26 ago 2018

Las bases morales del igualitarismo

Publicado en Nueva Sociedad
http://nuso.org/autor/roberto-gargarella/

Va el artículo completo, que pretende dar una discusión que entiendo es relevante en momentos en que tantos siguen hablando de los problemas de corrupción como "preocupaciones pequeño-burguesas", y consideran que es perfectamente compatible tener conductas personales corruptas, y llevar adelante programas igualitarios. 
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«Si eres igualitario, cómo puedes ser tan rico»
Las bases morales del igualitarismo


Roberto Gargarella

En este escrito, quiero reivindicar a la ética personal igualitaria como condición necesaria, aunque no suficiente, de un programa igualitario: ningún programa puede (merece) ser considerado igualitario en ausencia de ese componente ético. En términos teóricos, me interesa mostrar que dicha convicción reconoce raíces muy profundas dentro del pensamiento igualitario. Para ello, haré un largo rodeo inicial, a través del cual revisaré brevemente parte del pensamiento socialista contemporáneo, el feminismo radical y la antigua tradición política republicana. Mostraré entonces la importancia y centralidad de aquella idea conforme a la cual la igualdad y la justicia requieren no solo de iniciativas políticas y económicas igualitarias, sino también de ciertas cualidades de carácter, más específicamente, disposiciones morales igualitarias orientadas a honrar y sostener ese proyecto igualitario conjunto. Finalmente, como veremos, «lo personal es político». 

Esa larga reflexión teórica será, de todos modos, la antesala de unas conclusiones «prácticas» en las que procuraré mostrar –con la ayuda de ejemplos provenientes de la política latinoamericana contemporánea– la elevada correlación y la fuerte imbricación (causal) existente, entre políticas corruptas y políticas no igualitarias. Me ocuparé de subrayar la importancia de estas conclusiones, en particular, a la luz de un discurso político que llegó a tornarse predominante en la región, y que pretendió minimizar o desdeñar toda preocupación efectiva por la corrupción –personal y grupal. Ello, como si fuera posible o imaginable derivar políticas sociales igualitarias de conductas personales fuertemente motivadas por el autointerés, u orientadas decisivamente en dirección del propio beneficio.

La justicia y la igualdad en debate

Uno de los últimos grandes debates de la filosofía política contemporánea fue el que protagonizaron el pensador igualitario John Rawls, y el marxista oxoniense Gerald Cohen. La crítica presentada por Cohen impactaría sobre su objeto de estudio como pocas otras, luego de casi 50 años de discusión en torno a la casi mítica Teoría de la Justicia de Rawls .1 Cohen puso el foco de su objeción en el lugar marginal que reservara la teoría de Rawls a la ética personal –en sus términos, al ethos particular requerido por una concepción igualitaria de la política–. Y es que, en efecto, y luego de un comienzo más ambicioso –el estudio de una teoría de la justicia, digámoslo así, «todo a lo largo»– Rawls pasó a concentrar su trabajo en los específicos principios de justicia que deberían organizar las bases de una sociedad justa. La Teoría de la justicia, entonces, fija ciertos principios de justicia destinados a gobernar la estructura básica de la sociedad (sus normas constitucionales fundamentales, su esquema económico), dejando de ese modo a salvo a la vida privada de cada uno. Para ejemplificar lo dicho de un modo sencillo: si una sociedad justa define unos niveles de impuestos extraordinariamente altos –capaces de absorber, pongamos, un 90% del salario de cada habitante– y el sujeto en cuestión los paga disciplinadamente a la vez que no viola ninguno de los preceptos de la convivencia que define el derecho (i.e., no matar, no robar, etc.), luego, esa persona cumple con sus deberes cívicos fundamentales. Un Estado justo no puede, entonces, exigirle a ese individuo, además, que se comporte de determinada manera –supongamos, conforme a los ideales de perfección humana que algunas autoridades públicas pudieran querer imponerle (i.e., que participe activamente en política; que realice actividades solidarias: que tenga una vida pública ejemplar y austera; etc.)–. Ese Estado justo pretende ser, en materia de moral personal, liberal, antes que confesional o perfeccionista. El Estado justo, para Rawls, no solo asegura la justicia social, sino que procura preservar y hacer respetar la autonomía de las personas. En este sentido, se trata de un Estado social igualitario, y a la vez liberal en términos de moral individual.

Frente a dicho cuadro, Cohen vino a argumentar que la consistencia con los principios de justicia definidos por Rawls –y que él podía aceptar–2  requería de conductas personales particulares dirigidas a sostener aquellos principios de justicia. En ausencia de tales compromisos personales, los principios de justicia no podían autosostenerse. Esta línea de reflexión se encuentra en su principal libro de críticas a Rawls –Rescuing Justice and Equality 3– pero ya se encontraba anticipada en su trabajo, tan irónico como agudo, If you are an egalitarian, how como you are so rich .4 Desde el propio título de la obra ya se advertía el punto de fondo: para ser un igualitario y cumplir con los deberes públicos de justicia, no bastaba con asumir ciertas obligaciones cívicas tan formales como fundamentales, tales como la de pagar impuestos o no violar el Código Penal. Se requería asumir cierto tipo de comportamiento personal igualitario, destinado a reflejarse en actitudes constantes y cotidianas.

«Lo personal es político»

Despreocupado acerca de las vinculaciones de su lectura sobre la justicia con otras corrientes de pensamiento vigentes en su época, Cohen no exploró los puentes existentes entre su crítica a Rawls y la tradición política republicana y apenas hizo referencia del contacto existente entre sus estudios y el feminismo. En particular, las objeciones presentadas por Cohen, frente a Rawls, pueden resumirse en el apotegma feminista «lo personal es político», el mismo que pasaría a caracterizar a la «segunda generación feminista» (la primera era la que había peleado por el sufragio femenino), desde que Carol Hanisch publicara un texto con ese título en 1969 .5

El feminismo «radical» de entonces –y como lo haría Cohen, bastante después– avanzó dicha idea, ante todo, como un modo de recuperar el carácter político de las conductas personales. Ello, como crítica a una visión liberal tradicional que, en parte, pudo ser la propia teoría de Rawls en sus comienzos (de hecho, frente a las críticas feministas, Rawls terminaría modificando parte de la presentación de su teoría en Liberalismo político , que publicara en 1991, es decir 20 años después de su libro original). La idea feminista acerca de «lo personal» como «político»6 venía a criticar la distinción, muy habitual en el pensamiento liberal, entre la «esfera privada» y la «esfera público».

Originariamente, y de modo razonable, el liberalismo había querido decir –como vimos– que el Estado debía respetar las elecciones personales de cada uno, y que por tanto no debía tratar de imponer a nadie una «concepción del bien» oficial o preferida por el gobierno de turno: cada uno debía ser libre de vivir su vida privada como quisiera sin importar si la persona en cuestión se convertía luego en un ser culto, en un profesional, o en alguien dedicado al puro ocio o a la bebida: cada uno debía hacerse responsable de su propia vida y vivir conforme según sus propias elecciones. En los orígenes del constitucionalismo, Thomas Jefferson había defendido una postura semejante, al hablar de la importancia de erigir un «muro de separación» entre el Estado y la Iglesia. Lo que quería decir Jefferson es que la Iglesia no debía usar su influencia, y a partir de dicha influencia, eventualmente, la fuerza del poder estatal, para imponer determinadas convicciones religiosas a quienes sostuvieran otras opuestas, o ninguna. 

El problema con la posición liberal fue que muchos no entendieron que la misma se basaba en la idea (propia de John Stuart Mill) acerca del «no-daño a terceros», y consideraron que lo que el liberalismo hacía era, en verdad, defender la autonomía de lo «privado» (entendido ahora, por ejemplo, como «lo que ocurriera al interior del hogar») autorizando así –en los hechos– la opresión de género, la violación marital, la violencia masculina, etc. 7. El feminismo salió a criticar, entonces, al liberalismo que distinguía entre lo «privado» y lo «público» para reivindicar la politización de las relaciones personales, y dar fundamento a la crítica de las costumbres y los valores familiares, cultivados en el interior del hogar. Si había discriminación o desigualdad o daño a las mujeres, aún «puertas adentro» de la propia casa, se trataba de un problema público, que debía ser abordado y puesto a término por el Estado. El Estado no podía mantenerse indiferente, entonces, a ciertas conductas personales.

La tradición republicana: el capitalismo y la corrosión del carácter
El énfasis especial en las conductas personales, tanto como la defensa de una idea fuerte de la igualdad, no nació, por supuesto, ni con el trabajo reciente de Cohen, ni tampoco en los años 60 con el advenimiento del feminismo radical. Lo que aquí está en juego es una particular y centenaria aproximación a la filosofía política, que fuera propia de la tradición republicana .8

El republicanismo –ya en su mayoría de edad– es una concepción teórica que reconoce versiones muy diferentes, pero hay algunos elementos que pueden considerarse propios del «núcleo duro» del republicanismo. A ese núcleo duro lo definiría haciendo referencia a una preocupación igualitaria que podía expresarse, de modo especial, en instituciones políticas abiertas a –e inductoras de– la participación popular, a una organización económica destinada a consolidar la igualdad, y también –y esto es lo que nos importa en este artículo– a ciertos rasgos de carácter o disposiciones morales a los que tradicionalmente se ha definido con la noción de virtudes cívicas. De hecho, podría decirse, si hay un rasgo dominante en todos los enfoques republicanos que conocemos, es ese acento en las virtudes cívicas que deben ser propias de una comunidad republicana. Las virtudes ciudadanas fundamentales fueron entendidas de modo distinto en distinto tiempo, pero ellas giraron, muy habitualmente, en torno a la participación política, la solidaridad, el compromiso con los asuntos comunes, etc.

Sostener una política de las virtudes implicó afirmar –contra el liberalismo– que el Estado no puede ser neutral en materia de concepciones del bien. Otra vez, y como en los casos anteriores, la idea fue que los compromisos personales resultaban un componente indispensable de las políticas y prácticas igualitarias –y no irrelevantes, o triviales, o indiferentes–. Para autores como Jean-Jacques Rousseau, en particular, tanto como para el republicanismo en general, eran al menos tres las condiciones de posibilidad necesarias para el tipo de sociedad ideal a la que aspiraban: un sistema político-institucional favorable a la participación política; un sistema económico igualitario; y una ciudadanía dotada de ciertas virtudes cívicas necesarias para la vida en común .9 Sin este último elemento, se asumía, todo el resto del andamiaje no iba a tornarse posible, al menos de un modo estable en el tiempo. En la expresión del antifederalista George Mason –figura destacada en los tiempos fundacionales del constitucionalismo norteamericano– «las virtudes» conformaban «el principio vital de una república», ellas requerían «la frugalidad, la probidad y la moral estricta» y se contraponían a la «venalidad y la corrupción que inevitablemente predominaban en las grandes ciudades comerciales» .10

Los dichos de Mason son interesantes porque reflejan bien criterios considerados esenciales por el republicanismo de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX; es decir, también, durante tiempos de cambio económico estructural. Muchos se preguntaron entonces acerca del modelo de organización económica a seguir, y fue allí que los republicanos propusieron reflexionar sobre el tema teniendo en cuenta, sobre todo, en el impacto moral que pudiera tener cualquier elección económica en relación con el carácter y comportamiento de las personas. Para el republicanismo de la época, resultaba obvio que la opción por un modelo de desarrollo basado en el comercio era indeseable, por el modo en que el mismo iba a favorecer los comportamientos autointeresados, insolidarios, competitivos –finalmente, la corrupción política–. De allí que fuera común, en los republicanos de la época, la producción de «escritos agrarios», destinados a defender una organización social que, se esperaba, iba a resultar más afín al desarrollo de conductas cooperativas y sociales. Piénsese, por caso, en los trabajos que tanto Thomas Paine como Jefferson escribieran en la materia .11 Para ambos, la promesa de un crecimiento económico basado en el comercio solo parecía conducente al desarrollo de comportamientos individualistas y apolíticos. Por el contrario, la utopía republicana de los «40 acres y una mula» se vinculaba con una forma de organización material amigable con (y funcional a) los valores del republicanismo. 

Como dijera, más de dos siglos después, el filósofo político Michael Sandel, solo una organización económica más igualitaria –afín al socialismo– podía generar las «cualidades de carácter» y «disposiciones morales» necesarias para hacer posible una política republicana. De allí la necesidad (del Estado) de «cultivar la virtud», asumiendo los riesgos propios de dicha delicada tarea .12 De manera similar, el citado Gerald Cohen (sin conocer o reconocer de qué modo sus dichos retomaban las bases del discurso republicano), sostendría también que el modelo comercial-capitalista resultaba indeseable, sobre todo, por su impacto negativo en el carácter de las personas: el capitalismo, a diferencia del socialismo, alimentaba dos rasgos de comportamiento repudiables: la ambición de obtenerlo todo y el miedo de todo perderlo.

Ética personal igualitaria y corrupción: de la teoría a la práctica

Muchos de los criterios examinados en las páginas anteriores nos ayudan a reconocer las líneas maestras de cierta crítica republicana, feminista y socialista frente a posturas rivales –en particular, el liberalismo–. Vimos entonces de qué modo el foco sobre las conductas personales o (en cierta medida, su contracara) la crítica a la corrupción propia de las sociedades comerciales, compuestas por individuos egoístas o desinteresados por la vida común, venía a contrarrestar ciertos supuestos fundamentales del liberalismo: la pretensión de erigir un «muro de separación» entre el Estado y los individuos; la obsesión por establecer una distinción tajante entre las esferas de lo «privado» y lo «público»; la determinación de asegurar un Estado «neutral», imposibilitado de fomentar una concepción particular del bien.

Tales batallas teóricas resultan de una importancia extraordinaria, muy en particular si somos capaces de reconocer de qué modo ellas no se limitan a fijar ciertas pautas abstractas y ajenas al mundo «real», sino que nos interpelan directamente en nuestro acercamiento a la práctica política concreta de nuestros países. En lo que sigue, voy a ofrecer una lista –no exhaustiva– de las implicaciones políticas que pueden tener los criterios teóricos recién examinados. Me interesará subrayar, en particular, de qué modo el igualitarismo necesita –para tener lugar primero, y luego para estabilizarse-– de disposiciones morales igualitarias, de una cierta ética personal que va más allá de las reformas políticas y económicas igualitarias que, ocasionalmente, puedan impulsarse. Sin asumir que tales políticas hayan tenido lugar en las últimas décadas (en lo personal, estoy convencido de que no es el igualitarismo lo que ha prevalecido en nuestra región), me preocupará decir que las iniciativas (reales o en apariencia) igualitarias adoptadas, en todo caso, estaban condenadas a muerte, desde un comienzo, en razón del radical descuido o desdén que los líderes políticos de nuestro tiempo mostraron respecto de la necesidad de expresar, cultivar y fomentar una ética personal igualitaria. Este análisis puede ayudarnos, en particular, a confrontar un discurso que resultó por demás frecuente en ciertos círculos académicos que –tal vez frente a la voluntad de defender a gobiernos, políticas o líderes políticos particulares involucrados con actividades sabidamente inmorales o ilegales– se propuso trivializar, desconocer o directamente ridiculizar (como «pequeño-burguesa») toda objeción a las prácticas por ellos favorecidas, si es que las objeciones del caso incluían referencias sobre el carácter corrupto de las mismas.

Motivaciones. Primero, el sostén de políticas igualitarias –siempre, pero muy en particular cuando aquellas no resultan dominantes o, peor aún, cuando las mismas no se han estabilizado– requiere de motivaciones y compromisos personales muy fuertes por parte de quienes las impulsan (y, sin duda también, de parte de quienes van a verse, positivamente o no, afectados por ellas). Las inercias en la dirección contraria (es decir, en dirección del favorecimiento personal; la corrupción; la toma de ventajas indebidas) son tan poderosas  que, sin convicciones personales muy asentadas, no es dable esperar que la dirigencia política sostenga (mucho menos por mucho tiempo) prácticas que tienden a ir a contramarcha de los mecanismos institucionales y el sistema de incentivos prevaleciente. El riesgo, entonces, es que el líder de turno que convive –tal vez a su pesar– con prácticas corruptas, termina siendo devorado por ellas. Tal vez el ejemplo del gobierno de Dilma Rousseff resulte ilustrativo de lo dicho (pongámoslo así, una dirigente en apariencia muy honesta que, tal vez a su pesar –y por las «necesidades de la gobernabilidad»– termina conviviendo con una serie de prácticas corruptas que finalmente contribuyen a deslegitimar a su gobierno, facilitando de ese modo su caída, un hecho paradójico si la corrupción era tolerada en nombre de la gobernabilidad perdida. 

Si eres igualitario, ¿cómo es que eres tan rico? En línea con lo sostenido en el parágrafo anterior, las cosas resultan más gravosas cuando el líder político de turno no solo no está profundamente convencido de, y comprometido con, el valor del igualitarismo, sino que no actúa, en lo personal, conforme al sistema de valores propios del igualitarismo que predica o pretende poner en práctica. Para citar algunos casos conocidos: si dicho líder político, por ejemplo, es millonario (como el actual presidente Mauricio Macri), o se convierte en millonario a través de la política (como el ex presidente Carlos Menem); o predica la necesidad de convertirse en millonario, como condición necesaria para hacer política (como el ex presidente Néstor Kirchner), luego, las posibilidades de que desde dicha administración impulsen políticas igualitarias deben reconocerse como muy extrañas (contra la absurda idea difundida a veces, de modo intencionado, acerca de que «como el dirigente X ya es millonario, entonces ya no necesita del dinero»). Piénsese, como ejemplo, en casos como el de Luiz Inácio Lula da Silva: por diversas razones, buenas o malas, el ex presidente brasileño estableció, en los últimos años, estrechos vínculos con buena parte del empresariado de su país: socializó con ellos, los visitó más que a los círculos obreros a los que antes frecuentaba, trabó amistad con muchos de ellos. Los resultados esperables de tales «tejidos de red» con el empresariado corrupto (como el que ilustra el caso citado), particularmente en contextos no-igualitarios como los latinoamericanos son muy preocupantes. En primer lugar, el líder de turno pierde motivación de llevar adelante políticas radicales o de avanzada. Más bien, tiende a distanciarse de las políticas más igualitarias de su plataforma (cuya sola posibilidad genera duras y constantes críticas al interior de su nuevo círculo). Por otro lado, tiende a asumir compromisos nuevos compromisos con el empresariado, que le promete dinero, poder o la estabilidad que considera amenazada (tal vez, por la conflictividad social que surge de la no-satisfacción de las demandas de los más postergados). Finalmente, el líder en cuestión comienza a reconocer como necesarias o plausibles las políticas o propuestas que recibe de su nuevo círculo. El ejemplo de Brasil, otra vez, resulta demasiado evidente. No por políticas económicas adoptadas por el gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil, que reflejaba las inquietudes del empresariado conservador, sino también por la designación, en los círculos decisorios del gobierno, de personal proveniente de ese círculo empresarial (el caso más notable es el del actual presidente Michel Temer –figura paradigmática del empresariado corrupto brasileño– que el propio PT colocara en, su momento, en la vice-presidencia de la república.

Funcionarios públicos que devienen corruptos. Las posibilidades del igualitarismo resultan todavía más radicalmente afectadas, por supuesto, si lo que tenemos frente a nosotros no es, simplemente, un líder que predica un igualitarismo en el que no cree o que no practica sino –mucho peor– un líder que desmiente cotidianamente ese igualitarismo, a través de prácticas corruptas. En los últimos años, fueron muchos los que descalificaron las críticas a gobiernos en los que creían, por ser críticas que incluían, en su «núcleo duro», objeciones al carácter corrupto de tales administraciones. Muchos sostuvieron entonces que tales críticas pretendían «en verdad» atacar las iniciativas sociales que dichos gobiernos («progresistas») habían impulsado o decían impulsar. Sin lugar a dudas, dichas críticas provinieron de los lugares más diversos, y tuvieron motivaciones también diferentes (incluyendo, por supuesto, la pretensión de criticar el carácter social de ciertas políticas, a través la «excusa» de la corrupción). Pero nada de ello debería privarnos de subrayar el punto que aquí venimos destacando: es muy difícil que un gobierno corrupto avance políticas igualitarias –mucho menos de forma amplia, profunda y consistente en el tiempo–. Otra vez, las razones son múltiples, pero ellas incluyen algunas como la siguiente: un gobierno corrupto necesita «cubrirse» de las posibles delaciones o denuncias que dejen en evidencia las prácticas ilegales e inmorales que auspicia o en las que está comprometido. Y para ello lo habitual es que termine extendiendo (o radicalizando) la corrupción ya generada hacia buena parte de las instituciones restantes: corrupción en los órganos de investigación, en los servicios de inteligencia, en las distintas esferas de la justicia, en el resto de la clase política (i.e, el Mensalão en Brasil ).13 La corrupción, entonces, pasa a ser un medio indispensable y generalizado, para tornar posible y convertir en estable al esquema de corrupción existente, al que busca preservarse. 

Credibilidad y posibilidad. Las políticas igualitarias requieren de un sostén social amplio y profundo. Como sostuviera el filósofo canadiense Charles Taylor, tales políticas no pueden ganar estabilidad cuando una parte significativa de la sociedad ve a las mismas como injustas porque «solo ellos pierden»; o cuando advierte que los esfuerzos exigidos se distribuyen de modo muy inequitativo .14 Lo que resulta esperable, en casos tales, es que los que se vean afectados comiencen a retirar el apoyo al gobierno de turno, o pasen a desafiarlo directamente, impugnando las políticas que son vistas como injustas. Ello es lo que tiende a ocurrir, por ejemplo, cuando una buena parte de la sociedad ya no emplea los servicios de salud o educación comunes porque tales bienes compartidos se han privatizado y ellos obtienen esos servicios de calidad pagando de su propio bolsillo: ¿por qué, entonces, van a tener que pagar por los servicios (públicos) que recibe el resto? ¿No será que estos («holgazanes») se «aprovechan» indebidamente del esfuerzo que hacen quienes «sí pagan por lo suyo»? En definitiva, si las autoridades en cuestión no actúan de modo igualitario (i.e., usando, ellos y sus familias, servicios de salud o educación privados), sus políticas y discursos igualitarios no van a resultar creíbles, a la vez que, socialmente, van a tornarse más inestables o más difíciles de concretar. Parafraseando a Rousseau: la «voluntad general» no puede constituirse dentro de un contexto marcado por la desigualdad, ya que lo que va a tender a primar allí son «voluntades fragmentadas», probablemente en conflicto entre sí.

Fractura de la confianza. En casos como los citados en el parágrafo anterior (i.e., políticos que se involucran en actividades corruptas, inmorales o ilegales), y conforme a la gravedad o frecuencia de los comportamiento de que se trate, puede producirse una «fractura de confianza» hacia el político o gobierno de turno. Dicha fractura puede tener efectos inmediatos, o también dilatados –cuando la sociedad acepta o tolera comportamientos ilegales o inmorales de los que está en conocimiento, pero (a la luz de las pocas herramientas políticas de que dispone) privilegia mantener el apoyo a lo actual, hasta que sigue obteniendo beneficios significativos–. Durante el gobierno de Carlos Menem en Argentina, muchos electores mantuvieron su voto oficialista, a pesar de que sabían o intuían que el mismo era un gobierno enormemente corrupto, posiblemente en razón de los beneficios generados por el plan antiinflacionario o de estabilización monetario aplicado entonces. Algo similar, aunque por otras razones, ocurrió durante el reinado de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, y actos tan atroces como los ejemplificados por la destrucción (literal) del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC). En ambos casos, sin embargo, y de modo consistente con lo que aquí hemos expuesto, la sociedad pudo aceptar, aunque finalmente nunca olvidó las faltas graves cometidas, a su tiempo, por el gobierno: buena parte de la sociedad advertía que se trataba de hechos serios e injustificables, aunque ocasionalmente pudiera convivir con ellas. Tales inconductas –que los gobiernos del caso entendieron, con satisfacción, que la sociedad perdonaba– habían producido ya una «fractura de confianza» hacia la administración de turno. La sociedad solamente dilató el «cobro» de tales reclamos: en el momento en que los beneficios obtenidos se vieron afectados de modo (subjetivamente) relevante, la comunidad sancionó demoledoramente a sus representantes. 15 Las quejas no habían desaparecido en absoluto: simplemente se habían postergado.


[1] J. Rawls: Teoría de la justicia FCE, Ciudad de México, 1995 [1971].
[2] El primer principio es sobre el respeto de las libertades personales; el segundo, el que establecía que las únicas desigualdades justificables eran las dirigidas a mejorar la suerte de los más desaventajados.
[3] Harvard U.P., 2008.
[4] G. Cohen: Si eres igualitarista, ¿cómo es que eres tan rico?, Paidos, Barcelona, 2001.

[5] J. Rawls: Liberalismo político, FCE, Ciudad de México, 1996.
[7] J. S. Mill: Sobre la libertad, Tecnos, Madrid, 2008.
[8] R. Gargarella: Las teorías de la justicia después de Rawls, Paidós, Barcelona, 1999; Philip Pettit: Republicanism: A Theory of Freedom and Government, Oxford: Oxford University Press, Oxford, 1997; Quentin Skinner: «Machiavelli on the Maintenance of Liberty», en Politics Vo. 18, Nº 1983; Q. Skinner: «The idea of Negative Liberty: Philosophical and Historical Perspectives», en Richard Rorty, J.B. Schneewind y Quentin Skinner (comps.): Philosophy in History, Cambridge University Press, Cambridge, 1984; Q. Skinner: «The Republican Ideal of Political Liberty», en G.Bock, Q. Skinner, M. Viroli (eds): Machiavelli and Republicanism, Cambridge: Cambridge University Press, 1990; Skinner, Q. (1998), Liberty Before Liberalism, Cambridge: Cambridge University Press.



[9] Juan Jacobo Rousseau: El contrato social, Unam, Ciudad de México, 1984.
[10] Herbet J. Storing: The Complete anti-Federalist, Chicago: The University of Chicago Press, Chicago, 1981; H. J. Storing: What the anti-Federalists were for, The University of Chicago Press, Chicago, 1981.

[11] Thomas Paine: Political Writings, ed. B. Kucklick, Cambirdge University Press, Cambridge, 1989, Thomas Jefferson: Political Writings, Cambridge University Press, Cambridge, 1999.
[12] Michael J. Sandel: Democracy’s Discont. America in Search of a Public Philosophy, Harvard University Press, Cambridge, 1996.

[13] El término, «gran mensualidad», hace referencia al escándalo por la «compra» de votos en el Parlamento brasileño revelado en 2005.
[14] Charles Taylor: «Cross-Purposes: The Liberal-Communitarian Debate» en Nancy L. Rosenblum (ed.): Liberalism and the Moral Life, Harvard University Press, Cambridge, 1989.

[15] Valdría la pena reflexionar aquí sobre la imposibilidad y el carácter paradójico que tendría el “actuar de modo principista por razones estratégicas”.

6 comentarios:

Esteban dijo...

Roberto. Muy agudo tu análisis, tiene certeza de soneto y crítica de ensayo. Dejan para meditar cómo se espesan o se diluyen las siempre difusas esferas de lo público y/o lo privado. Habría que continuar en cómo nosotros -los ciudadanos- damos clima de tolerancia o complicidad a lo que describís. Saludos!

andresvas dijo...

Muy interesante Roberto. Creo que el punto más fuerte, en el que la causalidad de lo individual/particular a lo público/general es clara y contundente es cuando señalás que un gobierno corrupto necesita "cubrirse, etc. etc y para eso corromper todo lo que tiene que ver con la justicia y el control", suscribo cada palabra de esa parte y creo que la Reforma a la ley del Consejo de la Magistratura de 2005 es un ejemplo clarísimo de eso.
Me parece que esa causalidad necesaria no es igualmente contundente ni en los ejemplos de los servicios sociales básicos (Salud, Educación): no me queda claro porqué necesariamente un gestor público no puede ser usuario de la salud/educación privada y, al mismo tiempo, promover en su gestión la mejor Salud o Educación pública.

Tampoco me parece necesaria la derivación "si eres igualitario ¿cómo es que eres tan rico?" que aplicás a Lula, suponiendo que la influencia de los amigos ricos hubiera cambiado los valores originales obreros de Lula. Primero, me parece que no fue así, si de lo que hablamos es de políticas promercado, Lula comenzó con un programa recontra ortodoxo con Meirelles en el Banco Central y sobrecumpliendo metas con el Fondo. A medida que la mejora de la situación se lo permitió fué que fué profundizando sus políticas de contenido más social o desarrolista. Aún si hubiera sido así, eso hablaría de su debilidad ideológica más que de una derivación necesaria, no me parece que el ejemplo la demuestre.

Otro punto que me parece que se podría ampliar es que una cosa es si la distancia público/privada incluye inconsistencias (defiendo la educación pública y mando a mis hijos al colegio privado) a si se trata de delitos (promuevo la aplicación de políticas de género y ejerzo la violencia intrafamiliar, etc.)

Por último, creo que reconocer lo que planteás en el artículo no debe ser un obstáculo para poder analizar las políticas públicas de cualquier gobierno independientemente de reconocer que exista corrupción en el mismo. Así, subir o bajar retenciones, regular mejor o peor a las corporaciones, aplicar políticas tributarias que afecten más o menos a los sectores de mayores ingresos, son ejemplos de cuestiones que tienen que poder ser discutidas y que también sirven para evaluar una gestión de gobierno, sin por eso negar lo anterior.

Anónimo dijo...

me gusto mucho el articulo, con sabor a poco o inconcluso a final, pero confirma dia tras dia la idea: a pesar de tus muy cuestionables posiciones políticas (o cierto gorilismo inerradicable), sos el intelectual vivo más grande que tenemos. Gracias.

julieta eme dijo...

hola roberto. leí este artículo que me gustó mucho. cohen me encanta aunque tampoco es que leí todo cohen. te hago una consulta, a raíz de comentarios que me hacen algunos alumnos en las clases. en general, cuando doy cohen, la respuesta es algo así como: ¿y cómo haríamos para que todos fueran solidarios y serviciales? ¿qué haríamos con las personas que no lo fueran? ¿las obligamos? ¿las forzamos? ¿hacemos una purga de individuos antisociales, que no tendrían las virtudes privilegiadas? en general, lo que se cuestiona es que en el socialismo de cohen seríamos todos como autómatas, sin fines personales, anteponiendo siempre el bien común al bien personal, y que socialmente perseguiríamos y penaríamos a las personas individualistas y egoístas (lo cual resulta atroz y repudiable). qué responderías vos a eso? si es que tenés ganas de responder... gracias desde ya...

rg dijo...

hola julieta, pero bueno, viste el libro de cohen sobre por qué no el socialismo, y el ejemplo del campamento. creo que parte de la respuesta está ahí: el campamento sugiere que, cualquiera de nosotros, con una estructura institucional/ de incentivos/ diferente, se comporta diferente, al punto que quien quiere vendernos el pescado que compró, a los del campamento, nos resulta asombroso, increíble. entonces, la pregunta es qué estructura institucional puede ayudar a reproducir la escena campamento (comunidades más pequeñas? etc.)

julieta eme dijo...

sí, por qué no el socialismo lo leí. y me encanta. es mi libro preferido. ok, entiendo lo que decís. mil gracias por la amabilidad de responder.