22 ago 2008

Del debate con Iñaki




Ayer hicimos el debate con Iñaki, creo que salió muy bien, nos divertimos mucho, mucha gente, interesante. Como reflejo de ello, acá cuelgo sólo una partecita del último intercambio que tuvimos (con Iñaki y Mariano Gaitán) por escrito (el debate por escrito consistió en un texto mío, réplica de ellos, réplica mía, réplica de ellos, réplica mía. Aquí va sólo un punto que aparece en el último ida y vuelta)

Réplica a Gargarella: ¿La injusticia penal?

Gabriel Anitua y Mariano Gaitán

La respuesta del amigo Roberto nos obliga, a su vez, a insistir y aclarar algún punto de la original intervención (tanto de él como nuestra) (...) En todo caso, también nosotros, y eso es seguramente uno de los puntos que más nos acerca a su investigación, criticamos las justificaciones dominantes –y cualquier otra- de las formas punitivas y, por lo tanto, discriminatorias.
Pero entendemos que esa crítica no debe hacerse, o no solamente, desde el idealismo; sino que deben considerarse las bases materiales concretas que explican ese funcionamiento, y también sus justificaciones Ello sin caer en un determinismo optimista, como el del bueno de Pashukanis, que comprobó en carne propia la persistencia de ese injustificable poder de castigar en el mal llamado socialismo real. Y, en verdad, en ningún otro determinismo que nos lleve a concluir que nada puede hacerse desde el derecho para modificar las relaciones materiales. Esta salvedad es necesaria para que no parezca que se realiza un “salto” entre la descripción materialista y la prescripción ético-político-jurídica. Pero si ese es el riesgo de nuestras citas, peor es el que se corre desde el idealismo y la ingenuidad prescriptiva. Ambos riesgos están presentes en nuestra tradición común: en el marxismo “funcionalista”, el primero, y en el marxismo “analítico”, el otro. Aunque sería injusto tachar a Roberto de lo último, al igual que a nosotros de lo primero, sí que parece haber una cuestión de énfasis diferentes en nuestras intervenciones y desacuerdos a eso debidos que no son, en verdad, de fondo.
En esa senda, nos parece que tiene razón Roberto en que habría que esperar un poco más para ponernos plenamente de acuerdo en relación al último punto de su réplica.
Es importante señalar que nosotros de ninguna forma hacemos lo que él atribuye a aquellas breves líneas (lo que también puede deberse a nuestra dificultad por explicarnos) y tampoco lo hace la doctrina del derecho penal que sin ninguna duda nos influye (pero a pocos más, no es una justificación dominante, ni mucho menos entre los penalistas) y que Gargarella hace bien en identificar con las teorías zaffaronianas. Roberto dice que con estas ideas se “termina justificando, tal vez sin quererlo, muchos de los peores rasgos de las prácticas penales actualmente existentes”. Eso no nos parece justo, como tampoco cabe reprochar de lo mismo a Ferrajoli ni al propio Gargarella. Pero en nuestro caso, es que además no creemos posible justificar ninguna práctica punitiva, y no tan sólo las existentes.
Roberto lo formula en forma de preguntas, pero en definitiva nos obliga a ser “consecuentes” en la crítica al sistema penal y sus justificaciones (considerando, con acierto, que las limitaciones también terminan justificando algo) y por ello proponer y exigir la lisa cancelación del poder punitivo. Este abolicionismo radical puede ser una consecuencia coherente en un modelo ideal. Pero no es tan fácil cambiar una estructura socialmente arraigada.
Es de acuerdo a una opción estratégica, y porque parece lo más útil en un escenario, al que no vislumbramos fin, de lucha entre la pulsión punitiva y su contrario (para actuar en ese “mientras tanto”, por seguir usando felices expresiones de la tradición compartida con Roberto) que no queremos “salirnos” del marco normativo que ha servido, también históricamente, para contener o acotar la violencia selectiva institucionalizada como castigo.
Esta estrategia de resistencia al poder penal, de acuerdo a los parámetros foucaultianos, sería como una forma de darle vueltas al sistema desde su interior. En este sentido, estamos de acuerdo con Stanley Cohen, quien sostiene que para estar en contra de la criminología hay que estar adentro de ella (Against Criminology, Transactions Publishers, New Brunswick, New Jersey, 1988).
También en esto, en definitiva, seguimos a Zaffaroni, quien grafica tal opción con una supuesta división entre poder punitivo y derecho penal, siendo éste último, el poder jurídico, el limitador del primero. Tal división, aunque difícilmente visualizable en la práctica, tal vez sirva para aclarar a Roberto qué se rechaza y qué se usa para reducir los daños inevitables. Ese es el “derecho penal” que se rescata, y que con más precisión podríamos precisar como los elementos garantistas del derecho penal. Esos elementos son los que pueden y deben usarse para limitar el castigo sobre los más débiles y vulnerables al poder dominante. Para ello reconoce Zaffaroni dos tácticas de limitación: una estática, que consiste en aceptar lo consumado y legitimarlo para que no empeore (que de alguna forma sería lo que reprocha Gargarella, pero no es la que Zaffaroni propone), y otra dinámica, que es la de la programación doctrinaria de la jurisprudencia y el entrenamiento de los juristas para contener y reducir el poder punitivo, en una tarea incesante e inacabada, porque no puede pretenderse que el poder jurídico elimine esa violencia represora que en verdad lo excede. Ni autoinmolándose podría el derecho penal acabar con esa violencia porque carece en absoluto de cualquier posibilidad de producir un cambio total de la sociedad y de la cultura del tamaño y profundidad que eso implicaría (de acuerdo a lo que verificamos materialmente).
No obstante, la crítica de Gargarella a este tipo de análisis es certera y nos obliga a reconocer el peligro dado por la capacidad del poder punitivo de absorber y así neutralizar todo tipo de pensamiento, por más crítico y radical que sea.
Ello debe estar presente en todos quienes utilizamos planteos jurídicos para enfrentarnos a las relaciones concretas e históricas del poder punitivo, que nos angustien y nos rebelan en el momento actual (la selectividad del sistema penal, las condiciones concretas del castigo, en especial la privación de la libertad como lugar de no derecho, la prisión preventiva, el secuestro burocrático del conflicto, la ausencia de discusión pública sobre la violencia aplicada por el Estado, etc.). Para todo ello parece necesario “ensuciarse las manos” e intervenir en decisiones concretas, para limitar, reducir y si es posible impedir aquellas que se dictan jurisdiccional o administrativamente contra hombres y mujeres de carne y hueso, y también políticamente criticando reformas y realidades, puesto que hay algunas menos punitivas que otras. Ello es difícil si se opta por una estrategia de todo o nada: o “tomar en serio las promesas liberal igualitarias de nuestro derecho, para exigir que el mismo se anime a llevar adelante, radicalmente, los compromisos universalistas que él alega para justificar su propia existencia” o “salirse y alejarse del derecho penal, para pensar y hacer posible la libertad y la justicia social que el derecho penal ha venido a violar inequívocamente, y como ninguna otra herramienta institucional”. Mientras el barro de la historia –en parte formado con las aguas del discurso jurídico- siga arrasando con los sectores más desfavorecidos algo estamos obligados a hacer, aunque más no sea reducir daños.
Sin duda que es necesario pensar y hacer posible la libertad y la justicia social, y necesariamente por ello eliminar la violencia del sistema penal, cosa que sería poco si no se elimina la violencia estructural, y todo tipo de violencia, para lo que también puede ser útil otro tipo de derecho, que abra vías de solución de conflictos no violentas. Pero con ello nos alejamos de las limitadas responsabilidades del derecho penal, e incluso del derecho si abordamos seriamente la cuestión del poder.


Réplica de la réplica (comentario a Anitúa-Gaitán, 2)

Roberto Gargarella


(...)

(El) último y más importante aspecto de los desacuerdos que quisiera mencionar, se relaciona con nuestra evaluación de las soluciones “minimizadoras.” Creo que allí reside, en efecto, el núcleo más interesante de nuestras diferencias, sobre las que valdría la pena seguir conversando en el futuro. Sólo para adelantar algunas de (las que yo considero son) nuestras diferencias, haría referencia a las siguientes.

Reconociendo que posiciones como las de Zaffaroni no son –de modo claro- las dominantes en nuestro derecho (lamentablemente), yo insistiría en que estas alternativas, por el modo en que han sido planteadas de modo habitual, corren el grave riesgo de terminar sirviendo a la justificación de algunos de los peores rasgos de las prácticas hoy dominantes (y digo esto sin ingenuidad, y reconociendo el mar de diferencias existentes entre estas alternativas y el derecho hoy dominante). En la brevedad de estas líneas, marcaría rápidamente tres posibles críticas a tales posiciones. En primer lugar, ellas siguen afirmando respuestas excluyentes, antes que otras inclusivas, frente al problema del crimen. Ellas reservan, para cierto tipo de delitos, una respuesta penal que implica aislar (de la sociedad, de sus afectos), a quien ha cometido una falta grave, lo cual me parece un serio problema (ello, sin contar lo extraordinariamente difícil que resulta distinguir entre derecho penal y poder punitivo, tal como se lo propone el paradigma minimizador). En segundo lugar, criticaría de este enfoque la estrategia del “retiro estatal” por dos motivos. Ante todo (y en este punto no estoy seguro de que la posición del “zaffaronismo” sea muy distinta de la que propongo), porque reivindico una mayor, y no una menor, presencia estatal frente a muchos de los casos penales que podríamos examinar (por ejemplo, sostendría que, frente al consumo adictivo de estupefacientes, se necesitan mayores niveles de atención social sobre los consumidores, antes que una política de “retiro” punitivo estatal). Luego, y lo que es más importante, criticaría la estrategia del “retiro” porque ella es, en buena medida, opuesta a la que defiendo, que centralmente propone formas de comunicación y diálogo con el ofensor. Mi último y principal punto de crítica a la visión minimizadora es aquella que sugería en mi primer escrito en este debate: quien identifica a las respuestas penales dominantes como “terrorismo de clase” (yo les llamaba “prácticas de torturas”) no puede sugerir luego respuestas minimizadoras en materia penal: frente al terrorismo o la tortura sólo se justifican la resistencia y el rechazo incondicional. No la minimización (“algo de terrorismo,” “sólo algunas torturas”).

Las diferencias que reconozco entre el enfoque que me interesa y el que reivindican mis buenos colegas, de todos modos, no se reducen a algunos (importantes) desacuerdos filosóficos (que existen, y que pueden reconocerse en el párrafo anterior). Ellas alcanzan también (y tal vez decisivamente) a otras diferencias, de tipo sociológicas. En efecto, según entiendo, tanto el análisis de un gran autor, como Zaffaroni, como el de algunos de sus grandes discípulos (y creo que éste es el caso), parece descansar sobre una sociología penal muy problemática. Advierto que en el trabajo de Anitúa-Gaitán se enfatiza la presencia de constreñimientos externos insuperables, del tipo de los que se encuentran en los trabajos de Zaffaroni. Allí se habla de la “necesidad” de la agencia estatal de “pautar el máximo de intensidad que puede tolerar en el ejercicio de su responsabilidad criminalizante;” del estrecho espacio de “decisión posible” dentro del cual se ejerce la punición; de la necesidad de punir -limitadamente- porque sino las “restantes agencias...se ocuparían de aniquilar a la agencia;” y hasta de la justificación de “retener al prisionero...más allá del límite indicado” como modo de preservar su vida (citas de “En busca de las penas..”, 280-88). Todos estos argumentos, que vienen finalmente a justificar (y hasta a calificar de éticamente irreprochables y exigibles) conductas punitivas del peor tipo (que llega a aconsejar la decisión de “retener al prisionero” más allá de lo debido”!), se basan decisivamente en una sociología penal que está lejos de encontrarse bien apoyada empíricamente (es que: hasta qué punto es cierto que, si no penamos severamente, en algunos casos, el Apocalipsis que se nos anuncia va a ocurrir, necesariamente?). Resulta notable, repito, que esa infundada sociología sea la que juegue el papel crucial en la validación de -precisamente- la coerción más necesitada de una justificación contundente. Para seguir desarrollando este tipo de análisis críticos -concluiría- es que la reflexión académica, aparentemente descomprometida y alejada de la realidad, se torna más que deseable, indispensable para todos nosotros.

2 comentarios:

Leandro Stilman dijo...

Roberto, como siempre es admirable tu compromiso intelectual al debate y me sumo a esta ya añosa pero no desactualizada cuestión con un comentario: la cuestión debatida no puede desprenderse de una concepción del estado como una realidad latentemente totalitaria y ello se refleja casi como una mecánica natural en las acciones de todo tipo de operadores estatales, incluídos por supuesto los operadores judiciales penales. Que explica que jueces académicos planteen ciertos problemas o reinvindicquen el alcance de ciertas garantías en los papers académicos y luego se olviden de ellas al dictar sentencias? Es sumamente interesante la curva perfecta que traza la inversión de las categorías idealismo - ejercicio del poder. Dictar el derecho, y en especial en materia penal, es ante todo, en esencia, un acto de poder, y quien lo ejerce realiza sin percibirlo, la vocación totalizadora del estado. Cuando algún filosofo se transforma en rey (algún académico supera las instancias concursales para juez, y alguna casualidad lo pone el cargo), puede que "aprenda" rápidamente su tarea (no es que se encuentre con la realidad del poder, sino que es captado por él), o bien puede ocurrir que se rebele frente a dicho poder, lo que si se atreve a hacer con frecuencia, poniendo en crisis la función policial del Estado, probablemente se pongan en funcionamiento una serie de mecanismos burocrático - político - mediáticos que lo dejen en evidencia, y lo amenacen con el enjuiciamiento político (derrocamiento). Por ello, para el resto de los actores judiciales que estamos advertidos de esta realidad, sin perder de vista ideales tal vez inalcanzables, nos toca una tarea de enfrentamiento argumentativo y profesional de tipo hormiga tendiente, al menos, a atacar las manifestaciones más irracionales de dicho ejercicio del poder punitivo, a veces infructuosamente. Gracias.

Leandro Stilman dijo...

Roberto, como siempre es admirable tu compromiso intelectual al debate y me sumo a esta ya añosa pero no desactualizada cuestión con un comentario: la cuestión debatida no puede desprenderse de una concepción del estado como una realidad latentemente totalitaria y ello se refleja casi como una mecánica natural en las acciones de todo tipo de operadores estatales, incluídos por supuesto los operadores judiciales penales. Que explica que jueces académicos planteen ciertos problemas o reinvindicquen el alcance de ciertas garantías en los papers académicos y luego se olviden de ellas al dictar sentencias? Es sumamente interesante la curva perfecta que traza la inversión de las categorías idealismo - ejercicio del poder. Dictar el derecho, y en especial en materia penal, es ante todo, en esencia, un acto de poder, y quien lo ejerce realiza sin percibirlo, la vocación totalizadora del estado. Cuando algún filosofo se transforma en rey (algún académico supera las instancias concursales para juez, y alguna casualidad lo pone el cargo), puede que "aprenda" rápidamente su tarea (no es que se encuentre con la realidad del poder, sino que es captado por él), o bien puede ocurrir que se rebele frente a dicho poder, lo que si se atreve a hacer con frecuencia, poniendo en crisis la función policial del Estado, probablemente se pongan en funcionamiento una serie de mecanismos burocrático - político - mediáticos que lo dejen en evidencia, y lo amenacen con el enjuiciamiento político (derrocamiento). Por ello, para el resto de los actores judiciales que estamos advertidos de esta realidad, sin perder de vista ideales tal vez inalcanzables, nos toca una tarea de enfrentamiento argumentativo y profesional de tipo hormiga tendiente, al menos, a atacar las manifestaciones más irracionales de dicho ejercicio del poder punitivo, a veces infructuosamente. Gracias.