Día 3, viernes 24: Zumaya
Zumaya: Pueblo muy bonito y amable, de tradición ballenera, con unos acantilados sorprendentes. Sin saber, alquilé una habitación casi sobre el acantilado que le da su foto más famosa, a la localidad.
(a la izquierda, mi foto del lugar junto al que vivía, que es la foto que suele ilustrar los catálogos turísticos de la zona, como se ve acá: https://turismovasco.com/gipuzkoa/que-ver-gipuzkoa/flysch-de-zumaia/)
"Flysch": La playa de acantilados incluye formaciones rocosas muy antiguas y
muy hermosas, como capas talladas en forma aserrada (como los frotados en madera de Max Ernst, según mi amiga Cata), una sobre la otra (leo que las capas rocosas se
conocen como “Flysch”, que encierran 60 millones de años de historia, y que son
compartidas, en sus acantilados, con Deba y Mutriku). También me gustó mucho
una larga franja de verde, sobre el río (“la ría del Urola"), hasta internarse
en el bosque. Gran gastronomía.
Como me resulta difícil expresar con palabras la belleza de estas escarpadas, geométricas, filosas rocas (la belleza del "Flysch"), agrego algunas fotos, que tampoco sabrán nunca dar cuenta de la hermosura de lo visto.
Pruebo, además, creo que por primera vez, el Txacoli (Chacolí), un vino (el vino) vasco, ligero y fácil de tomar, elaborado con uvas de la variedad Courbu (conocidas en España como hondarrabi zuri (blanca) u hondarrabi beltza (tinta).
Los
días vienen con pérdidas, de las que no me repongo. Anoto:
Pérdidas
Tal
vez la llegada de los años tenga que ver, sobre todo, con eso. Se van de a poco
los padres, y lo dejan a uno, ahí encima, a la cabeza. Se va, por primera vez,
un amigo cercano, después otro, varios más lejanos. Se pierden pelos,
destrezas, talentos, fuerzas, células cerebrales. Se pierde el andar despreocupado
sin pensar en todo: cuando resultaba ininteligible pensar en el final de las
cosas. Un amor le dice a uno que ya está, que ya ha pasado mucho tiempo. Otro que
por qué comenzar, que qué sentido tiene. O se termina otro más, antes de haber
comenzado. Se pierden partidas que antes se ganaban; carreras que antes daba
gusto correr; peleas que uno quería dar, y que ahora uno ni intenta o le
asustan. Se pierde la fe, la motivación, la confianza en otros, en uno mismo.
El optimismo. Se pierden oportunidades que antes uno buscaba, y que ahora uno
ya no pretende. Se pierden ilusiones. Tal vez la madurez tenga que ver con eso,
con las cosas que ya no se consiguen, con las que se van, con estas pérdidas
que preparan el camino, que lo acostumbran y le quiten el miedo a uno, hasta
que llega la propia, la que a todas las demás termina.
Día
4, sábado 25: Zarautz
Zarautz:
De los pueblos que más me gustaron, de la costa vasca, mezcla mar, verde, gran
gastronomía (de acá es el chef Karlos Arguiñano, ídolo local). Me gustó mucho
la gente, aunque, en general me pareció encontrar buena gente por todas partes.
En el primer bar al que entré, vi llegar a un inmigrante africano -a quien
instantes antes había encontrado vendiendo medias y paraguas- con un local, que lo
invitaba a comer tapas, a su lado, y que mostró la mejor actitud hacia él: sin
demagogia ni condescendencia, de pocas palabras. Se separaron sin decir mucho, mirándose con afecto, con un apretón en
el brazo.
Zarautz
tiene cine, una costa muy cuidada, una pasarela hermosa que separa la playa del
campo de golf, un atracadero extraño y bonito, en uno de sus extremos. Tomando
el autobús, en la zona, advertí un fenómeno que no había reconocido: el de los
latinos preocupados, perdidos. Luego -volviendo de Francia- volveré sobre esto.
Día
5, domingo 26: De Zarautz a San Sebastián a Hondarribia
El
domingo a la mañana partí de Zarautz, para volver brevemente a San Sebastián.
Necesitaba recoger mi bolso más pesado (cargado de ropa que había preparado -de
más- para la lluvia y el frío que se han mostrado tolerables), que había dejado
en la pensión de Iñaki, en la que me alojé a mi llegada vasca. En el poco
tiempo en que me quedé, antes de partir hacia el oriente (y dando por terminada
mi incursión por la costa vasca occidental), fui a reponer mi cuota de café de
especialidad, que ya echaba en falta en los pueblos más pequeños. De ahí, anoto
esta pequeña historia.
Domingo
de padre
Es
salida de domingo, y salida de divorciado, entre padre e hijo pequeño y muy
entusiasta. Han pedido un café cargado para él, una chocolatada para el
pequeño, y dos tostados. El hijo, bien peinado y prolijo, puesto entero por su
madre, le pregunta al padre, ilusionado, por su café. Han venido a una
cafetería de especialidad, recién abierta, y se espera -ellos esperan- sólo lo
máximo: el mejor servicio, el mejor producto, la mejor calidad, el mejor trato.
El niño todavía se reserva el final de la chocolatada, mientras que el padre ha
terminado su café hace rato. “¿Te ha gustado el café?” -le pregunta entonces el
chico, aunque sabe la respuesta. El padre va mirando los resultados de la liga,
un viejo deber laboral, y dos comunicaciones que tenía pendientes, con sendas
amigas. Va de nuevo entonces, el niño, con la voz un poco más en alto: “Estaba
muy bueno tu café ¿no es cierto?” -vuelve a preguntar, seguro de su pregunta,
pero ya dudando El padre no se da cuenta de que le hablan, todavía, por lo que
el niño mira ahora hacia arriba, mira ahora hacia los costados, se concentra en
su leche chocolatada enseguida. La decoración es hermosa, la puesta es moderna,
el pedido que ha hecho ha estado genial. La visita al café ha sido una idea
fantástica de su padre, su padre sabía que un lugar así le encantaría.
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