Activados que estaban todos mis prejuicios a favor de Edimburgo, llego a un café que prometía convertirse en mi primer lugar de cada mañana: me habían hablado bien de él, me habían anticipado las preferencias propias con un “te va a gustar, ya vas a ver.” Llego y sí, fue así, amor obvio a primera vista. Un café de especialidad, pero de tono muy bajo, sin alardes: bonachón, amigable, barrial u obrero. En el lugar uno se encuentra con unas muy pocas sillas altas, tres codiciados sillones viejos, y una pequeña mesa en el centro. Sobre la pequeña mesa central, y en un mueble al costado, hay algunos libros, incluyendo uno que se titula algo así como “15.000 razones por las que estar feliz” (a pesar de todo). La música que suena suele ser rock de principios de siglo. Bastaron apenas días (dos? tres?) para comprobar lo que me habían presagiado. Se trata de un reducido lugar en la galaxia, pero que conforma un mundo propio, con personajes que se repiten, que vuelven cada día, muchos para quedarse allí durante horas (por algo lo sé). Ese pequeño espacio, el del mundo propio, amable, complejo y completo, me recuerda siempre a la tabaquería de la película Smoke (1995), de Wayne Wang, guionada por Paul Auster. En el caso escocés, los personajes principales son los baristas (un joven tranquilo y empático, y una chica, más silenciosa); el bicicletero del barrio; un brasileño desempleado, que como hobby enseña capoeira; y un chino que parece hacer el curso con el brasileño. Ellos se pasan por allí cada día, buena parte del día, bromeando sobre trivialidades que se toman muy en serio. El café que preparan es buenísimo, y no lo molestan a uno si se queda por allí toda la mañana leyendo o escribiendo, y ocupando alguno de los deseados lugares. Qué bueno eso! A veces, entran freaks que generan menos temor que pena, y otras veces, llega gente que quiere poner en venta algún producto dudoso (digamos, poco tentadores scones caseros), y en ambos casos, en lugar de echarlos, ignorarlos o sacárselos rápidamente de encima, las personas a cargo del local les responden, les preguntan, los consideran, y en todo caso les dicen qué sí o que no, pero siempre tomando en serio al otro, y a lo que dice el otro. Sobre el final del día, suele sumarse al grupo la novia del barista principal, que parece estar muy enamorada de su chico.
El lugar presenta, entre sus peculiaridades, la habitual presencia de dos tremendos, amables perrazos. Con prudencia y respeto, como pidiendo permiso, los perros ocupan alguno de los cómodos sofás, cuando ven que se desocupa alguno, pero educadamente, entendiendo la lógica del asunto y sin que nadie se los pida, dejan su sitial enseguida, cuando ven que nueva gente se arrima. Ese cuidado se mantiene en la canina invitación que nos hacen, cada día, para que nos sumemos a sus juegos. Le acarician a uno el zapato, nos rozan con la cabeza la pantorrilla, o simplemente me miran fijo mientras esperan, buscando que les arrojemos lejos la pelota de trapo o el muñeco del caso. Sin embargo -finalmente, escoceses también ellos- si detectan que queremos seguir leyendo, o que estamos distraídos en lo nuestro, dejan de insistir y perrunamente, y sin problemas, salen a la calle a buscar a su dueño.
El dueño de los perros es otro de los grandes personajes del lugar. Se trata del mentado bicicletero del barrio, que atiende su local a dos puertas de distancia del café, y que pasa más tiempo en el café -tomando café, sirviendo café, cobrando café- que en la bicicletería. Él llega a la cafetería y detrás de él sus dos perrazos, que enseguida comienzan a interactuar con todos nosotros -clientes viejos o recién llegados- ansiosos de que los acariciemos. Apenas aterrizado en Edimburgo, fue al bicicletero a quien le compré la de segunda mano con la que me muevo. Al día siguiente de la compra, me reencontré con el susodicho en el café -yo llegué en mi bicicleta- y fue él quien me saludó al ingreso: “Hi Roberto”, me sorprendió, llamándome por mi nombre, como a un compañero de siempre. También llamó mi atención, de aquella compra, que, de un instante a otro -supongo que porque nos caímos bien- me descontó 50 pounds en el pago. Más todavía me encantó que me dijera que no hacía falta ningún certificado de garantía, luego de concretada la venta: cuando lo necesitara, y durante los meses de mi estadía por aquí, él se ocuparía de arreglarme cualquier problema con el artefacto. Yo le respondí con un enfático “claro,” contento de que fuera así el trato. Dicho y hecho. Al mes de andar por aquí, tuve un problema de frenos, lo fui a encontrar (al café, no a la bicicletería, por supuesto), le dije sobre el tema de los frenos y él me respondió “ya mismo te lo arreglo”. Fue a buscar las herramientas (al café, no a la bicicletería, por supuesto), y me solucionó el problema en instantes, sin costo alguno. Pensé en el gusto que da confiar, en lo bien que me llevo con Edimburgo.
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