Estoy
de escala en Barcelona, por un par de días, de regreso a Edimburgo. Paso las
dos mañanas por la Universidad, porque tomo examen. Es miércoles, bastante
temprano -poco después de las 8 de la mañana- y me dirijo a la Facultad en
subte. En la estación, sentada junto al andén, me sorprende muchísimo una
figura. Una señora vieja, flaquita, con el pelo raleado, abrigada porque hace
frío, sentada en el banco, está leyendo. Tanto me sorprende esa actitud
lectora, en ese lugar, en ese cuerpo frágil, mínimo, que le tomo una foto.
Enseguida, cuando pasa el metro, mi sospecha se confirma: ella no se inmuta y
lo deja pasar: ella no llegó allí para subirse al subte. La viejita está ahí,
sentada y leyendo, para no estar sola en su casa, por la sensación de sentirse,
de alguna manera, rodeada y leyendo. O quizás es que en su casa no se dan las
condiciones propicias para hacerlo -la tranquilidad, el respeto, una comodidad
básica para quedarse leyendo. Lo siento mucho. Vuelvo al día siguiente, misma
estación, aunque una hora más tarde. No esperaba nada, pero llego y la vuelvo a
ver. Ahí está ella. Otra vez me sacude la escena: flaquita, sentada, abrigada,
con su libro enorme, la misma pollera, las mismas zapatillas, la misma blusa
-sólo cambia, de ayer a hoy, el abrigo. Pasa el tren una vez más, y otra vez
ella ni lo mira. Se queda allí sentada, ensimismada, los ojos oscuros sobre las
hojas blancas, satisfecha quizás con el modesto abrigo que le ofrece la
estación, la fugaz compañía que nosotros, que la ignoramos, le ofrecemos.
1 comentario:
Hola. Me impresiona este relato, gracias. Hace una semana volvía de comer, 24 horas, Cabildo y una viejita flaquita arropada arrimada a una pared, esperando nada. Fue muy triste.
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