínico u oportunista,” que veía “promovido, en particular, por muchos
practicantes especialistas en lidiar con imputados millonarios, que necesitan
que el derecho penal no sea sensato y asequible a todos, sino una maraña de
confusiones técnicas que nadie reconoce bien, y que permiten que en el “río
revuelto” ganen los abogados mejor conectados –los que tienen vínculos con
funcionarios judiciales capaces de inventar lecturas cualunquistas, por
completo irrazonables, del derecho." https://seminariogargarella.blogspot.com/2017/05/como-pensar-la-garantia-de-la-ley-penal.html
[10]
En
este sentido, el “test de la mirada” al que me refiero, y que ridiculiza
Morgenstern, no es un principio decisorio ni un criterio jurídico que aconsejo
adoptar a los jueces, sino un “test moral” (que tomo del filósofo político
Philip Pettit), destinado a ayudarnos a pensar a nosotros, ciudadanos, sobre
situaciones morales controvertidas o “casos difíciles” (en Pettit, casos
vinculados con la libertad y la falta de libertad; y, en mi caso, sobre dilemas
jurídicos). Lo propuse entonces, como parámetro para ayudarnos a reflexionar
sobre dilemas de interpretación jurídica: Me pregunté entonces ¿puede alguien
mirarnos de frente y decirnos que el derecho debe ser interpretado de modo tal
que lo proteja, frente al crimen que cometiera, a partir de una norma referida
a otro tipo de crímenes, que rigiera apneas meses, y aplicada durante el tiempo
durante el cual él se encontraba prófugo de la justicia? Una pregunta semejante
no pretende afectar ni socavar ninguna de las garantías penales y
constitucionales que nos corresponden (debido proceso, defensa en juicio, ley
más benigna): todas ellas quedan vigentes y activas, independientes de este
tipo de razonamiento. Otra cosa es la decisión sobre lo que la doctrina llama
“casos difíciles”, donde tenemos dudas sobre el alcance exacto de una norma. Por
ejemplo: ¿cómo tratar la “lluvia” de excepciones y nulidades que suelen
plantear los abogados de los grandes criminales, para demorar o impedir el
inicio de una causa? Plantearse esa pregunta y tratar de evitar abusos, es
totalmente compatible con el pleno compromiso con el resguardo de todas las
garantías penales. La situación tiene algún paralelo con el caso Riggs vs.
Palmer, 115 N.Y. 506 (1889), que interesara tanto a Ronald Dworkin en los
Estados Unidos, como a Genaro Carrió en la Argentina. Carrió -un positivista
hartiano- se refirió al caso como el del “nieto apurado”, esto es, el caso del
nieto que mataba a su abuelo, para cobrar la herencia que le tocaba, luego de
cumplir su condena. La teoría del derecho se preguntó, durante años, si ese
nieto tenía derecho a cobrar su herencia, luego de matar a su abuelo, y la
pregunta recorrió la historia del derecho, desde entonces. El caso se convirtió
en paradigmático para pensar la relación entre derecho y moral, desde hace más
de un siglo, y nadie se planteó nunca que reflexionar sobre los interrogantes
allí planteados llevaba al colapso del estado de derecho. Con lo que quiero
decir que se trata de preguntas que no son ridículas ni absurdas, y que no
deben ser presentadas como si tuvieran una única y obvia respuesta -la del
“cumplimiento de la letra ciega de la ley”- que pone a todos quienes la
confrontan en la vereda de los moralistas o los ridículos.
[11] Ver, por ejemplo, el texto que
publicara entonces en el Diario Clarín, el 4/12/2018
https://www.clarin.com/opinion/ley-2x1-interpretacion-constitucion-nuevamente-debate_0_Lix8CmdQP.html
[12]
La
Corte sostuvo al respecto -y, para mí, de forma muy razonable- que “La
existencia de leyes interpretativas como la 27362, que establecen el
significado que debe dársele a una ley sancionada con anterioridad (en el caso
la ley 24390), ha sido pacíficamente reconocida por la Corte Suprema de
Justicia (doctrina de Fallos 134:57; 187:352, 360; 267:297; 311:290 y 2073), a
condición de que dicha norma pueda ser objeto de control judicial. Este control
abarca tanto el análisis respecto de si la ley –más allá de la denominación que
le asignen los legisladores- califica como ‘interpretativa’ (a este escrutinio
los jueces lo llamaron “test de consistencia”), como así también el estudio
respecto de si su contenido es razonable y no violenta ningún derecho fundamental
(a este estudio los magistrados lo llamaron “test de razonabilidad”)…Respecto
del “test de consistencia” los jueces Highton de Nolasco y Rosatti concluyeron
que la ley 27362 encuadra dentro del marco ‘interpretativo’ porque no modifica
retroactivamente la legislación penal en materia de tipificación delictual o de
asignación de la pena, sino que aclara como debe interpretarse la ley aplicable
al caso…”
[13]
Carlos Nino, Juicio al mal
absoluto, Buenos Aires: Siglo xxi (2015).
[14] Roberto Gargarella, El derecho
como conversación entre iguales, Buenos Aires: Siglo xxi (2023).