Se acaba de publicar un libro -Personal Impressions- que reúne una serie de “retratos” hechos por Isaiah Berlin, sobre reconocidas figuras del ámbito público. Entre tales “retratos,” me detengo en sus comentarios en torno al filósofo Herbert Hart, a quien Berlin describe con admiración y afecto. Berlin dice de Hart que siempre esperó que “la decencia y la razón triunfasen” en “Israel, tanto como en Oxford y en todas las sociedades por las que estaba más preocupado.” Hart era “un modelo de virtud e integridad” -agrega- que rechazaba todo lo que fuera “crudo, confuso, intelectualmente de mala calidad”, alguien que no toleraba “el oscurantismo, la opresión, la injusticia, todo lo que consieraba reaccionario, y un obstáculo al bienestar humano.” Berlin cuenta que Hart admiraba, en particular, a John Stuart Mill y a Jeremy Bentham quienes “como él, creían en el valor y el poder de la razón”, y “gustaba sobre todo de la impaciencia que ellos mostraban frente al sinsentido”. Cuenta que Hart disfrutaba mucho con la literatura, y que leía entre otros a Jane Austen, George Eliot, Dickens, Henry James, Aldous Huxley, Dante, Leopardi, Baudelaire, Yeats. Dice que era un amante de la música clásica, que “amaba viajar, y las bellezas de la naturaleza”, y señala también que era “un tremendo caminador, con una elocuencia remarcable para describir aquello que llamaba su atención.”
Sobre ese tema -los viajes- Berlin relata una anécdota de Hart en el lugar al que más quería: Italia. Cuenta que un día, en un tren italiano, Hart advirtió que no tenía su billetera, donde llevaba su billete de avión, su pasaporte y su dinero. Desesperado, Hart se levantó y comenzó a gritar, en italiano “Ho perduto tutto, tutto, tutto”. Parece que lo que ocurrió después -más bien insólito, dado el contexto- reafirmó por siempre su pasión por Italia y los italianos. Aparentemente, y al verlo así, una persona se acercó y le ofreció algo de dinero, y otra más vino hacia él y le aconsejó que se bajara en la estación siguiente, llamara por teléfono a la anterior, y esperara la llegada del nuevo tren: tal vez así podría recuperar su billetera. Lo increíble es que todo eso ocurrió: Hart se bajó en la estación siguiente, avisó de la pérdida, y con el próximo tren, llegó también su billetera.
Nos dice Berlin que había algo “perpetuamente joven, en Hart”, en su permanente esperanza y ansiedad por encontrar alguna idea nueva e iluminadora, alguna nueva manifestación de la genialidad humana, ya sea en el pensamiento o en el arte...algo que él querría enseguida compartir, explicar, examinar, rastrear sus implicaciones para la vida, y no sólo para alguna porción del discurso racional.” Berlin termina afirmando que es falsa la idea de que “nadie es irreemplazable”: “Esto no es cierto: Herbert Hart no era reemplazable” -concluye: “su existencia hizo una enorme diferencia, y voy a lamentar su ausencia por todo lo que resta de mi vida”.
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