La Constitución argentina
y las cárceles. Toda nuestra situación carcelaria aparece
en tensión con lo que exige la Constitución (art. 18) y el derecho argentino
desde comienzos del siglo xix. Sus principales demandas en la materia
(condiciones de higiene de las cárceles; seguridad de los reos como objetivo
principal; no a la cárcel como castigo; no-mortificación) se encuentran violadas
en la práctica.
Artículo 18…. Las
cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo
de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución
conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al
juez que la autorice.
Obligaciones
internacionales y cárceles. Las obligaciones asumidas por el
Estado Argentino en materia de derecho internacional, y en particular en
relación con los detenidos sin condena (46% de los detenidos no tienen
condena, y siguen sometidos por años a condiciones inhumanas), se encuentran
claramente violadas
la Convención Americana,
establece un orden jurídico según el cual “nadie puede ser sometido a detención
o encarcelamiento arbitrario” (artículo 7.3); y, toda persona “tendrá derecho a
ser juzgada dentro de un plazo razonable o a ser puesta en libertad, sin
perjuicio de que continúe el proceso. Su libertad podrá estar condicionada a
garantías que aseguren su comparecencia en el juicio” (artículo 7.5).
Igualmente, la Declaración Americana dispone que “[…] [t]odo individuo que haya
sido privado de su libertad tiene derecho a […] ser juzgado sin dilación
injustificada o, de lo contrario, a ser puesto en libertad” (Art. XXV).
Derechos humanos, crisis
sanitaria y emergencia carcelaria. Una mayoría de países
(incluyendo de modo prominente a Gran Bretaña; España; Bélgica, Italia; Brasil;
Chile) ha implementado en estas semanas, y a la luz de la crisis sanitaria,
políticas de emergencia carcelaria, vinculadas especialmente con la liberación
y las penas alternativas hacia tres grupos en particular: 1) los que están en prisión preventiva
por delitos no violentos; 2) adultos mayores, embarazadas, personas con
discapacidad y con enfermedades crónicas (teniendo en cuenta el tiempo de
pena cumplido, la gravedad del delito y el riesgo de su liberación para la
sociedad); 3) los condenados por delitos no violentos próximos a cumplir la
pena. La Organización Mundial de la Salud; Human Rights Watch; la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos; y las principales organizaciones nacionales
de derechos humanos han mantenido la misma postura en la materia.
El lugar de las víctimas.
Las
víctimas deben ser consultadas, respetadas y amparadas especialmente por el
Estado, pero no les corresponde a ellas fijar las políticas penales, ni
deben constituirse en interlocutores privilegiados (cuya voz “vale más” que
la del resto) a la hora de definir políticas penales.
“Suma cero.” No
existe un “juego de suma cero” entre los derechos de víctimas y los derechos de
los victimarios (como si respetar los derechos de unos
implica ofender o recortar los derechos de los otros).
Ni “populismo” ni
“elitismo” penal. Oscilamos entre dos extremos inaceptables:
a la hora de definir políticas penales vamos habitualmente del populismo
penal -deciden las elites políticas en nombre de “las demandas del pueblo” al
que en los hechos no consultan- al elitismo penal -deciden las elites
penales en nombre de “los verdaderos intereses de la comunidad” que ellos
conocerían.
No al “garantismo bobo”. El
“garantismo bobo” es parte del problema. Para esta visión, el respeto de
garantías, en materia carcelaria, equivale a impedir toda condena o asegurar la
liberación de presos, dada la realidad de un Estado opresivo. Contra esa
postura, un garantismo sensato no pide que no haya condenas o no haya
respuestas estatales, sino que exige que toda falta sea reprochada conforme a
derecho. Esta versión diferente del garantismo exige la presencia activa
del Estado; requiere que no haya impunidad; y demanda, en todo caso, que las
condenas/censuras/reproches sean razonables y ajustadas a derecho.
Derecho penal y abusos
del Estado. A la luz de la práctica habitual en
nuestro país, particularmente en los últimos 20 años, la ciudadanía
desconfía habitualmente de las iniciativas estatales en materia penal. Y es
razonable que ella esté prevenida frente a una práctica estatal que no aparece
marcada ni por principios democráticos ni por la razón jurídica, sino
-primariamente- por intereses partidarios o sectoriales.
Impunidad y delitos de
corrupción: políticas de impunidad. Dentro de los abusos del
Estado en materia penal, resulta claro que, en los últimos años, especialmente,
han aparecido sistemáticos abusos en una de las áreas más afectadas de la
política estatal, vinculada con la trasparencia de los actos de gobierno. La
recurrente impunidad en materia de corrupción estatal-empresaria resulta, en
tal sentido, uno de los principales problemas que afectan a las políticas
penales de nuestro tiempo, y la ciudadanía tiene razón al reaccionar frente a
ellas y exigir el fin de las políticas de impunidad
Impunidad y delitos de
lesa humanidad. Asegurar que todos los crímenes
paguen/sean reprochados requiere que los crímenes más graves sean condenados
del modo más grave. Al mismo tiempo, la condena y la no-impunidad no equivale a
violar garantías, por ejemplo en cuanto a detenciones sin condena. Sin embargo,
en materia de delitos de lesa humanidad, cargamos con detenciones que llevan
aún más de diez años en algunos casos, sin condena, lo cual es una violación
indiscutible de nuestras obligaciones jurídicas nacionales e internacionales.
El uso de la respuesta
penal y de la cárcel: de última ratio, a primera respuesta.
Todo el derecho penal conocido parte de concebir a la respuesta penal como la
“última posible”; y -dentro de las respuestas penales- a la de la cárcel como
una de las más extremas. Se asume que siempre el Estado debe intentar responder
a los crímenes de otro modo, y sólo en última instancia apelar al derecho
penal. Lamentablemente, desde hace décadas, invertimos ese mandato, y
apelamos al derecho penal como primera respuesta frente al crimen, y
a la cárcel como respuesta penal común para todos los casos.
Derecho penal y
democracia. El derecho penal se encuentra completamente
divorciado de la cuestión democrática, aún en las versiones más
“progresistas” del derecho penal: casi toda la doctrina parece asumir, en los
hechos, al derecho penal como independiente /sino directamente separado, de la
reflexión democrática (por ejemplo, en cuanto a cómo redactar, aplicar e
interpretar las normas penales). Vincular derecho penal y democracia no
implica “plebiscitar las condenas” (lo que reflejaría una concepción
paupérrima de la democracia) sino abrir la materia penal a procesos de
reflexión colectiva (i.e., tener un proceso de discusión común sobre el
estado y estatus de la cárcel como respuesta común frente al crimen).
Políticas penales y
diversidad: sociedades heterogéneas, cárceles socialmente homogéneas. Siempre,
pero muy especialmente en tiempos de crisis, y muy en particular en relación
con cuestiones relacionadas con el uso de la coerción estatal, es importante
que las autoridades hagan un enorme esfuerzo para justificar sus decisiones. En
dicho camino, ellas deben verse obligadas a escuchar y responder a voces
diversas, y sobre todo atender a las voces críticas. El ejercicio de la
coerción exige, en tal sentido, el máximo esfuerzo justificativo por parte del
Estado. Sin embargo, es habitual que, precisamente en estos casos, no se
apele a la consulta de voces diversas. No extraña, por tanto, que como
resultado de ello nos encontremos con sociedades esencialmente
multiculturales, dentro de las cuales persisten composiciones
carcelarias completamente homogéneas.
Integración comunitaria y
cárcel. Son muchos los objetivos que pueden
perseguirse a través de las respuestas penales,
y sobre todo a través de las respuestas penales más severas, y es importante
alcanzar un acuerdo al respecto. Solemos asumir que estamos de acuerdo sobre la
cuestión, pero en verdad, en esta materia en particular, tendemos a estar muy
en desacuerdo. Una postura posible al respecto es la tomar, como objetivo de
las políticas penales, la “restauración” (otros objetivos imaginables son el
“darle al ofensor su merecido”; responder mal por mal; buscar satisfacer a las
víctimas; etc.). Pienso en la alternativa de restaurar los derechos
constitucionales y vínculos sociales dañados, tanto como sea posible (es obvio
que en muchos casos eso no es posible). Dicha “restauración” puede requerir,
de manera especial, satisfacer un ideal de integración social, habitualmente
enunciado, pero normalmente contradicho por las políticas penales.
Cárcel e integración
comunitaria. Debiera resultar claro que el ideal de la
integración comunitaria se contradice directamente con respuestas penales que
requieren el aislamiento de los detenidos; la desvinculación del detenido en
relación con sus vínculos afectivos; y la “conexión” de los detenidos con
personas que el Estado ha detectado como personas con graves problemas de
conducta social. Cuando obra de ese modo -al obligar a los detenidos a
socializar con personas identificadas como criminales- el Estado pasa a ser
“cómplice” de la construcción de una comunidad de crimen. Actuando del modo en
que lo hace, el Estado “educa (y socializa) a los detenidos en el crimen”.
Justicia penal en
sociedades injustas. Es difícil pensar que en sociedades
desiguales e injustas vamos a encontrarnos con un derecho justo, y en
particular con un derecho penal justo. Ello resulta no sólo un problema
teórico, sino también una cuestión práctica crucial: el hecho es que el derecho
en general, y el derecho penal en particular, debe ser justo, y si no lo es -en
particular, si groseramente no lo es- el mismo puede ser impugnado. En otros
términos, no cualquier Estado, actuando de cualquier forma, gana el “standing”
o la autoridad moral y legal para penar. En situaciones críticas como la
nuestra, el Estado debe demostrar que hace los máximos esfuerzos posibles para
hacer uso de la coerción de forma justa. Y si fracasa groseramente en asegurar
justicia a sus políticas, el Estado pierde autoridad para imponer sanciones a
sus miembros, como un padre pierde autoridad para reprochar las inconductas de
sus hijos cuando, recurrentemente, él abusa de ellos.