Mi admiración
por las habilidades de los comerciantes de origen árabe no tiene techo. Creo
que todo empezó cuando un querido amigo me comentó de su visita a un bar
egipcio. El dueño del negocio lo vio ingresar apenas con el rabillo del ojo,
siguió enjuagando las copas que estaba lavando, y mientras lo hacía se puso a
decir, en voz muy alta y, a la vez, en perfecto castellano: “4628373746”. Y repitió
la cifra, más de una vez. Mi amigo no entendía la razón de lo que escuchaba, pero
se dio cuenta de todo cuando se acercó al dueño para preguntarle por la
contraseña del wifi.
Hoy, en versión
limitada de la misma saga, un comerciante árabe de la Ciudad Vieja de Jerusalén
me ve entrar a su local, y enseguida me pregunta de dónde soy. Cuando le digo
que soy de Argentina responde, en perfecto argentino, “ah, pero claro, crisis,
crisis, mucha crisis”.
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