Aunque suelo ser muy respetuoso hacia las ciudades que visito, y más allá del especial cariño que siento por Edimburgo, reconozco que, desde un comienzo, ella y yo mantenemos al menos un punto de fricción, conflictivo, que tiene que ver conmigo (“no sos vos, soy yo”): yo en bicicleta. Las raíces del problema son profundas, estructurales, por eso muy difíciles de remover, supongo. Ocurre que, desde hace años, se agudizó en mí una tendencia reactiva, que me impulsa a andar, metafórica o literalmente, a contramano. Para colmo, la Argentina me ha ayudado a reforzar los peores rasgos de mis tendencias anárquicas. En las calles argentinas, suelo ser partícipe de la lucha por la supervivencia por otros medios: las reglas como meras invitaciones o propuestas. En bicicleta, por eso, suelo mostrar un comportamiento anárquico, antiformalista, desafiante de los esquemas. Más bien salvaje: soy el país al margen de la ley del que hablaba Nino. Un salvaje en bicicleta.
En tal condición, como ciclista, en la Argentina, me siento uno más. Pero aquí, en Edimburgo, las reglas están, se espera que uno las respete, y me ocurre que algunas no las conozco, y otras las desconozco o no las tomo en cuenta. De algunas situaciones no me hago responsable, pero de muchas otras sí. Entre las que no, anoto situaciones muy frecuentes, como éstas. Momentos sorprendentes para mí, inesperados pero comunes, en donde el mundo se detiene, en principio, por unos segundos. Típicamente: me encuentro en una encrucijada con 4 o 5 esquinas, en donde todos los vehículos -todos- aparecen detenidos, porque todos los múltiples semáforos -todos- están en rojo, todos al mismo tiempo. Pasan los segundos y todo sigue en rojo. Ante el natural pánico de que se trate del fin de la humanidad; ante el posible alerta de que la vida en la Tierra se haya detenido, tal vez para siempre, piso el pedal y arranco. Insisto, estas situaciones ocurren regularmente (no se si por descoordinación de semáforos, o por algún principio general que desconozco), y ante ellas no tengo otra alternativa que seguir: una obligación, quizás. En muchas otras situaciones, lo acepto, la principal responsabilidad es mía. Típicamente, en el semáforo hay que parar, y no paro (al comienzo me autoengañaba diciendo que tal vez la regla no aplicaba a bicicletas, pero no llegué a persuadirme); antes de los cruces hay que avisar con la mano el próximo movimiento, y no lo hago; hay carriles obligatorios, que aparecen y desaparecen, y entonces para simplificar hago tabula rasa y los ignoro a todos; hay reglas para doblar que son complejas, y (o porque) llevan el agregado especial de los autos con volante a la derecha…entonces, apenas puedo, arranco y doblo; hay calles con una sola dirección, y hay contramanos que, como rioplatense, jamás respeto, asumiendo que el ciclista está autorizado a ir en cualquier dirección. Es decir, en síntesis, mi conjunto vial es de una totalidad calamitosa.
La cuestión, en todo caso, se me complica, porque aquí la gente se queja -se me queja! Antológico, dentro de mi breve antología urbana fue, a poco de mi llegada, bajo la lluvia, un viejo en bicicleta, con casco, chaleco amarillo, vestimenta y agenda reglamentarias, siguiéndome por las calles a los gritos, luego de que yo me adelantara en el rojo. A toda costa quería hacerme saber que gente como yo traía el desprestigio a toda la clase (de bicicleteadores): me dolió. Evidentemente, no fue el único reguero de insultos que recibí estos días, pero fue el “caso claro” o “fácil” de falta provocada, de modo exclusivo, por mí mismo, a partir de la interpretación discrecional de una regla, que ni el juez Hércules hubiera admitido.
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