28 mar 2019

Constitucionalismo dialógico y leyes interpretativas. Poniendo el marco de la discusión

(publicado en suplemento La Ley sobre leyes interpretativas en materia de lesa humanidad, 2019-A)


Introducción

La “Ley Interpretativa” 27362, aprobada de modo casi unánime por el Congreso luego del fallo sobre el “2 x 1”, resulta fundamental para explicar el giro que diera la Corte Suprema entre los casos “Muiña” y “Batalla.” Es dicha ley la que permite entender el cambio en la orientación del voto de los jueces Horacio Rosatti y Elena Highton, y así explicar la nueva mayoría que apareció en “Batalla”. A través de tal mayoría, la Corte le negó a Batalla lo que le había concedido a Muiña un año atrás –la posibilidad de beneficiarse con la reducción de condena dispuesta por la ley 24390, o del “2 x 1”. Sin embargo, lo dicho por la Corte en torno a la Ley Interpretativa resultó muy polémico. El mismo Presidente de la Corte entendió que tal tipo de normas, en materia penal, debían considerarse directamente inconstitucionales. Dada la importancia de la cuestión en juego, quisiera referirme al valor potencial de las leyes interpretativas. Para hacerlo, dividiré este texto en dos partes. En la primera, enmarcaré a las leyes interpretativas en el contexto de sistemas constitucionales “dialógicos” o “conversacionales”, como los que han empezado a tomar forma en las últimas décadas. Como conclusión de esta primera parte, sostendré que las normas interpretativas merecen ser, en principio, bienvenidas antes que resistidas. Según diré, las leyes interpretativas ofrecen un excelente modo de dar vida a formas más “dialogadas” e inclusivas de la interpretación constitucional. En la segunda parte de este escrito, mientras tanto, procuraré precisar a qué tipo de diálogo me refiero, cuando hablo del valor del “diálogo constitucional.” Esta segunda parte deberá ayudarnos, por un lado, a fijar un ideal que, como tal, no será nunca alcanzable, pero que podrá sin embargo servirnos de guía para determinar hacia dónde debemos dirigir nuestros esfuerzos institucionales e interpretativos. Por otro lado, esta segunda sección nos ayudará a descartar muchas prácticas que nuestras autoridades judiciales y doctrinarias pueden empeñarse en llamar “dialógicas,” pero que constituyen en verdad prácticas tan autoritarias y excluyentes como las que han tendido a distinguir tradicionalmente a nuestros procesos judiciales.

I. Por qué el diálogo?

Desde los años 1980, el constitucionalismo tradicional ha comenzado a sufrir algunas saludables transformaciones. Muchas de tales transformaciones han ido moviendo a la gran barca del constitucionalismo en la dirección de formas más democráticas, dialógicas o "“conversacionales.” Según el profesor de Harvard, Mark Tushnet, el constitucionalismo dialógico “se inventó en la Carta de Derechos Canadiense en 1982,” a partir de la adopción de la notwithstanding clause o “cláusula del no-obstante” (Tushnet n 10, 205). Dicha cláusula le permite al legislativo insistir con sus decisiones por un período de tiempo limitado, luego de una decisión judicial adversa. Desde entonces, se han ido adoptando muchas otras prácticas similares e incluso mejores: desde las audiencias públicas puestas en práctica por Cortes Supremas como la nuestra, la de Colombia o la de Brasil (o, desde hace más tiempo, por diversos poderes legislativos); el meaningful engagement desarrollado por la Corte Sudafricana en casos como Olivia Road; o el derecho de consulta previo e informado, impulsado por el Convenio 169 de la OIT, que fuera retomado e incorporado luego por muchos países, como el nuestro, a su propio derecho. Conforme diré, la emergencia de “leyes interpretativas” puede entenderse o releerse mejor, a la luz de este tipo de desarrollos.

Por el momento sostendré, mientras tanto, que para muchos de nosotros, defensores de la democracia deliberativa y críticos de las formas tradicionales de revisión judicial, la aparición de estas prácticas representó una  excelente noticia. Tales prácticas renovadas vinieron a ayudarnos a pensar y evaluar mejor debates teóricos en los que parecíamos –todos nosotros miembros de la comunidad jurídica- atascados desde hace años. Menciono, muy brevemente, a cinco de tales debates:

i) En primer lugar, el desarrollo de prácticas dialógicas vino a ayudarnos a dejar atrás un modo tan antiguo como obtuso de entender la función judicial, que nos llevaba a debatirnos entre posiciones favorables al activismo judicial y posiciones favorables a la restricción judicial. Durante años, discutimos vanamente acerca de si se justificaba que los jueces sean más o menos “activos”; y argumentamos sobre el valor de la “auto-restricción judicial”, sin tener en vista la posibilidad de formas alternativas del ejercicio de la tarea judicial. El desarrollo del “constitucionalismo dialógico” nos ayuda a entender que existen caminos diferentes de los anteriores, que pueden ser transitados, en donde, sólo por dar algún ejemplo, el Poder Judicial “ayuda” o incentiva al Poder Legislativo para que actúe cuando no lo hace y le corresponde hacerlo. Estas vías alternativas de acción judicial nos empujan a plantearnos preguntas renovadas y más interesantes que las que veníamos planteado hasta ahora. Por ejemplo (y dejando ya definitivamente de lado la pregunta acerca de si se justifica el “activismo judicial”), preguntas como las siguientes: cuándo se justifica el activismo judicial? Qué tipo de activismo judicial se justifica?

ii) En segundo lugar, y en relación con lo anterior, el “constitucionalismo dialógico” nos permite entender que la tarea judicial no se limita a la definida por el antiguo binomio “validación de una ley-invalidación de la ley”, que parecía agotar la descripción acerca de las tareas posibles de un juez frente a una norma cuestionada. Lo cierto es que -hoy resulta más claro que nunca- el Poder Judicial, frente a la impugnación de una decisión política, puede tomar decisiones capaces de trascender apropiadamente esa vieja dicotomía. Así, en línea con criterios dialógicos como los que aquí defiendo, los tribunales pueden ordenarle a los órganos políticos que presenten un plan de acción coherente (Colombia: caso de los desplazamientos forzados); pueden exhortar al gobierno a adoptar una decisión particular para cumplir con sus obligaciones constitucionales (Argentina: caso Badaro); pueden solicitar la confección y entrega de informes obligatorios a instituciones públicas y privadas (Argentina: Mendoza); pueden diseñar mecanismos de supervisión ambiciosos para garantizar el cumplimiento de su fallo a lo largo del tiempo (Colombia: desplazamiento forzado; Corte India); pueden obligar a discutir otra vez una ley aprobada sin un debate legislativo adecuado (Colombia: Ley Antiterrorista / Privilegios Penales para las Fuerzas del Ejército); entre muchos otros caminos intermedios.

iii) En tercer lugar, y en honor de la promoción de un debate democrático más robusto, la nueva práctica dialógica nos ayuda a revisar los acercamientos tradicionales en materia de control de constitucionalidad. En este sentido, dicha práctica nos ayuda a dejar atrás el cansino debate acerca de la justificación democrática del control judicial y la “última palabra”. Alternativas como las revisadas en el punto anterior nos ayudan a entender que el debate acerca de “quién debe tener la última palabra en materia constitucional?”, también pueden ser dejado de lado en favor de otro tipo de discusiones más interesantes, relacionadas con los modos apropiados de la “conversación constitucional” (y no con quién lo comienza o quién lo termina).

iv) En cuarto lugar, el surgimiento del constitucionalismo dialógico nos ayuda a sofisticar otra vieja discusión, más abstracta, relacionada con las tensiones entre el “constitucionalismo” y la “democracia.” En dicho debate, entraban en conflicto dos posiciones principales. Conforme con la primera, con raíz en posturas como las sostenidas por Thomas Paine o Thomas Jefferson a fines del siglo XVIII, el constitucionalismo debía ser considerado una amenaza para la democracia, en la medida en que implicaba que “las viejas generaciones quieran gobernar sobre las nuevas” o “los muertos quieran decidir en nombre de los vivos.” Conforme a la postura alternativa, los “demócratas” puros se equivocan porque no saben ni quieren reconocer que la democracia también necesita de pautas y límites, como las que el constitucionalismo viene a instaurar (“límites que liberan” –como sostuviera el profesor Stephen Holmes). El constitucionalismo dialógico, frente a ambas posturas, nos enseña a reconocer por qué y de qué modo, el constitucionalismo y la democracia se necesitan mutuamente; y nos ayuda a la vez a precisar nuestros acercamientos a las nociones de “constitucionalismo” y “democracia”.

v) Finalmente, y en lo que aquí más nos interesa, el surgimiento del constitucionalismo dialógico nos ayuda a pensar mejor acerca de la interpretación constitucional. Las prácticas dialógicas nos ayudan a entender, contra lo que se ha convertido en un indebido “sentido común” jurídico, que la tarea de la interpretación constitucional no es “provincia exclusiva de los tribunales”, sino una tarea que los trasciende largamente. Thomas Jefferson –como Presidente de los Estados Unidos- enunció una visión semejante en el mismo momento en que se daba a conocer el conocido fallo Marbury v. Madison. Jefferson le dijo entonces a la Corte: intérpretes de la Constitución somos todos, y estamos todos en un mismo nivel. Ninguno de los acuerdos que hemos suscripto avalan la idea de que los tribunales sean los únicos y/o últimos intérpretes de la Constitución. Poco tiempo después, Jefferson fundamentó su visión en términos todavía más duros. Sostuvo entonces: “Considerar a los jueces como árbitros últimos en todas las cuestiones constitucionales representa una doctrina muy peligrosa, capaz de colocarnos bajo el despotismo de una oligarquía…Por ello, de modo sabio, la Constitución convirtió a todas las ramas de gobierno en ramas iguales en la materia”: todas ellas son co-partícipes en la crucial tarea de la interpretación constitucional.

La doctrina que echó a andar Jefferson, hace más de dos siglos, en materia de interpretación constitucional, ha sido retomada una y otra vez en la historia, hasta nuestros días. El enfoque de autores enmarcados en el “constitucionalismo popular,” como Larry Kramer, va en esa dirección. Lo mismo que todos los trabajos que se vienen haciendo a favor de un “constitucionalismo fundado en el diálogo”. La idea común es que la interpretación constitucional refiere a una tarea cooperativa, en la que participan los tres poderes de gobierno, y toda la sociedad finalmente, tratando de resolver los conflictos que aparecen cuando se aplica el derecho. En este sentido, el dictado de una “norma interpretativa” a través de la cual quien creó la norma clarifica el sentido que quiso darle (asumiendo que allí tampoco termina la conversación), resulta razonable, muy en particular si dicha ley (como fue el caso) encuentra un respaldo casi unánime en cada Cámara, y en el resto de la sociedad. Lo sucedido entonces, ofrece un buen ejemplo acerca de cómo se pueden resolver nuestros desacuerdos interpretativos a través del diálogo horizontal.

Lo dicho hasta aquí, de todos modos, nos obliga a avanzar, al menos, algunas aclaraciones adicionales. En particular, me detendré en una de ellas, relacionada con la idea de “diálogo” que aquí se valora. Quiero decir: defendí hasta aquí el valor de muchas iniciativas de “diálogo” o “conversación constitucional”, que han surgido en la práctica, en los últimos años –incluyendo, por caso, y en principio, las leyes interpretativas. Sin embargo, lo dicho no implica avalar cualquier iniciativa judicial –renovada o tradicional- por el hecho de que aparezca cobijada o escondida bajo un ropaje “dialógico”: no cualquier diálogo nos interesa; no cualquier diálogo realizado de cualquier modo merece ser considerado valioso (y, por tanto, no cualquier ley, por llamarse interpretativa, o por serlo, puede ser considerada valiosa en términos de su contribución al diálogo constitucional).


II. Qué tipo de diálogo?

Para quienes pensamos a la democracia como diálogo, resulta  especialmente importante aclarar por qué y cuándo nos interesa el diálogo. Conforme adelantara, no todo intercambio merece considerarse una forma de diálogo, ni todo diálogo puede considerarse un diálogo constitucional y, como tal, ser merecedor de interés y resguardo.

Más bien, la teoría deliberativa sobre la democracia y el constitucionalismo –una teoría como la que aquí tomamos en juego para valorar el desarrollo de las nuevas prácticas dialógicas- nos urge a prestar atención a las características específicas de dicho proceso de toma de decisiones y reconocer, en particular, si ciertos requisitos básicos sobre la discusión pública y la inclusión social se están considerando adecuadamente. Además, una teoría dialógica nos obliga a reflexionar sobre algunas preguntas básicas sobre quién, cómo, qué y con qué propósito del diálogo (¿quiénes están debatiendo? ¿Por qué? ¿Sobre qué y por qué razón?). Dado que he escrito sustancialmente sobre estos temas, permítanme ilustrar lo que exigiría un proceso deliberativo adecuado, a través de algunos breves puntos y ejemplos:

Igualdad: ante todo, la idea de diálogo remite a cierta noción básica de igualdad: los diferentes actores deben estar situados en posiciones de igualdad relativa. Así, si en una familia, el “padre-patrón” convoca a su mujer e hijos a hablar en torno a la mesa, pero comienza y termina el “diálogo” cuando quiere, como quiere, y del modo en que quiere, luego, resulta difícil decir que estamos frente a una instancia de diálogo. Lo mismo si en una sociedad democrática sólo una rama de gobierno interviene en la discusión sobre el significado de la Constitución, o es capaz de hacerlo en modos que impliquen “acallar” a todo el resto. Así también, si el poder judicial local decidiera una cosa, pero un tribunal internacional decidiera lo contrario con la autoridad "final", entonces parecería extraño sugerir que esas instituciones participen en una "conversación": ¿de qué tipo de conversación estaríamos hablando, si las autoridades locales no tuviesen la posibilidad efectiva de contradecir lo que decidió el tribunal internacional, o este último tuvo la "última palabra" en todos los asuntos relacionados con la Ley de Derechos Humanos? Entonces, a la hora de entender “qué es lo que dice el derecho”, no basta con escuchar lo que dicen los tribunales: la interpretación constitucional no refiere a una tarea exclusiva y excluyente de las cortes: todas las ramas de gobierno (toda la comunidad, me animaría a precisar) debe(n) participar, en pie de igualdad, en la conversación acerca del significado de la Constitución. (Conviene aclarar, de todos modos, que al señalar que el diálogo constitucional refiere a una tarea que trasciende al Poder Judicial no implica decir, por lo demás, que dicha misión excluye al Poder Judicial. Por el contrario, parte del interés y de la justificación de esta “conversación extendida” sobre la Constitución, es que remite a una tarea que –como comprobamos en “Batalla”- se encuentra monitoreada por la justicia).

Procedimientos no discrecionales: en relación con el punto anterior, también destacaría que los debates públicos deben estructurarse de manera respetuosa con los intereses de sus participantes; y deben basarse por tanto en procedimientos que, por ejemplo, limiten los riesgos de manipulaciones o abusos por parte de alguno de los participantes. Quiero decir, los debates deben estructurarse en torno a procedimientos justificados que, entre otras cosas, impidan que los participantes operen de manera discrecional. A este respecto, y como ilustración, se podría sostener que “audiencias públicas” como las organizadas por diferentes tribunales latinoamericanos, en los últimos años, no superaron, en todos los casos, la prueba propuesta: en muchos casos al menos, los participantes en esas audiencias nunca llegaron a saber, después del final de los debates, qué sucedió con los argumentos presentados en las audiencias (si influyeron en la decisión de la Corte o si fueron ignorados por completo); qué argumentos le importaron a la Corte; cuáles fueron descartados y por qué motivos, etc. En cada caso, los jueces decidieron, con total discreción, cuándo y cómo convocaban a una audiencia pública, y qué iban a hacer con los argumentos que se expresaron en esas audiencias (cuándo los iban a tomar en cuenta, por qué o por qué y de qué modo).

Comunidad: los debates públicos deben limitarse a cuestiones de "moralidad pública". En otras palabras, no deben tratar temas relacionados con la forma en que las personas viven o deben vivir sus propias vidas. En un orden democrático adecuado, los individuos deben poder vivir sus propias vidas como lo deseen, sin intrusiones perfeccionistas y externas. De hecho, una teoría deliberativa asume que cada persona debe ser "soberana" en lo que concierne a su propia vida privada, de la misma manera que una comunidad debe ser "soberana" con respecto a los problemas de la moral pública. Por ejemplo, para esta teoría, una ordenanza como la que se declaró inconstitucional en el caso Romer v. Evans, estaría fuera de orden: la política democrática no debería interferir con los asuntos relacionados con las decisiones más íntimas del individuo.

Desacuerdos. Hablar de un diálogo extendido en el tiempo e inacabado, no implica tampoco negar la autoridad del derecho para decidir conflictos, sino reconocer que tenemos desacuerdos sobre cómo leer los principios básicos de la Constitución, frente a casos concretos. De allí que no pueda decirse de la ley del “2 x 1” que resultaba clara, o que representaba un caso fácil, ya que no incluía conceptos “dudosos o equívocos”. Cómo explicar, sino, las radicales divisiones que, en la materia, exhibió la misma Corte Suprema? Las divisiones se explican por el desacuerdo constitucional existente, entre jueces informados y bien dispuestos a pensar sobre un tema de máximo interés público. Quiero decir: el significado del derecho a aplicarse en el caso no se distinguía por su “claridad” –no se trataba de un texto que, como sostuvieron algunos, “no requería de interpretación alguna”.

Por lo demás –agregaría- reconocer que tenemos desacuerdos no implica echar por la borda nuestros compromisos fundamentales con nociones como las de la “ley más benigna”; la “irretroactividad de la ley penal”; o el “principio de legalidad”; etc. Lo que implica es reconocer que, de modo habitual, disentimos acerca de cómo aplicar dichos principios fundamentales frente a casos concretos. En lo personal, entiendo que en el juzgamiento de crímenes de lesa humanidad se cometieron injusticias (por ejemplo, en materia de prisión domiciliaria o extensión de la prisión preventiva) pero, a la vez, me resulta insólito pensar que alguien como Muiña pueda reclamar el beneficio del “2 x 1” (siendo que él cometió sus faltas cuando dicha ley no había sido dictada; estuvo libre en los años en que rigió el 2 x 1; y fue condenado cuando dicha norma ya no regía!). En todo caso, lo claro es que no se trata de un caso claro: estamos frente a un caso particularmente controvertido. Por ello mismo, resulta interesante que el Congreso haya intervenido (mediante una Ley Interpretativa) para decirle a la justicia que “no lo malinterprete”. El Congreso está especialmente bien situado para señalarle a la Corte los alcances de lo que quiso decir, cuando dictó la ley del 2 x 1 (por tomar un dato: en el mismo año que dictó el 2 x 1, se aprobó la Constitución de 1994, que si por algo destaca es por el lugar que le reservó al derecho internacional de los derechos humanos. De allí que toda lectura de la ley del 2 x 1 que proponga leer a dicha ley en tensión con los compromisos internacionales asumidos entonces por la Argentina, debiera resultar implausible).

“Todos los potencialmente afectados": los demócratas deliberativos asumen que las posibilidades de adoptar resoluciones más imparciales se maximizan cuando "todos los potencialmente afectados" participan en su discusión. Por razones similares, asumen que los riesgos de sesgos impropios aumentan cuando solo unos pocos o solo un pequeño segmento de la sociedad queda a cargo de tomar tales decisiones públicas. La práctica legal establecida en países como el nuestro, sin embargo, no parece seguir estos criterios. Por ejemplo, en la mayoría de los casos, las decisiones de derecho penal (es decir, las decisiones sobre qué conductas se van a criminalizar y de qué manera) tienden a ser reservadas o transferidas a comisiones de expertos, porque se asume que la ciudadanía en general no está en condiciones de participar de debates tan relevantes. Una buena ilustración de este criterio aparece en el artículo 39 de la Constitución Argentina de 1994, que establece que los proyectos de ley que se refieren a la reforma constitucional, los tratados internacionales, los impuestos, el presupuesto y la legislación penal no podrán ser objeto de iniciativas populares. Este tipo de criterios contradicen la idea, aquí defendida, que dice que en una sociedad democrática las decisiones más relevantes deben ser tomadas a través de discusiones en las que intervengan, idealmente, “todos los potencialmente afectados.”

El diálogo no debe reducirse (o identificarse con) un intercambio de argumentos entre agentes públicos: en línea con el comentario anterior, agregaría que el diálogo público no debe restringirse a una comunicación o intercambio de argumentos entre las autoridades nacionales y / o internacionales. Más específicamente, un diálogo adecuado siempre debe estar abierto a "Nosotros, el pueblo" y, en particular, debe ser sensible a las voces de individuos y grupos que, razonablemente, podemos asumir que encuentran serias dificultades para tener acceso e influencia en el proceso de toma de decisiones. En consecuencia, los diálogos que se limitaban a los agentes públicos no deberían verse, en principio, como expresiones atractivas de lo que he estado llamando un diálogo apropiado y posible.

En particular, en el contexto de los problemas de legitimidad que caracterizan al Poder Judicial, tanto a nivel nacional como internacional, y también a la luz de la crisis de representación que afecta al sistema político, la perspectiva de un "diálogo entre las ramas de gobierno" no puede considerarse una propuesta particularmente atractiva. Por supuesto, para muchos de nosotros que hemos estado criticando las formas tradicionales de revisión judicial durante décadas, el surgimiento de alternativas institucionales que, de una u otra manera, diluyen el poder de la "última palabra" de los jueces, representa una buena noticia. Sin embargo, en un contexto institucional como el que sugerí (que también incluye profundas e injustificadas desigualdades; un medio concentrado; campañas políticas financiadas por corporaciones ricas, etc.), la perspectiva de promover más “diálogo”, cuando se limita solamente a las ramas de gobierno, pierde mucho de su potencial atractivo: para los defensores de una democracia deliberativa, un diálogo entre élites / altos funcionarios públicos resulta poco interesante.

Genuinamente deliberativo: los participantes en la conversación deben intercambiar y discutir sus puntos de vista, ser sensibles a las ideas de los demás y motivados para modificar sus propios puntos de vista cuando se dan cuenta de que estaban equivocados en todos o parte de sus argumentos, o reconocer que los puntos de vista de los demás Fueron más persuasivos. El punto que quiero señalar aquí tiene dos dimensiones principales: una es motivacional y la otra es más estructural. El aspecto motivacional del asunto es crucial: los participantes deben ser sensibles a "la fuerza del mejor argumento", de acuerdo con la formulación de Habermas. Sin embargo, aquí quiero enfatizar el aspecto estructural de la deliberación, particularmente frente a un sistema institucional que se ha construido alrededor de la idea de "controles y balances". Este sistema, en mi opinión, estaba dirigido a prevenir “opresiones mutuas”, pero no estaba igualmente preparado para la promoción del diálogo. De hecho, si James Madison defendió la propuesta de un sistema de "frenos y balances", ello se debió a su intención de dotar, a cada una de las ramas de gobierno, de "herramientas defensivas": cada parte del gobierno tenía que prepararse para resistir los ataques previsibles provenientes de las otras ramas de gobiernno. Como lo dijo Madison, en El Federalista n. 51, era necesario otorgar a "quienes administran a cada departamento los medios constitucionales necesarios y los motivos personales para resistir las intrusiones de los demás.” Por supuesto, el "debate público" también puede surgir de la peculiar estructura institucional que se eligió entonces, pero me parece claro que el sistema de "controles y balances" se dirigió a prevenir o canalizar la "guerra civil", y que por tanto no quedó bien preparado para alentar algún tipo de conversación colectiva.

Participación y deliberación: conforme a la visión dialógica que aquí defiendo, la participación política deben, en principio, promoverse y alentarse. Sin embargo, este enfoque también supone que, si tales instancias de participación política no están precedidas por políticas de transparencia; difusión de la información; oportunidades de discusión, confrontación de puntos de vista, corrección mutua, etc., todo el proceso de consulta se vuelve sospechoso. Piénsese, por ejemplo, en la experiencia del Brexit y en cómo se llevó a cabo ese proceso, de forma apresurada, sin una distribución de información previa y adecuada, con pocas oportunidades para el intercambio público de argumentos, etc. Pensemos sino, por caso, en un ejemplo como el de Bolivia y el proceso de ratificación que siguió a la redacción de la nueva Constitución de 2009. La Constitución boliviana estaba compuesta por 411 artículos y cientos de subcláusulas, y se invitó a los ciudadanos a ratificar o negar la validez del documento. ¿Qué significaría la ratificación o el rechazo de la gente en ese contexto? En esa oportunidad, las personas se vieron obligadas a decir "sí" o "no" sobre cientos de problemas diferentes, importantes y, a veces, contradictorios. En resumen, parece haber algo profundamente erróneo en los procesos de consulta popular del tipo revisado, que amenaza con socavar el significado y el valor de tener una consulta popular.

Justicia popular?: en relación con lo dicho en el punto anterior, agregaría lo siguiente: aludir a una conversación constitucional extendida, que involucra a toda la ciudadanía, no importa consagrar un sistema de “justicia popular” en donde –como sugirió Carlos Rosenkrantz en su voto disidente- se pretende moldear al derecho “a la luz de la reacción social” que las leyes generen en “la calle”. Otra vez: la idea de diálogo constitucional no demanda, sino que rechaza, la idea de que el derecho es lo que pide la gente movilizada en las calles. Las movilizaciones ciudadanas son expresiones a través de las cuales ayudamos a moldear al derecho, pero el diálogo constitucional requiere de información, transparencia, argumentos, críticas, foros públicos y audiencias, lo cual es muy distinto a lo que pueda expresar una movilización popular ocasional, o una encuesta de opinión (por ello también, el propio Rosenkrantz, quien reivindicó el valor de leer la Constitución a la luz de las “prácticas establecidas de la comunidad”, debería reconocer, para estos casos, el significado constitucional especial que tiene el compromiso expresado de modo consistente, por nuestra comunidad, en materia de derechos humanos, desde 1983).

Conclusión

En definitiva, nuestra conversación colectiva sobre el significado de la Constitución, puede resultar enriquecida, antes que socavada o amenazada, por la presencia de leyes interpretativas como la 27362. Pero, otra vez, debemos reconocer que no hablamos de cualquier tipo de ley, ni de cualquier tipo de interpretación, ni de cualquier tipo de diálogo. En las páginas anteriores traté de mostrar por qué y bajo qué condiciones el “diálogo constitucional” puede resultar importante. Alguien podría querer replicar a todo lo dicho, sosteniendo que mi propuesta ofrece un mero ejercicio teórico, desvinculado por completo de la realidad. Según esta crítica, “nunca podremos llevar adelante, en países como la Argentina, un diálogo del tipo exigido”. Afortunadamente, en tiempos recientes, pudimos reconocer que este tipo de críticas resultan más conservadoras que justas. En efecto, el debate judicial y legislativo que se diera en nuestro país, hace pocos meses (desde comienzos del año 2018), resulta tremendamente iluminador para la discusión que aquí he propuesto. Dicho debate nos enseñó, entre otras cosas, que aún en países políticamente divididos, como el nuestro, era posible llevar adelante una discusión institucionalizada y de nivel (más allá de las presentaciones absurdas que pueden aparecer siempre, en cualquier debate); que cualquier persona podía interesarse en temas difíciles; que muchísimos de nosotros estábamos dispuestos a cambiar de posición o a matizar la postura previa, yendo más allá de nuestras tomas de posición iniciales; y que los órganos institucionales podían involucrarse en tales debates –organizándolos, estructurándolos, dándoles forma, promoviéndolos- de modo interesante. Más allá de si el resultado (parcial) obtenido nos satisfizo o no, lo cierto es que tuvimos entonces un gran ejercicio de interpretación constitucional democrática y dialogada.


4 comentarios:

Anónimo dijo...

"(...)La percepción de que algunos jueces responden a intereses ajenos al Derecho se debe a que en parte en sus fallos se ha naturalizado el apartamiento de lo establecido en las leyes y la Constitución, fundado en cierta flexibilidad hermenéutica que no hace otra cosa que alterar lo establecido en las leyes, so pretexto de “interpretarlas”. En efecto, quienes defienden teorías como la de la “radical indeterminación” de la Constitución y el interpretativismo en general, han aportado su granito de arena a la deslegitimación del Poder Judicial, justificando desde la teoría del derecho la presencia en numerosos fallos de argumentos basados en razones políticas, análisis sociológicos, sensibilidades ideológicas y reflexiones filosóficas, todas ajenas al derecho vigente por definición. Algunos de hecho han criticado la afirmación de Rosenkrantz de que los jueces “no nos servimos del derecho sino que servimos al derecho. Debemos mostrar que somos meros instrumentos de la Constitución y de la ley” sosteniendo que este tipo de declaraciones carecen de sentido, ya que la Constitución tiene una “textura abierta” que la hace compatible con una variedad de interpretaciones y alcances. Según esta forma de razonar, servir al derecho puede significar una cosa o todo lo contrario.

Este tipo de críticas se basan implícitamente en la convicción de que una teoría jurídica particular puede fundamentar mejor un fallo que la normatividad vigente. Consecuentemente, se ha terminado por legitimar desde la teoría del derecho una práctica que conscientemente se distancia de las leyes y la Constitución. Se ha perdido de vista que las interpretaciones que se alejan de la literalidad de la norma, se alejan también de la legitimidad democrática. Cuando los jueces deciden por razones ideológicas, mediáticas o sociológicas, debilitan la democracia (en la cual las leyes son creadas por el Congreso), le quitan autoridad a la Constitución (en democracia el pueblo también ejerce el poder constituyente) y por lo tanto legitiman (muchas veces involuntariamente) prácticas judiciales discrecionales y ocasionalistas. En nuestro país, entonces, lo que debería ser normal en una república democrática y constitucional se ha convertido en un verdadero desafío para los jueces; a saber, superar la tentación de reemplazar las leyes y la Constitución con las preferencias ideológicas o las conveniencias personales de los ocasionales intérpretes. En democracia, las leyes que no nos gustan deben ser derogadas y las cláusulas constitucionales que no nos agradan deben ser objeto de una reforma. La tarea de los jueces no consiste en mejorar las leyes y la Constitución(...)".Guillermo Jensen.

http://endisidencia.com/2019/03/administracion-legalidad-y-legitimidad-los-desafios-de-afianzar-la-justicia-en-siglo-xxi/


Anónimo dijo...

"(...) Un intelectual socialista y ateo como Norberto Bobbio sostenía que en la cuestión del aborto, existen tres derechos: "El primero, el del concebido, es el fundamental; los otros, el de la mujer y el de la sociedad, son derechos derivados. Por otro lado, y para mí este es el punto central, el derecho de la mujer y el de la sociedad, que suelen esgrimirse para justificar el aborto, pueden ser satisfechos sin necesidad de recurrir al aborto, evitando la concepción. Pero una vez que hay concepción, el derecho del concebido sólo puede ser satisfecho dejándole nacer.". Y a continuación afirmó: "El hecho de que el aborto esté extendido es un argumento debilísimo desde el punto de vista jurídico y moral. Me sorprende que se adopte con tanta frecuencia. Los hombres son como son, pero precisamente por eso existen la moral y el derecho." También le sorprendía a este intelectual italiano que los laicos dejen a los creyentes el privilegio y el honor de defender la vida desde la concepción.(...).

Juan B. González Saborido / Guillermo Jensen

https://www.lanacion.com.ar/opinion/condiciones-argumentales-para-un-debate-mas-robusto-sobre-el-aborto-nid2160163

Anónimo dijo...


jueves, 14 de marzo de 2019

Ya no hay Derecho, ahora todo es Teoría del Derecho.

"...¿Para qué sirve el Derecho? ¿Siempre hay que interpretarlo? ¿Cómo hay que hacerlo? ¿Se puede desobedecerlo en ciertos casos? ¿Cuál es el lugar de los jueces en un Estado de Derecho? Andrés responde a estas preguntas que han sido tema recurrente en las discusiones teóricas y se han convertido en objeto de profundos desacuerdos entre quienes se dedican a la teoría jurídica. Con permanentes vinculaciones a temas de actualidad, entre los que se encuentran los fallos de la Corte Suprema sobre el 2×1 a criminales de lesa humanidad, Rosler responde a todo y embiste contra “el fantasma que recorre la teoría y la práctica del Derecho”: el interpretativismo...".

http://lacausadecaton.blogspot.com/

rgargarella dijo...

lo de la causadec., del amigo andrés, sobre interpretación, es muy flojo, ya lo dije y traté de explicar (por qué) muchas veces