25 oct 2019

Crónicas columbianas 7: Emoción de Public Library



Como en los últimos días me mudé -vivo ahora de prestado, en el departamento de unos amigos- mudé también, con mis cosas, el epicentro de mis investigaciones. Antes, el eje de mi trabajo lo ubicaba en la parte “alta” de la ciudad, y la Biblioteca de la Universidad de Columbia (eventualmente, luego de un viaje que disfruto, en la parte “baja” de la ciudad, con la Biblioteca de Derecho de la Universidad de Nueva York como destino). Con la mudanza, en cambio, mis lecturas y escrituras se trasladaron al “medio,” y desde hoy trabajo, centralmente, en la Biblioteca Pública de Nueva York -la Public Library.

Tengo, hacia esta Biblioteca Pública, un especial cariño. Por un lado, por un tema menor: aquí hice, para mi investigación más larga (el constitucionalismo latinoamericano), parte de mis búsquedas más raras. Por otro lado, me mueve un tema mayor: amo las bibliotecas públicas, y ésta, entre las que conozco, ranquea entre las de más arriba. Esta biblioteca ha sido siempre un gran ejemplo de las cosas buenas, amigables, generosas, que ofrece esta difícil, áspera ciudad -una ciudad que excluye a los sin-dinero, entre tantas otras cosas. Una de las Babel del mundo, la Biblioteca lo alberga todo pero, además, abre la mano y lo entrega.

Basta llegar a sus puertas para darse cuenta: la ciudad se ha apoderado de ella. Todo el mundo sentado en las escalinatas de la entrada, que aparecen plagadas de mesas y sillas de metal. Cada quien haciendo en el espacio, y de él, lo que se le ocurre: tomar sol, charlar, dormir la siesta (tomando un escalón como cama), escribir, pintar, jugar al ajedrez, ver pasar al universo.

Luego uno entra. Yo hacía rato que no venía, así que había olvidado las reglas. Entré, con la mochila a cuestas, reviviendo los miedos y molestias que me genera la Biblioteca Nacional, en mi ciudad -puertas cerradas; revisiones múltiples; negación del acceso a internet (¡); y también (cuesta creerlo, cuesta decirlo, cuesta admitirlo) prohibición de entrar con libros propios. Pero qué pena!

Me acerco a la Sala Principal, y me encuentro con un hombre sentado solo, sobre una silla, en la puerta. Miro más allá, y veo -como el protagonista de El Expreso de Medianoche- la libertad entera del otro lado. La libertad está ahí, apenas cruzando el umbral, a pocos metros: mesas de madera extendidas, todas ocupadas por personas leyendo, jugando, cada una con su lámpara, su enchufe, una hermosa luz, acceso a internet, silencio. Personas con auriculares, escuchando música; otras, mirando películas; otras más, avanzando con sus tesis doctorales; algunos jugueteando con sus celulares; otros, ya cansados, durmiendo; y otras más, buscando libremente en la red, lo que se les ocurriera; muchos leyendo, subrayando, haciendo cuentas; y todos los libros, de todo el mundo, disponibles: la libertad.

Le pregunto al hombre, algo temeroso, dónde me tengo que inscribir; dónde gestionar la autorización para entrar (al Paraíso, iba a decirle), con mi computadora y mis libros, para quedarme el resto del día. El hombre, vestido de gris, con corbata y saco, era especialmente amable. Me mira a los ojos, contento, me sonríe, y me dice: “no hay que pedir nada a nadie, entrás y te sentás donde quieras.” Me quedé un poco pálido ante la ausencia de protocolos, lo saludé y crucé el umbral. Enseguida, encontré uno de los pocos sitios vacíos. Me senté, y me puse a llorar.

No es que me conmoví un poco, que sentí cosquillas en el pecho, que temblé de emoción, que una electricidad en las manos. No. Me puse a llorar a mares. Por la alegría de estar ahí, con todo el día a disposición, en ese mundo infinito, amable. Por no tener que pedirle permiso a nadie. Por tener abrigo, para todo el día, en un lugar cálido. Por tener todo el tiempo del mundo. Por verme rodeado de ricos, pobres, estudiantes, nerds, raperos, freaks, viejos, nenes, personas con peluquín (y luego: musulmanes, negros, latinos, indios, judíos ortodoxos, africanos: todos los extranjeros del mundo). Por sentirme bien tratado, respetado, en un espacio digno, limpio! Pero, sobre todo, lo que me entristeció fue pensar en lo que no tenemos, pudiendo tenerlo, y pidiendo tan poco. Quiero decir, hablando hoy de bibliotecas: cultivar el espacio de la libertad en común, tratarnos algo así como si fuéramos humanos. O, lo que es lo mismo: no hace falta disponer de todos los libros del mundo, para tener lo que vale la pena, lo que se extraña, quiero decir, las condiciones básicas de la hospitalidad pública, el trato igual para todos, la apertura, la dignidad, el buen trato. Y ya nada de desidia, revancha, guerra, destrato. Nada de eso, en este pequeño mundo, por un rato.




7 comentarios:

PIC dijo...

lamentablemente, lo que describis, la falta de hospitalidad publica, excede las bibliotecas. incluye tambien a las instituciones culturales (ambitos poco difundidos que solo conocen y donde solo se mueven unos pocos entendidos, de la gris clase media burocratica). las universidades publicas, los espacios academicos, las catedras, muchos grupos de investigacion tambien son asi. a la vez, ojo, en la uba es comun ver gente de fuera de la universidad, que se mete de oyente, eso es algo bueno, quizas poco comun, que se debe decir a favor. sin embargo, la maraña burocratica hace que sea tan costoso como estudiar (e incluso mas) aprender a moverse en ese laberinto, una perdida de tiempo, una tristeza, y un mal rasgo de la universidad publica que muchos de sus defensores, en vez de asumir como problematico, refuerzan como un acicate para el estoicismo que te haria mas fuerte por haber pasado por ahi.

mm dijo...

Qué bonito, lástima que es tan solo ese pequeño mundo..

Anónimo dijo...

Ya le vengo diciendo que tiene que escribir un libro de viajes a la Sarmiento. Son bellísimos sus relatos

Anónimo dijo...

¡Me hiciste llorar! qué relato tan precioso.

Paz dijo...

En ese tipo de situaciones uno se da cuenta que ha normalizado demasiado la adversidad. La amabilidad que acoge quiebra las certezas y desprovisto de protección se recibe el golpe de lo que se ha querido siempre.

Anónimo dijo...

no vuelvas RG, nos esperan los "vengadores".....

Anónimo dijo...

Que bello relato! ganas de llorar.
Bettina