22 sept 2018

"Castigar al Prójimo" en debate



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Roberto Gargarella*[1]
Me siento muy honrado por la invitación que me formularan Fernando Bracaccini y Santiago Mollis: me llena de orgullo que hayan escogido mi libro Castigar al prójimo como objeto de estudio y reflexión crítica. Gracias a ambos por eso. Uno escribe con la ilusión de hacer algún pequeño aporte en el extendido diálogo colectivo en el que estamos inmersos, y la ocasión de este volumen ayuda a creer que ese específico aporte ha tenido sentido. Me siento muy reconocido por ello. También me alegra mucho el seleccionado de gente que Fernando y Santiago han convocado, para participar de este emprendimiento. Se trata de un seleccionado de amigos y amigas, que combina inmejorablemente cualidades personales y aptitudes académicas: son invitados ideales para formar parte de este trabajo colectivo. A todos los participantes les agradezco también su trabajo. Mis gracias van, primero por haber aceptado formar parte de este proyecto, y luego por haberse sumado al mismo con el compromiso, la seriedad y la amistad con que lo han hecho. Me resulta muy grato responderles ahora… aunque me resulte muy difícil hacerlo!  

En las próximas páginas, y muy brevemente, voy a ofrecer algunas primeras respuestas a los comentarios que han realizado estos colegas y amigos, sobre mi trabajo. No lo haré tratando de responder detalladamente a cada una de las agudas observaciones que han presentado, sino escogiendo, en cada caso, algún punto o algunas cuestiones particularmente salientes. Espero, de este modo, contribuir a la larga e inacabada conversación que venimos poniendo en práctica desde hace años, y que esperamos seguir llevando adelante y tan lejos como podamos.

Leonardo Pitlevnik
Leonardo presenta en su texto una serie de comentarios bien interesantes sobre el capítulo 1 de mi libro, que resumiría en una observación u objeción mayor: la del carácter indebidamente utópico o irrealista del proyecto que presento. El inapropiado carácter de mi propuesta podría localizarse en niveles distintos: cuando le exijo al Estado que se involucre en un tipo de tareas que no le corresponden o no está en condiciones de llevar a cabo; cuando pretendo de los ofensores cambios (moralizados, perfeccionistas) que deberían ser resistidos; cuando espero una “redención” colectiva y final, en verdad inimaginable e inatractiva; etc. Me importa mucho abordar este tipo de críticas, y es una suerte poder hacerlo en mi primer comentario, dado que el fracaso en este punto conllevaría en buena medida el fracaso del proyecto en todo lo que sigue luego.
Ante todo (y aunque no pueda salvar todas las objeciones de Leonardo de este modo) comenzaría insistiendo sobre una idea crucial, que es la siguiente. Muchos de mis trabajos –y, claramente, mis escritos en el área penal- se apoyan en un ideal regulativo que, como tal, no pretende describir la realidad circundante, sino ayudarnos a criticarla. Cuando uno habla, entonces, de una “comunidad de iguales,” o de una “democracia deliberativa,” o de “ciudadanos movidos por la virtud cívica”, es obvio que uno no pretende describir sociedades, grupos o individuos que sabemos demasiado diferentes de tipos ideales como lo citados. Hablamos de criterios y parámetros que pretendemos justificar, o que consideramos justificados, y que pueden servirnos para orientar nuestras acciones reconstructivas, y para fundar nuestras críticas a las instituciones y prácticas ya existentes.
Por supuesto, tal vez las reformas que requerimos o necesitamos no se concreten nunca, mucho menos en su forma más plena. Pero ello no le quita fuerza al ideal regulativo del caso. Pensemos en los tres grandes pasos del universo penal. Primero, determinar que el proceso penal debe re-orientarse de acuerdo con el ideal regulativo del diálogo sirve, según entiendo, como poderosa herramienta de crítica sobre los principios que hoy lo orientan. El ideal regulativo del diálogo nos ofrece, al mismo tiempo, un buen criterio para redireccionar los modos en que hoy se encuentra organizado el proceso penal. Segundo, y del mismo modo, cuando definimos que la sentencia penal –idealmente- debe receptar la participación de todas las comunidades afectadas, habilitamos una serie de críticas relevantes a las prácticas existentes, a la vez que tornamos atractivas muchas alternativas a mano, como las vinculadas con la justicia restaurativa. Finalmente, y en lo que representa uno de los pasos más cruciales dentro del libro, cuando reconocemos que la ciudadanía tiene el derecho de participar en la discusión, creación e implementación de las normas penales, quedamos bien posicionados para criticar las formas elitistas y populistas que hoy caracterizan a la creación de las normas penales. Todo este bagaje de críticas y propuestas (aquí condensado en un párrafo) nos abre -entiendo yo- a un modo muy diferente, interesante y posible, de pensar la cuestión penal.
Dicho lo anterior, insistiría sobre un punto ya mencionado: las críticas que me formula Leonardo no se salvan, exclusivamente, clarificando las implicaciones y alcances del ideal regulativo recién mencionado. Él dice y puede decir con razón, que el ideal se encuentra mal orientado, en muchos casos, porque pide a los jueces, a los jueces penales en particular, y al Estado en general, que se involucren en tareas que no les corresponden, o para las que no están bien preparados.
Sobre el tema, habría muchas cosas que decir, aclarar y rectificar también. En lo que sigue, espero abordar y poder dar cuenta de algunas de las objeciones de Leonardo a través del recurso a un ejemplo diferente al que en parte uso y en parte él retoma en su crítica –el referido al consumo personal de estupefacientes (ejemplo importante para mí, pero capaz de dar lugar a malentendidos, y dejar visibles ciertos problemas propios del enfoque que propongo).
El ejemplo que usaría es el de la toma de tierras en el Parque Indoamericano, en el 2010 –un problema que involucró al gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, al de la Provincia de Buenos Aires y al gobierno nacional. Recordemos el caso: él nos refiere a ocupaciones ilegales, llevadas a cabo por personas en situación de miseria, afectadas en sus derechos más básicos (incluyendo su derecho a la alimentación y a una vivienda digna), y en un marco social y político grave, que incluía situaciones de violencia (armada), “mafias”, oportunismo político, etc. El ejemplo promete ser útil en el contexto de esta discusión, por muchas razones: él nos ayuda a “bajar a tierra” del modo más abrupto muchas de las reflexiones “abstractas” que aparecen en el libro; nos confronta con sociedades desiguales e injustas como la nuestra; nos refiere a problemas que han sido retomados principalmente por jueces penales; nos coloca frente a una situación que es muy común en toda la región, que reclama la intervención del Estado, y en relación con el cual - lo sabemos- el Estado ha respondido, en general, de los peores modos. El ejemplo nos confronta, finalmente, con una situación que –a pesar de su tremenda brutalidad- puede ser pensada mejor con la ayuda de un “abstracto” e “irreal” ideal regulativo. 
En el análisis de ese ejemplo, diría lo siguiente. En los hechos, en aquella situación de inusitada gravedad, violencia e injusticia, conocimos la posibilidad de modos muy diferentes de la intervención judicial. Hubo entonces, en la práctica, al menos tres respuestas muy diversas, que subrayaría en lo que sigue. Primero, una respuesta coercitiva y de “mano dura,” propia de la peor tradición judicial-penal de la Argentina: “aquí se quebró el orden legal, y los ocupantes ilegales deben pagar por lo que han hecho” –podían decirnos los agentes de la “mano dura.” Segundo, encontramos también impulsos dirigidos hacia la respuesta opuesta, esto es, la respuesta propia de lo que llamaría el “garantismo bobo”, que pretende afirmar algo así como que “aquí no ha pasado nada”. Dicha versión ligera del garantismo, busca habitualmente “inventar” algún escape legal que permita “salir del paso” y asegurar el “retiro” de la amenaza penal representada por el Estado. Su respuesta parece resumirse –insisto- en la idea de “aquí no ha pasado nada.” Finalmente, destacaría que en el mismo caso, y frente a las desgracias ocurridas, aparecieron también iniciativas judiciales orientadas en la dirección que estimo más apropiada –la dirección que desde mi trabajo he querido alentar. Me refiero a las iniciativas judiciales destinadas a convocar a las partes, reunirlas, llamar al diálogo, y buscar soluciones en el marco de la Constitución, y bajo supervisión judicial[FB1] .[2] Quienes defendemos el ideal de la “democracia conversacional” o “dialógica,” entendemos que los jueces (aún los penales) pueden y deben, aún o sobre todo en casos socialmente difíciles como los que involucran ocupación ilegal de tierras; enfrentamiento entre facciones (de la misma comunidad o no); consumo de estupefacientes; maltrato a comunidades indígenas; y tantos otros, optar por alternativas de encuentro y diálogo, para favorecer la adopción de soluciones concertadas, en donde las partes afectadas (particularmente las más vulnerables) ganen visibilidad y, sobre todo, “voz”, en contextos en donde habitualmente carecen de toda presencia institucional efectiva y eficiente. En definitiva –y concluyo con esto- ideales “dialógicos” como los definidos en el libro, no pretenden hablar sólo de situaciones imaginables en los países nórdicos o más desarrollados, ni nos refiere a situaciones completamente desvinculadas de nuestra realidad. Por el contrario, tales ideales están pensados para “activarse” en contextos tan dramáticos como los nuestros, y ayudarnos a navegar en las difíciles aguas en las que solemos movernos.

Marcelo Alegre
Con Marcelo hace décadas que llevamos adelante este diálogo, en torno a las tensiones que se suscitan entre la democracia y los derechos, y acerca del papel que les corresponde a los jueces en dicho contexto. Recurrentemente, tal conversación resurge con motivos, razones y excusas diferentes –en este caso, mi análisis sobre (algunos textos de) la obra de Luigi Ferrajoli. Por supuesto, la discusión que desarrollamos Marcelo y yo se enmarca en una discusión mayor, que nos antecede y sobrepasa grandemente: se trata de la misma –legendaria, persistente, inacabada- discusión entre liberalismo y democracia. Señalo lo anterior, simplemente, para despejar cualquier duda y cualquier ilusión acerca de la posibilidad de, finalmente, resolver la discusión que nos envuelve.
De mi parte, puede ocurrir que cargue exageradamente las tintas sobre las afirmaciones que –repetidamente- hace Ferrajoli y que denotan (lo que yo llamo) su “desconfianza democrática”. Sin embargo, dicha “desconfianza” no es ajena a la tradición liberal en la que se inscribe la obra de Ferrajoli, y en la que se inscribe también Marcelo. La cuestión en juego, entonces, y como siempre, es la siguiente: ¿qué es lo que debe hacerse cuando ciertos derechos o garantías aparecen amenazadas por la democracia? Para el liberalismo que Marcelo y Ferrajoli representan, la respuesta parece obvia: dicha situación hace un llamado a una fuerte intervención judicial. Ellos –los jueces- quedan a cargo último y principal de la custodia de los derechos. Afirma Marcelo: “Ferrajoli no precisa ninguna estadística ni sustento empírico (para afirmar que) el mero hecho de que los derechos puedan ser eliminados por las mayorías políticas…es incompatible con la noción de la democracia constitucional”. Y también: “[el argumento de Ferrajoli] es categórico. Las garantías penales no pueden estar sujetas a la voluntad política porque eso las degrada.”
No entiendo bien qué es lo que quiere enfatizar Marcelo al aludir al carácter “categórico” de la afirmación de Ferrajoli –menos aún en este contexto, en donde discutimos acerca de lo que deben hacer jueces, legisladores y ciudadanos. Por un lado, parte de las afirmaciones de Ferrajoli no son categóricas, sino dependientes del contexto, y como tales, remiten a un imaginario que no es el nuestro, ni es el imaginario que tienen razones para retomar los demócratas de nuestro tiempo. Ferrajoli, como Eugenio Zaffaroni y tantos de los buenos teóricos liberales de su tiempo, parecen operar bajo el paradigma de lo que fuera la tragedia del genocidio y las masacres de masas, llevadas a cabo en contextos como el del nazismo o fascismo, a partir de una total ausencia de elecciones libres, partidos políticos y sindicatos restringidos, persecución de la oposición, etc. Tales desgracias parecen alimentar muchos de los dichos y predicciones de nuestros liberales, acerca del funcionamiento de las democracias reales de nuestro tiempo. Pero lo cierto es que los defectos propios de nuestras democracias parecen ser otros, y los remedios imaginables frente a sus problemas también pueden ser otros –pienso en remedios capaces de fortalecer, en lugar de socavar, el componente democrático de sus procedimientos.
Por lo demás, a la hora del examen crítico de nuestras instituciones, resulta crucial, como siempre, ver cuál es el ideal regulativo democrático en el cual nos basamos para nuestro análisis crítico. Ello, para no caer en el problema Schmittiano, que consistió en describir apropiadamente la crisis de la representación de su tiempo, para aconsejar frente a ella salidas dirigidas no al reforzamiento de sus instituciones, sino a la directa clausura de la democracia. Lo mismo pediría para nuestro caso: la presencia de gobiernos de espanto (pensemos en los Berlusconi o los Menem de nuestro tiempo) no deben llevarnos a pensar en soluciones que debiliten aún más el carácter democrático de nuestros gobiernos. Necesitamos más, y no menos, debate democrático; más discusión colectiva que imposición judicial.
Por otro lado, así como Ferrajoli puede afirmar categóricamente que los derechos no deben depender de la voluntad democrática de las mayorías, nosotros también podemos afirmar, categóricamente que los derechos de las personas (incluido su derecho a la participación democrática) no deben depender de la voluntad discrecional de ningún tribunal, ni de ningún juez. De todos modos, no avanzamos mucho con estas meras afirmaciones categóricas. Necesitamos entonces pensar en arreglos institucionales posibles, sabiendo que no vamos a encontrar el arreglo institucional perfecto, ni uno capaz de combinar adecuadamente todos los distintos principios y criterios que queremos ver respetados. La tarea que nos queda por delante es una tarea -empírica en buena medida- similar a la que imaginara y propusiera Ronald Dworkin (un autor que Marcelo, tanto como Ferrajoli, quieren seguir de cerca) en su trabajo sobre “La lectura moral de la Constitución.” Necesitamos evaluar entonces, y por ejemplo, si un sistema de control judicial como el que tenemos en la práctica (con jueces dependientes de la política, mal preparados, conservadores en su mayoría, y con una práctica marcada por las habituales violaciones de derechos) constituye una buena respuesta institucional para satisfacer nuestras principales preocupaciones, en materia de democracia y derechos.
Necesitamos reconocer, asimismo, que la única alternativa frente al control judicial no es la que ofrece la política actual (marcada por vicios y problemas semejantes o peores a los que afectan a la justicia). Afortunadamente, contamos con un ideal regulativo, y con ejemplos prácticos ya existentes –en el país y fuera el mismo- que nos permiten vislumbrar caminos alternativos, más afines a una democracia dialógica, y capaces de fortalecer al mismo tiempo el respeto de los derechos.[3] La exploración de estas alternativas democráticas, según entiendo, constituye una buena manera de honrar el reclamo que hace Marcelo, a favor de una “mirada internalista” –antes que meramente externa- acerca del funcionamiento de nuestro sistema democrático.

Leonardo Filippini
El trabajo de Leonardo se concentra en una reflexión crítica de primera importancia, que tiene que ver con los riesgos de la discrecionalidad judicial que mi visión sobre la justicia seguiría favoreciendo. La cuestión es importante (insisto: lo es particularmente para mi trabajo) dado que, desde hace casi 30 años vengo reflexionando críticamente en torno a la labor judicial y la “objeción contra-mayoritaria” de la que hablara Alexander Bickel (al tema le dediqué, por caso, mi primera tesis doctoral, expresada luego en mi libro La justicia frente al gobierno).
Desde lejos, pero en paralelo a la reflexión que llevaban adelante importantes autores en el área, como Jeremy Waldron o Mark Tushnet, mi trabajo sobre el tema evolucionó y –según quiero creer- se fue refinando con el paso en el tiempo. Así, muchos de nosotros, críticos del control judicial tradicional, fuimos dejando atrás o precisando el tipo de críticas que hiciéramos al control judicial, entre 1980 y mediados de 1990 (recordemos que, por entonces, Waldron hablaba del carácter “ofensivo” e “insultante” del control judicial, y Tushnet titulaba su principal libro sobre el tema: Taking the Constitution away from the Courts).
Por cierto, no creo que muchos de quienes nos involucramos entonces en aquella tarea crítica hayamos abandonado en estos tiempos nuestros compromisos iniciales. Lo que sí hemos hecho –muchos, y de modos diferentes- es reencauzar la dirección de nuestro proyecto de fondo, para ajustar y definir mejor el blanco de nuestras objeciones.[4]
Con la ayuda de Jack Balkin y algunos autores inscriptos en el constitucionalismo popular; y ayudados por la emergencia de la famosa notwithstanding clause canadiense, muchos pasamos a tomar como centro de nuestras críticas no al control judicial, sino a la última palabra de los jueces, en materias constitucionales. La “ofensa” a la democracia se concretaba, entonces, si no era la propia ciudadanía –directamente o a través de sus representantes-  la que se quedaba con el control último de las cuestiones constitucionales fundamentales, sino una elite de jueces.
En mi caso particular, y desde principios de los 90, he estado reflexionando acerca de modalidades posibles, y más justificadas, de la intervención judicial, no sólo compatibles sino además funcionales al reforzamiento de una democracia deliberativa. Limitando, expandiendo y corrigiendo las sugerencias que realizara Nino en el área en los últimos años (expuestas, por caso, en su libro Fundamentos de derecho constitucional), presenté en trabajos diferentes alternativas posibles de control constitucional, compatibles con una democracia deliberativa, y al servicio de la misma. Defendí entonces, y por ejemplo, un control constitucional concentrado fundamentalmente en el proceso democrático (con una definición bastante robusta –más robusta de la que ofreciera John Ely- de “proceso democrático”), que incluía la supervisión de los debates de los poderes políticos, y el favorecimiento de salidas “dialógicas” a los problemas comunes. Y es aquí donde la preocupación de Leonardo muestra su pertinencia: no es que de este modo favorecemos todavía niveles de discrecionalidad judicial indeseables?
El interrogante que presenta Leonardo es importante, y mi primera reacción frente al mismo consiste en responder que ese tipo de problemas, relacionados con el diálogo democrático, deben ser resueltos a partir del diálogo democrático. Ello así, con algunos aprendizajes y algunas salvedades que pueden ayudarnos, más no sea, a transitar mejor este camino difícil. Primero, diría que en cuestiones de interés público (dejo para otra oportunidad la reflexión acerca de la súper-polémica distinción entre lo público y lo privado), la “última palabra” debe quedar en manos de la democracia. Segundo, subrayaría que la idea de democracia que utilizo resulta (como debe ser claro a esta altura) una idea muy “robusta”, y nada inocente. Son muchas las cuestiones que habría que aclarar al respecto, pero aquí me contentaría con señalar sólo algunas de ellas: i) en el marco de una profunda crisis del sistema representativo, como la que nos afecta, no puede equipararse alegremente, y sin más, la reflexión colectiva de la ciudadanía, con la decisión (inconsulta, a las apuradas, sin controles apropiados) de los representantes; ii) en el marco de los graves niveles de desigualdad que afectan a sociedades como la nuestra, deben establecerse alertas especiales frente a los modos en que “la palabra” pública queda afectada por las desigualdades generadas por el dinero (así, en el financiamiento de campañas; en la concentración de los medios de comunicación; etc.); iii) en el marco de una teoría de la democracia como la que utilizo, debe resaltarse siempre la diferencia que existe entre los procesos de reflexión colectiva, y las encuestas de opinión u otras formas superficiales y no dialógicas de expresión de la ciudadanía. Finalmente, y habiendo dejado en claro que contamos con un ideal regulativo lo suficientemente preciso como para afrontar –con convicción y alguna esperanza- la dura realidad política circundante, concluiría diciendo lo siguiente: la distancia entre el ideal y la realidad es tal, y los problemas a los que nos enfrentamos son tan graves y gruesos, que (al menos) muchos de los casos que se presentan para nuestro análisis terminan convirtiéndose en “casos fáciles”. Quiero decir: es cierto que abrimos un riesgo importante –el que preocupa a Leonardo- cuando autorizamos a los jueces, por caso, a controlar los procedimientos del debate legislativo. Sin embargo, al mismo tiempo, son tan groseras las falencias que hoy enfrentamos en ese respecto (ficciones de debate plenas; audiencias públicas vacías de sentido; decisiones que son el mero producto de lobbies sobre el legislativo, etc.), que los riesgos posibles de la intervención judicial se reducen mucho y los beneficios posibles de su intervención a la vez se agrandan. Tan solo con bloquear los casos más gruesos de “ficción de debate”, los jueces podrían ayudarnos enormemente en la depuración de nuestros procesos de toma de decisiones. En definitiva, es cierto que estamos obligados a reparar las averías del barco democrático en medio de un mar embravecido, y con herramientas que son capaces de agravar los riesgos que confrontamos. La tarea es compleja y riesgosa –en efecto- pero contamos al menos con directivas bastantes precisas sobre qué hacer (directivas que aquí apenas he sugerido), y una rica experiencia propia y comparada para orientar y re-encauzar nuestro trabajo.

Alejandro Chehtman
Las preguntas que presenta Alejandro en su escrito son –como suelen serlo las suyas- lúcidas, pertinentes, complicadas de responder, pero así también, imprescindibles. Le agradezco por formulármelas. Aquí no puedo dar cuenta de todas ellas de modo apropiado. Sólo tomaré algunas de sus inquietudes, y me contentaré, en cada caso, con sugerir posibles caminos para una respuesta.
La primera pregunta que retomo, del trabajo de Alejandro, es la que se refiere a las reacciones posibles y requeridas, para un país que encuentra que las exigencias que le impone el orden internacional –pongamos, en el caso que nos ocupa, la Corte Interamericana de Derechos Humanos- son inaceptables. En sus términos: “Me interesaría saber qué les habría recomendado [el autor] a las autoridades uruguayas que hiciesen, frente a la decisión de la CteIDH”? (recordemos, en el capítulo que comenta Alejandro, examino críticamente la decisión de la Corte Interamericana en el caso “Gelman”, a la que objeto por no tomar en serio el proceso de decisión democrática seguido en Uruguay, para adoptar la decisión de amnistía que la Corte impugnara). Alejandro confiesa que “cuando un tribunal internacional se equivoca, las autoridades nacionales deben marcar sus diferencias…[de modo de generar] un diálogo normativo genuino”. En este punto (como en varios otros, según advierto) coincido con él. Las autoridades uruguayas debieron, respetuosamente, mostrar su disenso con la Corte Interamericana, expresando sus profundas y democráticas razones, e invitando a la Corte –y, de ese modo también, a toda la comunidad internacional- a reflexionar sobre ellas. En todo caso, la situación nos llama la atención no sólo sobre lo retrasado de la reflexión pública –y en particular de la reflexión jurídica- al respecto. Resulta notable, por lo demás, la falta de sensibilidad que muestran las elites jurídicas de nuestro tiempo, frente a las cuestiones relacionadas con los procedimientos democráticos. Asimismo, la situación del caso nos alerta acerca de la extraordinaria ausencia de canales institucionales apropiados, a nivel internacional (todavía más seriamente que a nivel nacional) para tornar posible o al menos imaginable una “conversación entre iguales”. Las herramientas y vías institucionales existentes –debemos ser enfáticos en ello- en poco y nada ayudan al logro de un debate democrático sereno e igualitario.
En relación con la cuestión anterior, haría referencia a otra pregunta de Alejandro, acerca de lo que él llama “el fondo del asunto”. Esto es, cómo es que “debió decidir la CteIDH…según la teoría del derecho penal” [que yo defiendo]. Alejandro me pregunta, además: es que la Corte debió respetar la decisión de la amnistía uruguaya “a pesar de estar equivocada?” Sugiere, entonces, que debemos saber más acerca de los “argumentos sustantivos” en juego, a la hora de discutir sobre este tipo de asuntos (aquí: amnistías para los crímenes más graves).
Para comenzar respondiendo directamente a su pregunta (y reafirmando su sospecha principal) diría que, en efecto, la Corte Interamericana debió respetar la decisión uruguaya de dictar una amnistía. Insistiría sobre ello, sin suscribir –sin embargo- el agregado que adjunta Alejandro: “a pesar de estar equivocada.” Un punto central en mi trabajo al respecto –un punto que Alejandro, por supuesto, conoce bien- refiere al tema de los profundos desacuerdos que caracterizan a nuestras aproximaciones a las cuestiones de derechos fundamentales. En el caso que nos ocupa, en efecto, Uruguay estaba obligado a dar una respuesta, diferente de la impunidad, frente a los grandes crímenes. Pero es aquí donde comienzan nuestros profundos desacuerdos: ¿qué tipo de respuesta puede dar, de modo sensato, una sociedad genuinamente preocupada por reaccionar bien, frente a sus tragedias más graves? Sudáfrica, en su momento, diseñó una respuesta polémica, frente al apartheid, que de ningún modo consideraría indecente o violatoria de sus responsabilidades internacionales. ¿Por qué es que Uruguay no podría hacer lo propio (como ahora lo hace Colombia) esto es decir, dar una respuesta heterodoxa (en todo caso, diferente de la respuesta punitivista –finalmente excepcional- que dieron países como la Argentina)? Cuando tenemos incertidumbre sobre el contenido preciso que debe tener la respuesta que buscamos, no corresponde hablar de soluciones “correctas” o “incorrectas”, salvo en los márgenes o extremos. Uruguay puede optar por programas de reproche público, memoria, compensación, etc. –como intentó hacerlo- y nada de eso puede ni merece asimilarse a una respuesta de impunidad. ¿Por qué no pueden considerarse, entonces, a tales respuestas como respuestas apropiadas? El hecho de que Uruguay haya optado por recurrir al procedimiento democrático para decidir sobre la cuestión (volveré sobre el tema cuando discuta el texto de Inés Jaureguiberry) no habla del problema, sino de la virtud de la decisión uruguaya. Es así como corresponde que actuemos –diría yo- frente a las diferencias e incertidumbres graves que emergen, habitualmente, cuando lidiamos con temas difíciles, y de primera importancia pública.
La última pregunta importante que presenta Alejandro –de entre las que voy a encarar- se relaciona con la difícil cuestión acerca de cuál es la “comunidad” relevante en casos como el examinado. Se trata de una cuestión complejísima, que ni aquí ni más allá estaría en buenas condiciones de responder. Coincido con Alejandro (y con Antony Duff, por caso), en que la “comunidad afectada” por los crímenes mayores (y no sólo ellos) trasciende a la comunidad local –al particular territorio en donde esas desgracias ocurrieron. Frente a ello, sin embargo, disentiría con él en relación con sus primeras reacciones sobre la cuestión. Dice Alejandro: “si concedemos que estos crímenes internacionales están dentro de la jurisdicción de la comunidad internacional, la primacía del Uruguay sobre si deben ser enjuiciados no puede ser absoluta” Para Alejandro, la posición de Uruguay se debilita si no presenta “razones de peso” para avalar la decisión que quiere tomar, o si la comunidad internacional cuenta con razones para “rechazar razonablemente” los reclamos de Uruguay (Alejandro refiere, por caso, a decisiones basadas en “motivaciones racistas, discriminatorias o similarmente inaceptables”).  Por lo que señalara más arriba, estas apreciaciones presentadas por Alejandro me suscitan dudas. Y es que: ¿qué es lo mejor que puede hacer una comunidad democrática, frente a cuestiones graves y que le suscitan dudas, que abrirse a un proceso de reflexión democrática? Decir esto no significa avalar cualquier decisión democrática, tomada de cualquier forma. Por el contrario, me interesa ser muy estricto al respecto. Sin embargo si, frente al dilema del caso, nos encontramos (por ejemplo) con que toda la comunidad interviene; nadie es excluido; se garantizan los derechos de crítica y protesta; los canales políticos quedan abiertos; se consulta directa e indirectamente al pueblo; etc., ¿por qué es que deberíamos resistirnos a aceptar la decisión que ella nos propone? En otros términos: de qué modo y por qué razones “sustantivas” podríamos desafiar la decisión que, democráticamente, se tome en el caso.? ¿Por qué rechazaríamos decisiones tomadas a partir de procesos democráticos semejantes (procesos que –lo subrayo- son la excepción antes que la regla, en América Latina)? ¿En qué sentido es que podríamos decir que –en un contexto semejante- la primacía de la decisión de Uruguay no debiera ser “absoluta”? Si Uruguay se convirtiera en lo que no es –en la Alemania nazi, o en formas menos extremas de una sociedad fascista y excluyente- no estaríamos hablando, por definición, de una sociedad democrática, y el problema entonces sería otro. Pero, en la medida en que tome sus decisiones respetando de modo pleno los procedimientos democráticos exigibles para decisiones de este tipo, no veo cómo impugnar lo que vaya hacer una comunidad como la uruguaya.
Volvemos aquí, entonces, a la discusión liberalismo-democracia (que abordara en la discusión del texto de Marcelo Alegre), y las posibilidades de avanzar mucho más en la materia, resultan –por tanto- muy limitadas. Agregaría en todo caso, y antes de concluir, simplemente lo siguiente. Entiendo que, hipotéticamente, es posible que una comunidad tome decisiones horrendas, a partir de procedimientos democráticos impecables o casi perfectos. Sin embargo, i) no me viene a la mente ningún caso semejante que haya conocido en la práctica (no creo que por falta de memoria o por negación frente al tema); y ii) no considero que la práctica efectiva de nuestros organismos internacionales se muestre inmune a desajustes de forma y fondo como las que pueden afectar a nuestros estados. Por ello, cuando disentimos, razonablemente, acerca de lo que es “correcto” hacer, no veo otro camino que el de la deferencia democrática, si es que nos encontramos con una comunidad que apela a procesos democráticos fundamentalmente irreprochables. No veo mucha “sustancia” más allá de eso.
Concluyendo: seguramente contamos con buenas razones para preservar la existencia y funcionamiento de los órganos de control, tanto a nivel internacional, como a nivel interno. Pero todavía nos debemos una discusión más profunda acerca de los alcances y límites del funcionamiento de tales órganos –una discusión que no merece seguir estancada en el lugar en que hoy se encuentra, ni sujeta a las inercias que todavía hoy la caracterizan.

Celeste Braga
Celeste Braga presenta un escrito muy sugerente, lleno de inquietudes y preguntas inquietantes, que en muchos casos no sé si estoy en condiciones de responder bien. Sus cuestionamientos me empujan a pensar mejor, o de otro modo, mi acercamiento al pensamiento penal de Carlos Nino, que ocupa el centro de las reflexiones en el capítulo que ella comenta.
En el marco de estas amigables réplicas, me ocuparé sólo de unas pocas de sus sugerencias, orientadas en muchos casos a que diga “algunas palabras más” sobre la práctica que defiendo, en términos de creación, aplicación e interpretación del derecho (penal). La cuestión, más que unos pocos párrafos, requeriría un libro, pero para hacerme cargo de “vacíos” que he dejado, quisiera al menos avanzar en ciertos “esbozos de respuesta.”
En todos los casos, mis sugerencias sobre cómo re-pensar y re-organizar nuestro sistema institucional pueden leerse tanto en relación con el ideal regulativo al que me refiero habitualmente, como a partir de los ejemplos y casos concretos que trato de ofrecer, para ilustrar sus implicaciones posibles. El ideal último de mi “proyecto” tiene que ver con la construcción de una comunidad de iguales, pero mientras tanto…Mientras tanto, según creo, es mucho lo que podemos hacer, y mucho también lo que está al alcance de nuestras manos.
Empecemos por la creación de las normas penales. Como he dicho muchas veces (y también en estos comentarios, por ejemplo en mi respuesta a Leonardo P.), la creación de nuestras normas penales suele oscilar, en países como el nuestro, entre formas elitistas y populistas. Las primeras, invocan a los intereses de un pueblo al que no consultan nunca, y las segundas refieren a la voluntad de un pueblo al que, en los hechos, dejan siempre de lado. Resulta tan extrema y tan repudiable la oscilación entre esos dos modelos, que la formulación de alternativas más democráticas –más respetuosas de los puntos de vista de todos- no parece tan difícil. ¿Por qué no repensar nuestras normas penales siguiendo, entonces, procedimientos diferentes, abiertos a las inquietudes de grupos diversos; en consulta con las comunidades más afectadas; o a través de modos sensibles a la impugnación que provenga de quienes más sufren la presencia y ausencia de las normas penales, etc.? Otra vez: dados los graves niveles actuales de desconexión entre normas penales y decisiones democráticas, el espacio para avanzar en la formulación de alternativas más inclusivas parece enorme y a nuestro alcance.
Algo similar respecto a las formas de la interpretación y la decisión penal. Contamos ya con una gran variedad de alternativas posibles en la materia –alternativas que han mostrado su potencia en términos de inclusividad y justicia. Pensemos, por caso, en las prácticas propias de la justicia restaurativa (i.e., las “conferencias restaurativas,” bien estudiadas por John Braithwaite); o en las comunidades de diálogo y los “foros deliberativos” (como los que explorara y pusiera en práctica James Fiskin, en temas penales). O pensemos, por caso, en las experiencias de justicia comunitaria, o en la práctica de juicios por jurados (como las que, en ambos casos, se desarrollaran en países como la Argentina, en apariencia tan poco amigables hacia la participación ciudadana en las cuestiones penales). Otra vez, frente a un estado de cosas indeseable o temible, como el que distingue a nuestro tiempo, el territorio que tenemos para recorrer en pos de soluciones más decentes y democráticas resulta vastísimo.[5]
Algo más sobre un punto (que en parte resume todos los anteriores), y que retoma Celeste, cuando compara mi trabajo con el de Nino. Celeste sugiere que donde yo invito a “la resistencia, Nino invitaría a mejorar lo construido dentro del diálogo reglado, a robustecer la práctica, a mejorar la catedral.” El punto es muy bueno, y quisiera detenerme brevemente en el mismo. Por supuesto, no tengo capacidad ni autoridad para invitar a nadie a la resistencia, pero sí estoy abierto a considerar –con tantos autores penales, incluyendo de modo prominente a Duff- que en determinadas condiciones, ciertas violaciones del derecho pueden ser excusadas o justificadas. Ello es compatible con asumir una actitud constructiva hacia la “catedral” común. Para retomar la metáfora que alguna vez utilizara Nino: creo que la “catedral” del derecho argentino es una catedral de posguerra, que luce bombardeada, con columnas centrales destruidas, ventanas rotas, puertas quebradas, etc. Sin embargo, aún así, creo que podemos reconocer perfectamente de qué tipo de catedral se trata, y sentirnos en buena medida orgullosos de ella. Todos sabemos que la catedral debe ser reconstruida sustantivamente, y tal vez sea aquí –recién aquí, pero hay que ver hasta qué punto- donde disintamos. Estoy convencido de que tomar en serio la reconstrucción de la catedral requiere “tirar abajo” columnas que todavía permanecen intactas, y voltear otras que se preservan pero que no se ajustan al resto del diseño. Para tomar un caso más o menos claro: la “doctrina de facto,” creada por nuestros juristas y receptada aún por la Corte Suprema, debería ser definitivamente dejada de lado (ya que estamos: dejada de lado de los modos en que Nino aconsejaba hacerlo). Del mismo modo, hay puertas que están cerradas, y que deberían ser abiertas; y ventanas que oscurecen el espacio que debería iluminarnos. Para dejar de lado las imágenes y quedarme con algunos ejemplos concretos, podría citar –sólo a modo ilustrativo- un caso como el siguiente. Muchas comunidades indígenas arrastran una historia de sistemática agresión y destrato, de parte del Estado, que las ha marginado y relegado a condiciones de injustificada miseria. Los desafíos que dichas comunidades nos impongan, a todo el resto, deben ser tomados con extremo cuidado, y respondidos con el máximo respeto. Ello, bajo la conciencia de los agravios que el Estado, históricamente, ha cometido, y la situación de privación de canales institucionales apropiados para la queja, en que se las ha dejado. Decir esto no equivale a decir que tales comunidades tienen razón en cualquiera de sus reclamos, ni “vía libre” para escoger el medio de queja (pacífico o violento, legal o ilegal) que prefieran, para sus protestas. Pero sí diría que la preservación del actual estado de cosas –la inercia- forma parte de una larguísima historia de violación de derechos, frente a los cuales los desafíos resultan esperables, y en cierto modo necesarios. El doloroso conflicto que muchas comunidades indígenas nos plantean merece ser re-descripto, también, en clave deliberativa, y puede ser incorporado a nuestro entendimiento acerca de lo que significa la construcción de una catedral compartida. En definitiva, la construcción colectiva va a incluir necesariamente conflictos y disputas serias, que tal vez –en algún momento- exijan detener la construcción, para interrogarnos acerca del modo en que se está trabajando; y en otras ocasiones requiera sentarnos a conversar acerca de cómo seguir adelante con este emprendimiento que nos interesa, nos entusiasma, y permanentemente nos interpela.

El texto de Inés es fuertemente crítico de mi presentación en torno al caso “Gelman.” Inés sostiene, con razón, que desde un compromiso con la democracia deliberativa, decisiones como la que se tomaran en Uruguay, para amnistiar a los responsables de crímenes de lesa humanidad, no “ranquean” bien (pongámoslo así). Para ella, los problemas propios de procesos de toma de decisiones como el que Uruguay implementara entonces, no quedan siquiera salvados con las dos consultas populares que siguieron a la decisión adoptada por el legislativo uruguayo. Finalmente –agrega Inés, con acierto- tales consultas se produjeron “con posterioridad,” y no antes, de la decisión legislativa del caso (lo que parece desaconsejado por un proceso deliberativo como el que podría defender Carlos Nino). Además, tales consultas se hicieron en relación con una iniciativa política ya cerrada –lo cual convirtió a las mismas en poco atractivas consultas de “todo o nada.”
Las precisiones que presenta Inés son relevantes, y debo tomar nota de ellas. Sin embargo, quisiera desafiar su texto en los dos planos que considero más significativos: el empírico o “real,” y el “ideal” o imaginable. A continuación, aclaro y doy contenido a lo dicho.
En lo que hace a lo “realmente ocurrido” en Uruguay, reafirmaría mi juicio positivo –que ella impugna- en cuanto al procedimiento democrático del caso. Según sostuve, la amnistía puede situarse “cerca del polo positivo” que podría delinearnos el ideal de la democracia deliberativa. Para justificar lo dicho entonces, y que aquí reafirmo, basta simplemente con comparar lo ocurrido en Uruguay, en su proceso de “creación de la amnistía,” con lo ocurrido en cualquier otro país de América Latina, en materia de amnistías (o, me animaría a agregar –aunque no insistiré aquí sobre el punto- en relación con cualquier otro tema). Pensemos, por caso, en la auto-amnistía decidida por los militares argentinos, durante la vigencia de la dictadura; o en la amnistía que se decidiera en Perú (frente al caso “Barros Altos”), en una situación de semi-dictadura; o aún en las amnistías encubiertas aprobadas en la Argentina, ya en democracia, en lo que se llamaron las leyes de “punto final” y “obediencia debida” –decididas, sí, por el Congreso argentino, pero bajo una serie de levantamientos militares que equivalían a “colocarle un arma en la cabeza” a la democracia argentina. Si tomamos en cuenta éstas –o cualesquiera otra- de las amnistías aprobadas en la región, en estos últimos años, resulta demasiado claro que lo ocurrido en Uruguay fue excepcional, y en efecto cercano al “extremo positivo” de la democracia deliberativa. Por supuesto, el debate pudo y debió haber sido mayor; la participación popular debió haber sido no sólo posterior, sino también previa a la decisión del legislativo; y las consultas populares debieron incluir la posibilidad de introducir matices sobre la decisión de amnistía tomada (en lugar de presentarse como opciones de “todo o nada”). Todo ello es cierto, pero nada de ello niega la excepcionalidad –positiva- uruguaya. Finalmente, hablamos de democracias reales, y no imaginarias y –en términos “reales”- lo hecho fue sin lugar a dudas notable. El caso uruguayo nos habla –agregaría yo- de una “conversación colectiva, extendida en el tiempo, y siempre abierta” (an ongoing conversation), como la que propiciamos los demócratas deliberativos. Más todavía, las dos consultas populares realizadas en Uruguay, nos refieren al modo interesante en que la sociedad oriental siguió presionando e insistiendo para revisar una decisión política ya tomada: eso forma parte de lo positivo, y no de lo negativo, de la “conversación democrática” uruguaya. Lo mismo el hecho de que las consultas hayan sido motorizada por la sociedad civil, y no por la clase política uruguaya. Mejor todavía entonces: se trata de una democracia que no aparece enquistada en las decisiones de una casta o elite de políticos, sino una que aparece abierta a las exigencias y presiones populares, que (no una sino) dos veces, al menos, lograron “perforar” las decisiones tomadas por las cúpulas políticas. Un punto a favor de lo que digo –y en resistencia a lo sostenido por Inés, en cuanto a la compatibilidad de lo ocurrido en Uruguay con la teoría deliberativa de Nino- aparece en las propias palabras que escribiera Nino al respecto. Y es que –como señalo en el libro- Nino se ocupó del proceso uruguayo en su trabajo Juicio al mal absoluto, en donde sostuvo que “el caso más difícil es el de Uruguay, donde un acto democrático –un referendo realizado luego de la transición- garantizó la amnistía a los violadores de derechos humanos. Cuando el proceso democrático resulta en un balance de derechos e intereses que apunta hacia el perdón, se presume, aunque siempre sea posible el disenso, que este curso de acción es el correcto”[6] (Nino 1996, 163-4). Es decir, habiendo conocido sólo una de las consultas realizadas en Uruguay, Nino ya advertía –con justa razón- que lo que allí tomaba lugar era excepcional –algo fundamentalmente distinto, por ejemplo, de la auto-amnistía argentina, contra la que él había trabajado.
Dicho lo anterior, agregaría lo que sigue, ahora ya en el plano más ideal o imaginario. La discusión que llevo a cabo en torno al caso “Gelman” importa en sí, pero además resulta una “excusa” para pensar un problema mayor. El problema es: ¿qué pasa si, democráticamente (y usando el término “democrático” en un sentido no trivial ni vacío de contenido), tomamos una decisión cuyo resultado nos resulta profundamente chocante? Mi sugerencia es que “no hay tribunal mayor” que el de la democracia, cuando lidiamos con cuestiones de primer interés público, y lo hacemos a través de medios apropiados, inclusivos, deliberativos. En buena parte de su texto, Inés parece operar bajo el paradigma contrario, como si no fuera concebible una “mala” decisión, alcanzada por medios claramente democráticos. Inés dice que la “carga de la prueba”, frente a una “amnistía democrática” está del lado de quienes la sostengan. Pero si de eso se trata, lo que podemos decir tiene que ver con lo ya dicho: si las condiciones procedimentales son (ya sabemos que no óptimas pero) apropiadas, tanto en términos absolutos como relativos, es difícil ver qué razones pueden llevarnos a justificar la prevalencia de la decisión judicial frente a la decisión de las mayorías. Piénsese –para tomar un ejemplo conocido y diferente- en un plan de reforma económica como el que en su momento implementara el Presidente Roosevelt, en los Estados Unidos, contra la resistencia de la Corte Suprema. El plan tenía puntos flojos, merecía una deliberación todavía mayor, no fue siquiera abierto a la consulta directa con la ciudadanía, pero: ¿nos da ello razones para sostener que es la decisión judicial la que debe prevalecer al respecto? Entiendo que tenemos que confrontar la pregunta difícil (¿qué pasa cuando nuestras convicciones profundas difieren de la decisión que se ha tomado democráticamente?), y que la respuesta es más fácil –aunque nos resulte incómoda- cuanto mayor sea el carácter democrático de la decisión en juego.

Gustavo Beade
Hace años que dialogamos de modo entusiasta, con Gustavo, en torno a cuestiones penales. De hecho, él es –junto con varios de los autores que participan en este libro- uno de los principales responsables de mis incursiones en este terreno. Por ello le debo un agradecimiento especial: por acompañarme y alentarme en esta tarea –a mí, según digo siempre, un extranjero en esta área del derecho. De las muchas cuestiones relevantes que aborda Gustavo en sus comentarios, en lo que sigue quisiera focalizarme sobre todo en una, relacionada con la justificación del castigo en una sociedad democrática. Mi análisis se hará –como en el texto de Gustavo- con la figura de Antony Duff en el trasfondo. De hecho, Duff es uno de los autores más importantes –sino el autor clave- que Gustavo y yo tomamos como referencia, para muchas de nuestras reflexiones en la materia.
Gustavo reconstruye mi análisis sobre ciertos escritos de Duff, y señala que él “estaría muy de acuerdo” con mi presentación, en tanto la misma procure “conseguir que el castigo sea legítimo” a la vez que permita “excepciones o se limite el uso del castigo en determinados casos”. Resistiría, en cambio, ciertos guiños que encuentra en mi trabajo hacia el abolicionismo –mucho más, si me monto en tales simpatías para impugnar parte central de las reflexiones de Duff en cuanto a la cuestión del castigo. Gustavo sugiere también una “inconsecuencia” en mi trabajo, ya que por un lado sostengo que una comunidad democrática debe poner en discusión a la misma institución del castigo, a la vez que me muestro reticente frente a la posibilidad de que dicha comunidad no quiera prescindir del castigo.
Para seguir reflexionando sobre la materia, confesaría, ante todo, que, en efecto, me incomoda que Duff, en muchos de sus trabajos, no sea más categórico en su resistencia al castigo, o acepte formas del mismo que, en principio, deberían ser resistidas. Aún concentrándonos en los “grandes crímenes” (los casos de los delitos mala in se, en el lenguaje de Duff), rechazaría la idea de que la privación de la libertad pueda ser un modo apropiado para ayudar a que el ofensor reflexione, medite, y delibere críticamente sobre lo que ha hecho. Entiendo que tal proceso reflexivo resulta socavado, antes que promovido, por los espacios de encierro que conocemos, en la práctica concreta de nuestros países (los del mundo anglosajón, que transita Duff, o los del mundo latino, que nosotros conocemos). Como sostendrían los autores republicanos, la sola idea del encierro –la de separar a alguien de sus vínculos afectivos, para vincularlo luego con otros autores de ofensas gravísimas- resulta una pésima idea, si nuestro objetivo es el de contribuir a la re-integración social del sujeto, luego de un proceso profundo de auto-reflexión crítica. Ello, aún cuando el contexto de tal encierro no tenga nada que ver con los contextos de encierro que conocemos en nuestros países, sino con otros más cercanos al “ideal constitucional” de las cárceles “sanas y limpias.”
El punto más importante, de todos modos, me parece otro, ya más independiente del trabajo y las particulares reflexiones de Duff. El punto se refiere a la vinculación entre democracia y castigo (punto que también es central en los comentarios de Rocío Lorca, sobre los que luego vuelvo). Para aclarar mi posición al respecto, sostendría lo siguiente: Por supuesto que considero que una comunidad democrática tiene el derecho y el deber de reflexionar colectivamente sobre cómo lidiar con los principales temas de interés público con los que se enfrenta, y que tales problemas incluyen –en un lugar privilegiado- los relacionados con el uso de la coerción (penal). Ello, aunque se trate de cuestiones que, por ejemplo, la propia Constitución Argentina, en su artículo 39, insólitamente, pone a resguardo de las consultas populares. Por todo lo que señalo en el libro, la principal conclusión sobre el tema me resulta obvia: no se justifica que los “potenciales afectados” por el uso de la coerción estatal no tengan un derecho a intervenir protagónicamente en aquellas cuestiones que más les importan –las que más les conciernen, las que pueden implicar las formas más severas de la coerción estatal.
Dicho lo anterior, sin embargo, debo aclarar enseguida que la postura que defiendo no se vincula, exclusivamente, con una cierta teoría de la democracia (dialógica). Ella también depende de una cierta filosofía política –de contenido liberal igualitario, y de raíces republicanas- que me ofrece argumentos que, como ciudadano, presentaría en el debate democrático del caso. Quiero decir: no sólo me interesa afirmar el valor de un (determinado tipo de) procedimiento democrático, sino también ofrecer ciertas respuestas y propuestas que –en la condición de ciudadano- debería presentar en dicho debate colectivo. A partir de lo dicho, podría ocurrir que mi sociedad democrática, finalmente, decida continuar con prácticas que incluyen el castigo, y que yo -como ciudadano- siga teniendo razones para pronunciarme contra el mismo, y para seguir trabajando contra toda forma de castigo.
Se puede entender mejor, ahora, y según espero, el sentido y origen de críticas como las que presentara unos párrafos más arriba: el castigo –tal como lo conocemos (esto es decir, como “imposición deliberada de dolor,” a cargo del Estado) resulta muy difícil de justificar, en cualquiera de las modalidades principales que le conocemos (y aún dejando de lado los casos más aberrantes de castigo –que, por los demás, son los más comunes). Así, no se justifica que “separemos” radicalmente, a quienes –según decimos- queremos “integrar”; ni se justifica que (como decía Nino) sumemos dolor al dolor ya causado por un ofensor, con el objetivo declarado de obtener un “bien” (como si la suma de “mal” más “mal” fuera a producir un “bien,” y no un “mal compuesto”); ni se justifica que el Estado se involucre en la imposición de violencia, si es que cuenta con otras herramientas a mano, más humanas, para responder frente a los males más graves. Por supuesto, la discusión al respecto promete ser interminable, y no quiero aquí más que alentar a la misma, y dar algunas sugerencias sobre su posible desarrollo. En todo caso: combatiría la idea de tomar al castigo como un supuesto –como un dato que de algún modo, más tarde o más temprano, debemos acomodar (debemos encontrarle algún lugar) dentro de nuestras reflexiones institucionales.
Rocío Lorca
El trabajo de Rocío, con el que se cierran los comentarios, y con el que cierro mis comentarios, me da pie para un buen análisis final. Ella plantea una cuestión que tiene sentido abordar a esta altura, y que tiene que ver con la pregunta siguiente: .¿es que la democratización del derecho penal puede llevar a la abolición del mismo? Rocío sugiere que dejo esa posibilidad sin explorar (lo que es sólo parcialmente cierto), y entrevé de mi parte alguna respuesta (contra la abolición, o escéptica al respecto) que ella deriva de mi análisis sobre la película “El Chacal de Nahuel Toro.” Según Rocíoa, “la lección aquí parece ser que las personas parecemos no estar demasiado disponibles a permitir la redención de aquellos que hemos definido como criminales”
Lo cierto es que yo no inferiría dicha conclusión del análisis del film citado. Examino ese film, junto con otros, para hacer referencia a un proceso colectivo –y de poder- a través del cual “construimos a los monstruos,” luego los condenamos del peor modo, y queremos sentirnos bien con ello. Mi conclusión personal es que escogemos, con buenas y malas razones, las conductas que queremos criminalizar; creamos las condiciones para que muchas de esas (in)conductas se produzcan (y luego nos horrorizamos frente a ellas); seleccionamos (de modos habitualmente poco justificados) a quiénes inculpar por tales conductas (y tendemos a ser más tolerantes con aquellos que son “de nuestra condición); los castigamos a través de medios usualmente crueles e inhumanos –separándolos de sus afectos y vinculándolos con los que (así lo entendemos) han cometido las peores inconductas- y luego nos sorprendemos por la “no-re-socialización de los presos” o por los altos niveles de reincidencia que son comunes en nuestras poblaciones carcelarias. En definitiva, nada de lo que digo sobre la película del “Chacal”, ni sobre las restantes películas que examino, viene a decir algo positivo u optimista acerca de los modos en que ejercemos la coerción, que siguen siendo generalmente brutales, injustos e inhumanos.
Por ser lo que habitualmente son –crueles, salvajes, desproporcionados- los castigos que son propios de nuestras sociedades pueden ser asimilados a la tortura, y merecen por tanto ser resistidos y eliminados. Algunos colegas –el propio Marcelo Alegre, en sus comentarios- sugieren no trivializar la idea de tortura, asimilando la misma a las cárceles (“insanas y sucias”) propias de nuestro sistema penal. No pretendo asimilar ambas prácticas (la tortura, la cárcel), ni quiero tomar a la cárcel como sinónimo de tortura, sino tratar a ambas prácticas bajo un mismo esquema de principios: en ninguno de tales casos se justifican tratamientos semejantes para seres humanos –ni para los peores de nuestros conciudadanos- y en todos los casos se justifica la toma de medidas para poner fin a las gravísimas, imperdonables, violaciones de derechos que de ese modo provocamos. Por lo demás, el Estado no puede verse involucrado en afrentas, agravios y violaciones de derechos semejantes. Y sin embargo, es lo que hace comúnmente, sistemáticamente y a niveles masivos, desde hace años. Entonces: es posible una “democracia sin castigo,” y formas de “reproche sin encierro”? La respuesta –como insistiera ante el comentario anterior, el de Gustavo- puede y debe ser positiva. Las principales respuestas penales de nuestro tiempo no se justifican, ni se justifica que nosotros sigamos conviviendo con ellas.










* Doctor en Derecho (University of Chicago y UBA). Abogado y Sociólogo (UBA). Profesor de Derecho Constitucional (UBA y UTDT).
[2] Señalo también, al pasar pero con énfasis, que este mismo tipo de soluciones (“dialógicas”) fueron ensayadas exitosamente, una y otra vez, por la prestigiosa Corte Suprema Sudafricana, frente a casos de gravedad tanto o más extrema que los ocurridos en la Argentina. Casos como Grootboom se tornaron famosos, en todo el mundo, hasta constituirse en “faros” o ejemplos acerca de cómo llevar adelante una intervención judicial apropiada en marcos de extrema injusticia (lo mismo, y de modo más reciente, en los “ensayos sudafricanos” en torno a lo que denominaron el meaningufl engagement, esto es decir, intervenciones judiciales promotoras del diálogo entre las partes, en contextos de violencia y desigualdad).
[3] Al respecto, cabría decir que no sólo existen múltiples países que respetan bien los derechos de sus ciudadanos, sin el recurso al control judicial; sino que además conocemos múltiples formas de intervención ciudadana –en audiencias, jurados, asambleas, etc.- que han permitido el reforzamiento de la legitimidad y justicia del proceso de toma de decisiones.
[4] Quiero insistir en la idea de que, en todos estos casos, tiene más sentido hablar de “precisiones” que de cambios cruciales en nuestras posturas. Finalmente, Tushnet –aún en su libro más crítico- comenzaba su obra haciendo algunas sugerencias acerca de los modos en que podía modificarse la intervención judicial, para tornarla compatible con la democracia. Yo mismo –en mi libro más crítico en el área- dedicaba la parte de reflexiones finales a imaginar vías de salida a través del uso del reenvío, y –a mi favor- hacía también alguna pionera referencia a la cláusula canadiense que aparecía, desde ya entonces, sugiriendo formas democráticas de salida al dilema.

[5] Vuelvo, una vez más, sobre el ejemplo del Indoamericano que discutiera más arriba. Entre otras cosas, dicho ejemplo alude a la posibilidad de avanzar en intervenciones (penales) más dialógicas y humanas, aún (o sobre todo) en marcos definidos por la inhumanidad, la injusticia y la violencia. Otra vez: las soluciones del diálogo y la conciliación entre partes con puntos de vista enfrentados, han sido posibles aún en países como la Argentina, aún frente a casos de desigualdad y violencia, aún en el contexto brutal y punitivista que nos caracteriza. En definitiva, hay mucho espacio para avanzar con soluciones que honren nuestros compromisos teóricos más abstractos, aún o especialmente en terrenos llenos de barro, confusión y descreimiento, como los propios de nuestro contexto.

[6] Nino, Carlos Santiago, Radical Evil on Trial, New Haven, Yale University Press, 1996, pp. 163-164 (traducción propia).   





8 comentarios:

Rodrigo dijo...

Me resulta dificil entender el motivo por el cual casi no abordas la cuestion de la "violencia simbolica" que se ejerce constantemente en los medios de comunicacion bajo el paraguas de la "libertad de expresion". ¿Que posibilidades hay de instaurar discusiones deliberativas y democraticas desde la logica periodistica del "denuncismo"? Quiero decir, periodistas que ejercen el periodismo como si fueran fiscales y sus entrevistados, sobre todo si son criticos del "sentido comun neoliberal", deben ser sometidos a una suerte de juicio inquisitivo. ¿Como instaurar una discusion habermasiana con Baby Etchecopar asociado a "libertad de expresion" y no a "violencia simbolica"? Cuando Grabois denuncia el maltrato a los senegaleses, lo meten preso, lo estigmatizan con la letra K y el adjetivo "ultra" y le preguntan sobre CFK y Bonadio en el programa de Tenembaum, que...¡se supone que es progre! Los "deliberacionistas habermasianos" deberian aludir a estas cuestiones. De lo contrario se quedan, creo yo, mayormente en la comodidad de la academia.

rg dijo...

NO sólo me parece un "fuera de tema" innecesario, sino además un comentario sin interés: otra vez la conspiración de los medios, y hacer teoría de la radio que escuchamos

Rodrigo dijo...

No creo que se pueda hablar seriamente sobre "castigar al projimo" sin aludir a la crimonologia mediatica y la violencia simbolica que 24 horas del dia, todos los dias, ejercen los medios hegemonicos. La criminalizacion de la pobreza motivada por la "violencia simbolica" tiene consecuencias evidentes sobre las practicas penales. Los presos LITERALMENTE se pudren en la carcel. Se le caen los dientes, sufren aprietes, torturas, injurias permanentes. No hay espacios de deliberacion democratica sobre estas cuestiones en la esfera publica. Tampoco se puede aludir seriamente a estas cuestiones si uno se desentiende de un proyecto de poder alternativo que pueda conducir democraticamente a nuestra institucion policial. Las leyes, sin proyecto de poder que conduzca a nuestro "Leviatan azul" a practicas ligadas a los derechos humanos, son letra muerta.

Rodrigo dijo...

El sentido comun neoliberal fomenta el egoismo, la competencia descarnada y el individualismo. Instaura politicas economicas que generan pobreza, exclusion y ruptura de los lazos sociales. Los medios hegemonicos criminalizan la pobreza y minimizan el "delito de cuello blanco" y el saqueo del capital financiero mientras inflan el miedo. No hay nadie mas fascista que un burgues asustado. Ponete a esperar el colectivo frente al Parque Dominico a las 4 de la mañana para ir a trabajar como hace mi tia. Ni bien miras caminando a un adolescente pobre que camina hacia vos, te dan ganas de que lo maten por las dudas. Si despues resulta que es otro laburante que espera el colectivo con vos para ir a trabajar te tranquilizas, pero mi punto es que el miedo te vuelve facho. Que el neoliberalismo fomenta ver al projimo como una amenaza y no como una pronesa. Y que todo esto no se entiende bien si no analizamos que cuentan con los medios hegemonicos de control ideologico. "Las carceles de la miseria" y los estudios sociologicos de Wacquant NO SE DESENTIENDEN del rol de los medios.

rg dijo...

saltás permanentemente de "lo de siempre" (los medios blablabla) a lo que importa (las condiciones en que viven los presos, etc.). quedate con lo que importa y no con la tontería que escuchás en radio o ves en tv

Rodrigo dijo...

¿Cual es el contrapoder que te posibilita hacer algo contra las condiciones en que viven los presos sin el apoyo de la opinion publica? ¿Que apoyo de la opinion publica tenes con este esquema de medios y sin proyecto de poder alternativo que pueda conducir a la institucion policial? La discusion academica. Cuando Jua Grabois fue a defender a los senegaleses apaleados y perseguidos por la policia, el Grupo Clarin lo llevo al barro de CFK y Bonadio. ¿Como me decis que "salto" de lo intrascendente a lo importante? Uno puede indignarse moralmente muchisimo porque los presos "se pudren" en la carcel, pero sin contrapoder a ese estado de cosas se queda en la Academia. Las marchas de Blumberg, lo sabes perfectamente, no alteraron ese panorama.

Anónimo dijo...

Muy interesantes observaciones a tu obra y buenas respuestas. Ya me anoté varios de los artículos para leer. Hubiera sido lindo que, además de las invitaciones a los intervinientes en el debate, la revista hubiese abierto una convocatoria para presentar comentarios a tu obra de manera anónima y cuya aprobación estuviera sujeta a referato, en sintonía con el espíritu democrático del texto.
Tomás Fernandez Fiks

Anónimo dijo...

https://www.udesa.edu.ar/revista/voces-revista-juridica-de-san-andres-nro-3/articulo/castigo-y-exclusion-en-la-teoria-de