La Argentina vuelve a
padecer, en estos días, el ofensivo drama de la impunidad del poder. El
capítulo de hoy pertenece a una serie que lleva décadas, con protagonistas que
rotan y se repiten, pero en donde los ciudadanos quedan siempre meros
espectadores, sentados frente a una obra que es ya grotesca y cruel. En lo que
sigue, quisiera reflexionar sobre el carácter estructural del problema en juego,
que tiene que ver con personas concretas -hoy, aquí- pero que encuentra su
origen en una organización institucional preparada desde hace decenas de años para
hacer posible la impunidad de la elite que gobierno.
Voy a mencionar a continuación,
en particular, dos de las causas “estructurales” o “institucionales” de los
males que padecemos, y su principal consecuencia, que es la generadora de los
males políticos hoy más visibles en todo el mundo. Una primera causa tiene que
ver, según diré, con la irreversible crisis que hoy afecta al sistema
representativo. La segunda causa, que se refuerza mutuamente con la primera,
tiene que ver con el profundo deterioro de los mecanismos de control “internos”
(los “frenos y contrapesos”) establecidos originariamente por nuestro sistema
institucional. La consecuencia principal de estas “dos rupturas” (en el sistema
de representación, y en el sistema de controles) es la paulatina
“autonomización” de la elite dirigente político-económica. Dicha elite, desde
hace tiempo advierte que es capaz de actuar libremente en su propio beneficio,
sin necesidad de hacerse responsable por las graves faltas que comete. Frente a
tal elite, la ciudadanía comienza a sentir -con razón también- que “nadie la representa”
o que “gobierna una casta”. Como resultado de todo ello, tres grandes males públicos
-abusos de autoridad, corrupción e impunidad- pasan a convertirse en el
tridente distintivo de la degradada vida política de nuestro tiempo.
Sobre la primera causa de
la crisis -la irreparable caída del sistema representativo- merece agregarse lo
siguiente. Entre las razones que explican la crisis se encuentra un supuesto
que pudo tener sentido hace 200 años, pero ya no más: el supuesto de una
sociedad pequeña, dividida en pocos grupos, básicamente homogénea, y -por lo
tanto- susceptible de ser representada “plenamente.” Por partir de donde
partían, nuestros antepasados pudieron creer que toda la sociedad era
susceptible de ser “incorporada” en el sistema institucional (como en el
sistema antiguo de la Constitución Mixta, que se popularizara desde Inglaterra:
cada sector de la sociedad iba a tener un lugar en el gobierno: reyes, lores y
“comunes”). Así fue que nació la principal promesa del sistema representativo:
cada uno tendría su voz dentro del proceso de gobierno. Esa promesa, sin
embargo, en nuestra era murió, y no va a poder recuperarse nunca más. En las
sociedades multiculturales y ultra-heterogéneas de la actualidad (en donde la
propia identidad de cada uno es múltiple, ya que ninguno es “sólo” “obrero”,
“mujer” “empresario” o “ecologista”), el sueño de la “representación plena” perdió
base y sentido. No sorprende entonces que, en nuestro tiempo, la “vida
política” aparezca situada fundamentalmente por “fuera” de un marco
institucional incapaz de dar cuenta de la diversidad social.
Lo mismo pasa con la
segunda causa de la crisis -el socavamiento del sistema de controles. Hay
razones estructurales para entenderla. Entre ellas: desde un comienzo se optó
por privilegiar, por sobre los controles populares o “externos,” a los
controles “internos” (los “frenos y contrapesos”, de cada rama de gobierno -Ejecutivo,
Legislativo, Judicial- sobre las restantes). Frente a dicha opción por los
controles “internos”, sólo el voto periódico sobrevivió como herramienta de control
popular. Todos los demás puentes entre ciudadanos y gobernantes fueron
“volados”, con lo cual, al voto también se le hizo cada vez más difícil constituirse
en vía eficiente de contralor. Mucho más, cuando se le exigió al sufragio la
responsabilidad de evaluar períodos largos de mandato, y a listas amplias de
candidatos. La única herramienta de control popular tenía que servir, entonces,
para determinar cómo es que el votante valoraba años enteros de desempeño de
todo un amplio elenco de gobierno. Es decir, una imposibilidad completa que
dejaba a los votantes enfrentados a opciones extorsivas: la obligación de votar
por candidatos o políticas que repudiaba (i.e., la presencia de funcionarios
corruptos), para obtener a cambio alguna figura o medida que prometía
beneficiarlo (i.e., el control de la híper-inflación).
En suma, el fin de la
vieja promesa de la representación, que vino de la mano del deterioro del
esquema de controles, generó consecuencias funestas, siendo la principal de
entre ellas la ya enunciada: la paulatina autonomización de la clase dirigente.
Separados de sus electores, dotados de oportunidades y recursos económicos
extraordinarios, con enorme poder político, y libres de todo mecanismo
relevante de control sobre ellos, la clase dirigente (que incluye a políticos y
empresarios que pactan entre sí) se convirtió en una elite destinada a servirse
a sí misma, y en manejo de los mecanismos necesarios para la mutua protección.
No es por azar, entonces,
que la tríada de los males mencionados -abusos de poder, corrupción, impunidad-
aparezca, recurrentemente, en contextos y países diversos, reunidos básicamente
por una similar estructura institucional. Reconocer lo anterior nos ayuda, al
menos, a aventar ideas e ilusiones vanas. Ante todo, ello nos permite entender
que, para cambiar las cosas, no basta con una nueva elección (i.e., sacar a
Juan, poner a María), ni con el diseño de una nueva oficina de contralor (i.e.,
un nuevo tribunal fiscal), ni con nombrar más o menos jueces, aquí o allá
(i.e., aumentar los miembros de la Corte Suprema): más de lo mismo. Tampoco
sirve ensañarse con el elector (“el ciudadano no sabe votar”, “elige siempre lo
peor”) luego de que se lo ha privado de “voz” institucional, y de toda
herramienta genuina de contralor.
Para quienes defendemos
un ideal diferente -el de la “conversación entre iguales”- la dirección de las
alternativas, al menos, resulta clara: debemos terminar con el poder
concentrado en una elite política-económica que prevalece desde hace décadas, para
devolverle a la ciudadanía su poder de decisión, deliberación y control. La
opción es clara: trabajamos por reforzar el poder de “los de adentro y arriba”,
o -en cambio- hacemos política “desde afuera y abajo,” buscando poner fin a
décadas de injusticia social. En tal sentido, nosotros, los abogados, quedamos
enfrentados a una elección todavía más precisa y crucial. Nosotros debemos
decidir si orientamos nuestras capacidades en defensa de quienes (“desde
afuera”) padecen abusos de todo tipo, o si -apelando a las mejores excusas-
trabajamos para la elite que gobierna, transformando al derecho en lo que hoy
fundamentalmente es: la principal herramienta técnica al servicio de la
impunidad del poder.
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