Introducción
Concluimos en estos
días, con el amigo JLMartí, un seminario que resultó excelente, sobre todo gracias
al muy alto nivel de participación de los asistentes (todos asistentes vocacionales,
a encuentros informales, extracurriculares, gratuitos, sin certificados ni
exámenes). Cada sesión fue muy rica en discusiones ideas, y ojalá tenga la
posibilidad de comentar algunas de ellas por acá. Me refiero a continuación,
brevemente, a un punto que me interesó hacer en el contexto de la discusión del
último libro de Bruce Ackerman (We the People, vol. 3).
Ackerman es un jurista
de izquierda (tal como él se presenta a sí mismo, por ejemplo en un reportaje
reciente y bien interesante, acá), que aportó al constitucionalismo –entre otras
cosas, pero de modo muy especial- una distinción muy importante e iluminadora, propia de su teoría "dualista," entre “momentos corrientes” y “momentos constitucionales”. Los primeros tienen
que ver con la vida “normal” o “corriente” de la política: leyes hechas algo a
las apuradas, fruto de la negociación y el intercambio de favores, poco
respaldadas en razones públicas; en el marco de una ciudadanía más bien pasiva,
“echada hacia atrás” (cerveza frente a la tv). Los segundos tienen que ver con
esos momentos excepcionales, en donde la ciudadanía “se pone de pie”, se “activa”
y, luego de un proceso intenso de disputas y arreglos, forja acuerdos
extendidos y profundos. El ejemplo más importante de estos acuerdos
extraordinarios es (normalmente, el de) la creación de una Constitución.
Ackerman agrega, sobre esta distinción, varias acotaciones de enorme
relevancia, según veremos.
Cuando la Constitución
queda reformada sin reforma constitucional
Dado el nivel de
acuerdo excepcional que se alcanza en los momentos constitucionales, las normas
creadas en tales circunstancias merecen un respaldo y cuidado muy especiales.
Entiéndase: el valor excepcional que le damos a las normas creadas en los
momentos constitucionales, no se debe a formalismos de ninguna naturaleza, o al
hecho de que esos acuerdos se dieron en el pasado, o a la circunstancia de que
se designó a esos acuerdos con el título de Constitución: el valor de los
acuerdos alcanzados en los momentos constitucionales deriva de esa particular
excepcionalidad que los distingue, a su carácter de “producto de un acuerdo
amplio y profundo”. Si las normas constitucionales merecen quedar situadas en
el vértice de nuestro ordenamiento normativo, ello no se debe a que la
Constitución, pongamos, fue la primera, ni la más vieja, ni la más prestigiosa,
ni la más popular, de las normas, sino en razón del tipo de acuerdo que la
sostiene, del nivel de sostenido consenso que llegó a forjarse en su torno.
En segundo lugar,
cuando reconocemos el punto anterior, salta a la vista algo crucial, y es que
puede ocurrir que nos encontremos con acuerdos extraordinarios (Ackerman los
ilustra con los que se forjaron en el New Deal, o en torno a fallos como “Brown
v. Board of Education”) que no adquirieron estatus constitucional formal (como
sí lo adquirieron, por ejemplo, los acuerdos que se plasmaron luego de la
guerra civil norteamericana, en la Enmienda 14). Esto significa, por ejemplo,
que el intervencionismo estatal en la economía fomentado en la época de Roosevelt
puede ser interpretado como producto de un acuerdo de nivel constitucional (aunque
no haya habido reforma constitucional en aquella época); y significa también
que a fallos como “Brown” y leyes de igualación racial como las surgidas
entonces, merezca reconocérsele un estatus constitucional: no se trató de meros
fallos que pueden ser desalojados con otros fallos contrarios; ni de meras
leyes, capaces de ser revertidas por la próxima legislatura sin mayores
problemas. Se trata de normas constitucionales!
(Para los críticos
ansiosos: Ackerman dedica mucho tiempo a precisar los rasgos que deberían
distinguir a esos acuerdos excepcionales –no se trata, en absoluto, de una mera
votación abrumadora a favor de tal o cual cosa. Ackerman utiliza tres tomos de
su obra para ejemplificar y fundar esa posición, que aquí no sigo detallando).
Como explicara
recientemente en este mismo blog (acá), el desarrollo de esa intuición Ackermaniana
muestra una potencia inusitada dentro del constitucionalismo. Ella implica,
como mínimo, repensar i) los modos en que concebimos al control constitucional (que ya no se centraría en el control
exclusivo de lo “dicho” en ese primer momento fundacional); ii) los modos en
que concebimos la interpretación
constitucional (desde su punto de vista, quedan en ridículo las visiones
màs tradicionales en la materia –el originalismo que se queda fijo en el
momento fundacional primero, o el “constitucionalismo viviente” que piensa la
Constitución sólo desde el presente); iii)
la idea de los derechos enfrentados con
la democracia (porque ahora los derechos serían entendidos como el
resultado de los máximos momentos de democracia –los momentos constitucionales,
y no como barreras contra la democracia); o iv) el papel de los movimientos sociales dentro del derecho
(movimientos ignorados o resistidos por la doctrina, pero responsables directos
de la creación constitucional según Ackerman).
El punto conservador de
la teoría de Ackerman
Dentro de este marco de
admirada reivindicación a la obra de Ackerman, me interesa también mostrar un
rasgo profundamente conservador que encuentro en la misma. Y es que la luminosa
distinción que subraya –entre momentos corrientes y constitucionales- “naturaliza”
y procesa como “hechos duros,” lo que resulta, en buena medida, un producto “endógeno”
del mismo sistema institucional. Cuál es el problema de esto?
Vamos por partes. Para
comenzar: uno puede decir –como un Ackermaniano- “respetemos a la ciudadanía si
no quiere participar”. Se trata de una ciudadanía que, en sus términos, “economiza
en virtud”, para tomar como válida esa legislación poco principista, poco
meditada, y negociada: ella avala esas leyes. Sin embargo, y del mismo modo,
nos diría el Ackermaniano, “sepamos reconocer y resguardar debidamente las
creaciones normativas que surgen en esos momentos constitucionales,
excepcionales”. Y también: Todo lo primero (las leyes “corrientes”) deberá ser
evaluado a la luz de los acuerdos de nivel superior (las normas constitucionales)
que definimos en los momentos constitucionales. Ok.
Pero: si la pasividad
ciudadana propia de la vida corriente (tanto como las “explosiones
participativas” propias de los momentos excepcionales) no son “elecciones”
ciudadanas, sino –pongamos- producto de limitaciones institucionales e incentivos
perversos, resulta más dudoso que debamos “respetar” esas oscilaciones
participativas, como si fueran puro producto de la volición colectiva. Más
específicamente: si la apatía generalizada que parece “avalar” leyes de espanto
no es producto de una ciudadanía que “deja hacer porque no le importa,” sino de
una ciudadanía que advierte (tal vez, luego de represiones, violencia policial,
amenazas, etc.) que el “costo” de desafiar o voltear esas leyes es altísimo,
luego, deberíamos cuidarnos de otorgar peso normativo indebido a lo que son, en
definitiva, productos de un sistema orientado a desalentar la intervención
cívica.
Locke: “consenso tácito”
o “resignada disconformidad”?
El punto conservador de
Ackerman parece muy similar al punto conservador de John Locke. En Locke
también hay una distinción entre las situaciones –digamos así- normales, en que
debe respetarse al gobierno, al que la ciudadanía parece avalar con su silencio
o inacción: se trata de las situaciones en que se advierte –sostiene Locke- un “consenso tácito” otorgado por la
ciudadanía, cuando meramente acepta, sin reaccionar, cada decisión que toma el
gobierno. Y por eso mismo –agrega Locke- merecen tomarse muy en serio esos
momentos excepcionales –como la Revolución Inglesa- en que la ciudadanía
estalla, desatando una revolución.
Si algo así ocurre –como producto de esa ciudadanía tan acostumbrada a avalarlo
todo- significa que la ciudadanía tiene algo importante que decir, y que debe
saber tomarse, como mensaje profundo: ocurre allí algo importantísimo.
Resistámonos a decir que estamos frente a oportunistas e irracionales: aquí
pasa algo fundamental.
Pero, otra vez, en
Locke –como en Ackerman- la “aceptación” o naturalización de los momentos
corrientes (tanto como el bienvenido aval a los momentos constitucionales) resulta
problemática: tal vez no tengamos razones para hablar de un “consenso tácito,”
por ejemplo (como diría Locke), sino de una “resignada disconformidad,” o una “rebelión
contenida,” o un “temor generalizado.” Simplemente, la valorización de los
momentos normales, debe ser problematizada: esos momentos de “consenso tácito”
o (en mis términos) “resignada disconformidad” pueden ser producto no de una
decisión colectiva, sino de un sistema institucional represivo, o uno que
castiga la participación.
Rawls
Uno de los puntos
centrales de la teoría de John Rawls es el cuestionamiento a los “hechos
moralmente arbitrarios” que el sistema institucional procesa como “hechos
duros.” Esto es, uno de los rasgos que dio más atractivo a su teoría fue su
capacidad de cuestionar esos aparentes “hechos de la naturaleza”. Más
claramente aún, y con ejemplos: no hay problemas con que Juan o María nazcan
con la piel blanca o negra; con talentos o sin talentos; en el contexto de una
familia rica o pobre. El problema es si el sistema institucional decide, en los
hechos, premiar o castigar a los Juan y María del mundo, por esos hechos que
son producto de la mera suerte – o desgracia (producto de “la lotería de la
naturaleza”). El sistema institucional
que actúa de ese modo (premiando o castigando a las personas por su mera suerte
o mala suerte) es fundamentalmente injusto, porque premia y castiga a las
personas no por sus elecciones, sino por cuestiones que son fundamentalmente
ajenas a su responsabilidad. Un sistema institucional justo no puede
procesar como “datos duros” esos hechos moralmente arbitrarios, para –por ejemplo-
permitir que tenga una educación peor quien meramente tuvo la desgracia de
nacer en un contexto pobre; o permitir que alguien tenga dificultades de
acceder al trabajo por su género, color de piel, religión, etc.
La crítica de Rawls
merece aplicarse, en este punto, también a Ackerman: el modelo de Ackerman
parece tomar y procesar como “hechos duros”, hechos que son en buena medida un
producto de un sistema institucional cuestionable. De ese modo, se termina penalizando
a una mayorìa, como si hubiera elegido políticas que, en verdad, pueden ser
consideradas fundamentalmente como productos ajenos a su responsabilidad.
1 comentario:
¡hola! me gustó tu reflexión, y quisiera hacerle un pero a tu pero:
Vos considerás el caso de que la pasividad ciudadana no fuera una elección realmente, sino "producto de limitaciones institucionales e incentivos perversos" y que resultaría dudoso que "debamos “respetar” esas oscilaciones participativas, como si fueran puro producto de la volición colectiva."
Me parece un tanto errado considerar la exepción como la norma. El problema no estaría en el funcionamiento de lo que plantea nuestro buen amigo Bruce, sino en que para llevar a la práctica harían falta herramientas que aceiten el ejercicio democrático.
A lo que voy es que ninguna teoría que se busque implementar eficientemente puede relmente aplicarse en un contexto sin considerar factores perifércos (como la existencia de agentes con intenciones perversas, en este caso).
¡buen blog!
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