2 ene 2008

Sobre un programa socialista para América Latina. Apenas unas primeras notas






A raíz del fallecimiento del colega Juan Carlos Portantiero, algunos integrantes del Club de Cultura Socialista tomaron la iniciativa de publicar un libro en su homenaje. El libro, según la propuesta, va a versar sobre temas que interesaron al "negro" durante su intensa vida intelectual. Generosamente, me pidieron una colaboración para esta obra, y éste es el primer borrador de lo que quisiera presentar (va sin notas). Comentarios, benvenutti (ya que todavía estamos a tiempo de corregir, anular, o convertir en bollito).

Sobre un programa socialista para América Latina. Apenas unas primeras notas

Roberto Gargarella

Como pocos otros espacios, el Club de Cultura Socialista me motivó siempre a hacerme una pregunta importante, referida a la viabilidad del socialismo en América Latina, y al carácter que debía o podía tomar dicha propuesta en un contexto como el nuestro. No todas las respuestas que predominaban entre los miembros del Club eran las que más me convencían, pero en todo caso agradezco la persistencia de aquel interrogante.

De mi parte, el tipo de respuestas que pude imaginar sobre el proyecto socialista latinoamericano estuvieron, desde un comienzo, muy marcadas por la (aún creo) saludable literatura anglosajona que acostumbraba (y aún acostumbro) a consumir. Como Gerald Cohen, sigo viendo al modelo ideal socialista muy marcado por una fórmula que, en los términos de Cohen, podría resumirse como “liberalismo igualitario más comunidad.” El liberalismo igualitario al que se refiere Cohen es el que supieron desarrollar autores como John Rawls, Ronald Dworkin o Amartya Sen –corriente a la que sigo considerando enormemente atractiva y potente. Como Cohen, sin embargo, advierto que ese liberalismo igualitario tiene falencias que paliar, que amenazan la consistencia final de dicho proyecto. Por ello es que Cohen vinculaba al mismo con otro ideal, el de comunidad que –como los valores de libertad e igualdad- también parece bien asentado en la mejor tradición del pensamiento socialista.

En los últimos años, procuré re-pensar críticamente el significado de mi propio compromiso socialista. Especialmente, traté de cuestionar(me) el valor que podrían tener las enseñanzas de la filosofía anglosajona en contextos tan irregulares, imperfectos o peculiares como los propios de América Latina. Mi respuesta al respecto no fue tan escéptica como la que podrían sugerir algunos colegas: sigo creyendo que todavía queda demasiado por aprender de aquella filosofía. De todas formas, en estos años encontré al menos un modo, algo satisfactorio, desde donde re-pensar aquellas intuiciones igualitarias en –llamémoslo así- clave latinoamericana. Procuré, entonces, estudiar el “período fundacional” del constitucionalismo latinoamericano, tratando de prestar especial atención a los ideales más cercanos al igualitarismo surgidos en aquel momento. Y lo que encontré fue interesante pero no sorpresivo: existían fuertes vínculos entre el más sofisticado ideario socialista, re-elaborado contemporáneamente por la filosofía política anglosajona, y el pensamiento igualitario desarrollado en Latinoamérica, en el siglo XIX. Finalmente, ocurre que ambas cosmovisiones encuentran demasiados antecedentes comunes: ambas aparecen asociadas con el centenario republicanismo cívico, ambas resaltan los ideales de la Revolución Francesa, ambas encuentran referentes en el radicalismo inglés o en los movimientos radicales asociados con la Independencia norteamericana.

En lo que sigue, expondré algunos de los avatares que afectaron al radicalismo político latinoamericano, para destacar luego los rasgos –en mi opinión- distintivos de su doctrina.

Las dificultades del radicalismo en América Latina

Por una diversidad de razones que he explorado con más detalle en otro lugar, el radicalismo latinoamericano enfrentó fuertes dificultades -mayores de las que encontró, por caso, en Europa o en los Estados Unidos- para desarrollarse y, sobre todo, estabilizarse como proyecto político alternativo.

Las razones que ayudan a entender esta relativa debilidad del radicalismo –y, consecuentemente, su virtual ausencia de las convenciones constituyentes latinoamericanas- son diversas. Sin embargo, aventuraría algunas, de entre otras posibles.

En primer lugar, y aunque esta mención resulte obvia y reiterada, la debilidad del radicalismo político latinoamericano puede encontrar parte de su explicación en el tipo de colonización llevado adelante por la corona española. Al menos, resulta claro que durante los largos años de dominio español, las prácticas y experiencias locales de "autogobierno" tendieron a ser desalentadas.

En segundo lugar (y junto con el citado desaliento a las prácticas de autogobierno, propiciado por las autoridades hispánicas durante la época de la colonia) conviene destacar que el brote democrático que siguió a la revolución independentista apareció hundido en un contexto muy poco propicio a la expansión de los ideales del igualitarismo político. Ante todo, la ruptura de los privilegios monárquicos y la consiguiente reorganización social (que implicó el acceso al poder de sectores antes postergados en su llegada al mismo) se dio en un marco donde el poder militar era claramente predominante. Dicho poder, como bien señala Halperín Donghi, se convirtió prontamente "en una garantía contra una extensión excesiva [del proceso democratizador]".

Otra de las barreras encontradas por el radicalismo político, en los albores de la vida independentista, se vincula con la difusión y la fuerza del pensamiento religioso, que en la época (y salvo contadísimas excepciones) apareció como una institución defensora de valores y prácticas típicamente conservadoras. La Iglesia, junto con el ejército, se constituyó en uno de los actores más importantes durante el tiempo de la colonia. Pero además, la Iglesia, tanto como el ejército, siguió teniendo un papel central en la vida política de la región una vez terminada la época colonial.

Dentro de un contexto como el descripto, poco propicio para la consolidación de un proyecto radical, la celebración de un pacto liberal-conservador, a mediados del siglo XIX, terminó por ahogar las aspiraciones de las fuerzas radicales en la región, al menos por un buen tiempo. En efecto, para ese entonces, liberales y conservadores, que durante décadas se habían enfrentado entre sí de modo sangriento, decidieron aunar sus fuerzas, normalmente motivados por el temor de un aparente resurgimiento de las iniciativas radical-democráticas latinoamericanas –un resurgimiento fogoneado por las rebeliones democráticas que tomaban lugar en la Europa de 1848. En América Latina, también, grupos de artesanos organizados por líderes que estaban bien al tanto de lo que ocurría en Europa, intentaron reproducir aquellos movimientos. Ellos alcanzaron cierta fortuna, sobre todo, en tres países de la región: Colombia, Perú y Chile. En los tres casos, encontramos organizaciones que unieron a intelectuales y artesanos, reclamando por protecciones arancelarias y una apertura democrática. Tales iniciativas asociacionistas tuvieron impacto, además, en otros países latinoamericanos pero, en todos los casos, y a pesar de la extraordinaria fuerza inicial que alcanzaron tales grupos (notablemente, en Colombia, desde los tiempos de la llegada al poder de José Hilario López, y hasta 1870 aproximadamente), los movimientos radicales tendieron a ser reprimidos y sus demandas denegadas (la represión fue especialmente intensa frente a los artesanos peruanos, mientras que en Chile la Sociedad de la Igualdad apenas llegó a vivir un año en la legalidad).

Rastros del radicalismo en América Latina (1810-1860)

Lo dicho hasta aquí no niega, sino que afirma, la existencia de pensadores y escritos vinculados con el radicalismo político –autores que, de hecho, alcanzaron a terciar en los principales debates de la época. Francisco Bilbao y Santiago Arcos, en Chile; José Artigas, en la Banda Oriental; Manuel Murillo Toro, en Colombia; Ignacio Ramírez, Ponciano Arriaga, Melchor Ocampo, en México; Juan Montalvo, en Ecuador, son algunos de los nombres más interesantes que, con matices, pueden asociarse con el pensamiento radical (o, liberal/radical) latinoamericano. Por lo demás, la historia de la región está plagada de eventos que muestran el modo en que sectores importantes (aunque minoritarios) de la población, llegaron a brindar su respaldo efectivo a un ideario cercano al radicalismo. El pequeño pero activo grupo igualitario forjado en torno a la “Sociedad de la Igualdad,” en Chile, representa una buena muestra de lo que digo. El extraordinario movimiento asociacionista, en la Nueva Granada de 1850, o poco después en Quito, también se gestó y consolidó en torno a ideas de orientación radical. Algunos de los miembros más destacados de la Convención Constituyente Mexicana, en 1857 –los que bregaron de modo insistente por la introducción de reformas en la organización y distribución de la propiedad- merecen asociarse, sin dudas, con este tipo de pensamiento crítico. Los levantamientos de artesanos en Perú, pueden vincularse también con ideas radicales.

Frente a esta diversidad de pensadores y eventos, quisiera entonces, y a continuación, delinear algunos rasgos que, según entiendo, distinguieron al incipiente, débil, y combatido movimiento radical latinoamericano. Mi caracterización del radicalismo, entonces, se basará en un “ida y vuelta” entre dos puntos de apoyo. Por un lado, procuraré entresacar los “rasgos comunes” propios de experiencias similares (aunque no idénticas) emergidas en distintos países de la región, en distintas épocas, y siempre orientadas por visiones críticas (sino directamente confrontativas) con las prácticas y teorías propiciadas por liberales y conservadores. Por otro lado, mi búsqueda estará orientada por la experiencia de lo que han sido las manifestaciones de los movimientos radicales en Inglaterra, Francia o los Estados Unidos –experiencias que, a la vez, sirvieron de inspiración y estímulo para las agrupaciones radicales latinoamericanas.

Por lo dicho, no deberá sorprender que caracterice al radicalismo latinoamericano a partir de tres valores usualmente asociados con el discurso radical, siendo éstos la libertad, la igualdad y la fraternidad o comunidad –tres valores que, según veremos, serán leídos en directo contraste con el modo en que liberales y conservadores se acercaron a ellos. A continuación presento, entonces, y de forma estilizada, algunos de los rasgos distintivos de lo que fuera el frágil pero atractivo radicalismo latinoamericano.

Libertad como “no dependencia”

Una de las primeras características salientes del radicalismo latinoamericano fue la defensa de una noción robusta y exigente de libertad –una idea de libertad que venía a desafiar a la que era habitualmente defendida por liberales y conservadores. En efecto, durante el “período fundacional” de la región, buena parte de la dirigencia liberal-conservadora local tendió a leer la idea de libertad como sinónimo de laissez faire. Conforme a esta idea, el Estado era visto como el primer y más importante riesgo para la libertad, por lo cual se propiciaba la limitación de los poderes del mismo tanto como fuera posible. El brillante pensador (liberal primero, conservador después) colombiano José María Samper caracterizó bien esta noción liberal de la libertad, en su famoso “Ensayo” sobre las revoluciones políticas en Colombia. Allí, sostuvo que él abrazaba una visión “individualista, anti-colectivista y anti-estatista,” defensora de la “espontaneidad social” –es decir, defensora de los arreglos sociales espontáneos, y crítica del dirigismo estatal. En tono similar, el influyente constitucionalista argentino Juan Bautista Alberdi propuso trazar una grave división entre “libertades económicas” -que proponía distribuir “a manos llenas”- y “libertades políticas” –que sugería limitar, en contra de posiciones a las que calificaba de fanáticas e inexpertas. Para él –que supiera defender una extrema postura spenceriana- también resultaba necesario limitar los poderes del Estado, de modo tal que la vida social se organizara conforme a las iniciativas personales de cada individuo.

Contra dicha visión que, con matices, pareció ser compartida por buena parte de la dirigencia regional, pensadores de extracción radical comenzaron a proponer otras lecturas. Un primer ejemplo valioso, al respecto, es el del colombiano Manuel Murillo Toro (quien llegaría a ser Ministro de Finanzas, y luego Presidente de su país en dos oportunidades). En su primera época, más cercana al liberalismo radicalizado, Murillo Toro no perdió oportunidad para defender una concepción más robusta de la libertad que la defendida por muchos de sus pares. En una famosa polémica con Miguel Samper, por ejemplo, Murillo Toro atacó la defensa que hiciera el primero de la libertad entendida como “dejar hacer.” En un escrito titulado, justamente, “Dejar Hacer,” Murillo sostuvo que el laissez faire que defendían sus colegas generaba la “explotación sistemática” de una mayoría de la población. Para él, una sociedad regida por una idea tan inapropiada de libertad sólo podía terminar en una situación ofensiva para la “igualdad política,” y regida por una “dominación aristocrática”. Mientras “una décima parte de la sociedad” fuera capaz de mantener para sí toda la tierra del país –proclamaba- al resto se le haría imposible la libertad: sólo quedaba para ellos la promesa de una vida en “absoluta dependencia” –afirmaba.

Esta misma idea de libertad como no-dependencia aparece, por caso, en los trabajos de Francisco Bilbao. Bilbao fue un radical de enorme influencia en su país, Chile, tanto como en Perú (donde fue uno de los responsables intelectuales de la abolición de la esclavitud). En un fabuloso documento que publicara con el nombre de “El gobierno de la libertad,” en 1855, Bilbao reivindicó otra mirada del constitucionalismo y de la libertad. Allí, rescató a la Constitución jacobina francesa de 1793 como la única Constitución de la historia que merecía ser recordada, y presentó un proyecto de organización constitucional propio, en donde la libertad era conceptualizada en torno a la idea de no-dependencia. “Ningún hombre debe depender de ningún otro hombre,” decía. Obviamente, este entendimiento de la idea de libertad se contradecía con las propuestas de un “orden espontáneo” que avanzaban sus colegas liberal-conservadores, quienes parecían desentenderse de las consecuencias conocidas y previsibles de esa “espontaneidad” basada, para peor, en un punto de partida extremadamente injusto y desigualitario.

De modo similar, el notable publicista mexicano Ignacio Ramírez, quien estuviera al frente del periódico satírico Don Simplicio, cumplió una función docente muy importante dentro de la Convención Constituyente Mexicana de 1857. Desde allí, él también bregó por un entendimiento distinto de la idea de libertad capaz de asegurar la “emancipación” de la mujer y de los sectores explotados. Como Murillo Toro, Ramírez criticó a los “sabios economistas” que trabajaban en la Convención, y que proclamaban en vano “la soberanía del pueblo”. Dicho reclamo, sostenía Ramírez, sólo podía tener sentido si los trabajadores dejaban de ser privados de los frutos de su trabajo. Por ello, rechazó la redacción final de la Constitución de 1857, y propuso en su lugar otra, basada en el “privilegio de los necesitados, los ignorantes, los débiles.”


Más que “igualdad formal”: La prioridad de los desaventajados

Otro eje importante de la disputa ideológica de la época giró en torno al valor de la igualdad. Junto con muchos liberales, políticos de orientación radical trabajaron en pos del logro de una sociedad más igualitaria. De modo saliente, y por ejemplo, ambos grupos exigieron el fin de la esclavitud, o la abolición del tributo indígena. Estos logros cruciales, sin embargo, tendían a dejar intocadas las igualdades más severas, lo cual volvía a iniciar el circuito de las injusticias. Una mayoría de liberales, sin embargo, se negaron a ver como un problema (al menos, uno que el Estado tuviera a su cargo resolver) el hecho de que los ex esclavos debieran re-iniciar sus vidas como hombres libres sin los recursos necesarios para satisfacer sus necesidades más básicas. Los liberales tampoco consideraron obvia la necesidad de proveer de un apoyo especial a los indígenas, luego de que las propiedades colectivas de estos últimos fueran fraccionadas en propiedades individuales –una decisión que tendió a provocar que los aborígenes perdieran sus propiedades luego de unos pocos meses, como resultado de los engaños y abusos a que eran sometidos. Contra dicha visión, el radicalismo político tendió a poner el acento, en cambio, en la necesidad de asegurar las bases “materiales” de la igualdad.

El pensador y religioso peruano González Vigil supo exponer en términos teóricamente sofisticados una visión robusta y exigente sobre la igualdad –desafiante, en todo caso, de los criterios de igualdad formal entonces dominantes. Lúcidamente, González Vigil distinguió entre las desigualdades “naturales,” creadas por Dios y difíciles de reparar, y las desigualdades “sociales,” que resultaban en principio inaceptables. Para él, los humanos “violamos nuestros deberes y afectamos el orden social [cuando las desigualdades] no responden al mandato de la providencia y a los fines de la sociedad en la que ellas aparecen.” De ese modo, González Vigil ponía en jaque tanto a las visiones más conservadoras sobre la igualdad, que consideraban que cada persona debía ocupar el lugar que Dios le había reservado; como a las liberales, que asumían que el Estado no tenía responsabilidad sobre la generación de las mismas.

A lo largo de todo el siglo XIX hubo muchas y notables iniciativas destinadas a darle vida a esa mirada crítica sobre las desigualdades sociales, y propulsoras de un modelo de igualdad material. El notable “Reglamento provisorio de la Provincia Oriental” promovido por José Artigas representa, en este sentido, un buen y temprano ejemplo de este punto de vista. Artigas, como sabemos, impulsó dicho Reglamento con el objeto de promover la redistribución de las tierras. Conforme al mismo, las tierras disponibles debían distribuirse con prioridad a favor de los grupos más desaventajados de la sociedad. Ellos –los “negros,” “zambos,” “viudas insolventes con hijos”- eran los que pasaban a ocupar el primer lugar a la hora de iniciar el reparto.

La relación libertad política-igualdad material fue bien resaltada, más adelante, por Murillo Toro, para quien “cada porción de tierra representa una porción equivalente de soberanía.” Para él, como para otros activistas del radicalismo, el establecimiento de límites en la adquisición de tierras aparecía no sólo como un modo de “asegurar la subsistencia de las masas,” sino también, y sobre todo, como un modo de “preservar la libertad política”. De forma más aguda todavía, Murillo Toro supo conectar su propuesta sobre la reforma en la propiedad de la tierra con su encendida defensa del sufragio universal (Murillo Toro tuvo un rol decisivo en la adopción del sufragio universal en su país). La igualdad económica –finalmente, la independencia económica de cada uno- era vista como una condición indispensable para asegurar la independencia política de los votantes. La fórmula de Murillo Toro era, en este sentido, paralela a la que por esa época avanzara el notable radical Santiago Arcos: “Pan y Libertad” –proclamaba el chileno- como “bandera de la independencia latinoamericana.”

Otra notable expresión del mismo tipo de principios aparece en los discursos del mexicano Ponciano Arriaga, quien llegara a ser presidente de la Convención Constituyente de 1857. Para Arriaga, la nueva Constitución debía ser, ante todo, “la ley de la tierra,” es decir, un instrumento destinado a asegurar la igualdad material entre sus miembros. “Este país –decía Arriaga- no puede ser libre, republicano o exitoso…como consecuencia del absurdo sistema económico que tenemos.” Dentro de la Convención, la postura de Arriaga no quedaría aislada, sino que por el contrario recibiría el apoyo de algunos de sus miembros más salientes: el mencionado Ignacio Ramírez, por caso, el Convencional Olvera, o Castillo Velasco. Los cuatro, en definitiva, consideraron que la reforma en marcha debía dirigirse, fundamentalmente, a a asegurar la igualdad material entre los mexicanos a través de una reforma agraria.

Comunidad y mayoritarismo

Una de las principales fuentes de diferencias entre el pensamiento igualitario/radical y el de conservadores y liberales, tuvo que ver con los presupuestos que defendieron cada uno de ellos para fundamentar sus proposiciones políticas. Pensadores de cuño liberal, como Samper en Colombia o Alberdi en la Argentina, coincidieron con muchos de sus pares en la defensa de un régimen basado en las meras iniciativas personales. Ellos partían de la certeza de que el “egoísmo bien entendido” –el individualismo más acentuado- representaba un comportamiento virtuoso, antes que vicioso. Más aún, consideraban que era el cultivo de dicho rasgo lo que había traído “opulencia y grandeza” a los países del Norte, a los que buscaban emular. El crecimiento de las sociedades que admiraban debía verse como “producto del egoísmo, antes que del patriotismo.” “Contribuyendo a su propia grandeza” –concluía Alberdi- “cada individuo contribuye a forjar la grandeza de su país”.

Ésta era, sin embargo, la visión que Murillo Toro había querido atacar en su crítica al “sistema de laissez faire”, que contraponía a un “principio de asociación y fraternidad”. En esta defensa del asociacionismo, el líder colombiano no estaba solo. Como dijéramos, muchos activistas de su época se entusiasmaron con ideales y principios similares, particularmente a partir de mediados del siglo XIX. La “Sociedad de la Igualdad” chilena, por caso, había sido constituida en esos años, justamente, para favorecer el logro de una sociedad ordenada por los valores de “libertad, democracia y solidaridad”. Asociaciones como la propia “Sociedad de la Igualdad,” se esperaba, iban a servir para habituar a las personas en nuevas prácticas, basadas en relaciones interpersonales más estrechas, y vínculos fraternos.

En su discurso inaugural de la “Sociedad Republicana,” el ecuatoriano Juan Montalvo se manifestó partidario de ideales similares. Para él, el “aislamiento, la separación entre los ciudadanos,” implicaba abrir el camino al triunfo de los líderes despóticos. El despotismo, tanto como la anarquía, sólo podían ser eficiente y exitosamente combatidas desde “una asamblea de hombres de buena voluntad,” a través del “apoyo mutuo de los buenos ciudadanos” –sostenía Montalvo

Esta defensa de las asociaciones era expresión de una compartida confianza en la acción colectiva (antes que en los emprendimientos individuales), propia de los pensadores radicales. No es de extrañar, por tanto, que una mayoría de ellos mostrara una visión tan escéptica sobre los beneficios de la delegación del poder y la representación, y tan favorable al control directo del pueblo sobre sus propios asuntos. En definitiva, y de este modo, lo que estaban haciendo era invertir - poner cabeza abajo- los presupuestos políticos propios del liberalismo individualista. Los liberales, conviene recordarlo, acompañaban su confianza hacia el individualismo con una fuerte desconfianza a toda iniciativa que pudiera provenir de los individuos actuando en masa. Ésta era la visión que, decisivamente, había propuesto James Madison en los Estados Unidos, en sus escritos de El Federalista. Para Madison, en efecto, todo el sentido del constitucionalismo residía en poner freno al accionar de las “facciones” -facciones que se manifestaban de modo predominante a través del accionar de las mayorías (movidas por la pasión) en las legislaturas. Ésta era, también, la lectura de la política que –con sus componentes elitistas expuestos de modo más descarnado- habían adelantado los miembros de la Generación del 37, en la Argentina, con su defensa de la “soberanía de la razón” por encima de la “soberanía del pueblo.”

Frente a ellos, los radicales repudiaban al egoísmo como “combustible” posible, imaginable o deseable de las nuevas sociedades. En su lugar, defendían al accionar colectivo de las asociaciones y cuerpos pluripersonales. Una de las versiones más lúcidas de esta forma de pensar la política se encuentra, otra vez, en el trabajo de Francisco Bilbao, quien llegó a considerar a la delegación de poder como “esclavitud disfrazada de soberanía.” Para él, “el gobierno de la libertad” implicaba “la abolición de la delegación, la abolición de la presidencia, la abolición del Ejército, la abolición de los fueros”. Delegar la autoridad representaba, en su opinión, “transmitir, renunciar, abdicar la soberanía…El que delega…se convierte en una máquina o un esclavo…No tenemos el derecho de delegar nuestra soberanía. Tenemos el deber de ser inmediata, permanente y directamente soberanos” –afirmaba.

Como resultado de tales criterios, los radicales se destacaron por defender una diversidad de propuestas institucionales, críticas respecto de las que predominaban en su tiempo. En contra de las tendencias centralistas y concentradoras de la autoridad, ellos defendieron siempre el federalismo y una fuerte limitación de los poderes del Presidente. En ocasiones, como ocurriera tempranamente en Perú o Venezuela, defendieron un Ejecutivo pluripersonal, bajo el presupuesto de que “muchas cabezas” no podrían unirse para oprimir: el fantasma autoritario de Simón Bolívar resultó, entonces, una amenaza frente al cual quisieron estar siempre prevenidos. En Colombia, ya a mediados de siglo, algunos radicales propusieron y obtuvieron la creación de un Ejecutivo de tiempo híper-acotado: su mandato no podría extenderse nunca más allá de los dos años. En Colombia, también, se alentaron propuestas de un federalismo extremo (y aún la libre distribución de armas de fuego), con el solo objeto de impedir toda pretensión centralizadora del Ejecutivo.

En consideración de principios similares, los radicales criticaron a instituciones como la del Senado, o la revisión judicial de las leyes; y defendieron los mecanismos de elección directa sobre los de elección indirecta (así, por caso, en la citada Convención Mexicana). Los radicales se cuentan, también, entre quienes propusieron las instrucciones obligatorias y la revocatoria de mandatos; rechazaron el principio de la reelección; propusieron mandatos legislativos de corta duración; y defendieron la creación de Parlamentos numerosos, capaces de constituirse en un “espejo” fiel de las sociedades a las que pretendían representar. Con este tipo de iniciativas, pensaban, iban a favorecer el logro de una sociedad más democrática, más cercana a los modelos europeos que ellos admiraban.

Radicalismo y socialismo, de ayer a hoy

A pesar de las enormes dificultades que encontraron y debieron enfrentar en su camino, los radicales latinoamericanos nos legaron una serie de principios de enorme valor, claramente vinculados con algunos de los principales ideales históricamente asociados con el socialismo. Dichos ideales, según entiendo, hablaban para las realidades de su tiempo pero nos siguen hablando hoy, ya que se referían a problemas que atraviesan la vida política de la región, al menos desde su independencia, y que están lejos de haber desaparecido.

Destacan, en primer lugar, la lucha contra la dependencia (personal y colectiva), y contra la explotación del hombre por el hombre; o la defensa de una idea de libertad que no se relacionaba con el “dejar hacer,” sino con la posibilidad de que cada uno desarrollara su vida conforme a sus propias decisiones. Al mismo tiempo, encontramos entre tales principios radicales la reinvindicación de una idea robusta de igualdad, que estaba lejos de agotarse en la mera (pero necesaria) igualdad formal entre las personas. Este compromiso con la igualdad material se manifestó, por un lado, en una clara toma de partido a favor de los grupos más desavenajados de la sociedad, y por otro en la fundamental certeza de que la libertad política requería de la relativa igualdad de recursos entre las personas. Para los radicales, resultaba obvio que las reformas políticas no tenían sentido si no servían para expandir los derechos políticos de las personas, y si no se acompañaban por cambios en la estructura de la propiedad, capaces de asegurar en el terreno económico los mismos criterios que eran defendidos en el terreno político -criterios que permitían que la voluntad de cada uno contase tanto, y sólo tanto, como la voluntad de cada uno de los demás. Finalmente, debe resaltarse la confianza depositada por los radicales en las asociaciones, en las organizaciones colectivas, en la voluntad de las mayorías -una confianza que se llevaba claramente de bruces con la hostilidad demostrada al respecto por la casi totalidad de la clase dirigente de la época. Conviene no olvidar, por lo demás, que esta misma reivindicación de la voluntad de las mayorías fue la que llevó a los radicales, sistemática, decidida e indeclinablemente, a combatir los personalismos, los Ejecutivos fuertes, y la concentración de poderes en una persona o grupo de personas. Como se advierte, no hay uno solo de estos reclamos que haya dejado de tener vigencia. Más bien lo contrario: aquel programa latinoamericano, de fibra distintivamente radical, merece recordarse y reivindicarse hoy, más que nunca, cuando en el nombre de la izquierda y los ideales del socialismo se respalda con la fuerza la explotación capitalista organizada; se mantienen o amplían las desigualdades sociales ya existentes; y se refuerzan como nunca antes los poderes de Presidentes ya todopoderosos.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Roberto, es muy interesante tu rescate de las bases latinoamericanas de un igualitarismo radical, un socialismo.

Hace poco me compré el "Diccionario Biográfico de la Izquierda Argentina" (lo editó Tarcus). No sé cuál es tu opinión de ese trabajo, pero me impactó encontrar un conjunto tan grande de personas orientadas por distintas versiones o visiones del socialismo.

¿Creés que algo de todo eso puede alimentar un programa socialista para Argentina? Pienso, por ejemplo, en los historiadores o economistas marxistas, algún constitucionalista socialista como Sánchez Viamonte... en fin, no soy un experto en el tema.

rg dijo...

Tarcus siempre bien. es la persona clave para leer sobre socialismo y particularmente sobre los antecedentes historicos. mi investigacion particular tiene que ver con lo que llamo el periodo fundacional, de 1810 a 1860, y alli en la argentina poco o nada que me interese realmente. pero claro que tambien hay una tradicion en la argentina. ahora, habria que ver que agua se puede sacar de esas piedras, no estoy seguro

Paula Vidal Molina dijo...

Hola Roberto, vengo leyendo hace un tiempo tus escritos, especialmente el libro de rawls y el de razones para el socialismo.. esta aproxiamción me ha parecido muy interesante ya que te introduces en un área que no pensé que trabajaras, yo hice un ejercicio similar con la izquierda chilena del siglo XX, especialmente sus programas políticos, (con sus remotos orígenes en la sociedad de la igualdad), y llego a las mismas conclusiones, que los principios que la guiaron implícitamente son el de igualdad radical y libertad...
seguirás en esta línea de análisis?..
saludos
Paula Vidal Molina