En los pliegues de la revolución quedó “el beduino,” durmiendo en el piso, con la cabeza apoyada sobre una bolsa de papas (una rata pequeña, de ojos negros, enormes y tristes, le husmeaba de tanto en tanto los agujeros de sus zapatillas). En los pliegues de la revolución quedó la Nara, arrastrando ella sola el arado, sin siquiera un gallo que le gritara su desesperación por las mañanas. En los pliegues de la revolución quedó Paquito, ordenando una pila interminable de discos de pasta, acompañado por el aceite que repiqueteaba sobre la voz candorosa de un tal Carlos Gardel. En los pliegues de la revolución quedó el maestro Leyrado, leyendo una traducción viejísima de El jugador, de Dostoievski, a la que le faltaban las 20 páginas del medio –pero él igual avanzaba. En los pliegues de la revolución quedaron Mara, Farabute, Carlos “el indio,” Marenka con su hijo a cuestas (el hijo que sólo dormía durante el día), Cabellani. En los pliegues de la revolución quedó Francisco, limpiando otra vez las maderas de un bote que no podía simular más su desolación. En los pliegues de la revolución quedó el friulano, que jugó a los dados su último diente enchapado. Todos alcanzaron a bañarse en las aguas limpias de la revolución, supieron de su perfume a jazmines y madreselvas. Me pregunto si la revuelta armada, rebelde única, majestuosa irredenta, habrá preguntado alguna vez por alguno de ellos, en las tardes de huracanados inviernos, como éste, cuando llega la noche y asusta tanto el viento.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
1 comentario:
"Al perderte yo a ti,
tú y yo hemos perdido:
yo, porque tú eras
lo que yo más amaba,
y tú, porque yo era
el que te amaba más.
Pero de nosotros dos,
tú pierdes más que yo:
porque yo podré
amar a otras
como te amaba a ti,
pero a ti nadie te amará
como te amaba yo.".
Publicar un comentario