Publicado en Anfibia, http://www.revistaanfibia.com/ensayo/una-justificacion-del-arrepentido/
Aquí va la versión (más) larga del texto
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Introducción
En un trabajo del 2006,
reproducido recientemente en el sitio “El cohete a la luna,” acá (https://www.elcohetealaluna.com/criminalidad-y-globalizacion/),
el prestigioso jurista penal italiano, Luigi Ferrajoli, reflexionó sobre el
problema “Criminalidad y globalización”.[1] La
reedición del escrito, en el actual contexto argentino, obedece sin dudas al
hecho de que el artículo en cuestión se muestra capaz de “intervenir” en
debates muy actuales en nuestro país (debates que en el sitio en cuestión
fueron resumidos con el subtítulo “la crisis del derecho penal ante la nueva
criminalidad del poder”). Ferrajoli es, sin dudas, un teórico del derecho penal
de primer nivel, y de enorme influencia en el ámbito latino; y nuestro derecho
penal aparece con grandes dificultades para lidiar con “la nueva criminalidad
del poder” en nuestros tiempos –un tema que nos remite directamente a los
“grandes” casos que ocupan el centro de la mirada pública en estos días, en
toda la región. La prisión para el ex Presidente Lula, en Brasil; la detención
del ex Vicepresidente argentino; y el affaire
de los “cuadernos de la corrupción” (que parecen ofrecer un detallado
registro de “la ruta del dinero ilegal en la Argentina”), representan algunos
de los hechos más espectaculares en la materia, que reconoce ejemplos
salientes, también, en otros países del sub-continente (Venezuela, Ecuador,
México, Perú, o Colombia, entre ellos).
En lo que sigue, voy a
tomar el texto de Ferrajoli como punto de partida para hablar sobre la crisis
del derecho penal en tiempos “globales,” para luego concentrarme más
detenidamente en los cambios que viene a aportar la “ley del arrepentido” y el
instituto de la “delación premiada”. Anticipo, en todo caso que, contra lo que
podría sugerir la recuperación del texto del 2006 de Ferrajoli para este tiempo
(tal vez a algunos les interese recuperar un texto como aquél para someter a
crítica a las novedades penales con que hoy nos encontramos –i.e., ley del
arrepentido), voy a tomar el artículo del jurista italiano no para adivinar,
predecir o sugerir lo que hoy nos podría decir dicho autor en la materia, sino
como base para justificar el uso de herramientas como la citada (la delación premiada).
Ferrajoli y el derecho
penal global
En el mencionado texto
sobre “Criminalidad y globalización”, el profesor italiano realiza muchas
afirmaciones de interés, pero a continuación sólo voy a quedarme con algunas de
ellas. En primer lugar, Ferrajoli señala, con razón, que en la actualidad
“globalizada,” el derecho se muestra en crisis porque “actualmente” disponemos
de “Constituciones y declaraciones de derechos de todo tipo,” y sin embargo las
sociedades son “incomparablemente más desiguales en concreto”. Nuestro “tiempo
de los derechos” –dice el autor- “es también el tiempo de su más amplia
violación y de la más profunda e intolerable desigualdad.” En segundo lugar,
dice Ferrajoli, el derecho se muestra “impotente…para producir reglas a la
altura de los nuevos desafíos abiertos por la globalización.” Si su primer
punto resultaba, retóricamente potente, aunque empíricamente dudoso, éste segundo
parece importante e indubitable.
Afirma Ferrajoli,
además, que la criminalidad que amenaza más gravemente a “los derechos, la
democracia, la paz y el futuro mismo de nuestro planeta es…la criminalidad del poder, un fenómeno no
marginal ni excepcional como la criminalidad tradicional, sino inserto en el
funcionamiento normal de nuestras sociedades” (énfasis en el original). Este
punto también resulta significativo y relevante para nuestros propósitos.
Dentro de dicha “criminalidad del poder,” Ferrajoli distingue sobre todo a tres
poderes: el “crimen organizado” (el terrorismo, las mafias); los grandes
“poderes económicos” transnacionales, que “se manifiesta en diversas formas de
corrupción, de apropiación de los recursos naturales y de devastación del
ambiente”; y el vinculado con los “poderes públicos”, lo que lo lleva a hablar,
sobre todo, de los crímenes de estado, las desapariciones forzadas, los
crímenes contra la humanidad. La especial novedad aparejada por el segundo poder
mencionado (el poder de los grandes grupos económicos) resulta de interés
esencial para este escrito.
Frente a estos cambios
en el escenario público-político de nuestros países, apunta Ferrajoli que el
derecho penal no ha reaccionado apropiadamente. En su opinión, el balance que
podría hacerse en la materia es “decididamente negativo.” Salvo la creación de
la Corte Penal Internacional para los crímenes contra la humanidad –que el
profesor italiano elogia y defiende- el desempeño del derecho penal habría sido
torpe, falto de ingenio, y anti-liberal. En tren de describir este sombrío
panorama, Ferrajoli comienza por citar a la “breve etapa del Mani Pulite” en Italia que, según nos
dice, no pudo terminar con el tipo de crímenes contra los cuales se alzó
(crímenes que volvieron a crecer luego de aquel breve lapso), ni con “la
impunidad de la criminalidad del poder”, “la corrupción” y “la criminalidad
mafiosa.” El ejemplo italiano sólo expresa en términos más notables una
tendencia que Ferrajoli considera global, y que viene de la mano de una
“sobre-producción del derecho penal” que provoca “el colapso de su capacidad
regulativa”; el desarrollo de un irracional “derecho penal máximo”, y la
consiguiente crisis en “el principio de legalidad” y “la capacidad regulativa
de la ley.”
La crisis del Estado de derecho que aparece entonces, arrastra una
crisis en “la garantía de la igualdad frente a la ley;” una crisis en “la
sujeción del juez a la ley”; y una crisis en la legislación, y en la definición
de las políticas penal conforme al principio de la soberanía popular. El
derecho penal, nos dice, aparece como incapaz de “afrontar las causas
estructurales de la criminalidad” y termina alimentando “los miedos y los
humores represivos presentes en la sociedad.”
Frente al angustioso
panorama descripto, Ferrajoli vuelve a su “programa político” habitual,
centrado en la propuesta de un derecho penal “garantista,” caracterizado por la
presencia de un “derecho penal mínimo,” desburocratizado, de extrema ratio, dirigido a “la
minimización de la violencia y a la tutela de los bienes fundamentales”, y
limitado a las ofensas a los derechos. Dicho programa incluye, ahora, dos
reformas particulares, de las que no me voy a ocupar (la liberalización
controlada de las drogas, con el objeto de abandonar la legislación
“típicamente criminógena” en la materia; y un ataque directo al comercio de las
armas); y un “reforzamiento del principio de legalidad,” que propone impulsar
impidiendo que se introduzcan normas “en materia de delitos, penal o
procedimientos penales” sino a través de una modificación de los códigos
correspondientes, a través de procedimientos agravados. Finalmente, Ferrajoli
sugiere la introducción de cambios destinados a terminar con el grado “más o
menos alto de discriminación y de selectividad estructural,” que viene llevando
al derecho penal a seleccionar, regularmente, a las personas más pobres.
En líneas generales,
entiendo que las preocupaciones del profesor italiano son adecuadas, y que la
gris descripción que presenta de la realidad del derecho penal contemporáneo,
también resulta apropiada. Nos encontramos con problemas públicos nuevos o
renovados, que vienen de la mano de la llamada “globalización” de la vida
económico-política; y que nuestro derecho en general no sabe atender. El
derecho penal, en particular, se ha mostrado especialmente inapto para
adaptarse a los nuevos cambios, y sus respuestas oscilan entre una cierta
inercia o inmovilismo que lo ancla dentro del viejo paradigma represivo; y una
repetición o agravamiento de algunas de sus peores respuestas. Merecen citarse,
en particular, dos expresiones especialmente inatractivas de estas “respuestas
acostumbradas” del derecho penal: el maximalismo penal (más penas, más severas,
para más conductas); y el trato desigual (un derecho penal que selecciona y
castiga habitualmente a los pobres).
Me apoyaré entonces en
criterios como los hasta aquí expuestos, para avanzar en una serie de
consideraciones relacionadas con las más salientes novedades en materia criminal/penal,
en países como la Argentina y Brasil, que incluyen, de modo saliente, a la
figura de la delación premiada.
Lo primero que diría
entonces es que el derecho hace bien cuando mira hacia atrás; cuando trata de
reconocer cuáles son las principales “tragedias” o “traumas” que afectan a la
comunidad; y cuando procura utilizar los siempre frágiles, limitados, precarios
instrumentos de que dispone, para tratar de enfrentarlos.[2] Pues
bien, coincidiendo en buena medida con la descripción que presentara el
profesor Ferrajoli, diría que el derecho penal debería renovarse, para ser
capaz de reconocer y reaccionar frente a algunos de los traumas “penales” de
nuestro tiempo, relacionados con la desigualdad, y la impunidad del poder.[3]
La trágica situación
que se vive en la materia ha aparejado, sin dudas, una gran crisis en el
derecho penal que, como bien describe Ferrajoli, despierta enojos y
desconfianza sobre el sentido general de nuestro derecho. Para “rescatar” al
derecho penal pero, muy sobre todo, para hacer frente al “tipo de trauma” que
más nos afecta en la materia (desigualdad/impunidad de los poderosos), en los
últimos tiempos el derecho ha hecho uso de algunas herramientas novedosas. Una
de las más notables de entre todas ellas es la figura de la “delación premiada”
–la “ley del arrepentido”- que tanto en Brasil como en la Argentina ha tenido
consecuencias estrepitosas. Por primera vez en la historia de ambos países,
vemos desfilar un muy alto número de empresarios poderosos y políticos de
primera envergadura, por los pasillos de nuestros tribunales y establecimientos
penales. La novedad que se ha producido, en términos de resultados, es
incontrastable –descomunal, históricamente nunca vista.
Curiosamente
o no, muchos de los que antes trataban a las exigencias garantistas como
“meramente formalistas”; y describían nuestras preocupaciones por el control
del poder como “pruritos republicanos” o “legalismos”, hoy aparecen como
escrupulosos cultores del garantismo y el formalismo legal: toda renovación en
el instrumental penal es denunciada entonces en términos apocalípticos; y
cualquier desviación de los vetustos procedimientos tradicionales es señalada
como gravemente violatoria de los derechos humanos. En este contexto, en lo que
sigue, y contra muchas de tales consideraciones –oportunistas y a veces
cómplices- procuraré justificar el valor de la renovada herramienta de la
delación premiada.
La delación premiada, y
su parentesco con tres otras iniciativas: el “enriquecimiento ilícito”; el legal entrapment; y el intercambio de
“verdad por perdón”, en los casos de crímenes masivos
En lo que sigue,
quisiera ensayar una primera defensa de la delación premiada, no desde una
postura negadora del valor de las garantías penales, sino desde otra siempre
interesada en subrayar el valor de las mismas. Para eso, y luego de algunas
consideraciones específicas sobre la delación premiada, voy a realizar una breve
comparación de este instituto con otras tres polémicas estrategias penales con
las que la delación premiada guarda algún parentesco: la institución del
“enriquecimiento ilícito”; el “legal
entrapment”; y el intercambio de “verdad por perdón,” en contextos de
crímenes de lesa humanidad. Se trata de tres controvertidas herramientas
empleadas, más o menos recientemente, por el derecho penal, con el fin de
abordar problemas que la comunidad ha comenzado a identificar como acuciantes.
Delación
premiada. El instituto de la delación premiada, adoptado
recientemente en países como la Argentina o Brasil, viene siendo discutido por
la doctrina, desde los mismos albores de la reflexión penal moderna. Cesare
Beccaria criticó dicha iniciativa, en su famosa, pionera y magistral obra del
derecho penal liberal moderno, De los
delitos y de las penas. En dicho trabajo, Beccaria estudió ya la práctica
de los tribunales que “ofrecen impunidad al cómplice de un grave delito que descubriere
a los otros”, reconociendo que dicho recurso tenía “sus inconvenientes y sus
ventajas” (ibid., 99-100). La principal ventaja que le atribuía era la de
“evitar delitos importantes,” y el principal inconveniente que le señalaba era
el de que la Nación –a través de la misma- pasaba a “autoriza[r] la traición,
detestable aun entre los malvados.” Tiempo después, y como era esperable, el
filósofo utilitarista Jeremy Bentham desafió la postura de Beccaria. Lo hizo,
en particular, en su trabajo sobre Teoría
de las penas y de las recompensas. Allí, y a partir de consideraciones
eminentemente utilitaristas, Bentham consideró que el premio de impunidad a los
delatores resultaba aceptable, si es que no existían otros medios mejores para
confrontar la impunidad. Dicho medio –sostuvo Bentham, en línea con lo que
había escrito tiempo antes Tomás Moro, en su Utopía – merecía ser valorado y tenido en cuenta por el derecho:
“si no hay otro es bueno, porque la impunidad de uno solo es un mal menor que
la de muchos”.
Más contemporáneamente,
Luigi Ferrajoli –quien ha resumido bien la discusión anterior en su obra Derecho y razón- se mostró en general
crítico del instituto dela delación premiada, sobre todo para los casos en que
el proceso de negociación del caso se “hubiera[] desarrollado en la sombra.”
Según sostuviera entonces Ferrajoli, “todas las garantías penales y procesales”
resultan alternadas cuando se da un proceso de negociación entre juez e
imputado. Dichas garantías –agregó Ferrajoli- “se desvanecen
en definitiva en esta negociación desigual, dejando espacio a un poder
enteramente dispositivo que desemboca inevitablemente en el arbitrio” (ibid.,
609).
Según entiendo, este
tradicional enfoque de Ferrajoli debería modificarse a la luz de preocupaciones
como las anunciadas por el mismo autor más contemporáneamente, y descriptas al
comienzo de este artículo. Y es que las mismas resultan dependientes de su
vieja, habitual resistencia –muy propia del liberalismo penal- frente a los
riesgos del “poder omnímodo del Estado” –el Estado visto como la gran fuente de
amenaza y opresión, a través del uso abusivo de sus poderes coercitivos. En mi
opinión, dichos criterios deben dejarse de lado, no sólo a la luz de una visión
más compleja –al menos bifronte- sobre los poderes del Estado (que Ferrajoli ya
entonces reconocía, y que implican el reconocimiento del Estado de Bienestar);
sino, sobre todo, a la luz de los nuevos problemas aparejados por el
surgimiento de lo que Ferrajoli ahora denomina la “criminalidad del poder.” En
la actualidad, y a diferencia de lo que ocurría décadas atrás, nos encontramos
con “poderes paralelos” al del Estado –los vinculados con mafias,
multinacionales, grupos terroristas, etc.- que igualan o superan a los que
puede contraponer el viejo Estado-Nación. Dicha novedad nos hace un llamado
urgente –que el propio Ferrajoli retoma en “Criminalidad y globalización”- a
que imaginemos formas renovadas de aproximación al crimen contemporáneo. Es
dable esperar, en este tiempo, y por las razones que el propio Ferrajoli
adelantara, que las viejas herramientas del derecho penal resulten “anticuadas”
e “inaptas” para confrontar los nuevos problemas. Es hora, por tanto, de
re-pensar los juicios que pudiéramos hacer, en otro tiempo y contexto, frente a
institutos como el de la delación premiada: ya no podemos describir a la
herramienta como viniendo a reforzar un poder omnímodo e incontrolado del
Estado, sino como un intento –de un Estado cada vez más débil- de hacerle
frente a poderes criminales que se muestran incontrolables. A continuación,
entonces, procuraré mostrar por qué esta herramienta tiene ventajas similares a
las que nos ofrecen otros institutos nuevos o renovados; a la vez que evita
algunos de los defectos que pueden asociarse con los mismos.
Enriquecimiento
ilícito. Alguien podría decir que una institución como la de
la “delación premiada” violenta un principio
constitucional de igualdad, como lo vino a hacer otra herramienta, creada
tiempo atrás, con el objeto de hacer frente al creciente poder e impunidad de
los funcionarios públicos. Me refiero a la figura del “enriquecimiento ilícito,”
definida por el art. 268 inc. 2 del Código Penal.
En ambos casos, podría decirse –a través del uso de la delación premiada, o de
la figura del “enriquecimiento ilícito,” el derecho deja de ser igual para todos.
En el caso de la “delación premiada,” no todos los que cometieron el mismo
crimen pasan a recibir la misma pena: por el contrario, el derecho parece
“premiar” -en lugar de castigar como a todos los demás- a quienes “colaboran”
con él (con el objetivo estatal de la lucha contra la impunidad). En el caso
del “enriquecimiento ilícito”, mientras tanto, el derecho pasa a tomar como
principio de su intervención la “sospecha” frente a algunos (los funcionarios
públicos), que el Estado no manifiesta frente a otros que realizan
comportamientos similares, y ante quienes se mueve por un principio de
“confianza.” Los primeros –los funcionarios públicos- quedan sujetos entonces a
una “presunción en contra”. Ellos tienen ahora la “carga de la prueba”: son
ellos los responsables de demostrar (lo que para todos los demás casos se presume),
esto es, que no se han enriquecido de modo ilícito a través del cargo que
ocupan.
Aunque la defensa del
instituto del “enriquecimiento ilícito” (y de los restantes institutos que revisaremos
más abajo) requeriría de un trabajo mucho más extenso, aquí me contentaré, para
hacerlo, con decir lo siguiente. Ambos casos –el de la “delación premiada” y el
“enriquecimiento ilícito”- nos hablan de herramientas idealmente inatractivas
(en tanto quiebran un principio “seco” o “plano” de igualdad), a las que el
Estado apela como modo de hacer frente a una “tragedia” o “trauma” que lleva
décadas.[4]
Puede decirse que el
“enriquecimiento ilícito” rompe con el principio de igualdad? No, según
entiendo, porque quienes van a acceder a la función pública saben, de antemano,
que una vez que lleguen a ocupar su cargo gozarán de ciertos beneficios y
cargas especiales, propias de su función. Típicamente, nuestros legisladores
gozarán no sólo de ventajas especiales vinculadas con las posibilidades de su
función, sino también de beneficios que los demás no vamos a tener, que
resultan compensados en ocasiones con cargas o deberes también peculiares.
Ellos gozarán, por ejemplo, de inmunidades de las que los demás ciudadanos no
van a gozar (inmunidad parlamentaria); y su palabra pública va a estar
protegida legalmente de manera especial, como no lo va a estar la palabra de
los demás ciudadanos. Así también –y como contracara de los privilegios
anteriores- ellos deberán soportar cargas especiales en cuanto al alcance de
las críticas que puedan recibir (conforme al principio de la “real malicia”, por ejemplo); y podrán
quedar sujetos a controles especiales de los que los demás ciudadanos van a
verse librados. Se trata de reglas que definimos, de antemano, a la luz de
aprendizajes que hemos hecho, a lo largo de la historia, acerca de riesgos –por
caso, el enriquecimiento ilícito- que se han repetido frecuentemente, y de modo
grave, en tiempos pasados. Quienes pretendan sumarse a la función pública,
entonces, deben saber, de antemano, que las ventajas y posibilidades
excepcionales que va a otorgarles su actividad, van a venir acompañadas de
tareas, deberes o cargas, también especiales.
El jurista Marcelo
Sancinetti es quien más fuerte y decididamente embistió contra la figura del
enriquecimiento ilícito, alegando entre otras razones que la misma choca contra
el “principio de inocencia” establecido por el art. 18 de la Constitución
Nacional, y el art. 8.2 de la Convención Americana de Derechos Humanos; y sosteniendo
además que la figura en cuestión colisiona con el derecho de cada uno a no
declarar contra sí mismo –el “principio de no auto-incriminación” también
propio del art. 18 C.N. Después volveré sobre el principio de no
auto-incriminación, pero por el momento diría, simplemente, que la Constitución
Nacional no es contradicha, en términos de la “presunción invertida,” porque
nadie va a ser penado, aquí, “sin juicio previo fundado en ley anterior al
hecho del proceso”, que es lo que el texto nacional exige en materia de
inocencia. Lo mismo en relación con las exigencias de la Convención Americana
(que habla explícitamente de la presunción de inocencia): lo que hace el Estado
no es condenar al funcionario público sin proceso legal previo, sino hacer un
“requerimiento” “debido” al funcionario, y pedirle que justifique ese “enriquecimiento
patrimonial apreciable” que se reconoce en su caso. El Estado pide razones, que
van a ser evaluadas luego en un proceso. Si las razones son buenas, nadie va a
ser condenado; y sin un debido proceso previo, tampoco. Asimismo, nadie es
obligado aquí a declarar contra sí mismo, sino que lo que se hace es exigírsele
al funcionario público del caso que clarifique las razones de su aumento
patrimonial “considerable”: el Estado le pide razones, para no verse obligado a
penarlo. El acusado, obviamente, puede justificar su enriquecimiento, o negarse
a declarar: es obvio que el mismo no tiene ninguna obligación de auto-incriminarse.
La sospecha que existe frente a él, por lo demás, no implica jamás su condena
sin un juicio previo.
Diría lo mismo, otra
vez, en relación con la figura de la “delación premiada”. Por un lado, la
presunción de inocencia se encuentra aquí bien resguardada –nadie va a ser
condenado aquí sin un previo debido proceso. Por otro lado, tampoco me parece
que se vea afectado, en este caso, el principio de “no auto-incriminación.” En
qué sentido alguien es “obligado a declarar contra sí mismo”, que es lo que la
Constitución prohíbe? Muy lejos de ello, lo que ocurre aquí es que se da un
incentivo especial a quien diga la verdad sobre lo que ha hecho; o sobre el
delito que conoce se ha cometido. Pero nadie es obligado a nada, y menos
forzado a hablar contra sí mismo. Es como si tuviéramos problemas con la
confesión espontánea de alguien: cualquier adulto responsable tiene el derecho
de escoger, con total autonomía de su voluntad, cómo es que quiere transitar el
camino procesal que le toca transitar: es libre de determinar si quiere
confesar o no; o de elegir si quiere aprovechar la oportunidad de ver reducida
su pena, a cambio de una confesión. Se trata de una opción voluntaria, de
ningún modo obligatoria.
Legal
entrapment. En la práctica del “legal entrapment”,
una persona puede ser engañada, e inducida a cometer una actividad ilícita, a
resultas de una iniciativa estatal que puede estar motivada por la dificultad probatoria
que enfrenta el Estado. Por ejemplo, podría ser el caso que el Estado, en
dificultades para probar la existencia de una red de narcotraficantes, utilice
a un “agente encubierto”, para incitar a alguien a que le venda cantidades
extraordinarias de drogas ilegales, con el fin último de atrapar a un
narcotraficante.
El paralelo con la
delación premiada podría ser el siguiente: en ambos casos, el Estado obtiene
pruebas de modo cuestionable, “colaborando” con el ofensor; y desafía al
principio de inocencia “induciendo”, a través de medios cuestionables, a que el
que el acusado “revele” su culpabilidad.
Ahora bien, a
diferencia de lo que ocurre en casos como el del enriquecimiento ilícito, o el
de las delaciones premiadas, aquí nos encontramos con un Estado que,
abiertamente, lleva a cabo un accionar moralmente cuestionable, y que termina
induciendo a alguien a que cometa un delito. El Estado se convierte así, de un
modo relevante, en “cómplice” de la comisión del delito que luego va a
cuestionar. Este hecho de ningún modo ocurre en el caso de la delación
premiada, en donde el Estado no incurre en ninguna conducta delictiva; no se
convierte en cómplice de nadie; y opta por medios polémicos pero finalmente
permisibles: se trata de la opción por una política penal que podemos preferir
o no, pero no de un camino moralmente impermisible, como el de cometer o ser
cómplice de un delito. En el caso del legal
entrapment, dicha circunstancia –la complicidad estatal- torna la
iniciativa estatal moralmente cuestionable, y además habilita a que el
delincuente en cuestión presente, frente al Estado, una queja razonable: “quién
es usted para reprocharme, luego del engaño en que ha incurrido? Quién es usted
para quejarse por mi conducta, cuando me ha instigado para que la cometa? Cuál
es la autoridad que tiene, para reprocharme lo que yo he hecho, luego de haber
participado como instigador de la conducta que me reprocha –luego de haberme
insistido para que yo cometa un hecho ilícito? Como sostuviera el criminólogo
Antony Duff: “Si te aliento a cometer una falta (y especialmente si lo hago
para luego tener la posibilidad de condenarte), quedo mal situado, luego, para
condenarte por haberla cometido. Ello así, no porque no se tratara de una falta
seria, sino porque mi complicidad en la comisión de la misma socava mi “standing” [legitimidad] para hacerte
responsable por la misma. La falta en cuestión hace que otros –la víctima, si
la hubiera, otros con interés en el asunto- puedan hacer responsable al que la
cometió, y pedirle que dé cuenta de lo que ha hecho –pero no el Estado”.[5] En
otros términos: el criminal sigue siendo responsable de la falta que cometió;
la falta sigue considerándose un crimen; pero el Estado pierde autoridad para
reprocharla, por su complicidad con la comisión de la misma. Otra vez: ninguno
de tales paralelos puede trazarse para el caso de la delación premiada.
Verdad
por perdón, en los casos de crímenes masivos. En
países como Sudáfrica –pero también, más recientemente, en otros países
latinoamericanos, como en Colombia- el Estado optó por una política distinta de
la que siguió nuestro país, frente al caso de los crímenes de lesa humanidad.
Mientras en nuestro país se llevó adelante, obstinadamente, una política de
“juicio y castigo”, en Sudáfrica (en parte como en Colombia), se decidió seguir
un camino alternativo, que no privilegió la obtención de condenas y castigos, sino
el logro de “más verdad”. La “alternativa sudafricana” pareció basarse en
ciertas atendibles consideraciones empíricas, además de fines moralmente
atendibles (“ganar más verdad”). Por un lado, en Sudáfrica se asumió, con
razón, que la opción de “juicio y castigo” tendía a abroquelar a los imputados,
a reforzar el “pacto de sangre” entre ellos, y a generar, por tanto, “costos,”
en términos de la obtención de “verdad.” Para decirlo de otro modo: en países
como la Argentina, el moralmente valioso objetivo de hacer que “el crimen
pague” (o, más precisamente, el objetivo de que los peores crímenes no queden
impunes), apareció correlacionado con la “producción” de poca “verdad”. Frente
a este tipo de certezas, en países como Sudáfrica se procuró explorar la vía
contraria. Por distintas razones (que incluyeron, por caso, la exigencia de las
víctimas y los familiares de las víctimas, de “conocer todo lo ocurrido,” saber
dónde se habían enterrado los cuerpos de los muertos, etc.), los sudafricanos
optaron por privilegiar el otro lado de la ecuación: “más verdad,” aún al costo
de obtener “menos castigo”. Para ello, se decidió “premiar” con “perdón” a
aquellos que revelaran información relevante sobre los crímenes perpetrados.[6]
El paralelo con los
casos de dilación premiada parece relativamente claro: una persona involucrada
en la comisión de un crimen significativo, es “premiada” por el Estado, con el
objeto de conseguir otro fin que considera (más) relevante: la obtención de la
“verdad”, luego de crímenes masivos, en Sudáfrica; contribuir al fin de la
impunidad del poder, en países como la Argentina.
Alguien podría decir,
frente a tales opciones, que ellas encierran la preferencia por un camino
inmoral: algunos de los peores responsables de la comisión graves crímenes (en
el caso de la Argentina, algunos de los principales y más serios responsables
de la corrupción en el país, y pertenecientes a un grupo tradicionalmente
impune) se benefician con el perdón, tal vez pleno, que le ofrece el Estado: se
trata de un extraordinario beneficio que no se le concede a quienes han
cometido faltas mucho menores. Reaparecerían aquí tensiones con el principio de
igualdad –no todos quedamos igual ante la ley- y además una quiebra de la idea
de que el crimen debe siempre pagar; y una costosa reafirmación de la idea de
que algunos poderosos no pagan por las faltas que todos los demás que las
cometan van a pagar.
Ya hemos revisado, en
parte, la objeción de la igualdad, y quisiera decir algo, por tanto, sobre el
problema de que “quienes cometen los peores crímenes queden impunes.” Al
respecto, lo cierto es que, tanto en países como Sudáfrica, Colombia o la Argentina,
las políticas penales decididas en la materia, implicaron sacrificar, en parte,
objetivos valiosos, con el propósito de alcanzar otros fines considerados
todavía más relevantes.[7] En
Colombia, y más claramente todavía en el caso de Sudáfrica, el objetivo último
fue el de la justicia reparadora, y la posibilidad de crear una sociedad en
donde las atrocidades del pasado no volvieran a darse. Ello implicó, de modo
más radical que en la Argentina, el sacrificio de la idea de que “todos pagan”
–y, en tal sentido, la adopción de políticas de “más impunidad”- pero ellas
pudieron considerarse justificadas, finalmente, en razón de otros objetivos
igualmente valiosos –obtener más “verdad” sobre lo acontecido; reconstruir los
lazos sociales de otro modo; “curar” las heridas sociales abiertas. Finalmente,
podemos estar más o menos de acuerdo con los principios últimos que guiaron a
la política de respuesta sudafricana frente a los grandes crímenes, pero no
corresponde decir que se tratara de una respuesta indecente o moralmente
impermisible: se trató de una opción que una sociedad decente tenía el derecho
de tomar, a la luz de sus compromisos y traumas más importantes.
Lo mismo, según
entiendo, puede decirse de la delación premiada: aquí también sacrificamos
objetivos importantes, con los que en general estamos comprometidos –que “todos
paguen”; que no queden crímenes impunes; que los peores crímenes paguen más.
Sin embargo, podemos tener buenas razones para orientar nuestras políticas
penales conforme a otros principios y objetivos, como el de quebrar una
situación general de “impunidad para los poderosos”. Si para comenzar a andar
un camino semejante, tan importante para una sociedad marcada por la impunidad
y la desigualdad, “premiamos” con la impunidad a algunos individuos, no debemos
apresurarnos a censurar dicho resultado, con independencia del objetivo de
fondo que se está persiguiendo. Se trata de una opción razonable, que una
sociedad decente tiene el derecho de elegir.
Conclusión
Como sostuviera el
profesor Ferrajoli, en el texto que presentara al comienzo de este trabajo, el
derecho penal moderno se encuentra en graves problemas para atender problemas
que resultan particularmente acuciantes en nuestro tiempo. Las respuestas
iniciales que ha dado, frente a tales cuestiones –crímenes de dimensiones
internacionales; mafias; corrupción auspiciada desde el Estado- se presentan
torpes, inadecuadas, sino directamente implausibles –así, por caso, en la
apuesta por un derecho penal máximo.
A partir de tales preocupaciones, y a la luz de reformas tales como la “ley del
arrepentido” y la adopción de herramientas como la de la “delación premiada,”
me ha interesado decir que tales herramientas resultan finalmente promisorias y
justificables, a los fines de enfrentar algunos de las “tragedias” que marcan a
nuestro tiempo.
Reconociendo el
carácter polémico de ciertas aristas propias de la delación premiada, me
interesó contrastar el nuevo instituto con tres otras iniciativas tomadas por
Estados modernos, destinadas también a abordar problemas reconocidos como
graves: el “enriquecimiento ilícito”; el legal
entrapment; y el intercambio de “verdad por perdón,” en contextos de
crímenes masivos. La conclusión que suscribiría es que la delación premiada
constituye una herramienta que puede justificarse, resistiendo muchas de las
críticas que puede recibir, y que ya han recibido instituciones con las que
guarda algún parentesco.
Por supuesto, decir lo
anterior no es lo mismo que afirmar que la delación premiada no puede ser
susceptible de malos usos –algo que es obvio- ni mucho menos que en la
actualidad está siendo bien empleada por los jueces y fiscales que han
comenzado a ponerla en uso. Con pesar debo decir que los funcionarios
judiciales hoy a cargo de su pionero uso –como la mayoría de los funcionarios
judiciales que han sido nombrados en las últimas décadas- no me resultan
merecedores de la máxima confianza. Se trata de funcionarios nombrados o
sostenidos por gobiernos que se aprovecharon de los vínculos que, por medios no
siempre lícitos, supieron establecer con el Poder Judicial. Este hecho, en todo
caso, resta autoridad y capacidad de genuina “queja” a los políticos y
periodistas que en su momento tomaron ventaja indebida de aquella situación (de
espurios vínculos entre justicia y política) o no denunciaron debidamente a la
misma, cuando ella favorecía o era funcional al proyecto de poder que ellos
coyunturalmente auspiciaban. Afortunadamente, muchos estamos a salvo de tal
tipo de impugnaciones, por haber mantenido firme una crítica a la justicia, con
independencia del poder del turno dentro del cual la misma actuaba.
El hecho es que la
delación premiada ha abierto una oportunidad extraordinaria, tanto en Brasil
como en la Argentina, para desafiar la situación de “criminalidad del poder”
denunciada Ferrajoli. Si en Italia, el proceso de “Mani Pulite” no se mantuvo
en el tiempo; y si en Brasil el proceso de “Lava Jato” afronta turbulencias
graves, no es dable esperar que en la Argentina el mismo proceso se desarrolle
pacíficamente y sin polémicas serias, mucho menos cuando están a cargo del
mismo funcionarios con desempeños previos cuanto menos controvertidos, y con
muchas deudas y “cuentas a cobrar” hacia parte de la clase política.
Nada de todo ello, sin
embargo, debe impedir que prestemos máxima atención a lo que está ocurriendo,
que como sostuviera alcanza una importancia histórica: nunca antes, en la
historia política del país, vimos a miembros de la “criminalidad del poder,” y
mucho menos a sectores del “alto empresariado”, desfilar –como hace tiempo
debían- por los pasillos de tribunales. Se trata de una novedad inédita y muy
relevante, producto de factores múltiples –políticos, económicos y sociales-
que también son legales, y que incluyen, de modo protagónico, a la figura de la
delación premiada. Aquí me interesó señalar que se trata de una herramienta
potente y justificable, que merece ser sostenida, antes que atacada, minimizada
o ridiculizada, como lo hacen muchos de quienes están interesados en que la
“criminalidad del poder” siga preservándose, finalmente, impune.
[1]
Originariamente, el trabajo
fue publicado en castellano por el Boletín
Mexicano de Derecho Comparado, n. 115 (2006), con traducción de Miguel
Carbonell.
[2]
En su momento, James
Madison propuso adoptar un sistema de “frenos y balances” con el fin de “limitar
el poder de las facciones”, que procuraban controlar al poder y arrasar a
quienes se les opusieran; Juan Bautista Alberdi propuso fomentar la inmigración
para combatir los males propios del “atraso” y el “desierto”; así como
nosotros, más contemporáneamente, constitucionalizamos una larga serie de
derechos humanos, con el fin de hacer frente a la tragedia de los “crímenes
masivos.” Estos son sólo algunos ejemplos de ese modo especial, históricamente
situado, con que puede –y, agregaría, merece- obrar el derecho.
[3]
La
prueba más manifiesta de esa combinación de “desigualdad” e “impunidad del
poder,” tan propia de la actualidad política, se encuentra cuando se presta
atención a la “composición social” de las prisiones de muchas sociedades
modernas –claramente, las de Argentina y Brasil, entre ellas. Tales prisiones
nos muestran una población extraordinariamente homogénea (en términos de clase,
raza, etc.), frente a sociedades cada vez más caracterizadas por el “hecho del
pluralismo” –diversidad racial, cultural, social, etc. Resulta a todas luces
evidente que el derecho penal contemporáneo ha reforzado hasta el extremo sus
sesgos de clase, y su trato deferente hacia los más poderosos. De ese modo, ha
reafirmado y estabilizado una situación de violenta desigualdad. Frente a ella,
diría que no hay misión más importante –no hay “trauma” mayor- a ser
enfrentado, que el relacionado con ese temible par de conceptos: desigualdad e
impunidad para los poderosos.
[4]
Hemos aprendido a lo largo
de la historia argentina (y también, sin dudas, de la experiencia comparada),
que el sistema de organización del poder tiende a ser funcional a la
construcción de elites (políticas o empresarias), que se aprovechan del acceso
privilegiado que tienen a bienes que son de todos, y que utilizan, para
defender tales privilegios indebidos, los recursos (económicos, coercitivos)
que se encuentran bajo su control. Los instrumentos mencionados, por tanto
(delación premiada, enriquecimiento ilícito) pueden verse como intentos
no-ideales, pero promisorios, a los que apelamos (en una muestra de
“ensayo-error”) con el fin de reducir la presencia o el peso de graves,
renovados males públicos que nos preocupan.
[6]
Canalizado por la Comisión
Nacional de la Verdad y la Reconciliación, más de 7000 personas solicitaron ser
amnistiadas, a cambio de revelar la verdad, pero sólo unas 1200 fueron
admitidas y obtuvieron, finalmente, el perdón (la naturaleza del crimen debía
ser política, la ofensa debía haber sido cometida dentro de un cierto período,
y los criminales tenían que decir la verdad, reconocer sus actos en público, y
someterse a un interrogatorio frente a las víctimas, si ellas así lo querían).
[7]
Vale la pena recordar, en
este sentido, que en la Argentina misma, que siguió frente a los crímenes
masivos una política de “juicio y castigo,” la directiva política nunca fue,
desde un comienzo, la de “juzgar y condenar a todos”, sino la de concentrar el
poder punitivo estatal sobre los principales responsables y, excepcionalmente,
quienes habían cometido excesos atroces (i.e., secuestro de niños). En la
Argentina también, entonces, y dentro del contexto de una política
híper-punitiva, se tomaron opciones que implicaban el sacrificio de principios
importantes relacionados con la igualdad y la idea de que “todos los criminales
deben pagar.”
7 comentarios:
No fue magia la sanción de la Ley N°26.944 (B.O. 08/08/2014)!
Un par de comentarios.
1)En todo tu análisis del problema te referís a la validez del uso de la delación premiada pero me parece a mí que no discutís un tema para mí clave tanto en Brasil como en Argentina que es cómo se aplica ese instrumento (que puede ser o no cuestionable como vos señalás según los principios que priorices). Es el hecho de que el incentivo para lograr las delaciones sea el uso arbitrarísimo de las prisiones preventivas (o su eximición)como parte del sistema de premiso y castigos.
No soy abogado pero creo que ese uso ya se discutía cuando se cuestionaba el uso de la figura de asociación ilícita para dictar prisiones preventivas y se agrava mucho más acá cuando tanto en el caso argentino como en el brasileño el principal incentivo para la delación es la eximición de la (manipulada) prisión preventiva.
A mí, creo que a muchos otros, no me alcanza el argumento del tipo "los pobres tienen prisiones preventivas, que los poderosos se la aguanten", que serviría para defender todo tipo de violaciones de derechos en todos los casos donde la política interviene y en los que están en juego personas que suelen ser más poderosas que los pobres y no por eso, tienen que ellos también perder sus garantías. Nadie debería perder sus garantías y el hecho de que una violación horrible a los derechos de la población que hoy sufre la prisión preventiva sin motivo y que, creo, todos denunciamos acá no puede ser nunca fundamento de nada. No por nada ese argumento fue utilizado por todo tipo de fachos cuando se discutía la prisión de Milagro Sala.
2) El otro tema, creo que periférico a esta cuestión, pero que me parece bueno discutir es tu selección de quiénes se pueden quejar frente a una situación repudiable y quienes no. Por supuesto que cada uno puede pensar lo que quiera de las personas, si son oportunistas o no, amorales o no, delincuentes o no o lo que quieras, y eso tendrá la propia sanción moral, legal o política que la sociedad decida pero un argumento no puede ser rechazado por la persona que lo dice, si está sucediendo algo repudiable y vos coincidís con eso todos tienen capacidad de "genuina" queja y si no coincidís con el argumento el problema es eso y no la persona. No hay voz calificada en la conversación pública.
pero tiene que estar claro que no justifico violación de garantías POR esa razón, sino que defiendo una política que NO considero violadora de garantías (recorda que muchos militares no condenados estan en prision preventiva hace mas de 10 años). si alguien sobre quien tenes sospechas ciertas y hay riesgo de fuga es detenido por unos dias (no 10 años), no califica, dentro de nuestras reglas, como una grave violacion de derechos. yo lo puedo criticar, en la teoria, dentro de la critica general que hago a la prision.
El legal entrapment no necesariamente implica un incentivo a delinquir, el agente se infiltra en una organización que ya se dedica a cometer delitos. El incentivo como correctamente se critica quizas sea un mal uso del instituto.
Alejandro
Pero andrés, supongo que no se ha planteado la inconstucionalidad de la figura de asociacion ilicita ni de la prision preventiva ni de....
...No te parece que antes de entrar en disquisiciones teóricas que pueden durar eones acerca de estas figuras vale la pena que nos den alguna explicación frente a las confesiones de los empresarios? Me vas a decir que todo es mentira?
Saludos
PD.: Lo de explicación es retórico. Mejor no expliquen nada.
si, el legal entrapment incentiva al delito, porque el agente inflitrado (no se trata de un espia) incita al sospechado a venderle droga o armas etc, para poder "detenerlo in fraganti"
https://www.lanacion.com.ar/2164985-las-frases-teorias-conspirativas-larroque-cuadernos-truchos
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