Publicado hoy en LN, acá
La dificultad que hoy advertimos, como ciudadanos, para controlar al poder, no expresa una patología propia de un sistema institucional defectuoso: nos encontramos, más bien, frente a una manifestación de su buen funcionamiento. De hecho, la idea original de quienes diseñaron nuestra estructura constitucional no fue la de que nos convirtiéramos en guardianes activos de quienes ejercen el poder, sino que delegáramos en otros, no solo las tareas de gobierno, sino también el control al poder. El principio que guió al armado de todo ese esquema fue el de la desconfianza democrática: desconfianza ante una ciudadanía a la que se asumía poco formada, irracional, y movida habitualmente por pasiones. De allí que tuviera sentido cerrarle, antes que facilitarle, su acceso a la maquinaria de gobierno: el poder debía quedar en manos de otros. Como forma de apoyar lo que digo, me referiré a algunos principios y rasgos básicos de nuestro sistema institucional, que dan cuenta de su -llamémosla así- sensibilidad contra-mayoritaria.
Representación como separación. Desde los orígenes del constitucionalismo, hubo acuerdo en adoptar una forma de gobierno basada en el principio de la representación. Sin embargo, también quedó claro, desde entonces, que había, al menos, dos modos demasiado disímiles de concebir esa representación. Por un lado, aparecía la propuesta de representación como "mal necesario" o "segundo mejor", que sugería algo como lo siguiente: "Dado que en sociedades numerosas el gobierno del pueblo por el pueblo no es posible, aceptamos la representación como mal necesario". Esta visión proponía ver al representante como delegado o embajador, que se mantenía en su puesto solo en la medida en que cumplía bien con su función, a la vez que apoyaba la recurrencia directa al pueblo en cada ocasión posible.
La idea de representación que se impuso, sin embargo, fue la contraria. Es decir, aquella que veía a la representación como "primera opción". Según esta postura, el representante era alguien que, por sus condiciones personales y por las que eran propias de su cargo, quedaba, como dijo James Madison, "en mejores condiciones que el pueblo mismo" para determinar las necesidades del conjunto y decidir cómo satisfacerlas. Según esta concepción triunfante, el representante debía contar con la máxima independencia posible para ejercer su función, sin presiones ni exigencias ciudadanas de ningún tipo.
Controles internos, antes que externos. Las mismas razones que llevaron a preferir a los representantes como "separados del pueblo", aparecieron detrás de la preferencia por los controles "endógenos", más que "exógenos" o "populares". En otros términos: los controles debían ser "internos", de una rama del poder frente a las otras: así, el presidente quedaba con poder de veto; las cámaras legislativas podían resistir cada una lo que hiciera la contraria; y a su vez, el Poder Judicial se arrogaba la facultad de invalidar las decisiones de las ramas políticas.
Los controles "externos" -desde el pueblo hacia los funcionarios de gobierno- quedaron reducidos entonces a su mínima expresión: el voto periódico. En consecuencia, el voto pasó a cargar con una responsabilidad extraordinaria sobre sus espaldas: le quedó delegada la tarea de canalizar toda la comunicación entre la ciudadanía y el poder, tarea que antes se repartía entre herramientas institucionales diversas (la revocatoria de mandatos, las asambleas ciudadanas, la rotación obligatoria en los cargos; entre otras).
Poder político concentrado y un Poder Judicial contramayoritario. La concentración de poderes en el Ejecutivo es otra muestra del mismo esquema de pensamiento, basado en la desconfianza democrática. La concentración del poder político representa, como resulta obvio, la antítesis misma del poder desconcentrado: o el poder se dispersa, horizontalmente, entre la misma ciudadanía, o se lo concentra, verticalmente, en una de las ramas de gobierno (la presidencia). La opción prevaleciente, como sabemos, resultó esta última.
En relación con el Poder Judicial, la alternativa escogida se basó en criterios idénticos: se prefirió la distancia, el aislamiento y la separación judicial, antes que la interacción frecuente entre Poder Judicial y ciudadanía. Por esto, los políticos de impronta más democrática, como Thomas Jefferson, criticaron en su momento los modos en que comenzaba a pensarse la idea de independencia de la Justicia.
"La independencia judicial en relación con el rey o el Poder Ejecutivo es una buena cosa -sostuvo Jefferson-. Pero independencia en relación con la voluntad de la nación es un atropello, al menos en un gobierno republicano". Jefferson, obviamente, estaba lejos de demandar una "justicia del pueblo", sometida al griterío o la aclamación mayoritaria. Lo que criticaba era que se eligiera andar por el sendero extremo contrario, esto es, el que privaba a políticos y ciudadanos de un lugar protagónico en la discusión sobre lo que era constitucionalmente permisible. Conforme al nuevo sistema, en efecto, la Justicia quedaba con la facultad exclusiva y/o el poder último, para definir el "sentido verdadero" de la Constitución.
La práctica propia del esquema de gobierno recién resumido no hizo más que reforzar los rasgos más excluyentes que le daban su carácter distintivo. Notablemente, el presidencialismo tomó en América latina sus formas más extremas, y el sistema de "controles cruzados" perdió aún su posible encanto originario para empezar a oscilar -dependiendo del contexto- entre un sistema de "guerra de todos contra todos" (cuando las ramas de poder están en cabeza de grupos políticos distintos) y otro de "virtual sometimiento" (cuando el mismo grupo político controla a las diferentes ramas de poder). Dentro de ese marco, en el que el poder político conserva gran capacidad de cooptación y amenaza, el Poder Judicial tendió a ubicarse en un lugar cómodo, cercano y sensible a las necesidades del poder (político o económico) de turno. La desigualdad histórica de la región terminó de "engrasar" a todo el mecanismo, facilitando y agravando las injusticias que ya eran propias del modelo constitucional adoptado.
Cambiar este asentado sistema institucional y modificar el esquema de incentivos que él genera no es una tarea imposible ni requiere, necesariamente, de transformaciones revolucionarias. Los cambios imaginables pueden ir desde los más ambiciosos (reformas constitucionales dirigidas a invertir los principios arriba examinados), hasta otros más modestos (leyes que tornen obligatoria la consulta a determinados grupos vulnerables o les otorguen poder de veto frente a las normas que los afecten directamente, como hoy ocurre en Canadá o Noruega con respecto a minorías lingüísticas o étnicas).
Sin embargo, algunas cuestiones debieran quedar en claro. Primero, no es esperable que la propia dirigencia que se aprovecha de las situaciones de abuso de poder e impunidad se ponga a la cabeza de reformas que la perjudiquen. Segundo, no es de extrañar, tampoco, que la "inteligencia" económica y jurídica trabaje, casi sin excepciones, para que el poder, literalmente, no pague lo que debe (fiscal o penalmente).
Finalmente, tiene poco sentido señalar a la ciudadanía por faltas que ella no tiene la capacidad de remediar o, peor aún, hacerla responsable por injusticias que, institucionalmente, y en los hechos, se impide que ella corrija.
3 comentarios:
La Corte de Justicia de Salta pretende reformar la duración del mandato de sus miembros, omitiendo el proceso de reforma constitucional. Para colmo, impide cualquier intento de control externo sobre el proceso donde tramita tal pretensión. El "Foro de Observación de la Calidad Institucional de Salta" desea invitar al profesor Roberto Gargarella, ¿Cómo podríamos conectar con él? Atentamente. José Armando Caro Figueroa
roberto.gargarella@gmail.com
...el poder no quiere, la ciudadanía ignora...: puede que no hayan imposibles...pero cómo se parece
Andrea
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