El hecho fue que, desde la primera vez, al cruzar la frontera, sentí que perdía cuidado, que volvía a distenderme, que me encontraba con gente que gustaba de hacer chistes, de contactar con el de al lado, de hablar comprometidamente con los demás (no hablar del tiempo o la humedad, sino sobre lo que la otra persona hace, o sobre lo que le pasa). Gente que hablaba un inglés imposible, pero que se aseguraba que le entendiera, y que se preocupaba por mí, por lo que les preguntaba. Lugares en donde me trataban bien, en que me sentía cómodo y a gusto, con gentes de esas que le palmean a uno la espalda y le guiñan un ojo mientras le hacen una burla de la que uno también, sin disimulo o impostaciones, se ríe. Me resultaba inconcebible todo eso, dado los lugares desde donde llegaba. Y me parecía hermoso.
Desde entonces, desde esa primera vez, crucé la frontera varias otras veces, y la sensación fue siempre la misma, sin buscarlo y sin pensarlo: encontrarme en casa, notar que se me relaja el alma, sentir que cedo la expresión y bajo los brazos por fin.
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