Hay ojos en
Medio Oriente, que son únicos, no sé si por el color, o por eso también: algo
marrones, como oscuro el desierto cuando llega la noche; algo verdes también,
como los bosques de olivos cuando llega la mañana. Marrón y oliva, es decir,
como la piel de oriente. Pero no sé. Hay una intensidad en esos ojos, que es
única también, no sé por qué. Por lo que recuerdan, tal vez. Por la memoria de
lo que se supo o se vio (es posible que lo vieran todo, o lo sepan todo, sobre
la muerte también). O tal vez no. Tal vez sea sólo el olvido, la agobiante
necesidad del olvido, de olvidar todo lo visto o sabido. O quizás no. Quizás
sea el sol. Quizás simplemente la intensidad del sol, que se refleja y brilla
en esos ojos, pero en otros no. Aunque creo que no. Más bien diría que no.
Diría, más bien, que se trata de una herida, una herida abierta y extensa, una
herida que primero brilla en los ojos, por donde anida el sol. Pero es una
herida larga, que comienza en los ojos, y que recorre el cuerpo, el cuerpo
todo, una herida que va desde la intimidad al pudor. Una herida larga, que se
convierte en llanto, pero es llanto en pudor, quiero decir, escondido, lejos,
lejos, por caso, de donde estoy yo. Aunque no lo sé. Pero sé algo, sin embargo:
sé que he visto, en esos ojos, los ojos de aquí, miradas, miradas que antes de
ahora no vi, miradas que en otro lugar no veré.
Miradas vulnerables, porque vulneradas. Miradas de desconfianza, de un
oculto recelo, de esperanza, de ansiedad, de refugiada aprensión. Miradas de
sobre-actuada certeza, de seguridad fingida, de un posado rigor. Todo eso, pero
sobre todo el temor. Miradas de condena y reproche, de castigo y sanción, y a
la vez piedad, y a la vez perdón. Pero el temor, sobre todo el temor. O tal vez
no. Lo que veo es otra cosa: lo que veo en esos ojos es el reflejo de todo o
parte de una historia que asusta, una historia que pide ser resumida en todo lo
que se perdió. Entonces eso, sólo eso: la mirada perdida, que es la mirada que
busca lo que se perdió, la mirada que sabe, por dentro sabe, que lo que fue, lo
que era por siempre, se fue: lo que era por siempre también se perdió. Y
entonces eso: la fragilidad frente a lo que se desmoronó. Un edificio que parecía
sólido, cimentado en cemento, y que cayó. Como las hojas de otoño, un día, sin
que nadie lo viera, cuando nadie lo pensaba o imaginaba siquiera, se desmoronó.
O tal vez fue la historia, fue la historia entera la que se desmoronó. Y
entonces eso, tal vez todo se reduzca a eso: el miedo al presente, y los
recuerdos que asustan, y la constante presencia de lo que era por siempre y por
siempre se perdió. Quizás sea sólo eso, entonces, lo que veo, lo que me parece
único, en los ojos que encuentro a mi alrededor: la mirada aguerrida que oculta
la irreparable herida, la mirada osada que esconde el desmesurado dolor.
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