11 mar 2017

El punto conservador de la teoría dualista de Bruce Ackerman



Introducción

Concluimos en estos días, con el amigo JLMartí, un seminario que resultó excelente, sobre todo gracias al muy alto nivel de participación de los asistentes (todos asistentes vocacionales, a encuentros informales, extracurriculares, gratuitos, sin certificados ni exámenes). Cada sesión fue muy rica en discusiones ideas, y ojalá tenga la posibilidad de comentar algunas de ellas por acá. Me refiero a continuación, brevemente, a un punto que me interesó hacer en el contexto de la discusión del último libro de Bruce Ackerman (We the People, vol. 3).

Ackerman es un jurista de izquierda (tal como él se presenta a sí mismo, por ejemplo en un reportaje reciente y bien interesante, acá), que aportó al constitucionalismo –entre otras cosas, pero de modo muy especial- una distinción muy importante e iluminadora, propia de su teoría "dualista," entre “momentos corrientes” y “momentos constitucionales”. Los primeros tienen que ver con la vida “normal” o “corriente” de la política: leyes hechas algo a las apuradas, fruto de la negociación y el intercambio de favores, poco respaldadas en razones públicas; en el marco de una ciudadanía más bien pasiva, “echada hacia atrás” (cerveza frente a la tv). Los segundos tienen que ver con esos momentos excepcionales, en donde la ciudadanía “se pone de pie”, se “activa” y, luego de un proceso intenso de disputas y arreglos, forja acuerdos extendidos y profundos. El ejemplo más importante de estos acuerdos extraordinarios es (normalmente, el de) la creación de una Constitución. Ackerman agrega, sobre esta distinción, varias acotaciones de enorme relevancia, según veremos.

Cuando la Constitución queda reformada sin reforma constitucional

Dado el nivel de acuerdo excepcional que se alcanza en los momentos constitucionales, las normas creadas en tales circunstancias merecen un respaldo y cuidado muy especiales. Entiéndase: el valor excepcional que le damos a las normas creadas en los momentos constitucionales, no se debe a formalismos de ninguna naturaleza, o al hecho de que esos acuerdos se dieron en el pasado, o a la circunstancia de que se designó a esos acuerdos con el título de Constitución: el valor de los acuerdos alcanzados en los momentos constitucionales deriva de esa particular excepcionalidad que los distingue, a su carácter de “producto de un acuerdo amplio y profundo”. Si las normas constitucionales merecen quedar situadas en el vértice de nuestro ordenamiento normativo, ello no se debe a que la Constitución, pongamos, fue la primera, ni la más vieja, ni la más prestigiosa, ni la más popular, de las normas, sino en razón del tipo de acuerdo que la sostiene, del nivel de sostenido consenso que llegó a forjarse en su torno.

En segundo lugar, cuando reconocemos el punto anterior, salta a la vista algo crucial, y es que puede ocurrir que nos encontremos con acuerdos extraordinarios (Ackerman los ilustra con los que se forjaron en el New Deal, o en torno a fallos como “Brown v. Board of Education”) que no adquirieron estatus constitucional formal (como sí lo adquirieron, por ejemplo, los acuerdos que se plasmaron luego de la guerra civil norteamericana, en la Enmienda 14). Esto significa, por ejemplo, que el intervencionismo estatal en la economía fomentado en la época de Roosevelt puede ser interpretado como producto de un acuerdo de nivel constitucional (aunque no haya habido reforma constitucional en aquella época); y significa también que a fallos como “Brown” y leyes de igualación racial como las surgidas entonces, merezca reconocérsele un estatus constitucional: no se trató de meros fallos que pueden ser desalojados con otros fallos contrarios; ni de meras leyes, capaces de ser revertidas por la próxima legislatura sin mayores problemas. Se trata de normas constitucionales!

(Para los críticos ansiosos: Ackerman dedica mucho tiempo a precisar los rasgos que deberían distinguir a esos acuerdos excepcionales –no se trata, en absoluto, de una mera votación abrumadora a favor de tal o cual cosa. Ackerman utiliza tres tomos de su obra para ejemplificar y fundar esa posición, que aquí no sigo detallando).

Como explicara recientemente en este mismo blog (acá), el desarrollo de esa intuición Ackermaniana muestra una potencia inusitada dentro del constitucionalismo. Ella implica, como mínimo, repensar i) los modos en que concebimos al control constitucional (que ya no se centraría en el control exclusivo de lo “dicho” en ese primer momento fundacional); ii) los modos en que concebimos la interpretación constitucional (desde su punto de vista, quedan en ridículo las visiones màs tradicionales en la materia –el originalismo que se queda fijo en el momento fundacional primero, o el “constitucionalismo viviente” que piensa la Constitución sólo desde el presente);  iii) la idea de los derechos enfrentados con la democracia (porque ahora los derechos serían entendidos como el resultado de los máximos momentos de democracia –los momentos constitucionales, y no como barreras contra la democracia); o iv) el papel de los movimientos sociales dentro del derecho (movimientos ignorados o resistidos por la doctrina, pero responsables directos de la creación constitucional según Ackerman).

El punto conservador de la teoría de Ackerman

Dentro de este marco de admirada reivindicación a la obra de Ackerman, me interesa también mostrar un rasgo profundamente conservador que encuentro en la misma. Y es que la luminosa distinción que subraya –entre momentos corrientes y constitucionales- “naturaliza” y procesa como “hechos duros,” lo que resulta, en buena medida, un producto “endógeno” del mismo sistema institucional. Cuál es el problema de esto?

Vamos por partes. Para comenzar: uno puede decir –como un Ackermaniano- “respetemos a la ciudadanía si no quiere participar”. Se trata de una ciudadanía que, en sus términos, “economiza en virtud”, para tomar como válida esa legislación poco principista, poco meditada, y negociada: ella avala esas leyes. Sin embargo, y del mismo modo, nos diría el Ackermaniano, “sepamos reconocer y resguardar debidamente las creaciones normativas que surgen en esos momentos constitucionales, excepcionales”. Y también: Todo lo primero (las leyes “corrientes”) deberá ser evaluado a la luz de los acuerdos de nivel superior (las normas constitucionales) que definimos en los momentos constitucionales. Ok.

Pero: si la pasividad ciudadana propia de la vida corriente (tanto como las “explosiones participativas” propias de los momentos excepcionales) no son “elecciones” ciudadanas, sino –pongamos- producto de limitaciones institucionales e incentivos perversos, resulta más dudoso que debamos “respetar” esas oscilaciones participativas, como si fueran puro producto de la volición colectiva. Más específicamente: si la apatía generalizada que parece “avalar” leyes de espanto no es producto de una ciudadanía que “deja hacer porque no le importa,” sino de una ciudadanía que advierte (tal vez, luego de represiones, violencia policial, amenazas, etc.) que el “costo” de desafiar o voltear esas leyes es altísimo, luego, deberíamos cuidarnos de otorgar peso normativo indebido a lo que son, en definitiva, productos de un sistema orientado a desalentar la intervención cívica.

Locke: “consenso tácito” o “resignada disconformidad”?

El punto conservador de Ackerman parece muy similar al punto conservador de John Locke. En Locke también hay una distinción entre las situaciones –digamos así- normales, en que debe respetarse al gobierno, al que la ciudadanía parece avalar con su silencio o inacción: se trata de las situaciones en que se advierte –sostiene Locke- un “consenso tácito” otorgado por la ciudadanía, cuando meramente acepta, sin reaccionar, cada decisión que toma el gobierno. Y por eso mismo –agrega Locke- merecen tomarse muy en serio esos momentos excepcionales –como la Revolución Inglesa- en que la ciudadanía estalla, desatando una revolución. Si algo así ocurre –como producto de esa ciudadanía tan acostumbrada a avalarlo todo- significa que la ciudadanía tiene algo importante que decir, y que debe saber tomarse, como mensaje profundo: ocurre allí algo importantísimo. Resistámonos a decir que estamos frente a oportunistas e irracionales: aquí pasa algo fundamental.
Pero, otra vez, en Locke –como en Ackerman- la “aceptación” o naturalización de los momentos corrientes (tanto como el bienvenido aval a los momentos constitucionales) resulta problemática: tal vez no tengamos razones para hablar de un “consenso tácito,” por ejemplo (como diría Locke), sino de una “resignada disconformidad,” o una “rebelión contenida,” o un “temor generalizado.” Simplemente, la valorización de los momentos normales, debe ser problematizada: esos momentos de “consenso tácito” o (en mis términos) “resignada disconformidad” pueden ser producto no de una decisión colectiva, sino de un sistema institucional represivo, o uno que castiga la participación.

Rawls

Uno de los puntos centrales de la teoría de John Rawls es el cuestionamiento a los “hechos moralmente arbitrarios” que el sistema institucional procesa como “hechos duros.” Esto es, uno de los rasgos que dio más atractivo a su teoría fue su capacidad de cuestionar esos aparentes “hechos de la naturaleza”. Más claramente aún, y con ejemplos: no hay problemas con que Juan o María nazcan con la piel blanca o negra; con talentos o sin talentos; en el contexto de una familia rica o pobre. El problema es si el sistema institucional decide, en los hechos, premiar o castigar a los Juan y María del mundo, por esos hechos que son producto de la mera suerte – o desgracia (producto de “la lotería de la naturaleza”). El sistema institucional que actúa de ese modo (premiando o castigando a las personas por su mera suerte o mala suerte) es fundamentalmente injusto, porque premia y castiga a las personas no por sus elecciones, sino por cuestiones que son fundamentalmente ajenas a su responsabilidad. Un sistema institucional justo no puede procesar como “datos duros” esos hechos moralmente arbitrarios, para –por ejemplo- permitir que tenga una educación peor quien meramente tuvo la desgracia de nacer en un contexto pobre; o permitir que alguien tenga dificultades de acceder al trabajo por su género, color de piel, religión, etc.

La crítica de Rawls merece aplicarse, en este punto, también a Ackerman: el modelo de Ackerman parece tomar y procesar como “hechos duros”, hechos que son en buena medida un producto de un sistema institucional cuestionable. De ese modo, se termina penalizando a una mayorìa, como si hubiera elegido políticas que, en verdad, pueden ser consideradas fundamentalmente como productos ajenos a su responsabilidad.



1 comentario:

Eujnia dijo...

¡hola! me gustó tu reflexión, y quisiera hacerle un pero a tu pero:

Vos considerás el caso de que la pasividad ciudadana no fuera una elección realmente, sino "producto de limitaciones institucionales e incentivos perversos" y que resultaría dudoso que "debamos “respetar” esas oscilaciones participativas, como si fueran puro producto de la volición colectiva."
Me parece un tanto errado considerar la exepción como la norma. El problema no estaría en el funcionamiento de lo que plantea nuestro buen amigo Bruce, sino en que para llevar a la práctica harían falta herramientas que aceiten el ejercicio democrático.

A lo que voy es que ninguna teoría que se busque implementar eficientemente puede relmente aplicarse en un contexto sin considerar factores perifércos (como la existencia de agentes con intenciones perversas, en este caso).
¡buen blog!