Introducción
El día 6 de julio de 2020,
el Tribunal Constitucional de Perú tomó una decisión de extraordinaria importancia,
para el país y para la región, reconociendo al derecho de protesta como derecho
constitucional. Ello ocurrió en el expediente N.° 00009-2018-AI/TC, a propósito
de la demanda de inconstitucionalidad presentada contra el artículo 200 del
Código Penal, que tipifica el delito de extorsión. La sentencia puede
encontrarse aquí: https://tc.gob.pe/jurisprudencia/2020/00009-2018-AI.pdf?fbclid=IwAR2f6Bc0ZjUdqhjuxvwvXe7SGpPYRkFDcSg98ts1N514CvJUwgyeWVANupc
Sobre la decisión, que
merece un análisis mucho más detallado del que puedo presentar en esta ocasión,
quisiera hacer algunas brevísimas consideraciones, que paso a exponer a
continuación.
El valor de la decisión. Lo
primero que quisiera hacer es subrayar la importancia de la decisión del
Tribunal, al reconocer al derecho de protesta como un derecho constitucional. En
particular, destaco que el Tribunal haya hecho tal reconocimiento en el
contexto y tiempo en que lo ha realizado. Asimismo, señalaría el acuerdo que me
merecen la mayoría de los fundamentos que el Tribunal expone en la sentencia,
que considero en general bien orientados.
Protesta, democracia, y soberanía
popular. Me parece muy importante, además, que -como se establece
en los considerandos 68 a 71- el Tribunal vincule al derecho a la protesta con
el principio democrático y el de la soberanía popular, y que -para el
caso peruano- se vincule a ambos, como debe ser, con la Constitución -es decir,
en este caso, con el artículo 43 de la Constitución (sobre el Perú como Estado
social y democrático) y el 45 (referido a la soberanía popular).
Protesta, crisis del
sistema representativo, y protección de minorías. Me
resulta más controvertible la idea de asociar el sostenimiento del derecho a la
protesta con la idea de crisis de la democracia representativa (considerando
72) y la protección de minorías (considerando 73), y también el modo en
que se lo hace.
Protesta y crisis de la
representación. En cuanto a la relación entre protesta y
crisis del sistema representativo, el Tribunal sostiene que la protesta se
torna más justificable en esta época dado que “la democracia representativa
puede atravesar por crisis donde se ponga en cuestionamiento la capacidad de
los representantes para expresar la voluntad real y auténtica de los
representados.” Lo cierto es, sin embargo, que aunque la afirmación resulte
apropiadamente calificada (no se toma a la crisis de representación como única fuente
del problema, y se reconoce que sólo hace más necesario el cuidado de la
protesta), en los hechos, la justificación del derecho a la protesta a la que
se recurre parece descansar ampliamente en la existencia de dicha crisis, lo
cual representa un problema. El problema es que ello no permite advertir que la
protesta se torna, en principio, justificable a partir del funcionamiento “normal
y esperable” de la Constitución, y no sólo ante las “fallas”, “crisis” o “patologías”
sobrevinientes en el sistema representativo. Vivimos, en efecto, dentro de
estructuras institucionales basadas en una opción preferida, por controles “endógenos”
(“frenos y contrapesos”) antes que “exógenos” o “populares,” que quedaron
restringidos fundamentalmente al voto periódico. En otros términos, la sociedad
ha quedado, desde un comienzo, con muy escasas y limitadas herramientas para
intervenir en los asuntos públicos. Ello, en razón de supuestos que podríamos
llamar de desconfianza democrática, como los que predominaron en los tiempos
de construcción de las bases constitucionales de nuestros países -supuestos que
siguen apareciendo enquistados en nuestros esquemas constitucionales, más allá
de las reiteradas reformas que nuestras Constituciones han sufrido (se trata,
éste último, de un problema que, en escritos previos, he caracterizado como el
de la falta de modificación sobre la sala de máquinas de la Constitución).
En ese contexto institucional, caracterizado por la presencia de pocos y
frágiles mecanismos para la decisión y control de políticas públicas en manos
de la ciudadanía, es que la protesta adquiere una relevancia adicional
extraordinaria. Ocurre que la protesta se ha convertido en canal
extra-institucional privilegiado para que la ciudadanía haga conocer sus
puntos de vista, quejas y demandas, frente al poder político. Ello así, por el
funcionamiento “natural”, antes que “anómalo” o “patológico” del sistema
institucional. El matiz señalado puede parecer menor, pero considero que tiene
mucha relevancia para evitar errores posteriores en el análisis.
Protesta y protección de
minorías. Encuentro problemas de naturaleza similar, en la
consideración que hace el Tribunal en torno al nexo existente entre protesta y
protección de minorías, y el análisis que presenta al respecto. En el
considerando 73, el Tribunal señala que “la protesta se erige también como un
auténtico mecanismo de expresión y eventual reivindicación de las minorías que
no logran ser representadas en los ámbitos institucionales a los que solo
acceden legítima y legalmente las mayorías.” En tal sentido, existen varios problemas
que quisiera señalar: i) En primer lugar, no es nada obvio que sean las
mayorías las que, en nuestros países, y en estos tiempos, tengan acceso, más o
menos pleno, a los “ámbitos institucionales” relevantes. Entiendo, conforme a
lo ya señalado, que -ya sea por las dificultades que han puesto nuestros
sistemas constitucionales a la intervención ciudadana en la decisión y control de
sus propios asuntos; ya sea por la crisis que se ha ido radicalizando en el
funcionamiento de las instituciones- las “mayorías” encuentran serias
dificultades para asumir un papel protagónico, en nuestros países, en los principales
“ámbitos institucionales” creados por la Constitución. ii) En segundo lugar, y
como contracara de lo anterior, sugeriría que buena parte de nuestro entramado
institucional aparece bajo el control de “minorías” o “grupos de interés”, lo
cual también problematiza lo señalado por el fallo en relación con la
protección especial que merecen las minorías. iii) En tercer lugar, señalaría
que el constitucionalismo sí tiende a reconocer que ciertas minorías, ya sea por
su impopularidad, o por los prejuicios que cargan de parte de quienes toman las
principales decisiones públicas, o en razón de la discriminación y/o
desventajas que han sufrido históricamente, se hacen acreedoras de una
protección muy especial por parte del Estado (es lo que la doctrina ha llamado
minorías discrete and insular). Ahora bien, esa dificultad especial que
enfrentan algunas minorías, vuelve a referirnos a la existencia de ciertos
problemas que resultan “connaturales” al sistema institucional, antes que
producto de su funcionamiento “patológico.”
Protesta y derecho penal.
Me
parece muy pertinente mucho de lo que sostiene el fallo en su análisis de las
eventuales derivaciones “penales” de los casos de protesta. Entre las
afirmaciones que destacaría se encuentran i) la de ratificar al derecho penal
como última ratio; ii) de modo especial, la de subrayar la importancia de
los mecanismos de diálogo para enfrentar los conflictos que puedan
aparecer en la materia; y iii) las referencias especiales que el Tribunal
realiza acerca de cómo tratar las expresiones de violencia que puedan
aparecer en una manifestación (dando atención por separada a quienes cometan
tales actos, en lugar de considerar “contaminado” todo el valor de la protesta
-hasta desautorizarla- en razón de tales actos). Parte de dicha argumentación
aparece en los considerandos 84 y 85 (sobre la violencia), y en particular
(sobre la ultima ratio y el valor del diálogo), en el considerando 15, en
donde se sostiene lo siguiente: “el Estado debe recurrir como última ratio al
ejercicio del ius puniendi, y debe procurar, dentro de lo razonablemente
posible, de acuerdo con el orden público constitucional, hacer uso de todos los
mecanismos institucionales de diálogo existentes a fin de evitar y, en todo
caso, hacer frente a los conflictos que puedan generarse, teniendo presente que
la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo
de la sociedad y del Estado (artículo 1 de la Constitución).”
Protesta y derechos
sociales y económicos. Dicho lo anterior, agregaría sin
embargo que, si algún problema encuentro en el análisis del vínculo entre
protesta y derechos constitucionales, el mismo tiene que ver menos con lo que
el Tribunal sostiene, que con lo que el Tribunal omite decir o no subraya
debidamente. Al respecto, sostendría que el Tribunal no afirma todo lo que
debiera, tanto en las referencias que hace -apropiadamente- sobre el derecho
penal, como en las vinculaciones que establece entre el derecho de protesta y otros
derechos “conexos.” En particular, y sobre lo último, el Tribunal sostiene que el
derecho de protesta se encuentra “conexo” (cito) con el “ejercicio de otras
libertades iusfundamentales, como es el caso de las libertades de opinión,
expresión, y difusión del pensamiento, el derecho a huelga, la libertad de tránsito
y el derecho de reunión” (considerando 89). Estas referencias y conexiones son “clásicas”,
en algún sentido, y muy extendidas ya (yo mismo ayudé a difundirlas), pero
también resultan demasiado limitadas. Entiendo que debemos reconocer, sobre
todo, la conexión que existe en nuestros países entre el derecho de protesta y
los derechos sociales y económicos. Ocurre que, en una mayoría de casos,
los manifestantes y protestantes recurren a tales medios extra-institucionales
(de “expresión”, digamos), como medio para demandar por lo que consideran son
violaciones graves de sus derechos constitucionales en materia social y
económica. Por ello, puede verse como un error serio el énfasis que suele
ponerse en el componente expresivo, o la conexión “expresiva” del derecho de
protesta, en descuido de su íntimo vínculo con otros derechos constitucionales
-sociales y económicos. En el contexto desigual propio de América Latina, en
particular, la protesta debe ser vista como una forma habitual y privilegiada
de reclamar por derechos sociales y económicos. De allí que merezca establecerse
una relación entre el castigo/represión y desaliento de la protesta social, que
puedan hacer las autoridades del Estado, con la pérdida o puesta en riesgo de
derechos sociales y económicos reconocidos por la Constitución. Reconocer esto
nos permite advertir la importancia especial de la protección de la protesta,
aquí y ahora, en nuestros países, como forma de asegurar el mejor resguardo de
la Constitución, habitualmente ofendida tanto por acción como por omisión
(típicamente, en el no reconocimiento de derechos sociales y económicos). Asimismo,
lo dicho nos permite advertir la necesidad de apelar a mecanismos de diálogo
como los arriba referidos (y por el propio Tribunal) como forma de asegurar la
provisión -política, subrayo ahora- de los derechos sociales y económicos
habitualmente violados o sub-reconocidos por las autoridades de gobierno.
La regulación de la
protesta. El Tribunal hace varias consideraciones, también,
acerca de las posibilidades de regular la protesta. Nuevamente, la mayoría de
sus consideraciones son pertinentes y razonables (ellas aparecen, sobre todo,
en la sección 4.2.3 del fallo). Considero aceptables sus referencias a la
necesidad de prestar atención a las obligaciones convencionales y constitucionales
del país (en particular, sus compromisos asumidos en materia de respeto de los
derechos humanos); sus alusiones a los principios de razonabilidad y proporcionalidad;
sus dichos acerca de las regulaciones de “tiempo, lugar y modo” (y los límites
que deben marcarse al respecto); o el criterio que afirma, según el cual las
regulaciones eventuales que se hagan sobre el derecho de protesta resulten de legales,
en un sentido fuerte del término. Dicho esto, sin embargo, llamaría simplemente
la atención sobre el carácter en parte obvio, en parte riesgoso, de tales
consideraciones. Y ello así porque muchas de las “clásicas” referencias que
hace el Tribunal (a los principios a tomar en cuenta en una eventual
regulación) se han mostrado susceptibles, en la práctica, de casi cualquier
lectura -es decir, han aparecido como compatibles con todo tipo de regulación indebidamente
restrictiva. Los llamados “test de razonabilidad” y “proporcionalidad”, en
particular, se han mostrado vulnerables a consideraciones de cualquier
contenido: es muy poco lo que parecen con capacidad de “excluir”, efectivamente:
como si cualquier alegación jurídica pudiera ser transformada en, o re-descripta
como, una regulación “razonable” y “proporcionada.” De algún modo, lo que
ocurre en el propio fallo, en el análisis de la regulación del derecho de
extorsión que se realiza, ofrece una evidencia más de lo señalado. Una regulación
como la que la ley hace sobre la “extorsión” -regulación que es objeto del
fallo bajo análisis- parece “irrazonable” y “desproporcionada”, en su ambigüedad
y carácter potencialmente sobre-abarcativo. Y sin embargo, y a pesar de
ello, el Tribunal no considera a la reforma legal del caso como un problema. Sin
querer polemizar al respecto, ya que se trata de una cuestión que merecería un
análisis más detallado, señalo el punto como ilustración del problema al que me
refiero: la “vulnerabilidad” y “permeabilidad” de los “tests” jurídicos a los
que tendemos a apelar para evaluar si una ley es indebidamente restrictiva o no.
Ello nos sitúa, según entiendo, en una posición de “riesgo” como la que
anunciara: el riesgo se deriva de que quedamos así sujetos a la discrecionalidad
final del intérprete. Un Tribunal consciente del valor de la protesta, como
el actual, nos da razones generales para confiar en sus interpretaciones
futuras en la materia. Sin embargo, y por lo dicho, no quedamos con buenas razones
para confiar en la interpretación que pueda hacer un Tribunal futuro, dadas las
herramientas interpretativas disponibles. Corremos el riesgo, entonces, de
quedar en manos de la discrecionalidad ocasional de futuros funcionarios públicos,
tal vez “enemigos” de la protesta o de ciertos derechos que consideramos hoy
como indispensables. Nuestros derechos constitucionales -que nos pertenecen,
como ciudadanos, en carácter incondicional- no pueden terminar sujetos a la
voluntad discrecional de los funcionarios públicos.
1 comentario:
Sobre el último párrafo, "regulación de la protesta", y tus observaciones al respecto. En definitiva, como saldrías de ese riesgo de la eventual regulación legal y el posible desmadre en el que podría incurrir el intérprete final? No debería haber dicho nada el Tribunal al respecto..? Lo mejor sería no regular, para evitar posibles distorsiones..?. Abrazo!
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