Magistral, magistral como tantas veces, Ken Loach filmando un partido de fútbol en la escuela. Forma parte de una película hermosa, Kes, que él filmara en 1969. Film duro, querible y triste (con escenas muy divertidas, como ésta), es de las mejores que ha hecho, que no es poco decir. Aplauso para Ken Loach
El trozo de la peli, acá
Sino, la escena entera, muy recomendable, acá
30 dic 2007
Jeanne Moreau cantando en Jules et Jim
Para seguir con la musicalización en la Nouvelle Vague. Del film de Truffaut en este caso. El video puede verse y es super bonito:
acá va
Y la letra:
Jeanne Moreau
Le tourbillon (de la vie)
Elle avait des bagues à chaque doigt,
Des tas de bracelets autour des poignets,
Et puis elle chantait avec une voix
Qui sitôt m'enjôla
Elle avait des yeux, des yeux d'opale
Qui m'fascinaient, qui m'fascinaient,
Y avait l'ovale d'son visage pâle
De femme fatale qui m'fut fatal {x2}
On s'est connus, on s'est reconnus,
On s'est perdus de vue, on s'est r'perdus d'vue
On s'est retrouvés, on s'est réchauffés
Puis on s'est séparés
Chacun pour soi est reparti
Dans l'tourbillon de la vie
Je l'ai revue un soir, aïe, aïe, aïe !
Ça fait déjà un fameux bail {x2}
Au son des banjos, je l'ai reconnu
Ce curieux sourire qui m'avait tant plu
Sa voix si fatale, son beau visage pâle
M'émurent plus que jamais
Je me suis soûlé en l'écoutant
L'alcool fait oublier le temps
Je me suis réveillé en sentant
Des baisers sur mon front brûlant {x2}
On s'est connus, on s'est reconnus,
On s'est perdus de vue, on s'est r'perdus de vue,
On s'est retrouvés, on s'est séparés
Puis on s'est réchauffés
Chacun pour soi est reparti
Dans l'tourbillon de la vie
Je l'ai revue un soir ah la la
Elle est retombée dans mes bras {x2}
Quand on s'est connus,
Quand on s'est reconnus,
Pourquoi s'perdre de vue,
Se reperdre de vue ?
Quand on s'est retrouvés,
Quand on s'est réchauffés,
Pourquoi se séparer ?
Alors tous deux, on est repartis
Dans l'tourbillon de la vie
On a continué à tourner
Tous les deux enlacés {x3}
29 dic 2007
Sunstein sobre Dworkin
El estimado corresponsal colombiano Leonardo García Jaramillo, gran traductor de grandes textos, me acaba de pasar la traducción que ha hecho de una reseña (más que un análisis crítico) escrita por Cass Sunstein sobre uno de los últimos libros de Dworkin, "Justice in Robes." Aquí va una versión recortada de dicha traducción, que puede servir para ver el modo en que Sunstein lee a un autor a quien habitualmente (no aquí) objeta. Gracias Leonardo!
RONALD DWORKIN Y SUS CRÍTICOS. VIRTUDES Y VEREDICTOS
reseña a Justice in Robes
The Belknap Press of Harvard University Press, 2006
Cass R. Sunstein
Traducción de Leonardo García Jaramillo*
(...)
Por más de tres décadas Ronald Dworkin ha sido el analista más influyente y esclarecedor respecto a la perspectiva según la cual los jueces pueden o deben simplemente “acatar el derecho”. En su más reciente recopilación de ensayos, Dworkin explora las relaciones entre el derecho y la moralidad,1 reelaborando los argumentos que había presentado en sus anteriores trabajos y contestando algunas objeciones destacadas. Dworkin está de acuerdo en que los jueces tienen que ser, en general, fieles y rigurosos con los materiales jurídicos existentes, pero insiste en que no están simplemente “siguiendo” algo. A menudo el derecho es poco claro. Dworkin sostiene que cuando los jueces están resolviendo conflictos reales, tienen que guiarse por el principio que coloque a las decisiones previas en su perspectiva más clara. Por esta razón, la labor de la interpretación requiere que los jueces piensen seriamente en las exigencias de la moralidad, y podrían terminar así orientando el derecho en direcciones novedosas y dramáticas. Con base en lo anterior, Dworkin sostiene que algunas de las decisiones más controvertidas de la Suprema Corte, comúnmente objetadas por ser formas de “activismo liberal”, son perfectamente defendibles. Roe v. Wade, en el cual se protege el derecho de las mujeres a practicarse el aborto, es sólo un ejemplo, y Dworkin deja pocas dudas de que le daría la bienvenida a decisiones judiciales que ampliaran el derecho a la intimidad.
(...)
Dworkin considera que la Corte tiene que estructurar (sus sentencias) en términos morales.2 Tiene que preguntarse cuál principio guarda una mayor correspondencia con las decisiones anteriores. La perspectiva de Dworkin impone un requisito que denomina “integridad”.3 Los jueces no sólo tienen que ajustar decisiones judiciales establecidas previamente sino que también tienen que “justificarlas” mediante la identificación del principio que las esclarezca de la mejor manera posible.
A muchas personas no les gusta el método propuesto por Dworkin y han planteado una serie de críticas que procuran eliminar los juicios morales de las decisiones judiciales. Antonin Scalia y Clarence Thomas, magistrados de la Suprema Corte, consideran que la Constitución debe ser interpretada conforme a lo que significaban sus artículos, secciones y enmiendas al momento en el que fueron ratificadas.
(...)
Dworkin (por su parte) dice que cuando estamos indagando por el significado de los conceptos constitucionales, tales como “castigo cruel e inusual” o “igual protección de las leyes”, tenemos que escoger entre “una lectura moral abstracta basada en principios” y “una lectura concreta anticuada”. La lectura moral abstracta basada en principios insistiría en que “los autores quisieron prohibir castigos que son, de hecho, crueles así como inusuales”. La lectura concreta anticuada prohibiría los castigos que fueron concebidos como crueles e inusuales en el momento en el que fueron consignados en el texto. Dworkin argumenta a favor de una lectura abstracta sobre la base de que es la que mejor encaja con lo que la Constitución realmente dice. “Los redactores de la Constitución fueron hombres de Estado cuidadosos que sabían cómo emplear adecuadamente el lenguaje que hablaban” y “es de suponer que (...) utilizaron un lenguaje abstracto debido a que estaban intentando estipular principios abstractos” (...)
Dworkin no considera que la lectura abstracta les permita a los jueces hacer lo que quieran con la Constitución. Su obligación de “hacer encajar” (la decisión del caso con) el documento constitucional, así como con las decisiones judiciales previas, impone verdaderas restricciones sobre su tarea. 4 Dworkin mismo cree que, por ejemplo, en principio la idea de ciudadanía igual requiere “al menos un estándar mínimo decente de vivienda, nutrición y cuidado médico”. Pero los tribunales no pueden insistir en tales estándares porque al hacerlo estarían “injertando en nuestro sistema constitucional" algo que (no encaja en absoluto con dicho sistema).
....................................................................................
* La versión original de este ensayo apareció en The New Republic, mayo 22, 2006. Traducción publicada con la gentil y expresa autorización de su autor. Las notas al pie de página son del traductor.
1 Ver en particular la Introducción del libro: “Law and Morals”.
2 Para la postura de Dworkin sobre esta precisa cuestión, consúltese la Introducción a su libro Freedom’s Law. The Moral Reading of the American Constitution.
3 En castellano, puede examinarse el ensayo de Albert Calsamiglia “El concepto de integridad en Dworkin” (en: Doxa No. 12, Alicante, 1992) así como su Prólogo (que más bien debió denominarse estudio preliminar) a la edición castellana de Los derechos en serio (editorial Ariel).
4 Precisamente, en Justice in Robes se reitera que una consideración abstracta no-originalista de la interpretación, por la que aboga, no faculta a los jueces para que hagan lo que les plazca en sus sentencias, pues su obligación de darle los contornos adecuados actuales al texto Constitucional y los precedentes, constituyen poderosas restricciones en la actividad de la interpretación y aplicaciones de los materiales jurídicos existentes.
27 dic 2007
Mark Tushnet: el constitucionalismo progresista (es lo que hay)
Mark Tushnet es profesor de Derecho Constitucional, y uno de los más prolíficos e influyentes constitucionalistas contemporáneos. Notablemente, Tushnet es también uno de los autores más progresistas dentro del ámbito jurídico norteamericano -lo que tal vez no sea mucho decir. Sin embargo, lo cierto es que fue “clerck” del gran juez Thurgood Marshall (uno de los más avanzados en el área de los derechos civiles, el abogado de la causa “Brown v. Board of Education,” y el juez afroamericano más brillante de la historia norteamericana), y aparentemente fue una de las voces más escuchadas, dentro de la Corte, cuando se tomó la decisión “Roe v. Wade,” que admitiera el aborto en los tres primeros meses de la gestación. Más todavía, Tushnet ha sido uno de los pilares del grupo de los CLS -Critical Legal Studies-; hoy por hoy es una de las figuras más salientes dentro del llamado movimiento del “constitucionalismo popular”; y -caramba- en su momento supo decir que, si fuera juez, se ocuparía de bregar por el avance del socialismo (!!!). Para el ámbito norteamericano, no es poco, sin dudas. Tushnet enseñó, durante muchos años, en el Georgetown University Law Center -donde hoy enseña su hija Rebecca, ejem- pero desde hace un tiempo se encuentra establecido en la Universidad de Harvard.
Confieso que no es de los autores que más me interesa leer, pero me gusta su consistencia con ciertas ideas. En su momento, me entusiasmó un artículo que escribiera sobre el progresismo y el derecho (tiene otro que se denomina “The Constitution from a Progressive Point of View”). También me gusta su persistente batalla contra la revisión judicial de constitucionalidad, que desembocara en el nacimiento del “constitucionalismo popular” (un movimiento sobre el cual alguna vez deberíamos decir algo más, aunque la discusión que desde allí se promoviera, sobre el rol de los jueces frente a las mayorías, parece haber quedado algo estancada). Ah, y es de los pooocos profesores norteamericanos que se han dado cuenta de que el derecho internacional existe, y de que el derecho comparado no es totalmente inútil, como disciplina. Sus libros con Vicky Jackson, en el área, son un buen punto de partida para dicho estudio comparativo. Peeero, sólo un punto de partida (llama la atención, por ejemplo, de qué modo los libros norteamericanos de constitucional comparado ignoran completamente la experiecia latinoamericana, como si Cortes como la Colombiana, que nos representa bien, no existieran).
Tushnet acaba de sacar un libro interesante (y viene sacando en cantidad: 3 en el 2003, 3 en el 2005, dos en los últimos años), llamado “Weak Courts, Strong Rights. Judicial Review and Social Welfare Rights in Comparative Constitucional Law.” Recibí el libro hace poquito (después de haberlo perdido en el camino), y lo terminé de leer hace casi nada. El libro es, sí, una compilación de textos recientes, lo que puede debilitar algo el interés sobre el mismo. Sin embargo, en su favor hay que decir que los textos están bien vinculados entre sí, y que han sido retocados lo suficiente como para darle una buena unidad a la obra.
“Weak Courts” es, sobre todo, un alegato en contra de las “Cortes fuertes,” es decir, Cortes Supremas como la Argentina o la norteamericana -Cortes que, en los hechos- reservan para sí la “última palabra institucional” (el poder que los “constitucionalistas populares” disputan, en nombre de las “mayorías”). Como contracara de ello, el texto ofrece una defensa de sistemas de “Cortes débiles,”en donde las mayorías cuentan con formas institucionales razonables de desafiar la autoridad judicial. Sistemas como los de Inglaterra, Nueva Zelandia o Canadá (con todas sus diferencias y debilidades, que Tushnet anota batante bien, aunque no del todo bien, a mon avis), vendrían a asegurar esa posibilidad (sobre el tema, buen artículo de la recientemente graduada Noelia Gamio, en la revista electrónica de la Universidad Di Tella, que dirijo desde hace un tiempo). En su defensa de las “Cortes débiles,” Tushnet avanza una posición “dialógica,” que incluye cierta capacidad de los jueces para intervenir -limitadamente- en cuestiones referidas a los derechos sociales. En este sentido, su posición es muy similar a la que defendí por aquí hace unos días, en el texto aquel que publicara luego de que recibiera un premio (post "Ganamo"). Para Tushnet, como para Sunstein en su momento, el ejemplo de la Corte Sudafricana parece haber sido enormemente inspirador, a la hora de pensar la relación Cortes-derechos sociales. Pero dos micro-comentarios al respecto: primero, Sunstein es uno de los blancos principales de la crítica de Tushnet -sobre todo porque Tushnet identifica a aquel con la posición (llamémosla, generosamente) “Sunstein 2” en materia de derechos sociales (es decir, cuando Sunstein estaba ofuscado con el activismo judicial en Hungría, al que veía, junto con el amigo Andras Sajo, como desastroso), y no con “Sunstein 3” (Sunstein fascinado con el ejemplo del activismo judicial en Sudáfrica). El otro comentario es, otra vez: qué pena que estos autores no conozcan casos como el de Colombia! (Tushnet hace algunas pocas referencias, sin embargo, al caso argentino).
Hay que leer a Tushnet? Bueno, para dar mi opinión al respecto, Tushnet no me persuade como Waldron, no me inspira como Sandel, no me educa como Sunstein, no me abruma como Dworkin, no me derrite como Rawls, pero no está mal, no está mal.
23 dic 2007
John Berger tiene la llave
Buena entrevista al gran John Berger que, como dice su entrevistadora, la buena escritora mexicana Elena P., tiene la llave. La llave
22 dic 2007
De los poemas favoritos del amigo Félix O.
Una ventana a algún lado
Poema Cuarentena, de Luis García Montero
Con qué ferocidad y a qué hora importuna
salen tus veinte años de la fotografía
para exigirme cuentas.
En los ojos heridos por la luz
sostienes la mirada de mis sobras,
en el descaro de tus profecías
desdeñas la lealtad de mis recuerdos,
en la piel transparente
anegas el cansancio de mi piel
y defines mis años por traiciones.
No escandalices más,
hablemos si tú quieres,
elige tú las armas y el paisaje
de la conversación,
y espera a que se vayan
los invitados a la cena fría
de mis cuarenta años.
Por evaporaciones,
como las aguas sucias de los charcos
se acercan a las nubes,
caminaré contigo
hasta la plaza de tu juventud.
Allí están los magníficos
árboles de las ciencias y las letras
con sus palabras en el mes de mayo,
y el orden de los números
a la orilla del tiempo,
más cerca de las sumas que de las divisiones.
Imagino tu voz, supongo el aire
-porque a veces regresa hasta mis labios
en noches de espesura-
con el que afirmarás
que toda libertad es una roca,
que no faltan el viento y las razones,
sino la voluntad en el timón,
para gritar después que mi conciencia
es ya ropa tendida,
palabras puestas a secar.
Tendrás razón. No digo
ni la mitad de lo que siento.
Pero recuerda que mi soledad,
la que arde en mi lámpara de desaparecido,
es el silencio de las causas públicas.
Y puedes comprenderme:
mis mujeres dormidas,
el cajón de los barcos indefensos,
un teléfono antiguo…,
todas las tachaduras se parecen
a la inquietud que sufres
ante la vida en blanco.
Ya que fuerzas mis sombras con tu luz
comprende mi silencio en tus exclamaciones.
Porque sabes que sé
el lado frágil de la impertinencia,
lo que hay de imitación en tu seguridad,
la certeza que llega de los otros
para empujarte
por el afán de ser el elegido,
por el deseo de gustar,
hasta vivir de oídas en muchas ocasiones.
Aceptaré las quejas, si tú me reconoces
la legitimidad de la impostura.
Ahora que necesito
meditar lo que creo
en busca de un destino soportable,
me acerco a ti,
porque sabías meditar tus dudas.
Cuando tengas la edad que se avecina,
admitirás el tiempos de los encajadores,
la piel gastada y resistente,
el tono bajo de la voz
y el corazón cansado de elegir
sombras de pie o luz arrodillada.
Después de lo que he visto y lo que tú verás,
no es un mal resultado, te lo juro.
Baja conmigo al día,
ven hasta los paisajes verdaderos
en los que discutimos,
y me agradecerás
la difícil tarea de tu supervivencia.
(acá va el poema, con voz del autor)
Cómo hacer un gran tema de uno más o menos y otro digamos que bueno
Caetano-Eleonor R.-M.Jackson
Por acá
Por acá
21 dic 2007
Ganamo
Recién me confirmaron que gané un concursito de ensayos organizado por la Corte Suprema junto con la Facultad de Derecho. Está bien, pero me pregunto si tiene sentido seguir participando en estas cosas. Lo bueno, pienso, es tener un pequeño incentivo para escribir algo. Pero luego uno corre el riesgo de alegrarse o entristecerse por lo que vaya a decir un jurado que uno, normalmente, no respeta (y lo digo habiendo sido yo, muchas veces, jurado de concursos). Como anécdota, recién, hace media hora, durante la jura de graduados en la Facultad de Derecho, el Sr. Decano Atilio A. se acercó y me felicitó por la noticia. Yo le hice la misma pregunta: "Tendrá sentido seguir participando en este tipo de convocatorias?" Y él respondió: "El peligro de estas cosas es no ganar. Pero usted ganó." A ver, a ver.
Y para seguir con la línea de micro-victorias blogenses, Lucas Arrimada, gran ganador de concursos, acaba de salir segundo en otro organizado por el Poder Judicial de la Ciudad Autónoma y el Consejo de la magistratura. El tema del concurso era Lenguaje y Justicia.
Ahí va el mío (sin las notas al pie)
UN PAPEL RENOVADO PARA LA CORTE SUPREMA. DEMOCRACIA E INTERPRETACIÓN JUDICIAL DE LA CONSTITUCIÓN
Roberto Gargarella
Introducción
El propósito de este trabajo es el de re-pensar el papel de la Corte Suprema en el nuevo siglo. Si se pretende volver a pensar la tarea de la Corte ello no se debe, meramente, a un ánimo favorable al cambio. Se trata de reflexionar sobre la misión de la Corte a la luz de los numerosos problemas que han surgido, desde su creación, para justificar el sentido y alcance mismos de dicha misión. En este escrito, sostendré que es posible definir la tarea de la Corte un modo que haga compatible la labor del máximo tribunal con el debido respeto que merece la autoridad democrática (de la ciudadanía y sus representantes). Ocurre que, según veremos, algunos críticos del poder judicial –y, en particular, del control judicial de constitucionalidad- consideran que cualquier decisión de la Corte limitando la validez de una ley implica, directamente, una “ofensa” a la democracia
En el camino hacia una conclusión, realizaré fundamentalmente dos “escalas.” En la primera, examinaré el problema conocido como “la dificultad contramayoritaria” (es decir, la dificultad que existe para justificar, dentro de un sistema democrático, que el poder judicial pueda desafiar una norma dictada por el poder político). Analizaré críticamente, entonces, algunos de los argumentos que se han ofrecido para resolver la citada dificultad. En la segunda “escala,” mientras tanto, me ocuparé de examinar críticamente el problema de la interpretación constitucional. La razón de este segundo apartado es la siguiente. Según diré, los problemas de legitimidad democrática de la justicia se expanden o (hipotéticamente) se disuelven, en relación proporcional con el menor o mayor impacto que adquiera el problema interpretativo. Es decir, cuanto más serios sean los problemas de la interpretación constitucional, más serias se tornan las dificultades para justificar el control judicial, y viceversa.
Finalmente, en la tercera y última sección de este texto, presentaré una posible vía de salida a los problemas antes explorados, que se basa en una reconsideración sobre la relación “poder judicial-teoría democrática.”
1. Dos problemas
Son dos, al menos, los problemas que afectan al poder judicial poniendo en riesgo la justificación de su tarea de control de constitucionalidad. Uno de ellos tiene que ver con las dificultades propias de la interpretación constitucional, mientras que el otro se vincula con la famosa cuestión de la legitimidad democrática de la justicia.
i) Un modo posible de acercarnos al primero de los problemas citados sería el siguiente. Partamos, en primer lugar, de lo que Jeremy Waldron ha denominado “el hecho del desacuerdo,” un dato que se constituye en marca esencial de las sociedades contemporáneas, y que dice que vivimos en sociedades plurales, en las que estamos divididos por desacuerdos profundos relacionados con cómo pensar y resolver los principales dilemas morales a los que nos enfrentamos . Según Waldron, este tipo de desacuerdos hacen que difiramos acerca de cómo resolver cuestiones tan básicas como cuál arreglo económico puede considerarse justo, cómo resolver la cuestión del aborto, cómo evaluar la eutanasia, qué política penal adoptar, cuál es la dimensión protegida por la idea de privacidad. Sin embargo, agrega el autor neocelandés, a pesar de todo lo que nos separa en materia valorativa, queremos seguir viviendo en sociedad, queremos seguir estando juntos, no queremos que nos eventuales desacuerdos tornen imposible nuestra convivencia. Estas son, según Waldron, las características principales de las sociedades democráticas modernas: el desacuerdo y –por el y a pesar de él- la voluntad de seguir conviviendo juntos.
En principio, uno podría pensar que ese tipo de circunstancias no sólo no perjudican la labor de los jueces sino que, en definitiva, y simplemente, les ofrecen a ellos la materia prima de su trabajo. Necesitamos jueces -alguien podría decir- para poder resolver de modo pacífico nuestros desacuerdos y hacer posible la convivencia que nos interesa mantener. Sin embargo, las cosas son menos sencillas de lo que parecen porque, y éste es el núcleo de la argumentación de Waldron, los profundos desacuerdos que nos separan no culminan sino que se mantienen (o se agudizan) cuando leemos el derecho y tratamos de “descifrar” el contenido “real” del mismo, es decir, cuando tratamos de interpretarlo. Si contásemos con fórmulas más o menos precisas para la interpretación del derecho y, en particular, para la interpretación del significado de los derechos, luego, alternativas tales como el control judicial no merecerían ser acreedores de mayores reproches. Finalmente, en la rama judicial nos encontramos con expertos en derecho, entrenados en su tarea a partir de cientos de casos, con tiempo y ausencia de presiones electorales capaces de permitirles pensar adecuadamente cada problema.
Sin embargo, no es fácil mantener una conclusión como la anterior. Infinidad de sentencias judiciales nos ratifican lo que de antemano podíamos sospechar, esto es, que nuestros desacuerdos no se disuelven sino que se reproducen en la esfera judicial. El pasaje de Dred Scott v. Sandford a Brown v. Board of Education, y de Brown al reciente Community Schools v. Seattle, (todos éstos, casos relacionados con el tratamiento jurídico de la cuestión racial) simplemente nos ayuda a ver de qué modo, en cuestiones de enorme importancia pública, comunidades jurídicas como la norteamericana siguen estando profundamente divididas. Del mismo modo, en la Argentina, el pasaje de Bazterrica a Montalvo (sobre la protección constitucional al consumo personal de estupefacientes); o de Fiorentino a Fernández (sobre la validez de las pruebas obtenidas sin autorización judicial), o de CHA a ALITT (sobre el valor de la privacidad y el derecho a obtener personería jurídica) nos hablan no sólo de la fragilidad de la estructura judicial, y de las presiones a que pueden estar sujetos sus miembros (tema que aquí no me ocupa) sino, sobre todo, de los profundos y genuinos desacuerdos que separan a nuestros jueces. En última instancia, cada decisión dividida de cualquier tribunal colegiado –pongamos, por caso, las de cualquier Corte Suprema- nos hablan de los profundos desacuerdos que pueden encontrarse aún en las instancias más relevantes de la estructura judicial, y aún entre los miembros más preparados de la comunidad jurídica. Es decir, aún en relación con los derechos más básicos, algunos de los miembros del tribunal piensan que la Constitución dice una cierta cosa, mientras que otra parte del mismo tribunal considera que la Constitución dice exactamente lo contrario (i.e., una parte considera que la Constitución ampara el consumo personal de estupefacientes, mientras que el resto del tribunal sostiene lo opuesto).
ii) El otro problema que, desde hace dos siglos al menos, afecta la justificación de la tarea del control judicial, se relaciona con la legitimidad democrática de los jueces para llevar a cabo el tipo de tareas que habitualmente realizan. Tal como fuera presentado en su momento por Alexander Bickel, el problema consiste en que, a pesar de lo sostenido por algunos de los primeros y más lúcidos defensores de la tarea judicial (pienso, particularmente, y siguiendo a Bickel, en Alexander Hamilton y al juez John Marshall en su famoso fallo Marbury v. Madison ), cada vez que los jueces invalidan una ley ponen en cuestión la autoridad democrática del pueblo, “aquí y ahora” . Es decir, cada vez que ellos declaran inconstitucional una ley, aparece la pregunta acerca de cómo puede justificarse que la rama política del poder, que es la que cuenta con mayor legitimidad democrática en términos relativos, sea “derrotada” por aquella que, en tales términos, aparentemente, goza de menor legitimidad.
Conviene advertir, desde ya, los fuertes vínculos que existen entre la primera de las cuestiones mencionadas (referida a los problemas existentes en materia de interpretación constitucional), y la segunda (referida a la menor legitimidad democrática de la justicia). La conexión entre ambos problemas resulta bastante evidente: en la medida en que mayores sean las dificultades para resolver las dificultades que plantea la interpretación constitucional –es decir, ante todo, cuanto mayores sean nuestros desacuerdos sobre cómo entender el contenido y los alcances de cada artículo de la Constitución- mayores serán los problemas para defender la legitimidad del control judicial de constitucionalidad. Por el contrario, en la medida en que las dificultades de la interpretación constitucional sean menores –es decir, cuanto menores sean nuestras desavenencias en relación con el significado de la Constitución- menores serán las dificultades que enfrentemos para justificar el control judicial. Finalmente –diríamos aquí - los jueces estarán haciendo lo que cualquiera de nosotros haría, puestos en lugar de alguno de aquellos. Lo único que estaría en juego, entonces, sería una poco polémica cuestión relativa a la división social del trabajo –no un problema de legitimidad democrática de la función judicial, como el que hoy existe.
A partir de lo visto hasta aquí, la defensa del control judicial de constitucionalidad podría basarse en alguna de las siguientes estrategias. Por un lado, alguien podría tratar de negar la existencia de problemas significativos relacionados con la legitimidad del poder judicial, mostrando que el ejercicio del control judicial de constitucionalidad de ningún modo afecta nuestros compromisos democráticos. Si esos problemas de legitimidad no existiesen, entonces nadie debería quejarse ante cualquier acto judicial destinado a inaplicar una ley en un caso concreto. Una estrategia diferente consistiría no tanto en afirmar la legitimidad democrática de la tarea judicial, sino en negar la existencia de problemas realmente interesantes en materia de interpretación constitucional. Si esta última línea de argumentación probase ser exitosa, entonces tampoco podría criticarse el control judicial de constitucionalidad, aún por parte de quienes reconocieran el menor valor de las credenciales democráticas del poder judicial. Teniendo en cuenta estas posibilidades, en lo que sigue, quisiera explorar brevemente ambas rutas argumentativas.
2. Sobre la legitimidad democrática de la justicia
Conforme a lo señalado más arriba, alguien podría defender el control judicial de constitucionalidad mostrando que no hay ningún problema realmente serio, capaz de afectar la legitimidad de la tarea que desarrollan los jueces cada vez que revisan la validez de una ley. Las estrategias destinadas a sostener la legitimidad democrática de la tarea judicial han sido innumerables, y aquí sólo tomaré en cuenta unas pocas, que considero especialmente influyentes.
Lo primero que uno podría decir –siguiendo lo que dijeran en su momento Hamilton o Marshall- es que los jueces, cuando cumplen con su tarea controladora, no desafían sino que simplemente permiten que prevalezca la voluntad democrática del pueblo. Según la citada línea de argumentación –llamémosla “Hamilton-Marshall”- al invalidar una ley los jueces no socavan de ningún modo la autoridad democrática del pueblo, sino que reafirman dicha autoridad, porque al hacer que prevalezca la Constitución sobre una ley inválida, ellos permiten que prevalezca, en definitiva, la “verdadera” o más alta expresión de la voluntad popular, que es la que está encerrada en la Constitución. Este argumento, como sabemos, no resulta plausible, justamente por el tipo de problemas a los que ya hiciéramos referencia acerca de las graves diferencias que nos separan respecto a cómo interpretar la Constitución. La afirmación de “Hamilton-Marshall” sería irreprochable si el significado de la Constitución fuera más o menos unívoco. En tal caso sí podríamos decir que la tarea judicial consiste, simplemente, en volver a poner las cosas en orden, al tornar inaplicable las leyes dirigidas a violentar nuestros máximos acuerdos, expresados en el texto constitucional. Lamentablemente, sin embargo, y debido a dificultades como las mencionadas más arriba, no queda nada claro si, por caso, una ley que penaliza el consumo personal de estupefacientes violenta u honra nuestros compromisos con el derecho a la privacidad; si una que reconoce un amplio derecho al aborto afirma o niega la autonomía individual; u otra que regula el uso del dinero en política respeta o socava nuestros compromisos fundamentales en relación con el derecho a la libertad de expresión.
Dado el fracaso de la primera línea de argumentación, muchos han optado por afirmar que el poder judicial no se ve afectado por ningún problema de legitimidad democrática, sosteniendo que sus miembros también son elegidos –aunque, normalmente, de modo indirecto- por el pueblo, y porque además tales sujetos se relacionan directa y cotidianamente con la ciudadanía, en el ejercicio de sus funciones. El problema con este argumento es que nadie niega la (relativa) legitimidad democrática de la justicia (nadie dice que el poder judicial está en contradicción con, o es enemigo de, la democracia). Lo que se afirma es que, dado su menor grado de legitimidad democrática, el poder judicial debe mantenerse alejado de algunas tareas que reservamos para los órganos que cuentan con mayor legitimidad popular. Para decirlo de un modo más evidente, un jefe de policía también cuenta con cierta legitimidad democrática –en la medida en que, por caso, es escogido por la rama ejecutiva, que a su vez apoya su autoridad en el voto democrático; a lo que se agrega el hecho de que dicho jefe de la policía también se relaciona cotidianamente con la ciudadanía en el ejercicio de su función. Sin embargo, a nadie se le ocurriría decir que esa (parcial) legitimidad democrática lo autoriza para legislar, resolver conflictos entre poderes, o firmar tratados internacionales. Y ello, conviene advertirlo, no sólo porque dicho funcionario no cuente con los estudios pertinentes (aunque todos los jefes de policía fueran graduados en derecho, diríamos exactamente lo mismo).
El problema en juego tampoco se soluciona señalando (como pueden señalarse, con razón), los graves problemas de legitimidad que afectan a los representantes del pueblo. Me refiero a problemas como los identificados desde hace tiempo por la teoría política con ideas tales como la de “crisis de representación,” o dificultades como las resultantes de la (descripta por algunos) “apatía política” de la ciudadanía. Según esta línea de argumentación, la afirmación referida a la mayor legitimidad democrática de las ramas políticas del poder resulta simplemente insostenible, cuando advertimos el grado de desconocimiento que la ciudadanía tiene sobre sus legisladores y su actividad cotidiana, o la radical ausencia de medios institucionales para entrar en diálogo con ellos –finalmente, cuando reconocemos la enorme distancia que existe entre “los legisladores” y “nosotros.” El argumento fracasa otra vez, sin embargo, porque la existencia de estos obvios problemas de legitimidad democrática en relación con la legislatura, si algo reclaman es reformas destinadas a reforzar esa legitimidad democrática, antes que medidas destinadas a socavar aún más a la regla mayoritaria.
Finalmente, tampoco puede decirse que el control judicial es irreprochable dado que el poder judicial ha sido preparado especialmente –al menos, en una mayoría de las democracias constitucionales que conocemos- para la tarea de controlar la validez de las leyes. El argumento en cuestión tiene lo que podríamos llamar una faceta “negativa,” y otra “positiva.” Según la primera, presentada oportunamente por Ronald Dworkin, es simplemente irracional y contrario a la lógica pedirle al mismo poder mayoritario que pone o es capaz de poner en riesgo los derechos de las minorías, que evalúe la validez de las normas que él mismo ha decidido dictar . En una sociedad apropiadamente democrática, dicha tarea de control debe quedar en manos de un órgano diferente del que ha dictado la ley que hoy se impugna. La faceta “positiva” de este argumento, mientras tanto (una presentada tanto por Alexander Bickel como por el mismo Dworkin), dice que el poder judicial se encuentra especialmente bien preparado para la tarea de vigilar la validez de las leyes, porque cuenta con el entrenamiento, la capacitación y el tiempo que son necesarios para llevar a cabo tareas como la del control de las leyes.
El primero de estos argumentos, sin embargo, se enfrenta con al menos dos problemas. Por un lado, la dificultad para justificar el control legislativo de las leyes no importa una justificación del control judicial de las leyes –cuestión que requiere de una justificación independiente. Por otro lado, la dificultad para justificar el control legislativo de las leyes, tal como hoy existe, no torna imposible la alternativa de contar con otras formas de control mayoritario, menos reprochables. Técnicas como las del “reenvío legislativo” pensadas luego de la revolución francesa; estrategias como las relacionadas con la cláusula notwithstanding en Canadá; formas de control como las pensadas más recientemente en Gran Bretaña nos hablan todas de la posibilidad de concebir formas “mayoritarias” del control de la validez de las leyes, que no excluyen completamente el control judicial, al tiempo que buscan mantener intacta la primacía del legislativo . Finalmente, el argumento (“positivo”) bickeliano a favor del control judicial tampoco resulta enteramente persuasivo. Y es que alguien puede sostener con razón que la apropiada decisión sobre casos como los referidos más arriba (por ejemplo, si el derecho de privacidad incluye el derecho a consumir estupefacientes; si el derecho a la libertad de expresión permite regular el uso de dinero en política; si el derecho; si el derecho al aborto es compatible con la afirmación del principio de la autonomía individual) no depende del tiempo que tengamos para reflexionar, o de la cantidad de libros que hayamos leído, o de los años que hayamos estudiado leyes. Razonablemente, podríamos sostener que dichos casos deben resolverse a partir de procesos de deliberación colectiva, y no por medio de la reflexión aislada de alguna elite bien preparada. Este es, justamente, el punto que le interesa defender a los demócratas críticos de la revisión judicial, y el punto que Bickel simplemente desconoce en su argumentación.
3. Sobre la existencia de teorías interpretativas (relativamente) incontrovertibles
En la sección anterior, analizamos las dificultades existentes para disolver la “objeción democrática” al control judicial de constitucionalidad. En esta sección quisiera explorar un camino alternativo para pensar nuestro problema. La idea es que, aún si fuera cierto que la justicia enfrenta un problema (irresoluble) en términos de legitimidad democrática, ello no debería llevarnos a concluir que el control judicial de constitucionalidad es injustificable. Si, por ejemplo, pudiéramos demostrar que existen formas más o menos incontrovertibles para la interpretación constitucional, luego, podríamos luego sostener que la tarea del control judicial no merece mayores reparos. Es decir, aún si las “credenciales democráticas” de los jueces no fueran tan significativas como las de los legisladores, no habría razones para impugnar el control judicial. Ello, en la medida en que pudiéramos demostrar que en sus decisiones, los jueces aplican reglas de interpretación que nadie cuestiona o tiene buenas razones para cuestionar. El problema con el que nos encontramos en este caso, sin embargo, es un problema de gravedad similar al examinado en la sección anterior. En efecto, otra vez, y como en el caso anterior, podríamos decir que, luego de más de doscientos años de reflexión sobre cuestiones relacionadas con la interpretación constitucional, todavía estamos muy lejos de haber conseguido algún tipo de acuerdo significativo en relación con la pregunta acerca de cómo debe interpretarse la Constitución.
Por supuesto, lo dicho no niega algo muy importante y es que, a lo largo de todos estos años, por lo menos, hemos aprendido a distinguir entre buenas, malas y muy malas teorías interpretativas. Del mismo modo, lo dicho no niega que los argumentos relacionados con la interpretación constitucional se han sofisticado muchísimo en las últimas décadas. El problema, sin embargo, es que a pesar de este tipo de clarificaciones y refinamientos, todavía estamos muy lejos de llegar a zonas más o menos pacíficas –territorios más o menos compartidos- en torno a cómo debe interpretarse la Constitución. Más bien lo contrario: todo parece señalar que estamos demasiado lejos de alcanzar cualquier acuerdo significativo en la materia.
Los problemas a los que me refiero son, según diré, muy graves, pero ellos adquieren una gravedad todavía mayor cuando lo que está en juego es, justamente, la interpretación constitucional. Es decir, si por la naturaleza propia del lenguaje y el lenguaje escrito, cualquier texto presenta problemas de interpretación (por ejemplo, a partir de los problemas de vaguedades y ambigüedades que son propios de los modos habituales en que nos expresamos), dichos problemas se potencian al extremo cuando lo que tenemos que interpretar es un texto constitucional. Ocurre que las constituciones, tal como las conocemos, se comprometen de modo explícito con valores y principios abstractos, destinados aparentemente a regir a lo largo del tiempo. Ese mismo tipo de compromisos, sin embargo –el compromiso con valores como la libertad, la justicia, la igualdad, la no-discriminación- radicalizan los problemas de interpretación propios de cualquier texto escrito, porque exigen que, necesariamente, nos involucremos en procesos de razonamiento y argumentación extremadamente complejos de llevar a cabo –cómo dar cuenta, finalmente, del contenido preciso que, frente a un caso concreto, debe dársele al principio de la autonomía individual, o al valor de la justicia social?
En lo que sigue, y de un modo muy breve, haré un breve repaso en torno a diferentes respuestas que se han sugerido para resolver los problemas de la interpretación constitucional, y también me referiré a las dificultades que surgen para mantener cualquiera de los criterios sugeridos.
Para comenzar por algún terreno medianamente firme, citaría una descripción (finalmente imprecisa pero bastante exhaustiva) realizada por el jurista Néstor Sagüés sobre los criterios interpretativos utilizados por una Corte Suprema particular, la Argentina, a lo largo de su historia . La revisión de estos criterios nos servirá, simplemente, como ilustración de los criterios que una Corte cualquiera puede utilizar en su aproximación al derecho.
En su artículo, Sagüés identifica al menos los siguientes criterios como propios de la jurisprudencia del principal tribunal argentino: i) interpretación literal, orientada a seguir, en la medida de lo posible, “la letra de la ley” (i.e., CSJN, Fallos 324: 1740, 3143, 3345); ii) interpretación “popular,” orientada a leer las distintas cláusulas y los distintos términos que aparecen en la Constitución en sintonía con el significado que la ciudadanía le asigna a los mismos (i.e., CSJN, “Afip c. Povolo,” Fallos 324:3345); iii) interpretación “especializada,” que piensa en el sentido “técnico,” antes que “popular,” de los términos (i.e., CSJN Fallos 320:2319); iv) interpretación “intencional,” que procura desentrañar la intención presente en los legisladores constituyentes (i.e., CSJN Fallos 323: 3139); v) interpretación “voluntarista,” que busca respetar la “voluntad” del legislador prestando atención especialmente a la voluntad expuesta por el mismo durante los debates constituyentes del caso (CSJN Fallos 324: 1481); vi) interpretación “justa,” que pretende guiarse ante todo por fundamentales principios de justicia (i.e., CSJN Fallos 322: 1699); vii) interpretación “orgánico-sistemática,” que sugiere que en ocasiones es necesario apartarse del sentido pleno u orgánico de la Constitución para hacer prevalecer el sentido que se infiere del juego armónico de los distintos artículos que componen la Constitución (i.e., CSJN “Chadid” Fallos 291: 181); viii) interpretación “realista,” que toma como criterio interpretativo último ciertos “imperativos” de la realidad (sic), tales como la estabilidad o seguridad económicas –como dice Sagués, en caso de existir diferencias entre “la denominación dada a algo por el autor de la norma, y la realidad, deberá prevalecer esta última” (i.e., CSJN Fallos 318: 676); ix) intepretación que parte de la existencia de un “legislador perfecto,” lo cual implica presumir que el derecho es claro, preciso, coherente, sin lagunas (i.e., CSJN Fallos 324: 2153); x) interpretación “dinámica,” orientada a actualizar o “mantener vivo” el texto de la Constitución, adecuándola a “la realidad viviente” de la época (i.e., CSJN “Chocobar,” Fallos 310: 3267); xi) interpretación “teleológica,” que procura guiarse por los “fines últimos” enunciados por la propia Constitución (i.e., CSJN Fallos 311: 2751); xii) interpretación conforme a la autoridad “externa,” que se apoya primariamente en las opiniones de la doctrina o, fundamentalmente, la jurisprudencia extranjeras (i.e., CSJN Fallos “Lino de la Torre” 19: 236); xiii) interpretación “constructiva,” que afirma que, a la hora de interpretar el derecho, es necesario optar por la lectura que se muestre capaz de mantener a salvo los poderes del Estado, facilitando su eficaz desempeño (i.e., CSJN “Verrocchi” Fallos 322:2598); xiv) interpretación “continuista,” que privilegia la posibilidad de que la decisión del caso sea compatible con el respeto de los precedentes judiciales (i.e., CSJN “González c. Ansés” Fallos 323: 555); xv) interpretación “objetiva,” que afirma que cada norma debe ser interpretada, ante todo, teniendo en cuenta el sentido “objetivo” de la misma, lo que implica afirmar –a contrario sensu- que debe rechazarse toda posibilidad de interpretar a la misma conforme a criterios “subjetivos” (CSJN “Volpe” Fallos 316: 352).
La clasificación anterior (a través de la cual reconstruyo parcialmente la ofrecida por Sagüés) es problemática porque, entre otras razones, separa criterios que se encuentran básicamente superpuestos, y no distingue entre criterios que son diferentes entre sí. Sin embargo, al mismo tiempo, el esfuerzo realizado por Sagüés es muy importante para tener un panorama de los modos en que la Corte argentina ha ido pensando la Constitución durante las largas décadas de su existencia.
Los problemas que sugiere un panorama como el referido son numerosos. Ante todo, él nos muestra que contamos con múltiples criterios interpretativos que los jueces pueden utilizar de modo más o menos indistinto (sin que ello implique, obviamente, el menor riesgo para sus carreras) en un contexto en el que –y esto es lo que agrava todo el problema- muchos de tales criterios, contrastados entre sí, llevan a soluciones opuestas. Para tomar sólo algún caso evidente: el recurso a criterios interpretativos “históricos” (pongamos, la voluntad original de los constituyentes, los debates que se dieron entre ellos, sus intenciones), tiende a conducirnos (aunque no lo haga necesariamente) a la obtención de criterios directamente opuestos a los que obtendríamos si recurriéramos a concepciones interpretativas “actualizadas” (por caso, concepciones que pretenden mantener al derecho alineado con el pensamiento social predominante). Ello, simplemente, porque el pensamiento de los “padres fundadores” de la Constitución (redactada en sus bases, pongamos, hace 20, 50 o 200 años atrás) tiende a ser diferente, sino directamente contrario, al que la sociedad sostiene décadas después, especialmente en cuestiones morales (de hecho, las apelaciones a la necesidad de “actualizar” la Constitución surgieron, inexorablemente, a partir de las disconformidades generadas por la alternativa de “anclar la Constitución en el pasado”) Es decir, la justicia puede llegar a una solución, u a otra exactamente contraria a aquella, sin recibir el menor reproche por ello, y con sólo optar por sopesar de un modo diferente la o las teorías interpretativas que, en los hechos, decida utilizar en el caso concreto.
El hecho habitual con que nos encontramos, entonces, es el de diferentes jueces decidiendo –en diferentes casos, o aún en el mismo- de modo diferente, a resultas de la diferente conjugación de principios interpretativos por el que opten en el caso concreto. La situación que se genera resulta, entonces, enormemente preocupante: el derecho empieza a aparecer como compatible con casi cualquier solución jurídica; los niveles (reales) de inseguridad jurídica aumentan; y comienza a tambalear la misma idea de contar con un estado de derecho. Ello, sobre todo, porque el derecho pasa a depender cada vez más de quién decide, y menos de otros criterios más “objetivos.”
Lo dicho, por lo demás (la existencia de criterios interpretativos que nos permiten alcanzar una solución o la contraria, sin que los decidores puedan ser institucionalmente reprochados por ello) abre una posibilidad (demasiado cercana) cual es la de que los decidores definan de antemano cuál es la solución jurídica que prefieren, o que mejor se ajusta con sus pre-juicios o convicciones ideológicas o intereses, y luego “salgan a la búsqueda” de la doctrina interpretativa que les permita decir lo que ya sabían de antemano que querían decir. Esto, a su vez, provee de un enorme incentivo a políticos inescrupulosos, que pueden aprovechar dicha situación (que el derecho dependa tan decisivamente de quién es el que lo interprete) para presionar sobre la justicia a favor de decisiones que les resulten favorables.
Dicho trágico contexto se agrava todavía más cuando se presentan, como en el caso de la Argentina, dos situaciones contextuales muy serias. Por un lado, en casos como el argentino no existe una cultura del precedente que permita acotar los amplísimos márgenes de maniobra con que cuentan los jueces. Por otro lado, países como la Argentina tienen una historia de inestabilidad jurídica tal, que permite encontrar antecedentes para decisiones judiciales de absolutamente cualquier tipo (por ejemplo, decisiones garantistas y anti-garantistas; decisiones ofensivas frente a los derechos humanos y protectivas de los derechos humanos; decisiones hostiles y amigables frente al derecho internacional).
Finalmente, nadie debería pensar que el problema en cuestión se resuelve forzando a los jueces o a las Cortes a definirse de modo explícito a favor de alguna o algunas teorías interpretativas. Estos casos existen, por supuesto, y en todo caso, tienen el importante efecto de disminuir los grados de incerteza ciudadana que existen, frente al derecho. Jueces como Antonin Scalia o Clarence Thomas -ambos miembros de la Corte Suprema norteamericana- o jueces como Robert Bork, se han declarado explícitamente favorables a interpretar a la Constitución, en todos los casos, conforme a criterios histórico-originalistas, y han defendido tales criterios de modo abierto y sostenido . Sin embargo, cualquiera de los caminos interpretativos por los que podamos optar (pongamos, el histórico/originalista) es compatible, a su vez, con una multiplicidad de decisiones, muchas veces opuestas entre sí, dependiendo del modo en que se construya la teoría interpretativa en cuestión. Para aclarar lo dicho, piénsese en ejemplos como los siguientes. Si uno fuera un juez “historicista-originalista,” luego, ¿qué lecturas de la historia debería privilegiar? ¿Debería rastrear la “voluntad” o las “intenciones” de los legisladores originarios? ¿Y qué documentos debería leer? ¿Debería tomar en cuenta el pensamiento socialmente predominante en la época fundacional (como lo hace Scalia), o por el contrario las voluntades de los responsables de la escritura de la Constitución? ¿Debería, en todo caso, tratar de rastrear la voluntad de la o las personas que escribieron el artículo en cuestión? ¿O, en todo caso, la voluntad de la o las personas que idearon dicha cláusula, de las que participaron en la Convención Constituyente (Madison; Gorostiaga) o aún la de quienes no participaron de ella (Jefferson; Alberdi; Mitre)? Y si identificara a esa o esas personas ¿qué escritos o pensamientos de ese autor debería tomar en cuenta (por ejemplo, los primeros o los últimos escritos de Alberdi, ideológicamente tan diferentes)? Y si identificara a esas personas y textos ¿con qué nivel de abstracción debería leerlos? (¿debería considerarse a Madison hablando de una idea de igualdad que no incorporaba la igualdad racial, o debería asumirse una noción más abstracta de la idea de igualdad, que sí incorpora la igualdad racial?). En definitiva, los problemas de interpretación constitucional se han instalado entre nosotros desde el momento en que escribimos una Constitución, y ellos tienen la pretensión bien fundada de quedarse para siempre entre nosotros.
4. ¿Una vía de salida?
Llegados a este punto, creo que es posible intentar una vía de escape frente a la encerrona en la que nos hallamos, mostrando que muchas de las dificultades arriba mencionadas (relacionadas con la llamada objeción democrática o contra-mayoritaria y con las tremendas dificultades que enfrentamos en materia de interpretación constitucional) pueden comenzar, lentamente, a disolverse. Para ello, según diré, debemos trasladarnos un escalón todavía más arriba, y plantearnos algunas cuestiones vinculadas con la teoría democrática. Desde allí, trataría de mostrar luego la posibilidad de encarar de modo más esperanzador nuestras preocupaciones constitucionales.
La pregunta de la cual partiría sería la siguiente: cuando criticamos al control judicial de constitucionalidad por la debilidad de las credenciales democráticas del poder judicial, ¿qué concepción particular de la democracia tomamos en cuenta? La pregunta, según entiendo, es muy importante, y fue formulada en su momento, no sorpresivamente, por Ronald Dworkin. Aquí, acompañaré a Dworkin en parte de su argumentación y respuesta, pero sólo en parte.
Según Dworkin, la mayoría de las críticas que se formulan sobre el control judicial resultan, más que infundadas, mal fundadas, dado que ellas se basan en una peculiar e implausible concepción de la democracia, a la que él denomina concepción estadística o mayoritaria de la democracia , y yo denominaría concepción populista de la democracia. La concepción estadística parte de la idea según la cual “todas las cuestiones de principio (deben ser) decididas por el voto mayoritario: La democracia, en otros términos, consiste en la adopción de la regla mayoritaria para todos los casos.” Según Dworkin, si esto es lo que significa democracia, entonces, “un esquema de revisión judicial que le da a los jueces el poder de dejar de lado juicios de moralidad política que una mayoría ha aprobado resulta anti-democrático.” . Su conclusión es, entonces, que la crítica más habitual que se realiza contra el control judicial se funda en verdad en un entendimiento demasiado poco atractivo sobre el significado de la democracia. Parece claro, si nuestra definición de democracia reclama la primacía de la regla mayoritaria en todos los casos –si cada vez que se recurre a una toma de decisiones que no esté guiada por el principio mayoritario consideramos que hay una violación a la democracia- entonces la justificación del control judicial de constitucionalidad se encuentra irremediablemente perdida. Sin embargo, se pregunta Dworkin ¿no resulta insensata tal concepción de la democracia? ¿Puede ser que consideremos como un “insulto” a la democracia cualquier esquema de procedimientos que no responda indefectiblemente a la regla democrática? ¿No estaríamos poniendo en práctica, de ese modo, una concepción demasiado simplista de la democracia, según la cual la única regla válida sería la regla mayoritaria?
Aunque no es cierto que todas las críticas a la legitimidad democrática de los jueces para ejercer el control de constitucionalidad se basen en una concepción tan simplista de la democracia, sí es cierto que muchas de tales críticas están fundadas en visiones de ese tipo –visiones, digamos, poco sofisticadas de la democracia, que fundamentalmente identifican a la democracia con la regla mayoritaria.
Quisiera dejar de lado por un tiempo a Dworkin, para señalar un punto paralelo al anterior –más bien, la contra-cara del punto anterior. Lo que me interesa decir, ahora, es que observaciones como las presentadas hasta aquí (sobre la teoría democrática desde la que se critica el control judicial) nos invitan a pensar en cuál es la concepción de la democracia desde la cual se defiende habitualmente al control de constitucionalidad –concepción que no suele hacerse explícita, pero que no por ello deja de estar presente en el razonamiento de muchos. Según creo, las defensas más habituales del control judicial también encuentran su apoyo último en una concepción de la democracia inatractiva. Llamaría a dicha concepción una concepción elitista de la democracia. Esta postura tiene una extensísima historia dentro de la historia de la filosofía política, y puede remontarse al elitismo británico, y a autores como Edmund Burke, que distinguían entre el “juicio” y la “mera voluntad de la ciudadanía;” entre las “preferencias” u “opiniones” de la ciudadanía y los “intereses” de la misma . Esta línea de pensamiento ha seguido permeando las discusiones políticas contemporáneas. Son muchos quienes, como Burke, siguen partiendo de una postura que se basa en una profunda desconfianza frente a las capacidades políticas de la ciudadanía (una desconfianza que contrasta con la profunda confianza que parecía propia de la revisada postura de los populistas). El mismo Madison, en los Estados Unidos, pareció sostener una postura anclada en ese sentimiento de desconfianza, ya en su misma (y tan famosa) reflexión sobre las facciones; ya sea en su explícita consideración conforme a la cual en las “asambleas públicas” “no había ocasión” en que el apasionamiento mayoritario no terminaba por arrebatarle su cetro a la razón (El Federalista n. 55).
Este tipo de posturas se fundan, entonces, en una clara desconfianza hacia la regla mayoritaria como medio apropiado para la toma de decisiones imparciales, que contrasta con una fuerte confianza en las capacidades de las elites de gobierno –y particularmente, confianza en aquellas elites compuestas por funcionarios bien entrenados y aislados de las mayorías, como los funcionarios judiciales- para decidir de modo justo. En mi opinión, resulta muy obvio que son este tipo de presupuestos –que considero elitistas- los que apoyan, finalmente, muchas de las posiciones hoy vigentes destinadas a sostener al control judicial de constitucionalidad.
Ambas concepciones de la democracia, sin embargo, resultan poco atractivas: ambas se muestran como posturas simplistas; ambas aparecen, finalmente, como defectuosas. En este sentido, podría decirse, ni la crítica ni la defensa que se hace actualmente del control judicial resultan, finalmente bien apoyados en la teoría democrática.
5. Una mirada dialógica sobre el control judicial y la interpretación constitucional
En esta sección, me propongo examinar una concepción de la democracia distinta de las revisadas en los párrafos anteriores que, sospecho, puede resultar útil tanto para justificar cierto ejercicio del control judicial (y explicar también algunas de las más interesantes decisiones recientes tomadas por tribunales superiores como los de la Argentina y Colombia), como para ayudarnos a pensar de un mejor modo la difícil cuestión de la interpretación constitucional.
En primer lugar, quisiera exponer cuál es la concepción de la democracia en la que estoy pensando. La teoría democrática en cuestión tiene que ver con la llamada postura de la deliberación democrática. Según esta postura , el sistema democrático se justifica sólo y en la medida en que contribuye a que tomemos decisiones imparciales, para lo cual -se presume aquí- resulta imprescindible apoyarse en un proceso igualitario de discusión colectiva. Dicho esto, voy a presentar entonces cuál es el ideal regulativo desde el que aquí se parte, con la pretensión de que el mismo nos sirva para evaluar críticamente arreglos institucionales como los actualmente existentes. El ideal regulativo en cuestión consiste en una situación en donde todos los potencialmente afectados por una cierta decisión participan de una discusión sobre los contenidos que va a tener la misma, y lo hacen desde una posición de relativa igualdad. Los elementos de este ideal son tres, y conviene distinguirlos: uno es el de la inclusión, ya que se aspira a que el proceso de toma de decisiones no deje a nadie de los potencialmente afectados fuera del mismo; el segundo es el de la deliberación, ya que se asume que la discusión es un medio imprescindible para que los distintos participantes se escuchen y corrijan mutuamente; y el tercero es el de la igualdad, ya que se entiende que, en presencia de fuertes desigualdades sociales todo el proceso de discusión colectiva pierde sentido (en dicho caso, previsiblemente, algunos no estarán en condiciones anímicas, sicológicas, o inclusive físicas de participar en ese debate).
La idea de la democracia en cuestión presume, a diferencia de las visiones elitistas arriba expuestas, que todos estamos en condiciones de intervenir en ese proceso de toma de decisiones colectivo (predomina aquí un supuesto de “confianza,” que contrasta con la “desconfianza” hacia la regla mayoritaria presente en aquellas visiones). Por otro lado, esta idea de democracia presume, a diferencia de las concepciones populistas arriba expuestas, que la regla mayoritaria es un recurso necesario pero insuficiente para la adopción de decisiones imparciales. En otros términos, sin una amplia garantía de libertad de expresión; sin libertad de asociación (especialmente libertad de asociación política); y sobre todo sin un proceso de debate entre iguales, la regla mayoritaria pierde su sentido. Como sabemos en Latinoamérica, el dictador Augusto Pinochet o el gobernante autoritario Alberto Fujimori pudieron apelar a procesos mayoritarios tales como los referendums o los plebiscitos con plena confianza: ellos sabían muy bien que, sin garantías como las referidas, la apelación a la voluntad mayoritaria puede resultar muy conveniente para quien está en el poder, que queda así en condiciones de manipular más o menos a su gusto el proceso de toma de decisiones.
Ahora bien, una vez que satisfacemos las citadas exigencias propias de un proceso de toma de decisiones (inclusión, debate colectivo, igualdad), luego, podemos plantearnos de un mejor modo la pregunta sobre la legitimidad democrática del control judicial de constitucionalidad. Ahora, no tiene sentido decir –como uno diría si partiese de una concepción populista- que toda intervención judicial es necesariamente ofensiva para el ideal democrático. Del mismo modo, ahora no tiene sentido decir –como uno podría decir si partiese de una concepción elitista- que el control judicial de ningún modo resulta ofensivo para nuestros ideales democráticos.
¿Qué es lo que puede decirse, entonces, sobre el control judicial, si uno parte de una concepción deliberativa de la democracia? Según entiendo, ahora puede decirse que el control judicial puede ser compatible con el ideal de la democracia sólo si, y en la medida en que, se ejerza de cierto modo. ¿De qué modo? De uno que, a la vez de ser respetuoso del predominio de la autoridad democrática, sirva al debate colectivo, y contribuya a la inclusión y a la igualdad que son necesarias para otorgarle sentido a la deliberación colectiva. Esto requiere, por ejemplo, que el poder judicial deje de hacer lo que habitualmente hace, es decir, simplemente reemplazar la voluntad del legislador por la propia, cada vez que considera (a partir de la teoría interpretativa que escoja privilegiar) que la actuación del legislador es impropia. Esto requiere que el poder judicial reconozca cuál es el lugar y el papel que le corresponde en el proceso de toma de decisiones, como motor y garante de la discusión colectiva. Esto requiere que el poder judicial se ponga al servicio de la discusión pública, y que se abra a ella, en lugar reemplazarla (y así, finalmente, desalentarla).
Ser motor y garante de la discusión pública requiere de los jueces la asunción de un papel más modesto - acorde con sus capacidades y su legitimidad- pero al mismo tiempo un papel crucial dentro del proceso de toma de decisiones democrático: ellos deben ayudar a la ciudadanía a reconocer los diversos puntos de vista en juego en situaciones de conflicto; deben forzar a los legisladores a que justifiquen sus decisiones; deben poner sobre la mesa pública argumentos o voces ausentes del debate; deben impedir que quienes están en control del poder institucional prevengan a quienes están afuera del mismo a que participen de él y lleguen a reemplazarlos; deben impedir que desde los órganos decidores se tomen no fundadas en argumentos –decisiones que sean la pura expresión de intereses de grupos de poder . Actuando así, los jueces promueven un objetivo importante: el diálogo democrático. Y dicho fin, además, puede y debe lograrse por medios también dialógicos, es decir, ofreciendo argumentos, creando foros de debate, organizando comisiones para la discusión de temas públicos, etc.
Notablemente, y actuando del modo sugerido, los jueces comienzan a disolver algunos de los gravísimos problemas que aparecen cuando pensamos en la interpretación constitucional. Ellos no estarán ni optando por la pasividad y el silencio (como si fueran ajenos al conflicto constitucional en juego), ni optando por el activismo y la imposición de sus propios criterios a las mayorías democráticas (como si fueran legisladores). Lo que estarán haciendo, en cambio, es ayudar a esas mayorías democráticas a pensar y a decidir. En sociedades plurales, marcadas por el “hecho del desacuerdo,” ellos estarán contribuyendo del mejor modo posible a aclarar, pulir y acercar posiciones, favoreciendo la convivencia deseada. De este modo, también, ellos estarán bloqueando la posibilidad de que el proceso de toma de decisiones se convierta en una mera fachada al servicio de particulares grupos de interés, r impidiendo que el Congreso se convierta en la pesadilla del mero acuerdo entre poderosos que supo describir, trágicamente, Carl Schmitt.
6. Lo hecho y lo que podría hacerse
Aunque, a primera vista, el modelo dialógico puede resultar curioso o ajeno al mundo jurídico (“un mero entretenimiento para filósofos”), lo cierto es que el mismo es asumido, explícita o implícitamente, por algunas de las Cortes más interesantes y reputadas de nuestra época. Pienso, por ejemplo, en las Cortes de la India, Sudáfrica, Hungría o (la Corte Constitucional de) Colombia. En uno de los análisis más interesantes de la jurisprudencia de las Cortes de Sudáfrica e India –y haciendo foco en casos como People’s Union for Democratic Rights, Scottt y Macklem (1992, 122) sostuvieron que Cortes como la de India “enfatizan un diálogo cooperativo entre la rama judicial y los poderes ejecutivo y legislativo, que se opone a la visión estándar de la separación de los poderes,” a través de una serie de mecanismos dialógicos, tales como la fijación de directivas al ejecutivo, o la adopción de pautas flexibles, orientadas a facilitar un diálogo entre las ramas políticas y judicial.
En Colombia, la Corte Constitucional ha propuesto, de modo pionero, la creación de diversos mecanismos destinados a promover el diálogo entre poderes –mecanismos tales como las mesas de diálogo, en donde se reúnen representantes de las distintas ramas del gobierno, más empresas o grupos de particulares partícipes del conflicto en juego. En casos de enorme relevancia institucional, dicha Corte ha establecido pautas y plazos, antes que impuesto soluciones concretas, con el objeto de favorecer que el propio poder político resuelva, a su criterio, tales graves conflictos. Excelentes ejemplos al respecto se encuentran en la sentencia ST-153 de 1998, en donde la Corte determinó que el gobierno gozaba de un período de cuatro años para remediar la situación de abusos sistemáticos cometidos por personal carcelario; o la sentencia ST-025 de 2004, donde, advirtiendo sobre el carácter insalvable de la política vigente en materia de desplazamiento forzado, la Corte, antes que imponerle a las autoridades electas la adopción de una política específica, emplazó a tales autoridades a resolver la situación del caso de otro modo, compatible con la Constitución.
Notablemente, en casos de tonalidad muy similar a los resueltos por la Corte Constitucional Colombiana, la Corte Argentina ha optado también por la adopción de criterios y métodos dialógicos. Como ejemplos al respecto pueden mencionarse la decisión del caso Verbitsky s/ hábeas corpus , en donde el tribunal se expidió sobre la situación que aflige a miles personas detenidas en las comisarías de la provincia de Buenos Aires; o la decisión adoptada en Mendoza, Beatriz Silvia y otros c/ Estado Nacional y otros s/ daños y perjuicios , un caso vinculado con los graves daños medio-ambientales que se producen en la cuenca del río Matanza-Riachuelo, a partir de los líquidos industriales que se arrojan sobre dichas aguas.
Tanto en Verbitsky como en Mendoza –casos que pueden clasificarse como propios de lo que hoy se llama “litigio de reforma estructural-” la Corte propuso esquemas de resolución novedosos. En Verbitsky, y ante todo, el máximo tribunal argentino ordenó a la Justicia provincial que hiciera cesar en el término de 60 días las detenciones en comisarías que afectaban a menores de edad y enfermos, así como también aquellas situaciones que implicasen tratos inhumanos o degradantes. Al mismo tiempo, la Justicia exigió al Poder Ejecutivo provincial que informase sobre la situación existente en las cárceles; y dispuso la creación de una mesa de diálogo plural, destinada a pensar soluciones de más largo alcance. En Mendoza, mientras tanto, el tribunal exigió a las empresas contaminantes que informaran sobre los líquidos arrojados al río; ordenó al Estado nacional la presentación de un plan que incluyera “un ordenamiento ambiental del territorio”, y previó también controles sobre las actividades contaminantes (actividades cuyos resultados serían evaluados por una audiencia pública a realizarse en tres meses).
Dicho lo anterior, corresponde resaltar la enorme potencia que tiene la adopción de soluciones de tipo dialógico, como las aquí revisadas. Y es que, al abrazar esta nueva forma de pensar la democracia y, desde allí, este nuevo modo de concebir la función judicial, aparece un enorme espacio inexplorado para re-pensar la política institucional y la relación entre los poderes. Parte de esa inexplorada potencia del esquema dialógico puede advertirse mejor si uno lee consideraciones como las siguientes, presentadas recientemente por la Corte Constitucional de Colombia. En SC-760 de 2001 (Miembros Ponentes: Manuel José Cepeda-Marco Gerardo Monroy), la Corte colombiana sostuvo que el debate parlamentario previo a la aprobación de una ley era tan importante que “faltando el debate, la votación subsiguiente debe considerarse igualmente inválida, pues…aún cuando el debate y la aprobación son etapas identificables del proceso parlamentario, la votación de un texto por parte del Congreso no es más que la decisión que adopta una mayoría, como conclusión del debate en el cual han participado tanto mayorías como minorías…la votación no puede concebirse independientemente del debate y de la discusión parlamentaria.” Del mismo modo, en SC-1147 de 2003 (M. P.: Rodrigo Escobar), la Corte sostuvo que “debate y votación constituyen parte esencial del trámite legislativo fijado por el ordenamiento jurídico y, por tanto…son instancias determinantes que deben observarse y cumplirse a cabalidad para que pueda entenderse válido el proceso de aprobación de leyes” (citados en García Jaramillo 2007, énfasis añadido).
Finalmente, lo que ocurre es que, si uno parte de una concepción deliberativa de la democracia, luego, no puede considerar que el mero hecho de que muchas manos se levanten al unísono sea sinónimo de decisión democrática. Tal requisito no basta para darle legitimidad constitucional a una ley: en democracia es necesario conocer las razones que justifican las decisiones que se quieren tomar. Por ello, puede decirse que hay un problema cuando los diputados votan sin saber el contenido de lo que votan; que hay un problema serio si un representante cambia de opinión (como obviamente puede hacerlo) sin decirle a la ciudadanía, con una mano en el corazón, por qué lo hizo; que es contrario a derecho "abrir un debate" cuando ya se tiene firmado el proyecto que se quiere aprobar; que comenzar una deliberación diciendo que no se va a "cambiar ni una coma" del proyecto que se presenta constituye un modo poco auspicioso —y agregaría, jurídicamente inválido— de comenzar esa deliberación; que discutir implica estar abierto a aprender de aquel con quien discutimos; que una democracia constitucional no debe tolerar nunca el abuso de la fuerza, así se trate, por supuesto, de la fuerza abrumadora, estrepitosa, aplastante de los números.
Y para seguir con la línea de micro-victorias blogenses, Lucas Arrimada, gran ganador de concursos, acaba de salir segundo en otro organizado por el Poder Judicial de la Ciudad Autónoma y el Consejo de la magistratura. El tema del concurso era Lenguaje y Justicia.
Ahí va el mío (sin las notas al pie)
UN PAPEL RENOVADO PARA LA CORTE SUPREMA. DEMOCRACIA E INTERPRETACIÓN JUDICIAL DE LA CONSTITUCIÓN
Roberto Gargarella
Introducción
El propósito de este trabajo es el de re-pensar el papel de la Corte Suprema en el nuevo siglo. Si se pretende volver a pensar la tarea de la Corte ello no se debe, meramente, a un ánimo favorable al cambio. Se trata de reflexionar sobre la misión de la Corte a la luz de los numerosos problemas que han surgido, desde su creación, para justificar el sentido y alcance mismos de dicha misión. En este escrito, sostendré que es posible definir la tarea de la Corte un modo que haga compatible la labor del máximo tribunal con el debido respeto que merece la autoridad democrática (de la ciudadanía y sus representantes). Ocurre que, según veremos, algunos críticos del poder judicial –y, en particular, del control judicial de constitucionalidad- consideran que cualquier decisión de la Corte limitando la validez de una ley implica, directamente, una “ofensa” a la democracia
En el camino hacia una conclusión, realizaré fundamentalmente dos “escalas.” En la primera, examinaré el problema conocido como “la dificultad contramayoritaria” (es decir, la dificultad que existe para justificar, dentro de un sistema democrático, que el poder judicial pueda desafiar una norma dictada por el poder político). Analizaré críticamente, entonces, algunos de los argumentos que se han ofrecido para resolver la citada dificultad. En la segunda “escala,” mientras tanto, me ocuparé de examinar críticamente el problema de la interpretación constitucional. La razón de este segundo apartado es la siguiente. Según diré, los problemas de legitimidad democrática de la justicia se expanden o (hipotéticamente) se disuelven, en relación proporcional con el menor o mayor impacto que adquiera el problema interpretativo. Es decir, cuanto más serios sean los problemas de la interpretación constitucional, más serias se tornan las dificultades para justificar el control judicial, y viceversa.
Finalmente, en la tercera y última sección de este texto, presentaré una posible vía de salida a los problemas antes explorados, que se basa en una reconsideración sobre la relación “poder judicial-teoría democrática.”
1. Dos problemas
Son dos, al menos, los problemas que afectan al poder judicial poniendo en riesgo la justificación de su tarea de control de constitucionalidad. Uno de ellos tiene que ver con las dificultades propias de la interpretación constitucional, mientras que el otro se vincula con la famosa cuestión de la legitimidad democrática de la justicia.
i) Un modo posible de acercarnos al primero de los problemas citados sería el siguiente. Partamos, en primer lugar, de lo que Jeremy Waldron ha denominado “el hecho del desacuerdo,” un dato que se constituye en marca esencial de las sociedades contemporáneas, y que dice que vivimos en sociedades plurales, en las que estamos divididos por desacuerdos profundos relacionados con cómo pensar y resolver los principales dilemas morales a los que nos enfrentamos . Según Waldron, este tipo de desacuerdos hacen que difiramos acerca de cómo resolver cuestiones tan básicas como cuál arreglo económico puede considerarse justo, cómo resolver la cuestión del aborto, cómo evaluar la eutanasia, qué política penal adoptar, cuál es la dimensión protegida por la idea de privacidad. Sin embargo, agrega el autor neocelandés, a pesar de todo lo que nos separa en materia valorativa, queremos seguir viviendo en sociedad, queremos seguir estando juntos, no queremos que nos eventuales desacuerdos tornen imposible nuestra convivencia. Estas son, según Waldron, las características principales de las sociedades democráticas modernas: el desacuerdo y –por el y a pesar de él- la voluntad de seguir conviviendo juntos.
En principio, uno podría pensar que ese tipo de circunstancias no sólo no perjudican la labor de los jueces sino que, en definitiva, y simplemente, les ofrecen a ellos la materia prima de su trabajo. Necesitamos jueces -alguien podría decir- para poder resolver de modo pacífico nuestros desacuerdos y hacer posible la convivencia que nos interesa mantener. Sin embargo, las cosas son menos sencillas de lo que parecen porque, y éste es el núcleo de la argumentación de Waldron, los profundos desacuerdos que nos separan no culminan sino que se mantienen (o se agudizan) cuando leemos el derecho y tratamos de “descifrar” el contenido “real” del mismo, es decir, cuando tratamos de interpretarlo. Si contásemos con fórmulas más o menos precisas para la interpretación del derecho y, en particular, para la interpretación del significado de los derechos, luego, alternativas tales como el control judicial no merecerían ser acreedores de mayores reproches. Finalmente, en la rama judicial nos encontramos con expertos en derecho, entrenados en su tarea a partir de cientos de casos, con tiempo y ausencia de presiones electorales capaces de permitirles pensar adecuadamente cada problema.
Sin embargo, no es fácil mantener una conclusión como la anterior. Infinidad de sentencias judiciales nos ratifican lo que de antemano podíamos sospechar, esto es, que nuestros desacuerdos no se disuelven sino que se reproducen en la esfera judicial. El pasaje de Dred Scott v. Sandford a Brown v. Board of Education, y de Brown al reciente Community Schools v. Seattle, (todos éstos, casos relacionados con el tratamiento jurídico de la cuestión racial) simplemente nos ayuda a ver de qué modo, en cuestiones de enorme importancia pública, comunidades jurídicas como la norteamericana siguen estando profundamente divididas. Del mismo modo, en la Argentina, el pasaje de Bazterrica a Montalvo (sobre la protección constitucional al consumo personal de estupefacientes); o de Fiorentino a Fernández (sobre la validez de las pruebas obtenidas sin autorización judicial), o de CHA a ALITT (sobre el valor de la privacidad y el derecho a obtener personería jurídica) nos hablan no sólo de la fragilidad de la estructura judicial, y de las presiones a que pueden estar sujetos sus miembros (tema que aquí no me ocupa) sino, sobre todo, de los profundos y genuinos desacuerdos que separan a nuestros jueces. En última instancia, cada decisión dividida de cualquier tribunal colegiado –pongamos, por caso, las de cualquier Corte Suprema- nos hablan de los profundos desacuerdos que pueden encontrarse aún en las instancias más relevantes de la estructura judicial, y aún entre los miembros más preparados de la comunidad jurídica. Es decir, aún en relación con los derechos más básicos, algunos de los miembros del tribunal piensan que la Constitución dice una cierta cosa, mientras que otra parte del mismo tribunal considera que la Constitución dice exactamente lo contrario (i.e., una parte considera que la Constitución ampara el consumo personal de estupefacientes, mientras que el resto del tribunal sostiene lo opuesto).
ii) El otro problema que, desde hace dos siglos al menos, afecta la justificación de la tarea del control judicial, se relaciona con la legitimidad democrática de los jueces para llevar a cabo el tipo de tareas que habitualmente realizan. Tal como fuera presentado en su momento por Alexander Bickel, el problema consiste en que, a pesar de lo sostenido por algunos de los primeros y más lúcidos defensores de la tarea judicial (pienso, particularmente, y siguiendo a Bickel, en Alexander Hamilton y al juez John Marshall en su famoso fallo Marbury v. Madison ), cada vez que los jueces invalidan una ley ponen en cuestión la autoridad democrática del pueblo, “aquí y ahora” . Es decir, cada vez que ellos declaran inconstitucional una ley, aparece la pregunta acerca de cómo puede justificarse que la rama política del poder, que es la que cuenta con mayor legitimidad democrática en términos relativos, sea “derrotada” por aquella que, en tales términos, aparentemente, goza de menor legitimidad.
Conviene advertir, desde ya, los fuertes vínculos que existen entre la primera de las cuestiones mencionadas (referida a los problemas existentes en materia de interpretación constitucional), y la segunda (referida a la menor legitimidad democrática de la justicia). La conexión entre ambos problemas resulta bastante evidente: en la medida en que mayores sean las dificultades para resolver las dificultades que plantea la interpretación constitucional –es decir, ante todo, cuanto mayores sean nuestros desacuerdos sobre cómo entender el contenido y los alcances de cada artículo de la Constitución- mayores serán los problemas para defender la legitimidad del control judicial de constitucionalidad. Por el contrario, en la medida en que las dificultades de la interpretación constitucional sean menores –es decir, cuanto menores sean nuestras desavenencias en relación con el significado de la Constitución- menores serán las dificultades que enfrentemos para justificar el control judicial. Finalmente –diríamos aquí - los jueces estarán haciendo lo que cualquiera de nosotros haría, puestos en lugar de alguno de aquellos. Lo único que estaría en juego, entonces, sería una poco polémica cuestión relativa a la división social del trabajo –no un problema de legitimidad democrática de la función judicial, como el que hoy existe.
A partir de lo visto hasta aquí, la defensa del control judicial de constitucionalidad podría basarse en alguna de las siguientes estrategias. Por un lado, alguien podría tratar de negar la existencia de problemas significativos relacionados con la legitimidad del poder judicial, mostrando que el ejercicio del control judicial de constitucionalidad de ningún modo afecta nuestros compromisos democráticos. Si esos problemas de legitimidad no existiesen, entonces nadie debería quejarse ante cualquier acto judicial destinado a inaplicar una ley en un caso concreto. Una estrategia diferente consistiría no tanto en afirmar la legitimidad democrática de la tarea judicial, sino en negar la existencia de problemas realmente interesantes en materia de interpretación constitucional. Si esta última línea de argumentación probase ser exitosa, entonces tampoco podría criticarse el control judicial de constitucionalidad, aún por parte de quienes reconocieran el menor valor de las credenciales democráticas del poder judicial. Teniendo en cuenta estas posibilidades, en lo que sigue, quisiera explorar brevemente ambas rutas argumentativas.
2. Sobre la legitimidad democrática de la justicia
Conforme a lo señalado más arriba, alguien podría defender el control judicial de constitucionalidad mostrando que no hay ningún problema realmente serio, capaz de afectar la legitimidad de la tarea que desarrollan los jueces cada vez que revisan la validez de una ley. Las estrategias destinadas a sostener la legitimidad democrática de la tarea judicial han sido innumerables, y aquí sólo tomaré en cuenta unas pocas, que considero especialmente influyentes.
Lo primero que uno podría decir –siguiendo lo que dijeran en su momento Hamilton o Marshall- es que los jueces, cuando cumplen con su tarea controladora, no desafían sino que simplemente permiten que prevalezca la voluntad democrática del pueblo. Según la citada línea de argumentación –llamémosla “Hamilton-Marshall”- al invalidar una ley los jueces no socavan de ningún modo la autoridad democrática del pueblo, sino que reafirman dicha autoridad, porque al hacer que prevalezca la Constitución sobre una ley inválida, ellos permiten que prevalezca, en definitiva, la “verdadera” o más alta expresión de la voluntad popular, que es la que está encerrada en la Constitución. Este argumento, como sabemos, no resulta plausible, justamente por el tipo de problemas a los que ya hiciéramos referencia acerca de las graves diferencias que nos separan respecto a cómo interpretar la Constitución. La afirmación de “Hamilton-Marshall” sería irreprochable si el significado de la Constitución fuera más o menos unívoco. En tal caso sí podríamos decir que la tarea judicial consiste, simplemente, en volver a poner las cosas en orden, al tornar inaplicable las leyes dirigidas a violentar nuestros máximos acuerdos, expresados en el texto constitucional. Lamentablemente, sin embargo, y debido a dificultades como las mencionadas más arriba, no queda nada claro si, por caso, una ley que penaliza el consumo personal de estupefacientes violenta u honra nuestros compromisos con el derecho a la privacidad; si una que reconoce un amplio derecho al aborto afirma o niega la autonomía individual; u otra que regula el uso del dinero en política respeta o socava nuestros compromisos fundamentales en relación con el derecho a la libertad de expresión.
Dado el fracaso de la primera línea de argumentación, muchos han optado por afirmar que el poder judicial no se ve afectado por ningún problema de legitimidad democrática, sosteniendo que sus miembros también son elegidos –aunque, normalmente, de modo indirecto- por el pueblo, y porque además tales sujetos se relacionan directa y cotidianamente con la ciudadanía, en el ejercicio de sus funciones. El problema con este argumento es que nadie niega la (relativa) legitimidad democrática de la justicia (nadie dice que el poder judicial está en contradicción con, o es enemigo de, la democracia). Lo que se afirma es que, dado su menor grado de legitimidad democrática, el poder judicial debe mantenerse alejado de algunas tareas que reservamos para los órganos que cuentan con mayor legitimidad popular. Para decirlo de un modo más evidente, un jefe de policía también cuenta con cierta legitimidad democrática –en la medida en que, por caso, es escogido por la rama ejecutiva, que a su vez apoya su autoridad en el voto democrático; a lo que se agrega el hecho de que dicho jefe de la policía también se relaciona cotidianamente con la ciudadanía en el ejercicio de su función. Sin embargo, a nadie se le ocurriría decir que esa (parcial) legitimidad democrática lo autoriza para legislar, resolver conflictos entre poderes, o firmar tratados internacionales. Y ello, conviene advertirlo, no sólo porque dicho funcionario no cuente con los estudios pertinentes (aunque todos los jefes de policía fueran graduados en derecho, diríamos exactamente lo mismo).
El problema en juego tampoco se soluciona señalando (como pueden señalarse, con razón), los graves problemas de legitimidad que afectan a los representantes del pueblo. Me refiero a problemas como los identificados desde hace tiempo por la teoría política con ideas tales como la de “crisis de representación,” o dificultades como las resultantes de la (descripta por algunos) “apatía política” de la ciudadanía. Según esta línea de argumentación, la afirmación referida a la mayor legitimidad democrática de las ramas políticas del poder resulta simplemente insostenible, cuando advertimos el grado de desconocimiento que la ciudadanía tiene sobre sus legisladores y su actividad cotidiana, o la radical ausencia de medios institucionales para entrar en diálogo con ellos –finalmente, cuando reconocemos la enorme distancia que existe entre “los legisladores” y “nosotros.” El argumento fracasa otra vez, sin embargo, porque la existencia de estos obvios problemas de legitimidad democrática en relación con la legislatura, si algo reclaman es reformas destinadas a reforzar esa legitimidad democrática, antes que medidas destinadas a socavar aún más a la regla mayoritaria.
Finalmente, tampoco puede decirse que el control judicial es irreprochable dado que el poder judicial ha sido preparado especialmente –al menos, en una mayoría de las democracias constitucionales que conocemos- para la tarea de controlar la validez de las leyes. El argumento en cuestión tiene lo que podríamos llamar una faceta “negativa,” y otra “positiva.” Según la primera, presentada oportunamente por Ronald Dworkin, es simplemente irracional y contrario a la lógica pedirle al mismo poder mayoritario que pone o es capaz de poner en riesgo los derechos de las minorías, que evalúe la validez de las normas que él mismo ha decidido dictar . En una sociedad apropiadamente democrática, dicha tarea de control debe quedar en manos de un órgano diferente del que ha dictado la ley que hoy se impugna. La faceta “positiva” de este argumento, mientras tanto (una presentada tanto por Alexander Bickel como por el mismo Dworkin), dice que el poder judicial se encuentra especialmente bien preparado para la tarea de vigilar la validez de las leyes, porque cuenta con el entrenamiento, la capacitación y el tiempo que son necesarios para llevar a cabo tareas como la del control de las leyes.
El primero de estos argumentos, sin embargo, se enfrenta con al menos dos problemas. Por un lado, la dificultad para justificar el control legislativo de las leyes no importa una justificación del control judicial de las leyes –cuestión que requiere de una justificación independiente. Por otro lado, la dificultad para justificar el control legislativo de las leyes, tal como hoy existe, no torna imposible la alternativa de contar con otras formas de control mayoritario, menos reprochables. Técnicas como las del “reenvío legislativo” pensadas luego de la revolución francesa; estrategias como las relacionadas con la cláusula notwithstanding en Canadá; formas de control como las pensadas más recientemente en Gran Bretaña nos hablan todas de la posibilidad de concebir formas “mayoritarias” del control de la validez de las leyes, que no excluyen completamente el control judicial, al tiempo que buscan mantener intacta la primacía del legislativo . Finalmente, el argumento (“positivo”) bickeliano a favor del control judicial tampoco resulta enteramente persuasivo. Y es que alguien puede sostener con razón que la apropiada decisión sobre casos como los referidos más arriba (por ejemplo, si el derecho de privacidad incluye el derecho a consumir estupefacientes; si el derecho a la libertad de expresión permite regular el uso de dinero en política; si el derecho; si el derecho al aborto es compatible con la afirmación del principio de la autonomía individual) no depende del tiempo que tengamos para reflexionar, o de la cantidad de libros que hayamos leído, o de los años que hayamos estudiado leyes. Razonablemente, podríamos sostener que dichos casos deben resolverse a partir de procesos de deliberación colectiva, y no por medio de la reflexión aislada de alguna elite bien preparada. Este es, justamente, el punto que le interesa defender a los demócratas críticos de la revisión judicial, y el punto que Bickel simplemente desconoce en su argumentación.
3. Sobre la existencia de teorías interpretativas (relativamente) incontrovertibles
En la sección anterior, analizamos las dificultades existentes para disolver la “objeción democrática” al control judicial de constitucionalidad. En esta sección quisiera explorar un camino alternativo para pensar nuestro problema. La idea es que, aún si fuera cierto que la justicia enfrenta un problema (irresoluble) en términos de legitimidad democrática, ello no debería llevarnos a concluir que el control judicial de constitucionalidad es injustificable. Si, por ejemplo, pudiéramos demostrar que existen formas más o menos incontrovertibles para la interpretación constitucional, luego, podríamos luego sostener que la tarea del control judicial no merece mayores reparos. Es decir, aún si las “credenciales democráticas” de los jueces no fueran tan significativas como las de los legisladores, no habría razones para impugnar el control judicial. Ello, en la medida en que pudiéramos demostrar que en sus decisiones, los jueces aplican reglas de interpretación que nadie cuestiona o tiene buenas razones para cuestionar. El problema con el que nos encontramos en este caso, sin embargo, es un problema de gravedad similar al examinado en la sección anterior. En efecto, otra vez, y como en el caso anterior, podríamos decir que, luego de más de doscientos años de reflexión sobre cuestiones relacionadas con la interpretación constitucional, todavía estamos muy lejos de haber conseguido algún tipo de acuerdo significativo en relación con la pregunta acerca de cómo debe interpretarse la Constitución.
Por supuesto, lo dicho no niega algo muy importante y es que, a lo largo de todos estos años, por lo menos, hemos aprendido a distinguir entre buenas, malas y muy malas teorías interpretativas. Del mismo modo, lo dicho no niega que los argumentos relacionados con la interpretación constitucional se han sofisticado muchísimo en las últimas décadas. El problema, sin embargo, es que a pesar de este tipo de clarificaciones y refinamientos, todavía estamos muy lejos de llegar a zonas más o menos pacíficas –territorios más o menos compartidos- en torno a cómo debe interpretarse la Constitución. Más bien lo contrario: todo parece señalar que estamos demasiado lejos de alcanzar cualquier acuerdo significativo en la materia.
Los problemas a los que me refiero son, según diré, muy graves, pero ellos adquieren una gravedad todavía mayor cuando lo que está en juego es, justamente, la interpretación constitucional. Es decir, si por la naturaleza propia del lenguaje y el lenguaje escrito, cualquier texto presenta problemas de interpretación (por ejemplo, a partir de los problemas de vaguedades y ambigüedades que son propios de los modos habituales en que nos expresamos), dichos problemas se potencian al extremo cuando lo que tenemos que interpretar es un texto constitucional. Ocurre que las constituciones, tal como las conocemos, se comprometen de modo explícito con valores y principios abstractos, destinados aparentemente a regir a lo largo del tiempo. Ese mismo tipo de compromisos, sin embargo –el compromiso con valores como la libertad, la justicia, la igualdad, la no-discriminación- radicalizan los problemas de interpretación propios de cualquier texto escrito, porque exigen que, necesariamente, nos involucremos en procesos de razonamiento y argumentación extremadamente complejos de llevar a cabo –cómo dar cuenta, finalmente, del contenido preciso que, frente a un caso concreto, debe dársele al principio de la autonomía individual, o al valor de la justicia social?
En lo que sigue, y de un modo muy breve, haré un breve repaso en torno a diferentes respuestas que se han sugerido para resolver los problemas de la interpretación constitucional, y también me referiré a las dificultades que surgen para mantener cualquiera de los criterios sugeridos.
Para comenzar por algún terreno medianamente firme, citaría una descripción (finalmente imprecisa pero bastante exhaustiva) realizada por el jurista Néstor Sagüés sobre los criterios interpretativos utilizados por una Corte Suprema particular, la Argentina, a lo largo de su historia . La revisión de estos criterios nos servirá, simplemente, como ilustración de los criterios que una Corte cualquiera puede utilizar en su aproximación al derecho.
En su artículo, Sagüés identifica al menos los siguientes criterios como propios de la jurisprudencia del principal tribunal argentino: i) interpretación literal, orientada a seguir, en la medida de lo posible, “la letra de la ley” (i.e., CSJN, Fallos 324: 1740, 3143, 3345); ii) interpretación “popular,” orientada a leer las distintas cláusulas y los distintos términos que aparecen en la Constitución en sintonía con el significado que la ciudadanía le asigna a los mismos (i.e., CSJN, “Afip c. Povolo,” Fallos 324:3345); iii) interpretación “especializada,” que piensa en el sentido “técnico,” antes que “popular,” de los términos (i.e., CSJN Fallos 320:2319); iv) interpretación “intencional,” que procura desentrañar la intención presente en los legisladores constituyentes (i.e., CSJN Fallos 323: 3139); v) interpretación “voluntarista,” que busca respetar la “voluntad” del legislador prestando atención especialmente a la voluntad expuesta por el mismo durante los debates constituyentes del caso (CSJN Fallos 324: 1481); vi) interpretación “justa,” que pretende guiarse ante todo por fundamentales principios de justicia (i.e., CSJN Fallos 322: 1699); vii) interpretación “orgánico-sistemática,” que sugiere que en ocasiones es necesario apartarse del sentido pleno u orgánico de la Constitución para hacer prevalecer el sentido que se infiere del juego armónico de los distintos artículos que componen la Constitución (i.e., CSJN “Chadid” Fallos 291: 181); viii) interpretación “realista,” que toma como criterio interpretativo último ciertos “imperativos” de la realidad (sic), tales como la estabilidad o seguridad económicas –como dice Sagués, en caso de existir diferencias entre “la denominación dada a algo por el autor de la norma, y la realidad, deberá prevalecer esta última” (i.e., CSJN Fallos 318: 676); ix) intepretación que parte de la existencia de un “legislador perfecto,” lo cual implica presumir que el derecho es claro, preciso, coherente, sin lagunas (i.e., CSJN Fallos 324: 2153); x) interpretación “dinámica,” orientada a actualizar o “mantener vivo” el texto de la Constitución, adecuándola a “la realidad viviente” de la época (i.e., CSJN “Chocobar,” Fallos 310: 3267); xi) interpretación “teleológica,” que procura guiarse por los “fines últimos” enunciados por la propia Constitución (i.e., CSJN Fallos 311: 2751); xii) interpretación conforme a la autoridad “externa,” que se apoya primariamente en las opiniones de la doctrina o, fundamentalmente, la jurisprudencia extranjeras (i.e., CSJN Fallos “Lino de la Torre” 19: 236); xiii) interpretación “constructiva,” que afirma que, a la hora de interpretar el derecho, es necesario optar por la lectura que se muestre capaz de mantener a salvo los poderes del Estado, facilitando su eficaz desempeño (i.e., CSJN “Verrocchi” Fallos 322:2598); xiv) interpretación “continuista,” que privilegia la posibilidad de que la decisión del caso sea compatible con el respeto de los precedentes judiciales (i.e., CSJN “González c. Ansés” Fallos 323: 555); xv) interpretación “objetiva,” que afirma que cada norma debe ser interpretada, ante todo, teniendo en cuenta el sentido “objetivo” de la misma, lo que implica afirmar –a contrario sensu- que debe rechazarse toda posibilidad de interpretar a la misma conforme a criterios “subjetivos” (CSJN “Volpe” Fallos 316: 352).
La clasificación anterior (a través de la cual reconstruyo parcialmente la ofrecida por Sagüés) es problemática porque, entre otras razones, separa criterios que se encuentran básicamente superpuestos, y no distingue entre criterios que son diferentes entre sí. Sin embargo, al mismo tiempo, el esfuerzo realizado por Sagüés es muy importante para tener un panorama de los modos en que la Corte argentina ha ido pensando la Constitución durante las largas décadas de su existencia.
Los problemas que sugiere un panorama como el referido son numerosos. Ante todo, él nos muestra que contamos con múltiples criterios interpretativos que los jueces pueden utilizar de modo más o menos indistinto (sin que ello implique, obviamente, el menor riesgo para sus carreras) en un contexto en el que –y esto es lo que agrava todo el problema- muchos de tales criterios, contrastados entre sí, llevan a soluciones opuestas. Para tomar sólo algún caso evidente: el recurso a criterios interpretativos “históricos” (pongamos, la voluntad original de los constituyentes, los debates que se dieron entre ellos, sus intenciones), tiende a conducirnos (aunque no lo haga necesariamente) a la obtención de criterios directamente opuestos a los que obtendríamos si recurriéramos a concepciones interpretativas “actualizadas” (por caso, concepciones que pretenden mantener al derecho alineado con el pensamiento social predominante). Ello, simplemente, porque el pensamiento de los “padres fundadores” de la Constitución (redactada en sus bases, pongamos, hace 20, 50 o 200 años atrás) tiende a ser diferente, sino directamente contrario, al que la sociedad sostiene décadas después, especialmente en cuestiones morales (de hecho, las apelaciones a la necesidad de “actualizar” la Constitución surgieron, inexorablemente, a partir de las disconformidades generadas por la alternativa de “anclar la Constitución en el pasado”) Es decir, la justicia puede llegar a una solución, u a otra exactamente contraria a aquella, sin recibir el menor reproche por ello, y con sólo optar por sopesar de un modo diferente la o las teorías interpretativas que, en los hechos, decida utilizar en el caso concreto.
El hecho habitual con que nos encontramos, entonces, es el de diferentes jueces decidiendo –en diferentes casos, o aún en el mismo- de modo diferente, a resultas de la diferente conjugación de principios interpretativos por el que opten en el caso concreto. La situación que se genera resulta, entonces, enormemente preocupante: el derecho empieza a aparecer como compatible con casi cualquier solución jurídica; los niveles (reales) de inseguridad jurídica aumentan; y comienza a tambalear la misma idea de contar con un estado de derecho. Ello, sobre todo, porque el derecho pasa a depender cada vez más de quién decide, y menos de otros criterios más “objetivos.”
Lo dicho, por lo demás (la existencia de criterios interpretativos que nos permiten alcanzar una solución o la contraria, sin que los decidores puedan ser institucionalmente reprochados por ello) abre una posibilidad (demasiado cercana) cual es la de que los decidores definan de antemano cuál es la solución jurídica que prefieren, o que mejor se ajusta con sus pre-juicios o convicciones ideológicas o intereses, y luego “salgan a la búsqueda” de la doctrina interpretativa que les permita decir lo que ya sabían de antemano que querían decir. Esto, a su vez, provee de un enorme incentivo a políticos inescrupulosos, que pueden aprovechar dicha situación (que el derecho dependa tan decisivamente de quién es el que lo interprete) para presionar sobre la justicia a favor de decisiones que les resulten favorables.
Dicho trágico contexto se agrava todavía más cuando se presentan, como en el caso de la Argentina, dos situaciones contextuales muy serias. Por un lado, en casos como el argentino no existe una cultura del precedente que permita acotar los amplísimos márgenes de maniobra con que cuentan los jueces. Por otro lado, países como la Argentina tienen una historia de inestabilidad jurídica tal, que permite encontrar antecedentes para decisiones judiciales de absolutamente cualquier tipo (por ejemplo, decisiones garantistas y anti-garantistas; decisiones ofensivas frente a los derechos humanos y protectivas de los derechos humanos; decisiones hostiles y amigables frente al derecho internacional).
Finalmente, nadie debería pensar que el problema en cuestión se resuelve forzando a los jueces o a las Cortes a definirse de modo explícito a favor de alguna o algunas teorías interpretativas. Estos casos existen, por supuesto, y en todo caso, tienen el importante efecto de disminuir los grados de incerteza ciudadana que existen, frente al derecho. Jueces como Antonin Scalia o Clarence Thomas -ambos miembros de la Corte Suprema norteamericana- o jueces como Robert Bork, se han declarado explícitamente favorables a interpretar a la Constitución, en todos los casos, conforme a criterios histórico-originalistas, y han defendido tales criterios de modo abierto y sostenido . Sin embargo, cualquiera de los caminos interpretativos por los que podamos optar (pongamos, el histórico/originalista) es compatible, a su vez, con una multiplicidad de decisiones, muchas veces opuestas entre sí, dependiendo del modo en que se construya la teoría interpretativa en cuestión. Para aclarar lo dicho, piénsese en ejemplos como los siguientes. Si uno fuera un juez “historicista-originalista,” luego, ¿qué lecturas de la historia debería privilegiar? ¿Debería rastrear la “voluntad” o las “intenciones” de los legisladores originarios? ¿Y qué documentos debería leer? ¿Debería tomar en cuenta el pensamiento socialmente predominante en la época fundacional (como lo hace Scalia), o por el contrario las voluntades de los responsables de la escritura de la Constitución? ¿Debería, en todo caso, tratar de rastrear la voluntad de la o las personas que escribieron el artículo en cuestión? ¿O, en todo caso, la voluntad de la o las personas que idearon dicha cláusula, de las que participaron en la Convención Constituyente (Madison; Gorostiaga) o aún la de quienes no participaron de ella (Jefferson; Alberdi; Mitre)? Y si identificara a esa o esas personas ¿qué escritos o pensamientos de ese autor debería tomar en cuenta (por ejemplo, los primeros o los últimos escritos de Alberdi, ideológicamente tan diferentes)? Y si identificara a esas personas y textos ¿con qué nivel de abstracción debería leerlos? (¿debería considerarse a Madison hablando de una idea de igualdad que no incorporaba la igualdad racial, o debería asumirse una noción más abstracta de la idea de igualdad, que sí incorpora la igualdad racial?). En definitiva, los problemas de interpretación constitucional se han instalado entre nosotros desde el momento en que escribimos una Constitución, y ellos tienen la pretensión bien fundada de quedarse para siempre entre nosotros.
4. ¿Una vía de salida?
Llegados a este punto, creo que es posible intentar una vía de escape frente a la encerrona en la que nos hallamos, mostrando que muchas de las dificultades arriba mencionadas (relacionadas con la llamada objeción democrática o contra-mayoritaria y con las tremendas dificultades que enfrentamos en materia de interpretación constitucional) pueden comenzar, lentamente, a disolverse. Para ello, según diré, debemos trasladarnos un escalón todavía más arriba, y plantearnos algunas cuestiones vinculadas con la teoría democrática. Desde allí, trataría de mostrar luego la posibilidad de encarar de modo más esperanzador nuestras preocupaciones constitucionales.
La pregunta de la cual partiría sería la siguiente: cuando criticamos al control judicial de constitucionalidad por la debilidad de las credenciales democráticas del poder judicial, ¿qué concepción particular de la democracia tomamos en cuenta? La pregunta, según entiendo, es muy importante, y fue formulada en su momento, no sorpresivamente, por Ronald Dworkin. Aquí, acompañaré a Dworkin en parte de su argumentación y respuesta, pero sólo en parte.
Según Dworkin, la mayoría de las críticas que se formulan sobre el control judicial resultan, más que infundadas, mal fundadas, dado que ellas se basan en una peculiar e implausible concepción de la democracia, a la que él denomina concepción estadística o mayoritaria de la democracia , y yo denominaría concepción populista de la democracia. La concepción estadística parte de la idea según la cual “todas las cuestiones de principio (deben ser) decididas por el voto mayoritario: La democracia, en otros términos, consiste en la adopción de la regla mayoritaria para todos los casos.” Según Dworkin, si esto es lo que significa democracia, entonces, “un esquema de revisión judicial que le da a los jueces el poder de dejar de lado juicios de moralidad política que una mayoría ha aprobado resulta anti-democrático.” . Su conclusión es, entonces, que la crítica más habitual que se realiza contra el control judicial se funda en verdad en un entendimiento demasiado poco atractivo sobre el significado de la democracia. Parece claro, si nuestra definición de democracia reclama la primacía de la regla mayoritaria en todos los casos –si cada vez que se recurre a una toma de decisiones que no esté guiada por el principio mayoritario consideramos que hay una violación a la democracia- entonces la justificación del control judicial de constitucionalidad se encuentra irremediablemente perdida. Sin embargo, se pregunta Dworkin ¿no resulta insensata tal concepción de la democracia? ¿Puede ser que consideremos como un “insulto” a la democracia cualquier esquema de procedimientos que no responda indefectiblemente a la regla democrática? ¿No estaríamos poniendo en práctica, de ese modo, una concepción demasiado simplista de la democracia, según la cual la única regla válida sería la regla mayoritaria?
Aunque no es cierto que todas las críticas a la legitimidad democrática de los jueces para ejercer el control de constitucionalidad se basen en una concepción tan simplista de la democracia, sí es cierto que muchas de tales críticas están fundadas en visiones de ese tipo –visiones, digamos, poco sofisticadas de la democracia, que fundamentalmente identifican a la democracia con la regla mayoritaria.
Quisiera dejar de lado por un tiempo a Dworkin, para señalar un punto paralelo al anterior –más bien, la contra-cara del punto anterior. Lo que me interesa decir, ahora, es que observaciones como las presentadas hasta aquí (sobre la teoría democrática desde la que se critica el control judicial) nos invitan a pensar en cuál es la concepción de la democracia desde la cual se defiende habitualmente al control de constitucionalidad –concepción que no suele hacerse explícita, pero que no por ello deja de estar presente en el razonamiento de muchos. Según creo, las defensas más habituales del control judicial también encuentran su apoyo último en una concepción de la democracia inatractiva. Llamaría a dicha concepción una concepción elitista de la democracia. Esta postura tiene una extensísima historia dentro de la historia de la filosofía política, y puede remontarse al elitismo británico, y a autores como Edmund Burke, que distinguían entre el “juicio” y la “mera voluntad de la ciudadanía;” entre las “preferencias” u “opiniones” de la ciudadanía y los “intereses” de la misma . Esta línea de pensamiento ha seguido permeando las discusiones políticas contemporáneas. Son muchos quienes, como Burke, siguen partiendo de una postura que se basa en una profunda desconfianza frente a las capacidades políticas de la ciudadanía (una desconfianza que contrasta con la profunda confianza que parecía propia de la revisada postura de los populistas). El mismo Madison, en los Estados Unidos, pareció sostener una postura anclada en ese sentimiento de desconfianza, ya en su misma (y tan famosa) reflexión sobre las facciones; ya sea en su explícita consideración conforme a la cual en las “asambleas públicas” “no había ocasión” en que el apasionamiento mayoritario no terminaba por arrebatarle su cetro a la razón (El Federalista n. 55).
Este tipo de posturas se fundan, entonces, en una clara desconfianza hacia la regla mayoritaria como medio apropiado para la toma de decisiones imparciales, que contrasta con una fuerte confianza en las capacidades de las elites de gobierno –y particularmente, confianza en aquellas elites compuestas por funcionarios bien entrenados y aislados de las mayorías, como los funcionarios judiciales- para decidir de modo justo. En mi opinión, resulta muy obvio que son este tipo de presupuestos –que considero elitistas- los que apoyan, finalmente, muchas de las posiciones hoy vigentes destinadas a sostener al control judicial de constitucionalidad.
Ambas concepciones de la democracia, sin embargo, resultan poco atractivas: ambas se muestran como posturas simplistas; ambas aparecen, finalmente, como defectuosas. En este sentido, podría decirse, ni la crítica ni la defensa que se hace actualmente del control judicial resultan, finalmente bien apoyados en la teoría democrática.
5. Una mirada dialógica sobre el control judicial y la interpretación constitucional
En esta sección, me propongo examinar una concepción de la democracia distinta de las revisadas en los párrafos anteriores que, sospecho, puede resultar útil tanto para justificar cierto ejercicio del control judicial (y explicar también algunas de las más interesantes decisiones recientes tomadas por tribunales superiores como los de la Argentina y Colombia), como para ayudarnos a pensar de un mejor modo la difícil cuestión de la interpretación constitucional.
En primer lugar, quisiera exponer cuál es la concepción de la democracia en la que estoy pensando. La teoría democrática en cuestión tiene que ver con la llamada postura de la deliberación democrática. Según esta postura , el sistema democrático se justifica sólo y en la medida en que contribuye a que tomemos decisiones imparciales, para lo cual -se presume aquí- resulta imprescindible apoyarse en un proceso igualitario de discusión colectiva. Dicho esto, voy a presentar entonces cuál es el ideal regulativo desde el que aquí se parte, con la pretensión de que el mismo nos sirva para evaluar críticamente arreglos institucionales como los actualmente existentes. El ideal regulativo en cuestión consiste en una situación en donde todos los potencialmente afectados por una cierta decisión participan de una discusión sobre los contenidos que va a tener la misma, y lo hacen desde una posición de relativa igualdad. Los elementos de este ideal son tres, y conviene distinguirlos: uno es el de la inclusión, ya que se aspira a que el proceso de toma de decisiones no deje a nadie de los potencialmente afectados fuera del mismo; el segundo es el de la deliberación, ya que se asume que la discusión es un medio imprescindible para que los distintos participantes se escuchen y corrijan mutuamente; y el tercero es el de la igualdad, ya que se entiende que, en presencia de fuertes desigualdades sociales todo el proceso de discusión colectiva pierde sentido (en dicho caso, previsiblemente, algunos no estarán en condiciones anímicas, sicológicas, o inclusive físicas de participar en ese debate).
La idea de la democracia en cuestión presume, a diferencia de las visiones elitistas arriba expuestas, que todos estamos en condiciones de intervenir en ese proceso de toma de decisiones colectivo (predomina aquí un supuesto de “confianza,” que contrasta con la “desconfianza” hacia la regla mayoritaria presente en aquellas visiones). Por otro lado, esta idea de democracia presume, a diferencia de las concepciones populistas arriba expuestas, que la regla mayoritaria es un recurso necesario pero insuficiente para la adopción de decisiones imparciales. En otros términos, sin una amplia garantía de libertad de expresión; sin libertad de asociación (especialmente libertad de asociación política); y sobre todo sin un proceso de debate entre iguales, la regla mayoritaria pierde su sentido. Como sabemos en Latinoamérica, el dictador Augusto Pinochet o el gobernante autoritario Alberto Fujimori pudieron apelar a procesos mayoritarios tales como los referendums o los plebiscitos con plena confianza: ellos sabían muy bien que, sin garantías como las referidas, la apelación a la voluntad mayoritaria puede resultar muy conveniente para quien está en el poder, que queda así en condiciones de manipular más o menos a su gusto el proceso de toma de decisiones.
Ahora bien, una vez que satisfacemos las citadas exigencias propias de un proceso de toma de decisiones (inclusión, debate colectivo, igualdad), luego, podemos plantearnos de un mejor modo la pregunta sobre la legitimidad democrática del control judicial de constitucionalidad. Ahora, no tiene sentido decir –como uno diría si partiese de una concepción populista- que toda intervención judicial es necesariamente ofensiva para el ideal democrático. Del mismo modo, ahora no tiene sentido decir –como uno podría decir si partiese de una concepción elitista- que el control judicial de ningún modo resulta ofensivo para nuestros ideales democráticos.
¿Qué es lo que puede decirse, entonces, sobre el control judicial, si uno parte de una concepción deliberativa de la democracia? Según entiendo, ahora puede decirse que el control judicial puede ser compatible con el ideal de la democracia sólo si, y en la medida en que, se ejerza de cierto modo. ¿De qué modo? De uno que, a la vez de ser respetuoso del predominio de la autoridad democrática, sirva al debate colectivo, y contribuya a la inclusión y a la igualdad que son necesarias para otorgarle sentido a la deliberación colectiva. Esto requiere, por ejemplo, que el poder judicial deje de hacer lo que habitualmente hace, es decir, simplemente reemplazar la voluntad del legislador por la propia, cada vez que considera (a partir de la teoría interpretativa que escoja privilegiar) que la actuación del legislador es impropia. Esto requiere que el poder judicial reconozca cuál es el lugar y el papel que le corresponde en el proceso de toma de decisiones, como motor y garante de la discusión colectiva. Esto requiere que el poder judicial se ponga al servicio de la discusión pública, y que se abra a ella, en lugar reemplazarla (y así, finalmente, desalentarla).
Ser motor y garante de la discusión pública requiere de los jueces la asunción de un papel más modesto - acorde con sus capacidades y su legitimidad- pero al mismo tiempo un papel crucial dentro del proceso de toma de decisiones democrático: ellos deben ayudar a la ciudadanía a reconocer los diversos puntos de vista en juego en situaciones de conflicto; deben forzar a los legisladores a que justifiquen sus decisiones; deben poner sobre la mesa pública argumentos o voces ausentes del debate; deben impedir que quienes están en control del poder institucional prevengan a quienes están afuera del mismo a que participen de él y lleguen a reemplazarlos; deben impedir que desde los órganos decidores se tomen no fundadas en argumentos –decisiones que sean la pura expresión de intereses de grupos de poder . Actuando así, los jueces promueven un objetivo importante: el diálogo democrático. Y dicho fin, además, puede y debe lograrse por medios también dialógicos, es decir, ofreciendo argumentos, creando foros de debate, organizando comisiones para la discusión de temas públicos, etc.
Notablemente, y actuando del modo sugerido, los jueces comienzan a disolver algunos de los gravísimos problemas que aparecen cuando pensamos en la interpretación constitucional. Ellos no estarán ni optando por la pasividad y el silencio (como si fueran ajenos al conflicto constitucional en juego), ni optando por el activismo y la imposición de sus propios criterios a las mayorías democráticas (como si fueran legisladores). Lo que estarán haciendo, en cambio, es ayudar a esas mayorías democráticas a pensar y a decidir. En sociedades plurales, marcadas por el “hecho del desacuerdo,” ellos estarán contribuyendo del mejor modo posible a aclarar, pulir y acercar posiciones, favoreciendo la convivencia deseada. De este modo, también, ellos estarán bloqueando la posibilidad de que el proceso de toma de decisiones se convierta en una mera fachada al servicio de particulares grupos de interés, r impidiendo que el Congreso se convierta en la pesadilla del mero acuerdo entre poderosos que supo describir, trágicamente, Carl Schmitt.
6. Lo hecho y lo que podría hacerse
Aunque, a primera vista, el modelo dialógico puede resultar curioso o ajeno al mundo jurídico (“un mero entretenimiento para filósofos”), lo cierto es que el mismo es asumido, explícita o implícitamente, por algunas de las Cortes más interesantes y reputadas de nuestra época. Pienso, por ejemplo, en las Cortes de la India, Sudáfrica, Hungría o (la Corte Constitucional de) Colombia. En uno de los análisis más interesantes de la jurisprudencia de las Cortes de Sudáfrica e India –y haciendo foco en casos como People’s Union for Democratic Rights, Scottt y Macklem (1992, 122) sostuvieron que Cortes como la de India “enfatizan un diálogo cooperativo entre la rama judicial y los poderes ejecutivo y legislativo, que se opone a la visión estándar de la separación de los poderes,” a través de una serie de mecanismos dialógicos, tales como la fijación de directivas al ejecutivo, o la adopción de pautas flexibles, orientadas a facilitar un diálogo entre las ramas políticas y judicial.
En Colombia, la Corte Constitucional ha propuesto, de modo pionero, la creación de diversos mecanismos destinados a promover el diálogo entre poderes –mecanismos tales como las mesas de diálogo, en donde se reúnen representantes de las distintas ramas del gobierno, más empresas o grupos de particulares partícipes del conflicto en juego. En casos de enorme relevancia institucional, dicha Corte ha establecido pautas y plazos, antes que impuesto soluciones concretas, con el objeto de favorecer que el propio poder político resuelva, a su criterio, tales graves conflictos. Excelentes ejemplos al respecto se encuentran en la sentencia ST-153 de 1998, en donde la Corte determinó que el gobierno gozaba de un período de cuatro años para remediar la situación de abusos sistemáticos cometidos por personal carcelario; o la sentencia ST-025 de 2004, donde, advirtiendo sobre el carácter insalvable de la política vigente en materia de desplazamiento forzado, la Corte, antes que imponerle a las autoridades electas la adopción de una política específica, emplazó a tales autoridades a resolver la situación del caso de otro modo, compatible con la Constitución.
Notablemente, en casos de tonalidad muy similar a los resueltos por la Corte Constitucional Colombiana, la Corte Argentina ha optado también por la adopción de criterios y métodos dialógicos. Como ejemplos al respecto pueden mencionarse la decisión del caso Verbitsky s/ hábeas corpus , en donde el tribunal se expidió sobre la situación que aflige a miles personas detenidas en las comisarías de la provincia de Buenos Aires; o la decisión adoptada en Mendoza, Beatriz Silvia y otros c/ Estado Nacional y otros s/ daños y perjuicios , un caso vinculado con los graves daños medio-ambientales que se producen en la cuenca del río Matanza-Riachuelo, a partir de los líquidos industriales que se arrojan sobre dichas aguas.
Tanto en Verbitsky como en Mendoza –casos que pueden clasificarse como propios de lo que hoy se llama “litigio de reforma estructural-” la Corte propuso esquemas de resolución novedosos. En Verbitsky, y ante todo, el máximo tribunal argentino ordenó a la Justicia provincial que hiciera cesar en el término de 60 días las detenciones en comisarías que afectaban a menores de edad y enfermos, así como también aquellas situaciones que implicasen tratos inhumanos o degradantes. Al mismo tiempo, la Justicia exigió al Poder Ejecutivo provincial que informase sobre la situación existente en las cárceles; y dispuso la creación de una mesa de diálogo plural, destinada a pensar soluciones de más largo alcance. En Mendoza, mientras tanto, el tribunal exigió a las empresas contaminantes que informaran sobre los líquidos arrojados al río; ordenó al Estado nacional la presentación de un plan que incluyera “un ordenamiento ambiental del territorio”, y previó también controles sobre las actividades contaminantes (actividades cuyos resultados serían evaluados por una audiencia pública a realizarse en tres meses).
Dicho lo anterior, corresponde resaltar la enorme potencia que tiene la adopción de soluciones de tipo dialógico, como las aquí revisadas. Y es que, al abrazar esta nueva forma de pensar la democracia y, desde allí, este nuevo modo de concebir la función judicial, aparece un enorme espacio inexplorado para re-pensar la política institucional y la relación entre los poderes. Parte de esa inexplorada potencia del esquema dialógico puede advertirse mejor si uno lee consideraciones como las siguientes, presentadas recientemente por la Corte Constitucional de Colombia. En SC-760 de 2001 (Miembros Ponentes: Manuel José Cepeda-Marco Gerardo Monroy), la Corte colombiana sostuvo que el debate parlamentario previo a la aprobación de una ley era tan importante que “faltando el debate, la votación subsiguiente debe considerarse igualmente inválida, pues…aún cuando el debate y la aprobación son etapas identificables del proceso parlamentario, la votación de un texto por parte del Congreso no es más que la decisión que adopta una mayoría, como conclusión del debate en el cual han participado tanto mayorías como minorías…la votación no puede concebirse independientemente del debate y de la discusión parlamentaria.” Del mismo modo, en SC-1147 de 2003 (M. P.: Rodrigo Escobar), la Corte sostuvo que “debate y votación constituyen parte esencial del trámite legislativo fijado por el ordenamiento jurídico y, por tanto…son instancias determinantes que deben observarse y cumplirse a cabalidad para que pueda entenderse válido el proceso de aprobación de leyes” (citados en García Jaramillo 2007, énfasis añadido).
Finalmente, lo que ocurre es que, si uno parte de una concepción deliberativa de la democracia, luego, no puede considerar que el mero hecho de que muchas manos se levanten al unísono sea sinónimo de decisión democrática. Tal requisito no basta para darle legitimidad constitucional a una ley: en democracia es necesario conocer las razones que justifican las decisiones que se quieren tomar. Por ello, puede decirse que hay un problema cuando los diputados votan sin saber el contenido de lo que votan; que hay un problema serio si un representante cambia de opinión (como obviamente puede hacerlo) sin decirle a la ciudadanía, con una mano en el corazón, por qué lo hizo; que es contrario a derecho "abrir un debate" cuando ya se tiene firmado el proyecto que se quiere aprobar; que comenzar una deliberación diciendo que no se va a "cambiar ni una coma" del proyecto que se presenta constituye un modo poco auspicioso —y agregaría, jurídicamente inválido— de comenzar esa deliberación; que discutir implica estar abierto a aprender de aquel con quien discutimos; que una democracia constitucional no debe tolerar nunca el abuso de la fuerza, así se trate, por supuesto, de la fuerza abrumadora, estrepitosa, aplastante de los números.
19 dic 2007
1a Reunión del Observatorio. Io mi riporto
Comento un poco acerca de la reunión que tuvimos hoy, sobre el Observatorio. A pesar de la convocatoria un poco sobre la hora, juntamos un notable y diverso grupo, que funcionó muy bien. Llegamos a acuerdos bastante extendidos o unánimes en casi todos los puntos, que ahora enumero
* Coincidimos en que el objetivo inmediato no era judicializar las causas, sino en llamar la atención sobre la existencia de comunicaciones sexistas (ahora vuelvo sobre este punto), desnaturalizar su existencia, y bregar -por medio de cartas a las empresas, denuncias públicas, reportes, etc.- por la supresión y reemplazo de las mismas
* Coincidimos en que por el momento -dadas nuestras fuerzas aún escasas, y nuestra absoluta carencia de recursos- teníamos que concentrar nuestras energías -repito, por el momento- en i) cuestiones de género (y no, lamentablemente, de infancia, salvo cuando ellas estén cruzadas por temas de género, como suele ocurrir), y ii) en publicidades, más que en la programación (radial, televisiva, etc.).
* Hablamos, por tanto, y por ahora, de un Observatorio de Género y Comunicación
* Dada nuestra carencia de recursos decidimos también, y por ahora, no trabajar en la colección exhaustiva de datos, sino reaccionar -escribiendo informes periódicos, reportes- a partir de la recepción de denuncias, y de casos paradigmáticos
* Coincidimos en que daríamos un "aviso previo" acerca de la existencia del Observatorio, antes de salir a "denunciar" la presencia de compromisos empresarios con publicidades sexistas
* Coincidimos en no vincular al Observatorio con ninguna institución pública, y también descartamos asociar al mismo con alguna Universidad en particular. Yo propuse vincularlo con un Centro de Estudios ya existente, que trabaja -entre otros temas- con cuestiones de género. La institución en la que pensamos es bastante neutral respecto de los intereses de todos los que estábamos presentes. Pero todavía tenemos que hablar más sobre el tema (entre otros, con los miembros de esta institución, y sobre todo con el equipo de género que trabaja en ella). Este Centro de Estudios nos daría cobertura legal, y a él adheriríamos como abogados, profesores de derecho, etc. etc.
* Pensamos en hacer algún evento-lanzamiento, en donde sean convocados también aquellos a quienes pensamos criticar, de modo tal de poner las cartas sobre la mesa
* Coincidimos en tener una coordinación absolutamente horizontal
Y eso es todo, amigoas
* Coincidimos en que el objetivo inmediato no era judicializar las causas, sino en llamar la atención sobre la existencia de comunicaciones sexistas (ahora vuelvo sobre este punto), desnaturalizar su existencia, y bregar -por medio de cartas a las empresas, denuncias públicas, reportes, etc.- por la supresión y reemplazo de las mismas
* Coincidimos en que por el momento -dadas nuestras fuerzas aún escasas, y nuestra absoluta carencia de recursos- teníamos que concentrar nuestras energías -repito, por el momento- en i) cuestiones de género (y no, lamentablemente, de infancia, salvo cuando ellas estén cruzadas por temas de género, como suele ocurrir), y ii) en publicidades, más que en la programación (radial, televisiva, etc.).
* Hablamos, por tanto, y por ahora, de un Observatorio de Género y Comunicación
* Dada nuestra carencia de recursos decidimos también, y por ahora, no trabajar en la colección exhaustiva de datos, sino reaccionar -escribiendo informes periódicos, reportes- a partir de la recepción de denuncias, y de casos paradigmáticos
* Coincidimos en que daríamos un "aviso previo" acerca de la existencia del Observatorio, antes de salir a "denunciar" la presencia de compromisos empresarios con publicidades sexistas
* Coincidimos en no vincular al Observatorio con ninguna institución pública, y también descartamos asociar al mismo con alguna Universidad en particular. Yo propuse vincularlo con un Centro de Estudios ya existente, que trabaja -entre otros temas- con cuestiones de género. La institución en la que pensamos es bastante neutral respecto de los intereses de todos los que estábamos presentes. Pero todavía tenemos que hablar más sobre el tema (entre otros, con los miembros de esta institución, y sobre todo con el equipo de género que trabaja en ella). Este Centro de Estudios nos daría cobertura legal, y a él adheriríamos como abogados, profesores de derecho, etc. etc.
* Pensamos en hacer algún evento-lanzamiento, en donde sean convocados también aquellos a quienes pensamos criticar, de modo tal de poner las cartas sobre la mesa
* Coincidimos en tener una coordinación absolutamente horizontal
Y eso es todo, amigoas
18 dic 2007
Derecho y literatura (espacio de publicidad)
Jed Rubenfeld es un joven profesor de derecho constitucional, libertad de expresión, e interpretación constitucional, en la reputada Universidad de Yale, y publicó hasta ahora tres libros. El primero de ellos fue "Freedom and Time," sobre la Constitución como proyecto colectivo para el autogobierno. Leí el libro, con reservas, y leí también varias fuertes críticas publicadas sobre el mismo (críticas hechas no siempre de buena fe). El segundo libro fue "Revolution by Judiciary," una obra que -según dijera el autor, irónicamente, en una entrevista- vendió 6 ejemplares, 4 de ellos a familiares cercanos. El fracaso de "Revolution...," según el propio J.R., forzó al autor a pensar acerca de la dirección que estaba tomando su obra. Y así llegó el tercer libro, "The Interpretation of Murder." Pero, oh sorpresa! El libro no es académico sino de ficción! Y lo que es más notable, "The Interpretation..." consiguió un éxito de ventas rutilante, fue premiado en Inglaterra, traducido a varios idiomas y, ahora, aparece en castellano. El libro trata sobre la visita que hiciera Sigmund Freud a los Estados Unidos, en 1909, luego de la cual Freud pasó a considerar a los norteamericanos como "salvajes" y "primitivos," y a culparlos del quiebre que sufriera en su salud. A partir de dicha circunstancia verídica, Rubenfeld se pregunta qué fue lo que pudo impactar tan seria y negativamente en el austríaco, y es allí donde aparece la ficción: J.R. involucra a Freud en la investigación de un asesinato, hecho que constituye el núcleo del trabajo. Supongo que si alguien quiere comprar "La Interpretación..." debe hacerlo pronto, porque con el nivel de rotación que tienen los libros en nuestras librerías, lo que hoy vemos mañana ya no está.
Link sobre J.R., por acá
P.D.: Al menos otro joven profesor de Derecho Constitucional/Filosofía Política de la misma Universidad, Daniel Markovits, anda explorando el mismo camino, entre escritos académicos y literatura. Algo anda pasando por ahí?
Asociaciones libres a partir de Leonard Cohen
Coletazos de la cita de Leonard Cohen, de hace unos días. Por un lado, el recuerdo de su hermoso "Chelsea Hotel" dedicado a Janis Joplin, llevó a algunos allegados bloguenses a sugerirme una vuelta a este excelente tema de Janis J., que aparece
aquí
Por otro lado, el también hermoso tema coheniano "Take this waltz," homenajeando a Lorca (que, como decía, es el nombre que L.C. le puso a su hija), llevó a que recordáramos la intensa época de Lorca en NY, que se expresó en poemas como éste (que nos lleva a Walt Whitman, y así seguimos)
Oda a Walt Whitman, de F.García Lorca
Por el East River y el Bronx
los muchachos cantaban enseñando sus cinturas,
con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.
Noventa mil mineros sacaban la plata de las rocas
y los niños dibujaban escaleras y perspectivas.
Pero ninguno se dormía,
ninguno quería ser el río,
ninguno amaba las hojas grandes,
ninguno la lengua azul de la playa.
Por el East River y el Queensborough
los muchachos luchaban con la industria,
y los judíos vendían al fauno del río
la rosa de la circuncisión
y el cielo desembocaba por los puentes y los tejados
manadas de bisontes empujadas por el viento.
Pero ninguno se detenía,
ninguno quería ser nube,
ninguno buscaba los helechos
ni la rueda amarilla del tamboril.
Cuando la luna salga
las poleas rodarán para tumbar el cielo;
un límite de agujas cercará la memoria
y los ataúdes se llevarán a los que no trabajan.
Nueva York de cieno,
Nueva York de alambres y de muerte.
¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?
¿Quién el sueño terrible de sus anémonas manchadas?
Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,
he dejado de ver tu barba llena de mariposas,
ni tus hombros de pana gastados por la luna,
ni tus muslos de Apolo virginal,
ni tu voz como una columna de ceniza;
anciano hermoso como la niebla
que gemías igual que un pájaro
con el sexo atravesado por una aguja,
enemigo del sátiro,
enemigo de la vid
y amante de los cuerpos bajo la burda tela.
Ni un solo momento, hermosura viril
que en montes de carbón, anuncios y ferrocarriles,
soñabas ser un río y dormir como un río
con aquel camarada que pondría en tu pecho
un pequeño dolor de ignorante leopardo.
Ni un sólo momento, Adán de sangre, macho,
hombre solo en el mar, viejo hermoso Walt Whitman,
porque por las azoteas,
agrupados en los bares,
saliendo en racimos de las alcantarillas,
temblando entre las piernas de los chauffeurs
o girando en las plataformas del ajenjo,
los maricas, Walt Whitman, te soñaban.
¡También ese! ¡También! Y se despeñan
sobre tu barba luminosa y casta,
rubios del norte, negros de la arena,
muchedumbres de gritos y ademanes,
como gatos y como las serpientes,
los maricas, Walt Whitman, los maricas
turbios de lágrimas, carne para fusta,
bota o mordisco de los domadores.
¡También ése! ¡También! Dedos teñidos
apuntan a la orilla de tu sueño
cuando el amigo come tu manzana
con un leve sabor de gasolina
y el sol canta por los ombligos
de los muchachos que juegan bajo los puentes.
Pero tú no buscabas los ojos arañados,
ni el pantano oscurísimo donde sumergen a los niños,
ni la saliva helada,
ni las curvas heridas como panza de sapo
que llevan los maricas en coches y terrazas
mientras la luna los azota por las esquinas del terror.
Tú buscabas un desnudo que fuera como un río,
toro y sueño que junte la rueda con el alga,
padre de tu agonía, camelia de tu muerte,
y gimiera en las llamas de tu ecuador oculto.
Porque es justo que el hombre no busque su deleite
en la selva de sangre de la mañana próxima.
El cielo tiene playas donde evitar la vida
y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.
Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño.
Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.
Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades,
la guerra pasa llorando con un millón de ratas grises,
los ricos dan a sus queridas
pequeños moribundos iluminados,
y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.
Puede el hombre, si quiere, conducir su deseo
por vena de coral o celeste desnudo.
Mañana los amores serán rocas y el Tiempo
una brisa que viene dormida por las ramas.
Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whítman,
contra el niño que escribe
nombre de niña en su almohada,
ni contra el muchacho que se viste de novia
en la oscuridad del ropero,
ni contra los solitarios de los casinos
que beben con asco el agua de la prostitución,
ni contra los hombres de mirada verde
que aman al hombre y queman sus labios en silencio.
Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades,
de carne tumefacta y pensamiento inmundo,
madres de lodo, arpías, enemigos sin sueño
del Amor que reparte coronas de alegría.
Contra vosotros siempre, que dais a los muchachos
gotas de sucia muerte con amargo veneno.
Contra vosotros siempre,
Faeries de Norteamérica,
Pájaros de la Habana,
Jotos de Méjico,
Sarasas de Cádiz,
Ápios de Sevilla,
Cancos de Madrid,
Floras de Alicante,
Adelaidas de Portugal.
¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!
Esclavos de la mujer, perras de sus tocadores,
abiertos en las plazas con fiebre de abanico
o emboscadas en yertos paisajes de cicuta.
¡No haya cuartel! La muerte
mana de vuestros ojos
y agrupa flores grises en la orilla del cieno.
¡No haya cuartel! ¡Alerta!
Que los confundidos, los puros,
los clásicos, los señalados, los suplicantes
os cierren las puertas de la bacanal.
Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson
con la barba hacia el polo y las manos abiertas.
Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando
camaradas que velen tu gacela sin cuerpo.
Duerme, no queda nada.
Una danza de muros agita las praderas
y América se anega de máquinas y llanto.
Quiero que el aire fuerte de la noche más honda
quite flores y letras del arco donde duermes
y un niño negro anuncie a los blancos del oro
la llegada del reino de la espiga.
aquí
Por otro lado, el también hermoso tema coheniano "Take this waltz," homenajeando a Lorca (que, como decía, es el nombre que L.C. le puso a su hija), llevó a que recordáramos la intensa época de Lorca en NY, que se expresó en poemas como éste (que nos lleva a Walt Whitman, y así seguimos)
Oda a Walt Whitman, de F.García Lorca
Por el East River y el Bronx
los muchachos cantaban enseñando sus cinturas,
con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.
Noventa mil mineros sacaban la plata de las rocas
y los niños dibujaban escaleras y perspectivas.
Pero ninguno se dormía,
ninguno quería ser el río,
ninguno amaba las hojas grandes,
ninguno la lengua azul de la playa.
Por el East River y el Queensborough
los muchachos luchaban con la industria,
y los judíos vendían al fauno del río
la rosa de la circuncisión
y el cielo desembocaba por los puentes y los tejados
manadas de bisontes empujadas por el viento.
Pero ninguno se detenía,
ninguno quería ser nube,
ninguno buscaba los helechos
ni la rueda amarilla del tamboril.
Cuando la luna salga
las poleas rodarán para tumbar el cielo;
un límite de agujas cercará la memoria
y los ataúdes se llevarán a los que no trabajan.
Nueva York de cieno,
Nueva York de alambres y de muerte.
¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?
¿Quién el sueño terrible de sus anémonas manchadas?
Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,
he dejado de ver tu barba llena de mariposas,
ni tus hombros de pana gastados por la luna,
ni tus muslos de Apolo virginal,
ni tu voz como una columna de ceniza;
anciano hermoso como la niebla
que gemías igual que un pájaro
con el sexo atravesado por una aguja,
enemigo del sátiro,
enemigo de la vid
y amante de los cuerpos bajo la burda tela.
Ni un solo momento, hermosura viril
que en montes de carbón, anuncios y ferrocarriles,
soñabas ser un río y dormir como un río
con aquel camarada que pondría en tu pecho
un pequeño dolor de ignorante leopardo.
Ni un sólo momento, Adán de sangre, macho,
hombre solo en el mar, viejo hermoso Walt Whitman,
porque por las azoteas,
agrupados en los bares,
saliendo en racimos de las alcantarillas,
temblando entre las piernas de los chauffeurs
o girando en las plataformas del ajenjo,
los maricas, Walt Whitman, te soñaban.
¡También ese! ¡También! Y se despeñan
sobre tu barba luminosa y casta,
rubios del norte, negros de la arena,
muchedumbres de gritos y ademanes,
como gatos y como las serpientes,
los maricas, Walt Whitman, los maricas
turbios de lágrimas, carne para fusta,
bota o mordisco de los domadores.
¡También ése! ¡También! Dedos teñidos
apuntan a la orilla de tu sueño
cuando el amigo come tu manzana
con un leve sabor de gasolina
y el sol canta por los ombligos
de los muchachos que juegan bajo los puentes.
Pero tú no buscabas los ojos arañados,
ni el pantano oscurísimo donde sumergen a los niños,
ni la saliva helada,
ni las curvas heridas como panza de sapo
que llevan los maricas en coches y terrazas
mientras la luna los azota por las esquinas del terror.
Tú buscabas un desnudo que fuera como un río,
toro y sueño que junte la rueda con el alga,
padre de tu agonía, camelia de tu muerte,
y gimiera en las llamas de tu ecuador oculto.
Porque es justo que el hombre no busque su deleite
en la selva de sangre de la mañana próxima.
El cielo tiene playas donde evitar la vida
y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.
Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño.
Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.
Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades,
la guerra pasa llorando con un millón de ratas grises,
los ricos dan a sus queridas
pequeños moribundos iluminados,
y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.
Puede el hombre, si quiere, conducir su deseo
por vena de coral o celeste desnudo.
Mañana los amores serán rocas y el Tiempo
una brisa que viene dormida por las ramas.
Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whítman,
contra el niño que escribe
nombre de niña en su almohada,
ni contra el muchacho que se viste de novia
en la oscuridad del ropero,
ni contra los solitarios de los casinos
que beben con asco el agua de la prostitución,
ni contra los hombres de mirada verde
que aman al hombre y queman sus labios en silencio.
Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades,
de carne tumefacta y pensamiento inmundo,
madres de lodo, arpías, enemigos sin sueño
del Amor que reparte coronas de alegría.
Contra vosotros siempre, que dais a los muchachos
gotas de sucia muerte con amargo veneno.
Contra vosotros siempre,
Faeries de Norteamérica,
Pájaros de la Habana,
Jotos de Méjico,
Sarasas de Cádiz,
Ápios de Sevilla,
Cancos de Madrid,
Floras de Alicante,
Adelaidas de Portugal.
¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!
Esclavos de la mujer, perras de sus tocadores,
abiertos en las plazas con fiebre de abanico
o emboscadas en yertos paisajes de cicuta.
¡No haya cuartel! La muerte
mana de vuestros ojos
y agrupa flores grises en la orilla del cieno.
¡No haya cuartel! ¡Alerta!
Que los confundidos, los puros,
los clásicos, los señalados, los suplicantes
os cierren las puertas de la bacanal.
Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson
con la barba hacia el polo y las manos abiertas.
Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando
camaradas que velen tu gacela sin cuerpo.
Duerme, no queda nada.
Una danza de muros agita las praderas
y América se anega de máquinas y llanto.
Quiero que el aire fuerte de la noche más honda
quite flores y letras del arco donde duermes
y un niño negro anuncie a los blancos del oro
la llegada del reino de la espiga.
17 dic 2007
Se viene el observatorio de publicidad y género (y niñez?)
Espero no ser imprudente comentando que este miércoles 19 a las 6 en el bar 6, de Palermo, nos reuniremos con Martín (JJ) y Damián A. a hablar sobre cómo pensar el observatorio de publicidad y género. No es una reunión fundacional sino meramente exploratoria, para revisar algunas primeras ideas sobre el tema. Si alguien interesado en el tema se quiere sumar, las puertas del bar estarán abiertas (por otros) y nosotros no las cerraremos
16 dic 2007
Por qué Rawls dejó la religión
En el texto "On My Religion," John Rawls cuenta por qué es que pasó, en pocos años, de considerar una carrera como religioso, a abandonar por completo sus creencias religiosas. El texto, casi desconocido y retomado recientemente por Thomas Pogge, es muy breve, y fue escrito por Rawls en los 90s. Allí se refiere a tres episodios determinantes de dicha decisión -los tres ocurridos entre 1944 y 1945- que trascribo como testimonio curioso, informativo. El primero de ellos sucedió en 1944, cuando Rawls peleaba en la Segunda Guerra Mundial, en el Regimiento de Infantería 32. Cuenta Rawls: "Un día, un Pastor Luterano vino al campamento y dio un breve sermón en el que dijo que Dios procuraba que nuestras balas alcanzaran a los japoneses, a la vez que nos protegía de las de ellos. No se por qué me puse tan furioso, pero lo cierto es que me enojé. Me dirigí al Pastor (que era Teniente Primero), y me quejé de que hubiera dicho lo que él -siendo Luterano- sabía bien que era una falsedad acerca de la divina providencia. Qué otra razón podría haber tenido sino la de reconfortar a las tropas. La doctrina cristiana no debía ser usada para eso, pero eso era lo que ocurría."
El segundo incidente ocurrió en 1945, cuando el Sargento Primero del cuerpo en el que participaba Rawls fue en busca de dos voluntarios, uno para acompañar al Coronel de la División a observar las posiciones de los japoneses, el otro para dar sangre para un soldado herido. Rawls se propuso entonces como voluntario, junto con otro soldado: daría sangre el que tuviera el tipo requerido, y el otro iría con el Coronel. Rawls tenía el tipo correcto, por lo que se quedó dando sangre, mientras su compañero marchaba de observación. Al poco tiempo, Rawls escucha el ruido de morteros disparando, y el Coronel y su amigo mueren por el ataque sorpresivo. Dice Rawls: "no sé por qué es que este incidente me afectó tanto, más allá del orgullo que sentía hacia (mi compañero), dado que la muerte era algo que ocurría a diario." Lo cierto es que el filósofo quedó conmovido por el evento.
El tercer incidente, dice Rawls, "es algo más que un incidente, dado que se extendió por un período largo de tiempo." "Ocurrió en Abril, si recuerdo bien...cuando el Regimiento estaba descansando y recibiendo reemplazos. Fuimos entonces al cine del cuartel, en donde también se emitían noticias del servicio de informaciones del ejército. Fue aquí, según creo, donde supe por primera vez del Holocausto, ya que aparecieron los primeros reportes de las tropas americanas volviendo de dos campos de concentración que habían conocido. Por supuesto, muchos sabían de esto desde mucho antes, pero la información no había estado a disposición de los soldados en el campo de batalla."
Y concluye "Estos incidentes...me afectaron del mismo modo. Me llevaron a preguntarme si el rezo era posible. Cómo podía pedirle a Dios que me ayudara a mí o a mi familia, a mi país, o a otros a quienes yo quería y por quienes me preocupaba, si Dios no había salvado a millones de judíos, de Hitler...La historia no puede ser interpretada (como lo hiciera Lincoln, al decir que la Guerra Civil era un castigo divino, por el horror de la esclavitud) diciendo que expresa la voluntad de Dios. La voluntad de Dios debe estar de acuerdo con ideas básicas de justicia, tal como las conocemos. Qué otra cosa puede ser, sino, la justicia? Poco a poco, comencé a rechazar la idea de la supremacía divina...Los meses y años siguientes me llevaron a dejar de lado, de modo creciente, muchas de las principales doctrinas de la Cristiandad, y el Cristianismo se convirtió en algo cada vez más ajeno a mi."
15 dic 2007
El poeta Leonard Cohen
Gran músico canadiense, gran poeta, Leonard Cohen, goza de todo mi crédito blogense. Hoy pasé buena parte del día con este hermoso poema-canción de fondo, interpretado magistralmente por Nina Simone. Los temas de Cohen, interpretados por él mismo, suenan muy bien, pero como ocurre con los de Dylan, son temas tan generosos que suelen sentarle bien a buena parte de quienes los toman a su cuidado (ahora me viene a la mente una gran versión de KDLang sobre "Bird on a Wire," también del maestro). Transcribo la letra de "Suzanne," pero la verdad es que hay que escucharla cantada, y si es por Nina mejor todavía
Leonard Cohen - Suzanne Lyrics
Suzanne takes you down to her place near the river
You can hear the boats go by
You can spend the night beside her
And you know that she's half crazy
But that's why you want to be there
And she feeds you tea and oranges
That come all the way from China
And just when you mean to tell her
That you have no love to give her
Then she gets you on her wavelength
And she lets the river answer
That you've always been her lover
And you want to travel with her
And you want to travel blind
And you know that she will trust you
For you've touched her perfect body with your mind.
And Jesus was a sailor
When he walked upon the water
And he spent a long time watching
From his lonely wooden tower
And when he knew for certain
Only drowning men could see him
He said "All men will be sailors then
Until the sea shall free them"
But he himself was broken
Long before the sky would open
Forsaken, almost human
He sank beneath your wisdom like a stone
And you want to travel with him
And you want to travel blind
And you think maybe you'll trust him
For he's touched your perfect body with his mind.
Now Suzanne takes your hand
And she leads you to the river
She is wearing rags and feathers
From Salvation Army counters
And the sun pours down like honey
On our lady of the harbour
And she shows you where to look
Among the garbage and the flowers
There are heroes in the seaweed
There are children in the morning
They are leaning out for love
And they will lean that way forever
While Suzanne holds the mirror
And you want to travel with her
And you want to travel blind
And you know that you can trust her
For she's touched your perfect body with her mind.
12 dic 2007
Sobre la teoría impura de Diego López
Diego López Medina es un muy joven, listo e influyente constitucionalista colombiano. Su primer libro importante, La Teoría Impura del Derecho, obtuvo una gran repercusión en su país y trascendió también las fronteras del mismo. Hace un tiempo, el amigo Daniel Bonilla, también colombiano, me invitó a participar en una obra colectiva destinada a examinar críticamente aquel libro, dejándole a Diego, además, la posibilidad de una réplica final. El libro, según tengo entendido, está pronto a salir. Como adelanto, aquí va una parte (en realidad, varios recortes) de mi análisis sobre el trabajo de Diego. En líneas generales, y como anticipo, diría que La Teoría Impura me pareció un texto novedoso e interesante, escrito por una persona dotada de conocimientos, pasión, una temprana autoridad, y una clara voz propia. Sin embargo, diría también que, a nivel descriptivo, el estudio me pareció basado en una sociología jurídica algo apresurada, mientras que, a nivel normativo, no me resultó demasiado atractivo. Según sostuve en mi comentario, el texto parecía moverse entre una posición desafiante, y otra innecesariamente complaciente. En mi análisis, decía entonces que la potencia crítica del libro acababa por deshacerse, en una implosión provocada por el propio autor. En lo que sigue, me ocupo menos de su aspecto descriptivo (que aparece, sí, en la versión completa del texto que sigue), que de su proyecto normativo. Ahí va:
El trabajo de López reviste interés, entre otras razones, porque nos llama la atención acerca de los modos en que se produce, recepta, circula o transmuta la teoría jurídica. Y esto es importante, sobre todo, cuando reconocemos el riesgo de emplear teorías, como muchas veces lo hacemos, sin reflexionar sobre el contexto en el cual y para el cual nacieron, y las razones por las que se afincaron o germinaron en otras latitudes. La conciencia de este tipo de fenómenos puede ayudarnos, entre otras cosas, a adoptar una postura más razonablemente crítica o menos ingenua frente a las mismas...
Contrastando con la lectura (aparentemente) dominante, que piensa a la recepción como copia/ mala lectura, López parece operar con un ejemplo en mente –llamémoslo el buen caso o caso de la re-creación. Ocurre aquí que, un cierto texto, producido “fronteras afuera” es re-leído y re-creado localmente con un sentido diferente del que le era propio en su “contexto de descubrimiento.” Ello así, por ejemplo, porque dicho texto, recuperado en y por una tradición diferente a aquella en la que se originara, es susceptible de generar discusiones inesperadas, dadas las nuevas condiciones contextuales en las que ahora se lo lee. Una buena ilustración de este caso puede verse en la recepción que, aparentemente, se realizara en (algún lugar de) Colombia en relación con teorías como las de Hans Kelsen y H. Hart. Aunque diferente del uso y entendimiento que se diera a tales autores en los Estados Unidos, dicha recepción pareció ser rica y creativa –capaz de explotar adecuadamente el espacio que López detecta entre producción y recepción, hasta constituirse en una actividad de producción en sí misma.
Antes de referirme a algunos de los varios casos que López no explora, quisiera decir algo sobre un caso en el que él sí piensa, que es el de la copia/ mala lectura. Ante todo (y a riesgo de ser hiper-simplista en mi análisis) diría que fenómenos como los citados se producen, seguramente, y de modo muy habitual, por razones finalmente entendibles, aunque no justificables. Crisis económicas como las que son habituales en la región hacen que en muchos de nuestros países existan flacas bibliotecas jurídicas y grandes dificultades para acceder al mejor y más actualizado material de teoría jurídica existente. Por otro lado, dichas dificultades económicas hacen que muchos de los integrantes de nuestras comunidades jurídicas se vean obligados a trabajar en exceso, quitando tiempo y posibilidades a su formación intelectual...Problemas como los citados facilitan la aparición de “errores” en la interpretación y recepción de teorías “importadas.” ¿Por qué, en esos casos, deberíamos negarnos a hablar de errores, si es que ellos aparecen en la recepción que hacen nuestros agentes jurídicos de las teorías provenientes del “norte”? Hablar de errores, en estos casos, no implica decir que los productores centrales de la teoría jurídica (quienesquiera que sean) siempre estén en lo cierto; o afirmar que “ellos” son más inteligentes que “nosotros” (sean quienes sean los “ellos” y “nosotros” del caso); o considerar que hay un único sentido posible en el que interpretar aquellos textos “importados;” o sostener que “nuestras” lecturas deberían ser, en lo posible, siempre reemplazadas por otras más “normalizadas.” Todo esto puede ser falso o inadmisible, pero aún así puede –como suele- ocurrir que cometamos errores interpretativos, frente a los cuales, por supuesto, se requieren correcciones y críticas.
...
Ahora bien, la principal situación a la que quiero referirme tienen menos que ver con el caso de la copia apuntado por López, y más con lo que llamaría malos casos o casos de manipulación. Muchas veces, actores principales de la novela jurídica latinoamericana se apoyan en alguna teoría del derecho con el único o principal objeto de manipularla, poniéndola al servicio de las decisiones que quieren apoyar, y que intuyen sedientas (por carentes) de algún sustento intelectual. ..El mal caso o caso de la manipulación viene junto con otros casos, como los de abuso de autoridad o citas ad hominem que revelan, otra vez, actitudes abusivas del poder por parte de las autoridades jurídicas locales. Aquí, las teorías importadas son utilizadas no para desarrollar o expandir una discusión en curso, sino para poner fin a ella. El expositor de la misma aprovecha entonces su conocimiento (normalmente muy parcial) de la teoría del caso, para abusar de su (parcializado) saber y acallar así a sus ocasionales opositores, o simplemente imponer su supuesta autoridad intelectual sobre ellos.
El reconocimiento de este tipo de malos casos (entre tantos posibles) puede ayudarnos, ante todo, a esquivar la dicotomía que nos propone López, entre la lectura auto-flagelatoria de la recepción (“sólo sabemos copiar, y además lo hacemos mal”), y la suya, más celebratoria (una empeñada en encontrar riqueza y creatividad en las actividades receptivas). Según entiendo, muchas de las tergiversaciones o transmutaciones que se producen en relación con las teorías jurídicas “centrales” no son producto de una recepción creativa de las mismas, sino de la mera manipulación de aquellas. Pero lo más importante es que si, tal como pienso, casos como los malos casos son bastante habituales en Latinoamérica, ello nos daría razón para mantener muy en alto la guardia crítica. Uno pasaría a mirar con más sospecha, entonces, las referencias hechas por las autoridades jurídicas locales (los jueces en sus decisiones, los profesores en sus clases, los doctrinarios en sus escritos) a las teorías “transplantadas.” Muchas de las teorías presentadas como verdaderas y objetivas resultarían, así, fundamentalmente objetables y merecerían ser, por tanto, simplemente rechazadas en dicha presentación. Otra vez, tendríamos razones para atacar las transmutaciones producidas, y considerar “erradas” o “distorsivas” las lecturas del caso (en esta oportunidad, a partir de la mala fe de sus intérpretes).
Un elogio a la jurisprudencia predominante
Lo dicho hasta aquí, por supuesto, no niega la existencia de “buenos casos” en la recepción de textos; ni desconoce la importancia de tomar más en serio los modos en que receptamos teorías foráneas; ni se propone reivindicar una actitud “seguidista” y pasiva frente a lo producido en el exterior. Más bien, lo que propongo es no abandonar nunca una actitud radicalmente crítica, frente a cualquier texto al que nos enfrentemos, ya sea éste producido en el “norte,” en el “sur,” en Colombia o en la Argentina. López, sin embargo, se niega explícitamente a propiciar esa revisión crítica. Se pregunta, “tenemos, como parece ser la opinión mayoritaria, que enderezar y corregir estas malas lecturas que se generan en sitios de recepción”? Y responde, de modo contundente, “pienso que no.” Para justificar dicha negativa, el autor presenta varias razones, todas ellas cuestionables. Veámoslas de a una.
Por una parte, López nos dice que, sin la redención de nuestra práctica transmutativa “finalmente, [no se podría] explicar el inventario efectivo de ideas que constituyen la cultura jurídica local.” Lo cierto es que no veo ninguna razón para que ello sea así. Podemos explicar nuestro inventario de ideas, sus orígenes y desarrollos, y al mismo tiempo criticarlo, tratando de “enderezarlo y corregirlo.” López nos dice también que “la descripción y el análisis de los procesos de transmutación constituyen un paso inevitable en la consciente auto-apropiación de las teorías jurídicas locales, usualmente invisibilizadas por la ficción de una continuidad acrítica con la [teoría transnacional del derecho].” Otra vez, creo que López se equivoca o no justifica bien su postura. Primero, porque no veo que sea “inevitable” “la descripción y el análisis de los procesos de transmutación,” para el desarrollo propuesto. Dicha descripción puede ser valiosa y bienvenida, pero no es claro que sea inevitable. Pero lo más importante es que todo ello no niega en absoluto la importancia de corregir los errores del caso. Si nuestros jueces y profesores comenzaran a utilizar los textos de Ely y Dworkin para justificar la opresión de las minorías, habría que decirles una y mil veces que están equivocados, y no aplaudirlos por el modo creativo en que “transmutan” a dichos autores. A ellos podríamos decirles, una y mil veces, que están haciendo mala teoría, que están distorsionando el sentido original de aquellos textos, y que de ese modo están contribuyendo a afectar, injustificadamente, los derechos de terceros. Finalmente, López justifica su rechazo frente al “enderezamiento y la corrección” diciendo que “las lecturas tergiversadas son importantes, ya no sólo para la refundación de teorías locales con altos niveles de autoestima y relevancia [sic], sino también incluso para la animación y dinamización de la discusión...” De ese modo, advertiríamos que las jurisprudencias locales tienen “mucho que aportar” a la teoría transnacional “en vez de asumir que ciertas lecturas estándar centrales tienen derechos a la hegemonía universal.” Creo que López confunde innecesariamente las cosas. No hay ninguna duda de que, desde la periferia de la producción científica tenemos mucho que aportar a la “gran teoría central;” y está claro también que no tenemos por qué asumir, como a veces lo hacemos, que “ciertas lecturas estándar centrales tienen derechos a la hegemonía universal.” Pero por qué es que ello debe llevarnos a rechazar la posibilidad de “enderezar y corregir” nuestras malas lecturas? Si (perdón que insista con el mismo ejemplo, pero me resulta útil para hacer más visibles los problemas en juego) pretendiéramos ingresar en la “discusión universal” sosteniendo que textos como los de Ely y Dworkin vienen a fundamentar la opresión de las minorías, nos ignorarían abiertamente o se sonreirían frente a nosotros, y con razón.
...
López nos habla de la importancia de las lecturas tergiversadas para la “refundación de teorías locales con altos niveles de autoestima” (la transmutación, dice también, nos ayuda a “generar un sentido de tradición, relevancia y autoestima”). Y agrega que las “lecturas tergiversadas crean la misma experiencia de satisfacción y éxito que uno alcanza cuando uno entiende una argumentación teórica en un sentido más estricto y tradicional.” Y es en estas notas (sobre las cuales no presionaré demasiado) en donde más se hace evidente la pérdida de la fuerza crítica de su trabajo. Aquí es donde se advierte con mayor claridad la aparición de un tono innecesariamente complaciente, en definitiva el riesgo de convertir a su texto en un manual de auto-ayuda para juristas latinoamericanos acongojados por el poco reconocimiento que obtienen en el exterior.
En lo personal, tengo pocas dudas de que los modos en que se produce la selección de autores y textos académicos, en el exterior, responden a razones muchas veces reprochables e inequitativas para con los juristas latinoamericanos...Pero nada de ello debe llevarnos a la auto-complaciencia o a perder acidez crítica, particularmente en un ambiente intelectual como el nuestro. Y es que cuando menos son los que participan del mismo, y más las desigualdades contextuales existentes, más altos son los riesgos del abuso y mayores los peligros de generar y persistir en genuinos errores. Cuando son menos los que debates son menos, también, los capacitados para corregirnos; menos los que pueden mostrarnos que estamos leyendo mal algún texto o insistiendo en interpretaciones dogmáticas e injustificadas; menos los que pueden hacernos ver nuestros errores lógicos o la carencia de datos relevantes para apoyar las afirmaciones que queremos apoyar. Es en estos contextos, justamente, en donde debemos ser más implacables con nosotros mismos, en donde debemos ser más sensibles frente a las observaciones que los demás puedan hacer frente a nuestros dichos. Y es en estos contextos –en donde los “errores” jurídicos y las malas interpretaciones se encuentran menos mediadas y tienen, por ello, más capacidad para afectar inmediatamente los derechos de terceros- en donde más nos debe preocupar contar con una teoría del derecho purificada. Purificada, quiero decir, de distorsiones, lecturas abusivas y manipulaciones, lo que no quiere decir obsecuente hacia la producción “central” ni complaciente hacia la recepción “periférica.”
Suscribirse a:
Entradas (Atom)