De las múltiples respuestas que una sociedad democrática tiene a mano, cuando se enfrenta con los conflictos más serios, la peor es sin dudas la respuesta penal. Ello es así, sobre todo (pero no solamente), cuando dicha respuesta adquiere los rasgos que suele adquirir en la mayoría de las sociedades modernas que conocemos. A través de la respuesta penal tendemos a colocarnos en una posición muy parecida a la que adoptan las personas que desafían las reglas comunes: ellos utilizan la violencia contra nosotros, y nosotros contra ellos; ellos ponen en cuestión nuestra libertad, y nosotros ponemos en cuestión la de ellos; ellos enfrentan los principios de la mutua cooperación, y nosotros contribuimos a socavar los principios de libertad e igual consideración, que legitiman la autoridad de cualquier gobierno. Esto es lo que ocurre cuando, con toda liviandad, disponemos o aceptamos que se dispongan penas privativas de la libertad extendidas durante décadas, para los criminales; cuando manipulamos o aceptamos que se manipulen las figuras penales, para dejar en prisión a aquellos que no quisiéramos ver libres; cuando imponemos o cerramos los ojos frente a la imposición de dolor o la crueldad, para las personas que han sido crueles con nosotros. Cuando actuamos de este modo, no sólo nos empezamos a parecer a aquellos que nos desafían sino que demostramos ser, en un sentido, peores que ellos. Ello es así porque, al actuar en modos como los señalamos, ponemos el aparato coercitivo estatal al servicio de políticas que atropellan, en lugar de cuidar, los derechos fundamentales de cada uno, por más que esas políticas se impongan en nombre de los ideales más nobles. Para ilustrar lo dicho, puede recurrirse a un claro ejemplo que encontramos en la escena internacional, como lo es el de los Estados Unidos. Cuando los Estados Unidos responden a la violencia terrorista con acciones armadas desprovistas de principios, leyes que restringen los derechos civiles, fallos judiciales que barren con las garantías de los detenidos, o artículos académicos que avalan la tortura, el mundo civilizado empieza a tomar los peores rasgos del mundo “incivilizado” al que dice enfrentarse. Entonces, el discurso de la libertad se ensucia, pierde verdad, y deja de ser merecedora de nuestro respeto.
A pesar de este tipo de advertencias, escuchamos cotidianamente a jueces, doctrinarios, juristas y periodistas, hablar ligeramente de las décadas de prisión que le corresponden a tal o cual imputado; de la importancia de adoptar políticas criminales todavía más duras; de la necesidad imperiosa de cargarle a alguien alguna buena cantidad de años más de prisión, porque –por caso- ahora se ha descubierto que habíamos pasado por alto algún otro delito que el acusado había cometido en sus años malos. Uno se pregunta qué es lo que perseguimos con este tipo de actitudes, tan habituales como brutales e irreflexivas. La respuesta no puede ser que encerramos a alguien por años porque de ese modo intentamos librarnos del riesgo que ella representa para todos nosotros. Esa no puede ser la respuesta porque sino deberíamos estar dispuestos a lo que no estamos, es decir, a dejar a esa persona libre a los pocos meses si averiguamos –algo que ni siquiera probamos hacer – que ella se encuentra sinceramente convencida del error cometido, y comprometida a no volver a cometerlo. La respuesta tampoco puede ser que la encerramos para que se arrepienta y cambie de criterios. Ello, en parte por lo ya dicho (no demostramos estar atentos a la aparición de cambios “positivos” en la personalidad del criminal, para liberarlo inmediatamente luego de que confirmamos que los cambios son ciertos), pero sobre todo porque si ése fuera nuestro honesto propósito –el de reformar a los criminales- entonces no deberíamos estar optando por el camino más irracional e imperfecto de todos, para llegar a tal fin. En efecto, es difícil pensar en un peor medio para “mejorar” a alguien o lograr al menos su arrepentimiento, que privarla de su libertad, alejarla de su familia y amigos cercanos, rodearla de policías y encerrarla en un ámbito, en el mejor caso, de hostilidad y dureza. Si nos interesáramos realmente por lograr el arrepentimiento de los criminales, nuestro énfasis debería estar puesto en la recuperación de los vínculos entre dicha persona y nosotros –es decir, en soluciones de inclusión, antes que en las soluciones actuales, siempre rudamente exclusionarias.
A pesar de este tipo de advertencias, escuchamos cotidianamente a jueces, doctrinarios, juristas y periodistas, hablar ligeramente de las décadas de prisión que le corresponden a tal o cual imputado; de la importancia de adoptar políticas criminales todavía más duras; de la necesidad imperiosa de cargarle a alguien alguna buena cantidad de años más de prisión, porque –por caso- ahora se ha descubierto que habíamos pasado por alto algún otro delito que el acusado había cometido en sus años malos. Uno se pregunta qué es lo que perseguimos con este tipo de actitudes, tan habituales como brutales e irreflexivas. La respuesta no puede ser que encerramos a alguien por años porque de ese modo intentamos librarnos del riesgo que ella representa para todos nosotros. Esa no puede ser la respuesta porque sino deberíamos estar dispuestos a lo que no estamos, es decir, a dejar a esa persona libre a los pocos meses si averiguamos –algo que ni siquiera probamos hacer – que ella se encuentra sinceramente convencida del error cometido, y comprometida a no volver a cometerlo. La respuesta tampoco puede ser que la encerramos para que se arrepienta y cambie de criterios. Ello, en parte por lo ya dicho (no demostramos estar atentos a la aparición de cambios “positivos” en la personalidad del criminal, para liberarlo inmediatamente luego de que confirmamos que los cambios son ciertos), pero sobre todo porque si ése fuera nuestro honesto propósito –el de reformar a los criminales- entonces no deberíamos estar optando por el camino más irracional e imperfecto de todos, para llegar a tal fin. En efecto, es difícil pensar en un peor medio para “mejorar” a alguien o lograr al menos su arrepentimiento, que privarla de su libertad, alejarla de su familia y amigos cercanos, rodearla de policías y encerrarla en un ámbito, en el mejor caso, de hostilidad y dureza. Si nos interesáramos realmente por lograr el arrepentimiento de los criminales, nuestro énfasis debería estar puesto en la recuperación de los vínculos entre dicha persona y nosotros –es decir, en soluciones de inclusión, antes que en las soluciones actuales, siempre rudamente exclusionarias.
¿Es que lo que nos interesa, en verdad, es enviarles una señal a futuros delincuentes, destinada a desincentivar sus conductas potencialmente criminales (mostrarles lo que estamos dispuestos a hacer con ellos, si ellos optan por comportarse como los que ahora hemos encerrado)? Sería deseable que ésa no fuera nuestra respuesta, porque entonces estaríamos utilizando a algunas personas como “meros medios,” tomándolas como instrumentos destinados a conseguir propósitos que poco tienen que ver con ellas mismas, y el respeto que cualquier ser humano, aún el más equivocado, nos merece. Esta misma respuesta, por lo demás, sería capaz de justificar aberrantes conductas de nuestra parte: desde la brutalidad con los apresados, con independencia de su grado de culpabilidad, hasta el castigo de inocentes, si todo ello “sirviera” para el objetivo de desalentar a los potenciales criminales (esto es lo que ocurrió, por ejemplo, en el caso del I.R.A. y el proceso a los “cuatro de Guilford,” que Jim Sheridan llevara al cine). Supongo, por último, que la liviandad con que distribuimos el dolor y las penas privativas de la libertad no se debe ni queremos que se deba a nuestros deseos de venganza, o a nuestro ánimo de devolver “dolor con dolor,”como si todavía viviéramos en la época del “ojo por ojo.” En definitiva, podemos creer que toda persona que se equivoca debe ser reprochada por lo que ha hecho, pero no hay ninguna razón para pensar que los únicos modos posibles y sensatos para llevar a cabo dicho reproche sean los que habitualmente utilizamos, es decir, los del castigo y el encierro.
Hay algo, sin embargo, que debe explicar por qué es tan habitual el discurso público sobre la necesidad de endurecer las penas (¿por qué es que esta estrategia, y no la contraria, sigue resultando la “carta ganadora” durante las elecciones?), por qué es que la sociedad se muestra tan sensible al discurso de la inseguridad, o por qué nos tienden a parecer “benignas” -y por lo tanto repudiables- las formas de reproche que no incluyen prolongadas estadías carcelarias. Erróneamente, presumimos que la única forma posible de reprochar a alguien por el modo en que ha roto las reglas de la cooperación es a través del castigo; que el único castigo significativo es la privación de la libertad; y que la única manera de privar de la libertad a alguien es la de hacerlo del modo en que hoy se lo hace. Creo que nos equivocamos en cada uno de estos pasos (y no sólo en el último, como algunos nos podrían conceder), y por ello es urgente re-pensar los fundamentos de lo que estamos haciendo. (En la Argentina, durante los peores días de la crisis económica del 2001, que vino acompañada de fuertes aumentos en la inseguridad pública, los encuestadores preguntaban a la gente: ¿Cuál cree que es la causa de esta creciente inseguridad? Y la respuesta era, casi unánimemente: “la pobreza creciente.” Luego la segunda pregunta les inquiría: ¿Y cuál cree que es la solución al problema? Y la respuesta no era la obvia, la que ellos mismos habían reconocido, terminar con la pobreza creciente, sino: “Mano dura”).
Según entiendo, necesitamos romper con las inercias que nos llevan a aferrarnos a la respuesta penal –y en particular, a las respuestas que favorecen la privación de la libertad- como la solución obvia y necesaria frente a todos los conflictos serios a los que nos enfrentamos. En una mayoría de casos, las respuestas deben ser fundamentalmente sociales, en lugar de penales. Las respuestas penales, en tales casos, son valorativamente incorrectas, pero además manifiestamente inconvenientes, irracionales: carecen de poder disuasivo; sólo prometen comportamientos más reactivos por parte de los que son perseguidos o detenidos; no educan a los delincuentes en la reconciliación sino en la violencia; no se dirigen a rodear a los criminales de respeto (y afecto, por qué no), sino a insertarlos en un medio que tiene al odio y el resentimiento como monedas de cambio. Es curioso que, en la actualidad, las políticas de la rudeza penal –propiciadas por personas que, frente a cada nueva inconducta que se conoce, juegan a ver quién pide más décadas de cárcel para los acusados– aparezcan como respuestas públicamente naturalizadas, como si ellas fueran compatibles con la pretensión de vivir en una sociedad decente. Es curioso, y doloroso también, que en dicho contexto, las respuestas que enfatizan el diálogo pasen a ser señaladas como las políticas de la vergüenza. Si es que hemos llegado a este punto, algo malo nos debe estar ocurriendo como personas, algo malo nos debe estar afectando como comunidad.
1 comentario:
excelente texto, quería agregar la siguiente nota.
http://www.clarin.com/diario/2006/08/28/elpais/p-00610.htm
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