El hecho de que
podamos decir que la decisión de la Corte se encuentra, en este caso,
justificada, no depende, por supuesto, de quién gana o quién pierde (qué partido
o coalición se beneficia o perjudica) con la sentencia. Como no importaría si
los beneficiados fueran (como en los primeros casos de gerrymandering)
grupos afroamericanos que, por ejemplo, iban a votar en masa por el Partido
Demócrata; o miembros de una minoría hispana que simpatizaban con el Partido
Republicano (de hecho, es perfectamente posible que los oficialismos de San
Juan y Tucumán cambien la fórmula a gobernador y -como ocurriera años atrás en
Santiago del Estero, con el gobernador Zamora y su esposa- ganen la elección
que se avecina). Lo que está en discusión -lo que importa- es otra cosa,
vinculada con el papel o misión que les corresponde asumir a los tribunales
superiores: en qué casos les corresponde actuar (y de qué modo), y en cuáles
no.
En esa
discusión, sobre los alcances y límites del accionar del Poder Judicial, muchos
bregamos (en mi caso, desde hace décadas) por una lectura crítica sobre el
papel de los jueces, que pretende ser sensible al “argumento democrático” -el
argumento al que Alexander Bickel denominara, célebremente, la “objeción
contramayoritaria” (aunque, cabe aclararlo, Bickel dio nombre a esa objeción
desde una postura defensora, antes que enemiga, del judicial review). La
idea es que, en democracia, las decisiones sustantivas deben quedar en
manos de la propia ciudadanía (que, valga aclarar, no es lo mismo que decir “en
manos del partido gobernante”), y no bajo el exclusivo o excluyente control de
alguna minoría “iluminada”, como podría serlo la decisión de una “minoría de
jueces” (retomando a Bickel, la idea sería que las decisiones de los jueces, de
modo habitual, difieren de las que toma la ciudadanía en el “aquí y ahora”, y
en tal sentido pueden bien considerarse como decisiones regularmente “contramayoritarias”).
Ahora bien, la “objeción contramayoritaria” a los tribunales no sólo no
impugna, sino que es totalmente compatible con la exigencia de que los jueces custodien
los procedimientos democráticos o las “reglas del juego”.
Es tan simple como
en el fútbol. En el “juego democrático”, los jugadores (los ciudadanos) son los
encargados de darle contenido al “partido”, esto es, de definir la sustancia
o el resultado de ese juego (digamos, para el caso de la democracia, qué
política económica se va a aplicar; qué nivel de impuestos o retenciones se va
a imponer; qué política ambiental o educativa se va a adoptar; etc.). Mientras
tanto, al árbitro del partido (digamos, en este caso, el Poder Judicial) le
corresponde respetar ese resultado sustantivo, pero, a la vez, cuidar
y hacer cumplir las reglas del juego que lo hacen posible. En los dos casos
-el del fútbol y el del “juego democrático”- el estricto respeto de los
procedimientos o reglas de juego es condición necesaria para hacer
posible que los “jugadores” puedan determinar por ellos mismos el resultado o
“sustancia” del “partido”. Para que se entienda: el problema aparece si el
árbitro o juez del evento cambia el resultado del “partido” porque no le gusta
o le parece injusto, pero no cuando anula un gol convertido con la mano. Por ello, decir que una decisión sobre las
reglas de juego -por ejemplo, una decisión que bloquea una re-elección
impermisible- busca “proscribir el voto” de la gente, es absurdo: tan absurdo
como decir que el juez que anula un gol hecho con la mano busca “prohibir los
goles” de un determinado equipo. Se trata, justamente, de la misión que el juez
está comprometido a cumplir: es exactamente lo que se espera de la justicia, la
tarea a la que está constitucionalmente obligada.
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