A mediados de los años 60, el profesor Alexander Bickel abogó -en un modo que se tornaría célebre- por lo que denominó las “virtudes pasivas” de la Corte Suprema. A través de la idea de las “virtudes pasivas”, Bickel aludía a la habitual opción judicial de “no decidir” a través de bases sustantivas, en las situaciones en que el tribunal disponía de una vía diferente de solución, más estrecha y menos ambiciosa, desde la cual decidir el caso. Bickel aparecía bien situado para comentar (y elogiar) dicha actitud por parte del Poder Judicial: él mismo había trabajado en la Corte, como asistente letrado de uno de los jueces más renombrados en la historia del máximo tribunal norteamericano, el juez Félix Frankfurter, quien -por lo demás- ganaría fama por su defensa de la auto-restricción judicial. De ese modo, Bickel ofreció apoyatura teórica a lo que podríamos definir como una “política” de decisión judicial “pasiva”: era preferible que las partes resolvieran la cuestión de fondo, voluntariamente, antes que los tribunales impusieran, desde arriba, una solución a través del recurso a argumentos “legalistas”. La propuesta que defendía Bickel descansaba, por lo demás -y es importante notarlo- en la convicción de que el “mundo privado” contaba con recursos suficientes para enfrentar y resolver el conflicto; y que dicho contexto socio-económico no era uno caracterizado por gravísimas injusticias.
Más acá en el tiempo, el profesor Cass Sunstein -uno de los constitucionalistas más reputados de los últimos 50 años- retomó y desarrolló una postura como la de Bickel, acerca de las “virtudes pasivas”, para propiciar lo que él denominó un “minimalismo judicial”, esto es decir, la práctica de los jueces de decidir a partir de argumentos “estrechos y superficiales”, sin “ocupar” el espacio que le corresponde a la política. A la política, y no a los tribunales -decía Sunstein- le correspondía dar respuesta frente a los conflictos políticos sociales fundamentales. Sunstein fue más allá de donde había llegado Bickel, en dicho respecto, y buscó fundar su teoría en una concepción robusta de la democracia: la democracia como “democracia deliberativa” o “diálogo público entre todos los afectados”. Convencido del valor central de la deliberación democrática, Sunstein alentó el “minimalismo judicial” como modo de mostrar, también, la manera en que los tribunales podían ajustar su trabajo a una visión tan exigente de la democracia, como la que él asumía. En lugar de “reemplazar” decisiones que debían ser fundamentalmente políticas, los tribunales debían auto-restringirse (self-restraint), para dejar de ocupar el lugar de la política, y permitir que el debate público/político se hiciera cargo de las grandes cuestiones constitucionales. Los jueces necesitaban optar, entonces, por un camino de “modestia” o “humildad” argumentativa, y de ese modo, en los hechos, alentar la decisión política de los problemas políticos (en lugar de “resolver” tales problemas a partir de la “imposición” judicial). Otra vez, es importante notar que una posición como la de Sunstein suponía, finalmente, la existencia de canales institucionales bien establecidos, a través de los cuales era dable esperar un proceso de resolución de conflictos equitativo.
En estos tiempos difíciles, la Corte Suprema Argentina parece insistir con una línea de acción que alguno podría emparentar con el camino de las “virtudes pasivas”, de Bickel; o con el “minimalismo judicial”, de Sunstein. Me temo, sin embargo, que la situación es muy otra: no de “virtud pasiva”, sino de “omisión culpable”. Quiero decir, la Corte aparece optando por una modalidad de no-acción y/o dilación, que tiende a agravar los conflictos y daños existentes, sobre todo, porque el contexto que rodea a su omisión no es -como Bickel o Sunstein pudieron suponer- ni de “relativa justicia,” ni de “fortaleza institucional.”
La omisión o demora de la Corte parece alimentada por razones diversas, y aquí exploraré cuatro posibles.
i) En algunos casos, lo que parece primar en la Corte es su celo por dejar en claro que a ella nadie puede pedirle que se apresure, o que ofrezca una respuesta particular sobre un caso. Este “impulso” del tribunal parece ya, casi, una respuesta de instinto: si se reclama de ella un cierto tipo de respuesta, o se exige su celeridad para un caso concreto, ella hará un esfuerzo especial en dirección contraria, tomando nota -negativa- de tales pedidos: al tribunal le interesa subrayar que nadie se encuentra por encima del mismo, y nadie puede darle indicaciones sobre lo que debe hacer, cómo y cuándo.
ii) En otras ocasiones, la no-respuesta o dilación del tribunal superior parece estar motivada, sobre todo, por su dificultad de llegar a acuerdos internos. Se trata de una patología que se reconoce más propia de tiempos recientes, pero que en todo caso no puede admitirse: es regla que un organismo plural y diverso tenga desavenencias graves (sus miembros, esperablemente, van a pensar de modo diferente sobre cuestiones fundamentales), pero ello no es razón para que -un órgano con responsabilidades públicas como la Corte Suprema- no decida, o no decida en tiempo: las divergencias internas no pueden ser una excusa, ya que son un presupuesto de su funcionamiento. El deber público de la Corte debe primar ineludiblemente sobre aquellas esperables controversias internas: el juego interno de vanidades o recelos mutuos debe quedar obviamente relegado frente a su misión de Estado.
iii) En otros casos, la Corte omite actuar, o se demora indebidamente en hacerlo, como resultado de una “estrategia de evitación” (avoidance): la Corte no quiere asumir sobre sus espaldas un conflicto que reconoce como esencialmente político; ni quiere que se la identifique como órgano encargado de “desactivar” el “estallido” de conflictos severos (como si su papel fuera el de una “brigada anti-explosivos”). Admito que -por buenas y malas razones- ningún tribunal reconocido, en el derecho comparado, quiere asumir ese lugar tan riesgoso. Más bien lo contrario: los tribunales suelen “reacomodar” las piezas, o ajustar su modo de encastre, para luego, inmediatamente, volver a lanzar el “artefacto” de conflicto a la política, y exigirle a ella que lo resuelva. El problema debe quedar en manos de la política, parece decirse. Nos encontramos aquí ante una afirmación en principio razonable, aunque ella resulte, en parte, del transformar en virtud lo que es una necesidad, voluntad o deseo no justificado -“quitar el cuerpo” al conflicto. Por lo demás -agregaría, contra dicha actitud de “evitación”- en una democracia entendida como conversación, necesitamos de tribunales más comprometidos con la cooperación social, y más decididos a tomar un papel protagónico, desde su peculiar lugar y legitimidad institucional: los tribunales deben asumir los costos que implica su intervención en casos de conflicto grave, particularmente a la luz de las graves tragedias públicas que compartimos -ello así, dado su lugar, su función, y también las compensaciones que reciben y los beneficios públicos de que gozan sus miembros.
iv) Finalmente, en los mejores casos, la omisión de respuesta o la demora judicial, pretende fundarse explícitamente en la ideología de las “virtudes pasivas” y el “minimalismo”: los poderes políticos -parece decirnos el tribunal- deben hacerse cargo de los problemas públicos/constitucionales más acuciantes, y sólo en última instancia, la Corte debe intervenir en ellos. Nuestro máximo tribunal se jacta de este lugar, y goza también de esa posición de privilegio. Suele decir -y cada vez de modo más frecuente- que ella decidirá “de acuerdo a la vía que este Tribunal oportunamente determine”. Más crudamente, la Corte nos deja en claro (en línea con las inclinaciones ya señaladas) que ella hablará del modo en que quiera, para decir lo que considere conveniente, en el momento en que decida hacerlo. La Corte insiste en mostrarnos que se guarda con ella la carta de “intervención discrecional” (del modo en que quiera). De esta forma, el tribunal se ha ocupado también de subrayar (y dejarnos en claro) que “la última palabra” es la de ella.
Frente a esta última línea de respuesta por parte del máximo tribunal, señalaría tres puntos. Primero, que la facultad de pronunciar la “última palabra” es una atribución de la que la Corte en verdad carece, que la Constitución no le reconoce, que el derecho internacional le niega, y que la teoría democrática repudia. Los problemas constitucionales “sustantivos” deben resolverse a través de un “diálogo entre iguales”, dentro del cual la intervención/participación de la Corte es crucial, pero no final. En segundo lugar, señalaría que la intervención de la Corte resulta particularmente relevante y decisiva en el tipo de casos sobre los cuales hoy se ve obligada a intervenir, pero más resiste a hacerlo: los casos vinculados con los procedimientos constitucionales o “reglas del juego democrático.” Para que la política democrática (que debe tener su centro en la ciudadanía) pueda protagonizar la resolución de las cuestiones o problemas de fondo o “sustantivos”, el “árbitro del partido”, esto es, decisivamente, la Corte Suprema, debe ser muy estricta en la clarificación y control de que se cumplan al pie de la letra el “reglamento del juego.” La Corte, sin embargo, parece especialmente resistente a asumir dicha tarea, que es -justamente- la que en esencia le corresponde. Finalmente -y quiero insistir en ello antes de concluir- el ejercicio de las “virtudes pasivas” o el “minimalismo” resultan aceptables o justificables en contextos de relativa justicia social, y cierta solidez institucional. En contextos de severas e injustificadas desigualdades, como el nuestro, empeorados por el descalabro (la “erosión”) institucional grave que sufrimos, la omisión judicial nos deja en el desamparo, y agrava del peor modo los problemas que no resuelve. Ahora, nuestra práctica política queda atravesada por la violencia de facciones, el auto-interés de sus protagonistas, e injusticias sociales de años, mientras el funcionariado público busca preservar o expandir sus beneficios, sin desaliñarse en el camino, y la ciudadanía queda a su propia merced, librada a su suerte, y confiando sólo en sus propias manos.
3 comentarios:
Buen dia, profesor
Con mis leves armas de interpretacion (soy contador publico, rigido, logico, aburrido, clasico y metodico) sigo con mucho interes y alta esperanza su predica por una "conversacion democratica". No obstante compruebo que carezco de vision para encontrar las sendas de concrecion de tal faena. ¿ Como organizar en estos tiempos tecnologicos (el uso del celular para todo)una asamblea para consultar a los interesados (pueblo, ciudadanos) en un tema puntual (ejemplo: la educacion de la niñez/juventud en mi pais)? ¿ Como luego de ese debate publico y con amplia difusion federal encontrar una pregunta para exponer a votacion por un si o por un no?. Le extiendo mis preguntas pues a las luces de su formacion academica quisiera enfocarla en encontrar metodos practicos para que los ciudadanos encuentren y acepten reglas nuevas para definir sus dilemas. Concluyo que no me parece justo depender de los 5 miembros de la Corte Suprema para definir esta, ni ninguna otra cuestion politica.Gracias por este espacio de divulgacion de aprendizaje constante y continuo.
Eugenio
Eugenio, comparto. Agregaría que el problema no es solamente depender de 5 miembros de la Corte Suprema par definir una cuestión política, también está el problema de a quién responden esos 5 jueces de la Corte. En general al poder político. A veces, al poder económico-mediático, pero casi nunca al pueblo.
Andrés
Comparto y no que estamos ante "un conflicto esencialmente político"... Pero reconozco y lamento que no muchos ciudadanos estamos suficientemente formados: por eso también me sumo al agradecimiento de Eugenio (de 2:45 p.m.)
Mi padre se fue de este mundo sin encontrar esperanza para su tristeza republicana; temo que me/nos iré/iremos del mismo modo: describiendo, como parte afectada "del problema"...sin proyectar/discutir/diseñar un nuevo sistema o al menos sus posibles "remedios"... Sin siquiera "panfletos" a la vista: esta corte -y las que vengan- continuarán luciendo las no virtudes de su manual de usos y costumbres
Andrea
Publicar un comentario