https://www.palermo.edu/…/…/Revista_Juridica_Ano16-N1_15.pdf
https://www.palermo.edu/…/p…/revista_juridica/ediciones.html
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a los comentarios
Roberto Gargarella*[1]
Me siento muy honrado por la invitación
que me formularan Fernando Bracaccini y Santiago Mollis: me llena de orgullo
que hayan escogido mi libro Castigar al
prójimo como objeto de estudio y reflexión crítica. Gracias a ambos por eso.
Uno escribe con la ilusión de hacer algún pequeño aporte en el extendido
diálogo colectivo en el que estamos inmersos, y la ocasión de este volumen
ayuda a creer que ese específico aporte ha tenido sentido. Me siento muy
reconocido por ello. También me alegra mucho el seleccionado de gente que Fernando
y Santiago han convocado, para participar de este emprendimiento. Se trata de
un seleccionado de amigos y amigas, que combina inmejorablemente cualidades
personales y aptitudes académicas: son invitados ideales para formar parte de
este trabajo colectivo. A todos los participantes les agradezco también su
trabajo. Mis gracias van, primero por haber aceptado formar parte de este
proyecto, y luego por haberse sumado al mismo con el compromiso, la seriedad y
la amistad con que lo han hecho. Me resulta muy grato responderles ahora…
aunque me resulte muy difícil hacerlo!
En las próximas páginas, y muy
brevemente, voy a ofrecer algunas primeras respuestas a los comentarios que han
realizado estos colegas y amigos, sobre mi trabajo. No lo haré tratando de responder
detalladamente a cada una de las agudas observaciones que han presentado, sino
escogiendo, en cada caso, algún punto o algunas cuestiones particularmente
salientes. Espero, de este modo, contribuir a la larga e inacabada conversación
que venimos poniendo en práctica desde hace años, y que esperamos seguir
llevando adelante y tan lejos como podamos.
Leonardo Pitlevnik
Leonardo presenta en su texto una serie
de comentarios bien interesantes sobre el capítulo 1 de mi libro, que resumiría
en una observación u objeción mayor: la del carácter indebidamente utópico o irrealista
del proyecto que presento. El inapropiado carácter de mi propuesta podría
localizarse en niveles distintos: cuando le exijo al Estado que se involucre en
un tipo de tareas que no le corresponden o no está en condiciones de llevar a
cabo; cuando pretendo de los ofensores cambios (moralizados, perfeccionistas)
que deberían ser resistidos; cuando espero una “redención” colectiva y final, en
verdad inimaginable e inatractiva; etc. Me importa mucho abordar este tipo de
críticas, y es una suerte poder hacerlo en mi primer comentario, dado que el
fracaso en este punto conllevaría en buena medida el fracaso del proyecto en
todo lo que sigue luego.
Ante todo (y aunque no pueda salvar
todas las objeciones de Leonardo de este modo) comenzaría insistiendo sobre una
idea crucial, que es la siguiente. Muchos de mis trabajos –y, claramente, mis
escritos en el área penal- se apoyan en un ideal
regulativo que, como tal, no pretende describir
la realidad circundante, sino ayudarnos a criticarla. Cuando uno habla, entonces, de una “comunidad de
iguales,” o de una “democracia deliberativa,” o de “ciudadanos movidos por la
virtud cívica”, es obvio que uno no pretende describir sociedades, grupos o
individuos que sabemos demasiado diferentes de tipos ideales como lo citados.
Hablamos de criterios y parámetros que pretendemos justificar, o que consideramos
justificados, y que pueden servirnos para orientar nuestras acciones
reconstructivas, y para fundar nuestras críticas a las instituciones y
prácticas ya existentes.
Por supuesto, tal vez las reformas que
requerimos o necesitamos no se concreten nunca, mucho menos en su forma más
plena. Pero ello no le quita fuerza al ideal regulativo del caso. Pensemos en
los tres grandes pasos del universo penal. Primero, determinar que el proceso
penal debe re-orientarse de acuerdo con el ideal regulativo del diálogo sirve,
según entiendo, como poderosa herramienta de crítica sobre los principios que
hoy lo orientan. El ideal regulativo del diálogo nos ofrece, al mismo tiempo,
un buen criterio para redireccionar los modos en que hoy se encuentra
organizado el proceso penal. Segundo, y del mismo modo, cuando definimos que la
sentencia penal –idealmente- debe receptar la participación de todas las
comunidades afectadas, habilitamos una serie de críticas relevantes a las
prácticas existentes, a la vez que tornamos atractivas muchas alternativas a
mano, como las vinculadas con la justicia restaurativa. Finalmente, y en lo que
representa uno de los pasos más cruciales dentro del libro, cuando reconocemos
que la ciudadanía tiene el derecho de participar en la discusión, creación e
implementación de las normas penales, quedamos bien posicionados para criticar
las formas elitistas y populistas que
hoy caracterizan a la creación de las normas penales. Todo este bagaje de
críticas y propuestas (aquí condensado en un párrafo) nos abre -entiendo yo- a
un modo muy diferente, interesante y posible, de pensar la cuestión penal.
Dicho lo anterior, insistiría sobre un
punto ya mencionado: las críticas que me formula Leonardo no se salvan,
exclusivamente, clarificando las implicaciones y alcances del ideal regulativo
recién mencionado. Él dice y puede decir con razón, que el ideal se encuentra
mal orientado, en muchos casos, porque pide a los jueces, a los jueces penales
en particular, y al Estado en general, que se involucren en tareas que no les
corresponden, o para las que no están bien preparados.
Sobre el tema, habría muchas cosas que
decir, aclarar y rectificar también. En lo que sigue, espero abordar y poder
dar cuenta de algunas de las objeciones de Leonardo a través del recurso a un
ejemplo diferente al que en parte uso y en parte él retoma en su crítica –el
referido al consumo personal de estupefacientes (ejemplo importante para mí,
pero capaz de dar lugar a malentendidos, y dejar visibles ciertos problemas
propios del enfoque que propongo).
El ejemplo que usaría es el de la toma
de tierras en el Parque Indoamericano, en
el 2010 –un problema que involucró al gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, al
de la Provincia de Buenos Aires y al gobierno nacional. Recordemos el caso: él
nos refiere a ocupaciones ilegales, llevadas a cabo por personas en situación
de miseria, afectadas en sus derechos más básicos (incluyendo su derecho a la
alimentación y a una vivienda digna), y en un marco social y político grave,
que incluía situaciones de violencia (armada), “mafias”, oportunismo político,
etc. El ejemplo promete ser útil en el contexto de esta discusión, por muchas
razones: él nos ayuda a “bajar a tierra” del modo más abrupto muchas de las
reflexiones “abstractas” que aparecen en el libro; nos confronta con sociedades
desiguales e injustas como la nuestra; nos refiere a problemas que han sido
retomados principalmente por jueces penales; nos coloca frente a una situación
que es muy común en toda la región, que reclama la intervención del Estado, y
en relación con el cual - lo sabemos- el Estado ha respondido, en general, de
los peores modos. El ejemplo nos confronta, finalmente, con una situación que
–a pesar de su tremenda brutalidad- puede ser pensada mejor con la ayuda de un
“abstracto” e “irreal” ideal regulativo.
En el análisis de ese ejemplo, diría lo
siguiente. En los hechos, en aquella situación de inusitada gravedad, violencia
e injusticia, conocimos la posibilidad de modos muy diferentes de la
intervención judicial. Hubo entonces, en la práctica, al menos tres respuestas
muy diversas, que subrayaría en lo que sigue. Primero, una respuesta coercitiva
y de “mano dura,” propia de la peor tradición judicial-penal de la Argentina:
“aquí se quebró el orden legal, y los ocupantes ilegales deben pagar por lo que
han hecho” –podían decirnos los agentes de la “mano dura.” Segundo, encontramos
también impulsos dirigidos hacia la respuesta opuesta, esto es, la respuesta propia
de lo que llamaría el “garantismo bobo”, que pretende afirmar algo así como que
“aquí no ha pasado nada”. Dicha versión ligera del garantismo, busca
habitualmente “inventar” algún escape legal que permita “salir del paso” y
asegurar el “retiro” de la amenaza penal representada por el Estado. Su
respuesta parece resumirse –insisto- en la idea de “aquí no ha pasado nada.”
Finalmente, destacaría que en el mismo caso, y frente a las desgracias
ocurridas, aparecieron también iniciativas judiciales orientadas en la
dirección que estimo más apropiada –la dirección que desde mi trabajo he
querido alentar. Me refiero a las iniciativas judiciales destinadas a convocar
a las partes, reunirlas, llamar al diálogo, y buscar soluciones en el marco de la Constitución,
y bajo supervisión judicial[FB1] .[2] Quienes
defendemos el ideal de la “democracia conversacional” o “dialógica,” entendemos
que los jueces (aún los penales) pueden y deben, aún o sobre todo en casos
socialmente difíciles como los que involucran ocupación ilegal de tierras;
enfrentamiento entre facciones (de la misma comunidad o no); consumo de
estupefacientes; maltrato a comunidades indígenas; y tantos otros, optar por
alternativas de encuentro y diálogo, para favorecer la adopción de soluciones
concertadas, en donde las partes afectadas (particularmente las más
vulnerables) ganen visibilidad y, sobre todo, “voz”, en contextos en donde
habitualmente carecen de toda presencia institucional efectiva y eficiente. En
definitiva –y concluyo con esto- ideales “dialógicos” como los definidos en el
libro, no pretenden hablar sólo de situaciones imaginables en los países
nórdicos o más desarrollados, ni nos refiere a situaciones completamente
desvinculadas de nuestra realidad. Por el contrario, tales ideales están
pensados para “activarse” en contextos tan dramáticos como los nuestros, y
ayudarnos a navegar en las difíciles aguas en las que solemos movernos.
Marcelo Alegre
Con Marcelo hace décadas que llevamos
adelante este diálogo, en torno a las tensiones que se suscitan entre la
democracia y los derechos, y acerca del papel que les corresponde a los jueces
en dicho contexto. Recurrentemente, tal conversación resurge con motivos,
razones y excusas diferentes –en este caso, mi análisis sobre (algunos textos
de) la obra de Luigi Ferrajoli. Por supuesto, la discusión que desarrollamos
Marcelo y yo se enmarca en una discusión mayor, que nos antecede y sobrepasa
grandemente: se trata de la misma –legendaria, persistente, inacabada-
discusión entre liberalismo y democracia. Señalo lo anterior, simplemente, para
despejar cualquier duda y cualquier ilusión acerca de la posibilidad de,
finalmente, resolver la discusión que nos envuelve.
De mi parte, puede ocurrir que cargue
exageradamente las tintas sobre las afirmaciones que –repetidamente- hace
Ferrajoli y que denotan (lo que yo llamo) su “desconfianza democrática”. Sin
embargo, dicha “desconfianza” no es ajena a la tradición liberal en la que se
inscribe la obra de Ferrajoli, y en la que se inscribe también Marcelo. La
cuestión en juego, entonces, y como siempre, es la siguiente: ¿qué
es lo que debe hacerse cuando ciertos derechos o garantías aparecen amenazadas
por la democracia? Para el liberalismo que Marcelo y Ferrajoli representan, la
respuesta parece obvia: dicha situación hace un llamado a una fuerte intervención
judicial. Ellos –los jueces- quedan a cargo último y principal de la custodia
de los derechos. Afirma Marcelo: “Ferrajoli no
precisa ninguna estadística ni sustento empírico (para afirmar que) el mero
hecho de que los derechos puedan ser eliminados por las mayorías políticas…es
incompatible con la noción de la democracia constitucional”. Y también: “[el
argumento de Ferrajoli] es categórico. Las garantías penales no pueden estar sujetas a la voluntad
política porque eso las degrada.”
No entiendo bien qué es lo que quiere
enfatizar Marcelo al aludir al carácter “categórico” de la afirmación de Ferrajoli
–menos aún en este contexto, en donde discutimos acerca de lo que deben hacer
jueces, legisladores y ciudadanos. Por un lado, parte de las afirmaciones de
Ferrajoli no son categóricas, sino dependientes del contexto, y como tales,
remiten a un imaginario que no es el nuestro, ni es el imaginario que tienen
razones para retomar los demócratas de nuestro tiempo. Ferrajoli, como Eugenio
Zaffaroni y tantos de los buenos teóricos liberales de su tiempo, parecen
operar bajo el paradigma de lo que fuera la tragedia del genocidio y las
masacres de masas, llevadas a cabo en contextos como el del nazismo o fascismo,
a partir de una total ausencia de elecciones libres, partidos políticos y
sindicatos restringidos, persecución de la oposición, etc. Tales desgracias parecen
alimentar muchos de los dichos y predicciones de nuestros liberales, acerca del
funcionamiento de las democracias reales de nuestro tiempo. Pero lo cierto es
que los defectos propios de nuestras democracias parecen ser otros, y los
remedios imaginables frente a sus problemas también pueden ser otros –pienso en
remedios capaces de fortalecer, en lugar de socavar, el componente democrático
de sus procedimientos.
Por lo demás, a la hora del examen
crítico de nuestras instituciones, resulta crucial, como siempre, ver cuál es
el ideal regulativo democrático en el cual nos basamos para nuestro análisis
crítico. Ello, para no caer en el problema Schmittiano, que consistió en
describir apropiadamente la crisis de la representación de su tiempo, para
aconsejar frente a ella salidas dirigidas no al reforzamiento de sus
instituciones, sino a la directa clausura de la democracia. Lo mismo pediría
para nuestro caso: la presencia de gobiernos de espanto (pensemos en los
Berlusconi o los Menem de nuestro tiempo) no deben llevarnos a pensar en
soluciones que debiliten aún más el carácter democrático de nuestros gobiernos.
Necesitamos más, y no menos, debate democrático; más discusión colectiva que
imposición judicial.
Por otro lado, así como Ferrajoli puede
afirmar categóricamente que los derechos no deben depender de la voluntad
democrática de las mayorías, nosotros también podemos afirmar, categóricamente
que los derechos de las personas (incluido su derecho a la participación
democrática) no deben depender de la voluntad discrecional de ningún tribunal,
ni de ningún juez. De todos modos, no avanzamos mucho con estas meras
afirmaciones categóricas. Necesitamos entonces pensar en arreglos
institucionales posibles, sabiendo que no vamos a encontrar el arreglo institucional
perfecto, ni uno capaz de combinar adecuadamente todos los distintos principios
y criterios que queremos ver respetados. La tarea que nos queda por delante es
una tarea -empírica en buena medida- similar a la que imaginara y propusiera
Ronald Dworkin (un autor que Marcelo, tanto como Ferrajoli, quieren seguir de
cerca) en su trabajo sobre “La lectura moral de la Constitución.” Necesitamos
evaluar entonces, y por ejemplo, si un sistema de control judicial como el que
tenemos en la práctica (con jueces dependientes de la política, mal preparados,
conservadores en su mayoría, y con una práctica marcada por las habituales
violaciones de derechos) constituye una buena respuesta institucional para
satisfacer nuestras principales preocupaciones, en materia de democracia y
derechos.
Necesitamos reconocer, asimismo, que la
única alternativa frente al control judicial no es la que ofrece la política
actual (marcada por vicios y problemas semejantes o peores a los que afectan a
la justicia). Afortunadamente, contamos con un ideal regulativo, y con ejemplos
prácticos ya existentes –en el país y fuera el mismo- que nos permiten
vislumbrar caminos alternativos, más afines a una democracia dialógica, y
capaces de fortalecer al mismo tiempo el respeto de los derechos.[3] La
exploración de estas alternativas democráticas, según entiendo, constituye una
buena manera de honrar el reclamo que hace Marcelo, a favor de una “mirada
internalista” –antes que meramente externa- acerca del funcionamiento de
nuestro sistema democrático.
Leonardo Filippini
El trabajo de Leonardo se concentra en
una reflexión crítica de primera importancia, que tiene que ver con los riesgos
de la discrecionalidad judicial que mi visión sobre la justicia seguiría
favoreciendo. La cuestión es importante (insisto: lo es particularmente para mi
trabajo) dado que, desde hace casi 30 años vengo reflexionando críticamente en
torno a la labor judicial y la “objeción contra-mayoritaria” de la que hablara
Alexander Bickel (al tema le dediqué, por caso, mi primera tesis doctoral,
expresada luego en mi libro La justicia
frente al gobierno).
Desde lejos, pero en paralelo a la
reflexión que llevaban adelante importantes autores en el área, como Jeremy
Waldron o Mark Tushnet, mi trabajo sobre el tema evolucionó y –según quiero
creer- se fue refinando con el paso en el tiempo. Así, muchos de nosotros,
críticos del control judicial tradicional, fuimos dejando atrás o precisando el
tipo de críticas que hiciéramos al control judicial, entre 1980 y mediados de
1990 (recordemos que, por entonces, Waldron hablaba del carácter “ofensivo” e
“insultante” del control judicial, y Tushnet titulaba su principal libro sobre
el tema: Taking the Constitution away
from the Courts).
Por cierto, no creo que muchos de
quienes nos involucramos entonces en aquella tarea crítica hayamos abandonado en
estos tiempos nuestros compromisos iniciales. Lo que sí hemos hecho –muchos, y
de modos diferentes- es reencauzar la dirección de nuestro proyecto de fondo,
para ajustar y definir mejor el blanco de nuestras objeciones.[4]
Con la ayuda de Jack Balkin y algunos
autores inscriptos en el constitucionalismo
popular; y ayudados por la emergencia de la famosa notwithstanding clause canadiense, muchos pasamos a tomar como
centro de nuestras críticas no al control judicial, sino a la última palabra de los jueces, en
materias constitucionales. La “ofensa” a la democracia se concretaba, entonces,
si no era la propia ciudadanía –directamente o a través de sus representantes- la que se quedaba con el control último de las
cuestiones constitucionales fundamentales, sino una elite de jueces.
En mi caso particular, y desde
principios de los 90, he estado reflexionando acerca de modalidades posibles, y
más justificadas, de la intervención judicial, no sólo compatibles sino además
funcionales al reforzamiento de una democracia deliberativa. Limitando,
expandiendo y corrigiendo las sugerencias que realizara Nino en el área en los
últimos años (expuestas, por caso, en su libro Fundamentos de derecho constitucional), presenté en trabajos
diferentes alternativas posibles de control constitucional, compatibles con una
democracia deliberativa, y al servicio de la misma. Defendí entonces, y por
ejemplo, un control constitucional concentrado fundamentalmente en el proceso democrático (con una definición
bastante robusta –más robusta de la que ofreciera John Ely- de “proceso
democrático”), que incluía la supervisión de los debates de los poderes políticos,
y el favorecimiento de salidas “dialógicas” a los problemas comunes. Y es aquí
donde la preocupación de Leonardo muestra su pertinencia: no es que de este
modo favorecemos todavía niveles de discrecionalidad judicial indeseables?
El interrogante que presenta Leonardo es
importante, y mi primera reacción frente al mismo consiste en responder que ese
tipo de problemas, relacionados con el diálogo democrático, deben ser resueltos
a partir del diálogo democrático. Ello así, con algunos aprendizajes y algunas
salvedades que pueden ayudarnos, más no sea, a transitar mejor este camino
difícil. Primero, diría que en cuestiones de interés público (dejo para otra
oportunidad la reflexión acerca de la súper-polémica distinción entre lo
público y lo privado), la “última palabra” debe quedar en manos de la
democracia. Segundo, subrayaría que la idea de democracia que utilizo resulta
(como debe ser claro a esta altura) una idea muy “robusta”, y nada inocente.
Son muchas las cuestiones que habría que aclarar al respecto, pero aquí me
contentaría con señalar sólo algunas de ellas: i) en el marco de una profunda
crisis del sistema representativo, como la que nos afecta, no puede equipararse
alegremente, y sin más, la reflexión colectiva de la ciudadanía, con la
decisión (inconsulta, a las apuradas, sin controles apropiados) de los
representantes; ii) en el marco de los graves niveles de desigualdad que
afectan a sociedades como la nuestra, deben establecerse alertas especiales
frente a los modos en que “la palabra” pública queda afectada por las desigualdades
generadas por el dinero (así, en el financiamiento de campañas; en la
concentración de los medios de comunicación; etc.); iii) en el marco de una
teoría de la democracia como la que utilizo, debe resaltarse siempre la
diferencia que existe entre los procesos de reflexión colectiva, y las
encuestas de opinión u otras formas superficiales y no dialógicas de expresión
de la ciudadanía. Finalmente, y habiendo dejado en claro que contamos con un
ideal regulativo lo suficientemente preciso como para afrontar –con convicción
y alguna esperanza- la dura realidad política circundante, concluiría diciendo
lo siguiente: la distancia entre el ideal y la realidad es tal, y los problemas
a los que nos enfrentamos son tan graves y gruesos, que (al menos) muchos de los
casos que se presentan para nuestro análisis terminan convirtiéndose en “casos
fáciles”. Quiero decir: es cierto que abrimos un riesgo importante –el que
preocupa a Leonardo- cuando autorizamos a los jueces, por caso, a controlar los
procedimientos del debate legislativo. Sin embargo, al mismo tiempo, son tan
groseras las falencias que hoy enfrentamos en ese respecto (ficciones de debate
plenas; audiencias públicas vacías de sentido; decisiones que son el mero
producto de lobbies sobre el legislativo, etc.), que los riesgos posibles de la
intervención judicial se reducen mucho y los beneficios posibles de su
intervención a la vez se agrandan. Tan solo con bloquear los casos más gruesos
de “ficción de debate”, los jueces podrían ayudarnos enormemente en la
depuración de nuestros procesos de toma de decisiones. En definitiva, es cierto
que estamos obligados a reparar las averías del barco democrático
en medio de un mar embravecido, y con herramientas que son capaces de agravar los
riesgos que confrontamos. La tarea es compleja y riesgosa –en efecto- pero
contamos al menos con directivas bastantes precisas sobre qué hacer (directivas
que aquí apenas he sugerido), y una rica experiencia propia y comparada para
orientar y re-encauzar nuestro trabajo.
Alejandro Chehtman
Las preguntas que presenta Alejandro en
su escrito son –como suelen serlo las suyas- lúcidas, pertinentes, complicadas
de responder, pero así también, imprescindibles. Le agradezco por
formulármelas. Aquí no puedo dar cuenta de todas ellas de modo apropiado. Sólo
tomaré algunas de sus inquietudes, y me contentaré, en cada caso, con sugerir
posibles caminos para una respuesta.
La primera pregunta que retomo, del trabajo
de Alejandro, es la que se refiere a las reacciones posibles y requeridas, para
un país que encuentra que las exigencias que le impone el orden internacional
–pongamos, en el caso que nos ocupa, la Corte Interamericana de Derechos
Humanos- son inaceptables. En sus términos: “Me interesaría saber qué les
habría recomendado [el autor] a las autoridades uruguayas que hiciesen, frente
a la decisión de la CteIDH”? (recordemos, en el capítulo que comenta Alejandro,
examino críticamente la decisión de la Corte Interamericana en el caso “Gelman”,
a la que objeto por no tomar en serio el proceso de decisión democrática
seguido en Uruguay, para adoptar la decisión de amnistía que la Corte impugnara).
Alejandro confiesa que “cuando un tribunal internacional se equivoca, las
autoridades nacionales deben marcar sus diferencias…[de modo de generar] un
diálogo normativo genuino”. En este punto (como en varios otros, según advierto)
coincido con él. Las autoridades uruguayas debieron, respetuosamente, mostrar
su disenso con la Corte Interamericana, expresando sus profundas y democráticas
razones, e invitando a la Corte –y, de ese modo también, a toda la comunidad
internacional- a reflexionar sobre ellas. En todo caso, la situación nos llama
la atención no sólo sobre lo retrasado de la reflexión pública –y en particular
de la reflexión jurídica- al respecto. Resulta notable, por lo demás, la falta
de sensibilidad que muestran las elites jurídicas de nuestro tiempo, frente a
las cuestiones relacionadas con los procedimientos democráticos. Asimismo, la
situación del caso nos alerta acerca de la extraordinaria ausencia de canales
institucionales apropiados, a nivel internacional (todavía más seriamente que a
nivel nacional) para tornar posible o al menos imaginable una “conversación
entre iguales”. Las herramientas y vías institucionales existentes –debemos ser
enfáticos en ello- en poco y nada ayudan al logro de un debate democrático
sereno e igualitario.
En relación con la cuestión anterior,
haría referencia a otra pregunta de Alejandro, acerca de lo que él llama “el
fondo del asunto”. Esto es, cómo es que “debió decidir la CteIDH…según la
teoría del derecho penal” [que yo defiendo]. Alejandro me pregunta, además: es
que la Corte debió respetar la decisión de la amnistía uruguaya “a pesar de
estar equivocada?” Sugiere, entonces, que debemos saber más acerca de los
“argumentos sustantivos” en juego, a la hora de discutir sobre este tipo de
asuntos (aquí: amnistías para los crímenes más graves).
Para comenzar respondiendo directamente
a su pregunta (y reafirmando su sospecha principal) diría que, en efecto, la
Corte Interamericana debió respetar la decisión uruguaya de dictar una
amnistía. Insistiría sobre ello, sin suscribir –sin embargo- el agregado que
adjunta Alejandro: “a pesar de estar equivocada.” Un punto central en mi
trabajo al respecto –un punto que Alejandro, por supuesto, conoce bien- refiere
al tema de los profundos desacuerdos que caracterizan a nuestras aproximaciones
a las cuestiones de derechos fundamentales. En el caso que nos ocupa, en
efecto, Uruguay estaba obligado a dar una respuesta, diferente de la impunidad,
frente a los grandes crímenes. Pero es aquí donde comienzan nuestros profundos
desacuerdos: ¿qué tipo de respuesta puede dar, de
modo sensato, una sociedad genuinamente preocupada por reaccionar bien, frente
a sus tragedias más graves? Sudáfrica, en su momento, diseñó una respuesta
polémica, frente al apartheid, que de ningún modo consideraría indecente o
violatoria de sus responsabilidades internacionales. ¿Por
qué es que Uruguay no podría hacer lo propio (como ahora lo hace Colombia) esto
es decir, dar una respuesta heterodoxa (en todo caso, diferente de la respuesta
punitivista –finalmente excepcional- que dieron países como la Argentina)?
Cuando tenemos incertidumbre sobre el contenido preciso que debe tener la
respuesta que buscamos, no corresponde hablar de soluciones “correctas” o
“incorrectas”, salvo en los márgenes o extremos. Uruguay puede optar por
programas de reproche público, memoria, compensación, etc. –como intentó
hacerlo- y nada de eso puede ni merece asimilarse a una respuesta de impunidad.
¿Por qué no pueden considerarse,
entonces, a tales respuestas como respuestas apropiadas? El hecho de que
Uruguay haya optado por recurrir al procedimiento democrático para decidir
sobre la cuestión (volveré sobre el tema cuando discuta el texto de Inés
Jaureguiberry) no habla del problema, sino de la virtud de la decisión uruguaya.
Es así como corresponde que actuemos –diría yo- frente a las diferencias e
incertidumbres graves que emergen, habitualmente, cuando lidiamos con temas
difíciles, y de primera importancia pública.
La última pregunta importante que
presenta Alejandro –de entre las que voy a encarar- se relaciona con la difícil
cuestión acerca de cuál es la “comunidad” relevante en casos como el examinado.
Se trata de una cuestión complejísima, que ni aquí ni más allá estaría en
buenas condiciones de responder. Coincido con Alejandro (y con Antony Duff, por
caso), en que la “comunidad afectada” por los crímenes mayores (y no sólo ellos)
trasciende a la comunidad local –al particular territorio en donde esas
desgracias ocurrieron. Frente a ello, sin embargo, disentiría con él en
relación con sus primeras reacciones sobre la cuestión. Dice Alejandro: “si
concedemos que estos crímenes internacionales están dentro de la jurisdicción
de la comunidad internacional, la primacía del Uruguay sobre si deben ser
enjuiciados no puede ser absoluta” Para Alejandro, la posición de Uruguay se
debilita si no presenta “razones de peso” para avalar la decisión que quiere
tomar, o si la comunidad internacional cuenta con razones para “rechazar
razonablemente” los reclamos de Uruguay (Alejandro refiere, por caso, a
decisiones basadas en “motivaciones racistas, discriminatorias o similarmente
inaceptables”). Por lo que señalara más
arriba, estas apreciaciones presentadas por Alejandro me suscitan dudas. Y es
que: ¿qué es lo mejor que puede hacer una
comunidad democrática, frente a cuestiones graves y que le suscitan dudas, que
abrirse a un proceso de reflexión democrática? Decir esto no significa avalar
cualquier decisión democrática, tomada de cualquier forma. Por el contrario, me
interesa ser muy estricto al respecto. Sin embargo si, frente al dilema del
caso, nos encontramos (por ejemplo) con que toda la comunidad interviene; nadie
es excluido; se garantizan los derechos de crítica y protesta; los canales
políticos quedan abiertos; se consulta directa e indirectamente al pueblo; etc.,
¿por qué es que deberíamos resistirnos
a aceptar la decisión que ella nos propone? En otros términos: de qué modo y
por qué razones “sustantivas” podríamos desafiar la decisión que,
democráticamente, se tome en el caso.?
¿Por qué rechazaríamos decisiones
tomadas a partir de procesos democráticos semejantes (procesos que –lo subrayo-
son la excepción antes que la regla, en América Latina)? ¿En
qué sentido es que podríamos decir que –en un contexto semejante- la primacía
de la decisión de Uruguay no debiera ser “absoluta”? Si Uruguay se convirtiera
en lo que no es –en la Alemania nazi, o en formas menos extremas de una
sociedad fascista y excluyente- no estaríamos hablando, por definición, de una
sociedad democrática, y el problema entonces sería otro. Pero, en la medida en
que tome sus decisiones respetando de modo pleno los procedimientos
democráticos exigibles para decisiones de este tipo, no veo cómo impugnar lo
que vaya hacer una comunidad como la uruguaya.
Volvemos aquí, entonces, a la discusión
liberalismo-democracia (que abordara en la discusión del texto de Marcelo
Alegre), y las posibilidades de avanzar mucho más en la materia, resultan –por
tanto- muy limitadas. Agregaría en todo caso, y antes de concluir, simplemente
lo siguiente. Entiendo que, hipotéticamente, es posible que una comunidad tome
decisiones horrendas, a partir de procedimientos democráticos impecables o casi
perfectos. Sin embargo, i) no me viene a la mente ningún caso semejante que
haya conocido en la práctica (no creo que por falta de memoria o por negación
frente al tema); y ii) no considero que la práctica efectiva de nuestros
organismos internacionales se muestre inmune a desajustes de forma y fondo como
las que pueden afectar a nuestros estados. Por ello, cuando disentimos,
razonablemente, acerca de lo que es “correcto” hacer, no veo otro camino que el
de la deferencia democrática, si es que nos encontramos con una comunidad que
apela a procesos democráticos fundamentalmente irreprochables. No veo mucha “sustancia”
más allá de eso.
Concluyendo: seguramente contamos con
buenas razones para preservar la existencia y funcionamiento de los órganos de
control, tanto a nivel internacional, como a nivel interno. Pero todavía nos
debemos una discusión más profunda acerca de los alcances y límites del funcionamiento
de tales órganos –una discusión que no merece seguir estancada en el lugar en
que hoy se encuentra, ni sujeta a las inercias que todavía hoy la caracterizan.
Celeste Braga
Celeste Braga presenta un escrito muy
sugerente, lleno de inquietudes y preguntas inquietantes, que en muchos casos
no sé si estoy en condiciones de responder bien. Sus cuestionamientos me
empujan a pensar mejor, o de otro modo, mi acercamiento al pensamiento penal de
Carlos Nino, que ocupa el centro de las reflexiones en el capítulo que ella
comenta.
En el marco de estas amigables réplicas,
me ocuparé sólo de unas pocas de sus sugerencias, orientadas en muchos casos a
que diga “algunas palabras más” sobre la práctica que defiendo, en términos de
creación, aplicación e interpretación del derecho (penal). La cuestión, más que
unos pocos párrafos, requeriría un libro, pero para hacerme cargo de “vacíos”
que he dejado, quisiera al menos avanzar en ciertos “esbozos de respuesta.”
En todos los casos, mis sugerencias
sobre cómo re-pensar y re-organizar nuestro sistema institucional pueden leerse
tanto en relación con el “ideal regulativo” al
que me refiero habitualmente, como a partir de los ejemplos y casos concretos
que trato de ofrecer, para ilustrar sus implicaciones posibles. El ideal último
de mi “proyecto” tiene que ver con la construcción de una comunidad de iguales,
pero mientras tanto…Mientras tanto, según creo, es mucho lo que podemos hacer,
y mucho también lo que está al alcance de nuestras manos.
Empecemos por la creación de las normas
penales. Como he dicho muchas veces (y también en estos comentarios, por
ejemplo en mi respuesta a Leonardo P.), la creación de nuestras normas penales suele
oscilar, en países como el nuestro, entre formas elitistas y populistas. Las
primeras, invocan a los intereses de un pueblo al que no consultan nunca, y las
segundas refieren a la voluntad de un pueblo al que, en los hechos, dejan
siempre de lado. Resulta tan extrema y tan repudiable la oscilación entre esos
dos modelos, que la formulación de alternativas más democráticas –más
respetuosas de los puntos de vista de todos- no parece tan difícil. ¿Por
qué no repensar nuestras normas penales siguiendo, entonces, procedimientos
diferentes, abiertos a las inquietudes de grupos diversos; en consulta con las
comunidades más afectadas; o a través de modos sensibles a la impugnación que
provenga de quienes más sufren la presencia y ausencia de las normas penales,
etc.? Otra vez: dados los graves niveles actuales de desconexión entre normas
penales y decisiones democráticas, el espacio para avanzar en la formulación de
alternativas más inclusivas parece enorme y a nuestro alcance.
Algo similar respecto a las formas de la
interpretación y la decisión penal. Contamos ya con una gran variedad de
alternativas posibles en la materia –alternativas que han mostrado su potencia
en términos de inclusividad y justicia. Pensemos, por caso, en las prácticas
propias de la justicia restaurativa (i.e., las “conferencias restaurativas,”
bien estudiadas por John Braithwaite); o en las comunidades de diálogo y los
“foros deliberativos” (como los que explorara y pusiera en práctica James
Fiskin, en temas penales). O pensemos, por caso, en las experiencias de
justicia comunitaria, o en la práctica de juicios por jurados (como las que, en
ambos casos, se desarrollaran en países como la Argentina, en apariencia tan
poco amigables hacia la participación ciudadana en las cuestiones penales).
Otra vez, frente a un estado de cosas indeseable o temible, como el que
distingue a nuestro tiempo, el territorio que tenemos para recorrer en pos de
soluciones más decentes y democráticas resulta vastísimo.[5]
Algo más sobre un punto (que en parte
resume todos los anteriores), y que retoma Celeste, cuando compara mi trabajo
con el de Nino. Celeste sugiere que donde yo invito a “la resistencia, Nino
invitaría a mejorar lo construido dentro del diálogo reglado, a robustecer la
práctica, a mejorar la catedral.” El punto es muy bueno, y quisiera detenerme
brevemente en el mismo. Por supuesto, no tengo capacidad ni autoridad para
invitar a nadie a la resistencia, pero sí estoy abierto a considerar –con
tantos autores penales, incluyendo de modo prominente a Duff- que en
determinadas condiciones, ciertas violaciones del derecho pueden ser excusadas
o justificadas. Ello es compatible con asumir una actitud constructiva hacia la
“catedral” común. Para retomar la metáfora que alguna vez utilizara Nino: creo
que la “catedral” del derecho argentino es una catedral de posguerra, que luce
bombardeada, con columnas centrales destruidas, ventanas rotas, puertas
quebradas, etc. Sin embargo, aún así, creo que podemos reconocer perfectamente
de qué tipo de catedral se trata, y sentirnos en buena medida orgullosos de
ella. Todos sabemos que la catedral debe ser reconstruida sustantivamente, y
tal vez sea aquí –recién aquí, pero hay que ver hasta qué punto- donde
disintamos. Estoy convencido de que tomar en serio la reconstrucción de la
catedral requiere “tirar abajo” columnas que todavía permanecen intactas, y voltear
otras que se preservan pero que no se ajustan al resto del diseño. Para tomar
un caso más o menos claro: la “doctrina de facto,” creada por nuestros juristas
y receptada aún por la Corte Suprema, debería ser definitivamente dejada de
lado (ya que estamos: dejada de lado de los modos en que Nino aconsejaba
hacerlo). Del mismo modo, hay puertas que están cerradas, y que deberían ser
abiertas; y ventanas que oscurecen el espacio que debería iluminarnos. Para
dejar de lado las imágenes y quedarme con algunos ejemplos concretos, podría
citar –sólo a modo ilustrativo- un caso como el siguiente. Muchas comunidades
indígenas arrastran una historia de sistemática agresión y destrato, de parte
del Estado, que las ha marginado y relegado a condiciones de injustificada
miseria. Los desafíos que dichas comunidades nos impongan, a todo el resto,
deben ser tomados con extremo cuidado, y respondidos con el máximo respeto.
Ello, bajo la conciencia de los agravios que el Estado, históricamente, ha
cometido, y la situación de privación de canales institucionales apropiados
para la queja, en que se las ha dejado. Decir esto no equivale a decir que
tales comunidades tienen razón en cualquiera de sus reclamos, ni “vía libre”
para escoger el medio de queja (pacífico o violento, legal o ilegal) que
prefieran, para sus protestas. Pero sí diría que la preservación del actual
estado de cosas –la inercia- forma parte de una larguísima historia de
violación de derechos, frente a los cuales los desafíos resultan esperables, y
en cierto modo necesarios. El doloroso conflicto que muchas comunidades
indígenas nos plantean merece ser re-descripto, también, en clave deliberativa,
y puede ser incorporado a nuestro entendimiento acerca de lo que significa la
construcción de una catedral compartida. En definitiva, la construcción
colectiva va a incluir necesariamente conflictos y disputas serias, que tal vez
–en algún momento- exijan detener la construcción, para interrogarnos acerca
del modo en que se está trabajando; y en otras ocasiones requiera sentarnos a
conversar acerca de cómo seguir adelante con este emprendimiento que nos
interesa, nos entusiasma, y permanentemente nos interpela.
El texto de Inés es fuertemente crítico
de mi presentación en torno al caso “Gelman.” Inés sostiene, con razón, que
desde un compromiso con la democracia deliberativa, decisiones como la que se
tomaran en Uruguay, para amnistiar a los responsables de crímenes de lesa
humanidad, no “ranquean” bien (pongámoslo así). Para ella, los problemas
propios de procesos de toma de decisiones como el que Uruguay implementara
entonces, no quedan siquiera salvados con las dos consultas populares que
siguieron a la decisión adoptada por el legislativo uruguayo. Finalmente
–agrega Inés, con acierto- tales consultas se produjeron “con posterioridad,” y
no antes, de la decisión legislativa del caso (lo que parece desaconsejado por
un proceso deliberativo como el que podría defender Carlos Nino). Además, tales
consultas se hicieron en relación con una iniciativa política ya cerrada –lo cual
convirtió a las mismas en poco atractivas consultas de “todo o nada.”
Las precisiones que presenta Inés son
relevantes, y debo tomar nota de ellas. Sin embargo, quisiera desafiar su texto
en los dos planos que considero más significativos: el empírico o “real,” y el
“ideal” o imaginable. A continuación, aclaro y doy contenido a lo dicho.
En lo que hace a lo “realmente ocurrido”
en Uruguay, reafirmaría mi juicio positivo –que ella impugna- en cuanto al
procedimiento democrático del caso. Según sostuve, la amnistía puede situarse “cerca
del polo positivo” que podría delinearnos el ideal de la democracia deliberativa.
Para justificar lo dicho entonces, y que aquí reafirmo, basta simplemente con comparar
lo ocurrido en Uruguay, en su proceso de “creación de la amnistía,” con lo
ocurrido en cualquier otro país de América Latina, en materia de amnistías (o,
me animaría a agregar –aunque no insistiré aquí sobre el punto- en relación con
cualquier otro tema). Pensemos, por caso, en la auto-amnistía decidida por los
militares argentinos, durante la vigencia de la dictadura; o en la amnistía que
se decidiera en Perú (frente al caso “Barros Altos”), en una situación de
semi-dictadura; o aún en las amnistías encubiertas aprobadas en la Argentina,
ya en democracia, en lo que se llamaron las leyes de “punto final” y
“obediencia debida” –decididas, sí, por el Congreso argentino, pero bajo una
serie de levantamientos militares que equivalían a “colocarle un arma en la
cabeza” a la democracia argentina. Si tomamos en cuenta éstas –o cualesquiera
otra- de las amnistías aprobadas en la región, en estos últimos años, resulta
demasiado claro que lo ocurrido en Uruguay fue excepcional, y en efecto cercano
al “extremo positivo” de la democracia deliberativa. Por supuesto, el debate
pudo y debió haber sido mayor; la participación popular debió haber sido no sólo
posterior, sino también previa a la decisión del legislativo; y las consultas
populares debieron incluir la posibilidad de introducir matices sobre la
decisión de amnistía tomada (en lugar de presentarse como opciones de “todo o
nada”). Todo ello es cierto, pero nada de ello niega la excepcionalidad
–positiva- uruguaya. Finalmente, hablamos de democracias reales, y no
imaginarias y –en términos “reales”- lo hecho fue sin lugar a dudas notable. El
caso uruguayo nos habla –agregaría yo- de una “conversación colectiva,
extendida en el tiempo, y siempre abierta” (an
ongoing conversation), como la que propiciamos los demócratas
deliberativos. Más todavía, las dos consultas populares realizadas en Uruguay,
nos refieren al modo interesante en que la sociedad oriental siguió presionando
e insistiendo para revisar una decisión política ya tomada: eso forma parte de
lo positivo, y no de lo negativo, de la “conversación democrática” uruguaya. Lo
mismo el hecho de que las consultas hayan sido motorizada por la sociedad
civil, y no por la clase política uruguaya. Mejor todavía entonces: se trata de
una democracia que no aparece enquistada en las decisiones de una casta o elite
de políticos, sino una que aparece abierta a las exigencias y presiones
populares, que (no una sino) dos veces, al menos, lograron “perforar” las
decisiones tomadas por las cúpulas políticas. Un punto a favor de lo que digo
–y en resistencia a lo sostenido por Inés, en cuanto a la compatibilidad de lo
ocurrido en Uruguay con la teoría deliberativa de Nino- aparece en las propias
palabras que escribiera Nino al respecto. Y es que –como señalo en el libro-
Nino se ocupó del proceso uruguayo en su trabajo Juicio al mal absoluto, en donde sostuvo que “el caso más difícil es el de Uruguay, donde un acto democrático –un
referendo realizado luego de la transición- garantizó la amnistía a los
violadores de derechos humanos. Cuando el proceso democrático resulta en un
balance de derechos e intereses que apunta hacia el perdón, se presume, aunque
siempre sea posible el disenso, que este curso de acción es el correcto”[6] (Nino 1996, 163-4). Es decir,
habiendo conocido sólo una de las consultas realizadas en Uruguay, Nino ya
advertía –con justa razón- que lo que allí tomaba lugar era excepcional –algo
fundamentalmente distinto, por ejemplo, de la auto-amnistía argentina, contra
la que él había trabajado.
Dicho lo anterior, agregaría lo que
sigue, ahora ya en el plano más ideal o imaginario. La discusión que llevo a
cabo en torno al caso “Gelman” importa en sí, pero además resulta una “excusa”
para pensar un problema mayor. El problema es: ¿qué
pasa si, democráticamente (y usando el término “democrático” en un sentido no
trivial ni vacío de contenido), tomamos una decisión cuyo resultado nos resulta
profundamente chocante? Mi sugerencia es que “no hay tribunal mayor” que el de
la democracia, cuando lidiamos con cuestiones de primer interés público, y lo
hacemos a través de medios apropiados, inclusivos, deliberativos. En buena
parte de su texto, Inés parece operar bajo el paradigma contrario, como si no
fuera concebible una “mala” decisión, alcanzada por medios claramente
democráticos. Inés dice que la “carga de la prueba”, frente a una “amnistía
democrática” está del lado de quienes la sostengan. Pero si de eso se trata, lo
que podemos decir tiene que ver con lo ya dicho: si las condiciones
procedimentales son (ya sabemos que no óptimas pero) apropiadas, tanto en
términos absolutos como relativos, es difícil ver qué razones pueden llevarnos
a justificar la prevalencia de la decisión judicial frente a la decisión de las
mayorías. Piénsese –para tomar un ejemplo conocido y diferente- en un plan de
reforma económica como el que en su momento implementara el Presidente
Roosevelt, en los Estados Unidos, contra la resistencia de la Corte Suprema. El
plan tenía puntos flojos, merecía una deliberación todavía mayor, no fue
siquiera abierto a la consulta directa con la ciudadanía, pero: ¿nos da ello razones para sostener que
es la decisión judicial la que debe prevalecer al respecto? Entiendo que
tenemos que confrontar la pregunta difícil (¿qué
pasa cuando nuestras convicciones profundas difieren de la decisión que se ha
tomado democráticamente?), y que la respuesta es más fácil –aunque nos resulte
incómoda- cuanto mayor sea el carácter democrático de la decisión en juego.
Gustavo Beade
Hace años que dialogamos de modo
entusiasta, con Gustavo, en torno a cuestiones penales. De hecho, él es –junto
con varios de los autores que participan en este libro- uno de los principales
responsables de mis incursiones en este terreno. Por ello le debo un
agradecimiento especial: por acompañarme y alentarme en esta tarea –a mí, según
digo siempre, un extranjero en esta área del derecho. De las muchas cuestiones
relevantes que aborda Gustavo en sus comentarios, en lo que sigue quisiera
focalizarme sobre todo en una, relacionada con la justificación del castigo en
una sociedad democrática. Mi análisis se hará –como en el texto de Gustavo- con
la figura de Antony Duff en el trasfondo. De hecho, Duff es uno de los autores
más importantes –sino el autor clave- que Gustavo y yo tomamos como referencia,
para muchas de nuestras reflexiones en la materia.
Gustavo reconstruye mi análisis sobre
ciertos escritos de Duff, y señala que él “estaría muy de acuerdo” con mi
presentación, en tanto la misma procure “conseguir que el castigo sea legítimo”
a la vez que permita “excepciones o se limite el uso del castigo en
determinados casos”. Resistiría, en cambio, ciertos guiños que encuentra en mi
trabajo hacia el abolicionismo –mucho más, si me monto en tales simpatías para
impugnar parte central de las reflexiones de Duff en cuanto a la cuestión del
castigo. Gustavo sugiere también una “inconsecuencia” en mi trabajo, ya que por
un lado sostengo que una comunidad democrática debe poner en discusión a la
misma institución del castigo, a la vez que me muestro reticente frente a la
posibilidad de que dicha comunidad no quiera prescindir del castigo.
Para seguir reflexionando sobre la
materia, confesaría, ante todo, que, en efecto, me incomoda que Duff, en muchos
de sus trabajos, no sea más categórico en su resistencia al castigo, o acepte
formas del mismo que, en principio, deberían ser resistidas. Aún concentrándonos
en los “grandes crímenes” (los casos de los delitos mala in se, en el lenguaje de Duff), rechazaría la idea de que la
privación de la libertad pueda ser un modo apropiado para ayudar a que el
ofensor reflexione, medite, y delibere críticamente sobre lo que ha hecho.
Entiendo que tal proceso reflexivo resulta socavado, antes que promovido, por
los espacios de encierro que conocemos, en la práctica concreta de nuestros
países (los del mundo anglosajón, que transita Duff, o los del mundo latino, que
nosotros conocemos). Como sostendrían los autores republicanos, la sola idea
del encierro –la de separar a alguien de sus vínculos afectivos, para
vincularlo luego con otros autores de ofensas gravísimas- resulta una pésima
idea, si nuestro objetivo es el de contribuir a la re-integración social del
sujeto, luego de un proceso profundo de auto-reflexión crítica. Ello, aún
cuando el contexto de tal encierro no tenga nada que ver con los contextos de
encierro que conocemos en nuestros países, sino con otros más cercanos al
“ideal constitucional” de las cárceles “sanas y limpias.”
El punto más importante, de todos modos,
me parece otro, ya más independiente del trabajo y las particulares reflexiones
de Duff. El punto se refiere a la vinculación entre democracia y castigo (punto
que también es central en los comentarios de Rocío Lorca, sobre los que luego
vuelvo). Para aclarar mi posición al respecto, sostendría lo siguiente: Por
supuesto que considero que una comunidad democrática tiene el derecho y el
deber de reflexionar colectivamente sobre cómo lidiar con los principales temas
de interés público con los que se enfrenta, y que tales problemas incluyen –en
un lugar privilegiado- los relacionados con el uso de la coerción (penal).
Ello, aunque se trate de cuestiones que, por ejemplo, la propia Constitución
Argentina, en su artículo 39, insólitamente, pone a resguardo de las consultas
populares. Por todo lo que señalo en el libro, la principal conclusión sobre el
tema me resulta obvia: no se justifica que los “potenciales afectados” por el
uso de la coerción estatal no tengan un derecho a intervenir protagónicamente
en aquellas cuestiones que más les importan –las que más les conciernen, las
que pueden implicar las formas más severas de la coerción estatal.
Dicho lo anterior, sin embargo, debo
aclarar enseguida que la postura que defiendo no se vincula, exclusivamente,
con una cierta teoría de la democracia (dialógica). Ella también depende de una
cierta filosofía política –de contenido liberal igualitario, y de raíces
republicanas- que me ofrece argumentos que, como ciudadano, presentaría en el
debate democrático del caso. Quiero decir: no sólo me interesa afirmar el valor
de un (determinado tipo de) procedimiento democrático, sino también ofrecer
ciertas respuestas y propuestas que –en la condición de ciudadano- debería
presentar en dicho debate colectivo. A partir de lo dicho, podría ocurrir que
mi sociedad democrática, finalmente, decida continuar con prácticas que
incluyen el castigo, y que yo -como ciudadano- siga teniendo razones para
pronunciarme contra el mismo, y para seguir trabajando contra toda forma de
castigo.
Se puede entender mejor, ahora, y según
espero, el sentido y origen de críticas como las que presentara unos párrafos
más arriba: el castigo –tal como lo conocemos (esto es decir, como “imposición
deliberada de dolor,” a cargo del Estado) resulta muy difícil de justificar, en
cualquiera de las modalidades principales que le conocemos (y aún dejando de
lado los casos más aberrantes de castigo –que, por los demás, son los más
comunes). Así, no se justifica que “separemos” radicalmente, a quienes –según
decimos- queremos “integrar”; ni se justifica que (como decía Nino) sumemos
dolor al dolor ya causado por un ofensor, con el objetivo declarado de obtener
un “bien” (como si la suma de “mal” más “mal” fuera a producir un “bien,” y no
un “mal compuesto”); ni se justifica que el Estado se involucre en la
imposición de violencia, si es que cuenta con otras herramientas a mano, más
humanas, para responder frente a los males más graves. Por supuesto, la
discusión al respecto promete ser interminable, y no quiero aquí más que
alentar a la misma, y dar algunas sugerencias sobre su posible desarrollo. En
todo caso: combatiría la idea de tomar al castigo como un supuesto –como un
dato que de algún modo, más tarde o más temprano, debemos acomodar (debemos
encontrarle algún lugar) dentro de nuestras reflexiones institucionales.
Rocío Lorca
El trabajo de Rocío, con el que se
cierran los comentarios, y con el que cierro mis comentarios, me da pie para un
buen análisis final. Ella plantea una cuestión que tiene sentido abordar a esta
altura, y que tiene que ver con la pregunta siguiente: .¿es
que la democratización del derecho penal puede llevar a la abolición del mismo?
Rocío sugiere que dejo esa posibilidad sin explorar (lo que es sólo
parcialmente cierto), y entrevé de mi parte alguna respuesta (contra la
abolición, o escéptica al respecto) que ella deriva de mi análisis sobre la
película “El Chacal de Nahuel Toro.” Según Rocíoa, “la lección aquí parece ser que las
personas parecemos no estar demasiado disponibles a permitir la redención de
aquellos que hemos definido como criminales”
Lo cierto es que yo no inferiría dicha
conclusión del análisis del film citado. Examino ese film, junto con otros,
para hacer referencia a un proceso colectivo –y de poder- a través del cual
“construimos a los monstruos,” luego los condenamos del peor modo, y queremos
sentirnos bien con ello. Mi conclusión personal es que escogemos, con buenas y
malas razones, las conductas que queremos criminalizar; creamos las condiciones
para que muchas de esas (in)conductas se produzcan (y luego nos horrorizamos
frente a ellas); seleccionamos (de modos habitualmente poco justificados) a
quiénes inculpar por tales conductas (y tendemos a ser más tolerantes con
aquellos que son “de nuestra condición); los castigamos a través de medios
usualmente crueles e inhumanos –separándolos de sus afectos y vinculándolos con
los que (así lo entendemos) han cometido las peores inconductas- y luego nos
sorprendemos por la “no-re-socialización de los presos” o por los altos niveles
de reincidencia que son comunes en nuestras poblaciones carcelarias. En
definitiva, nada de lo que digo sobre la película del “Chacal”, ni sobre las
restantes películas que examino, viene a decir algo positivo u optimista acerca
de los modos en que ejercemos la coerción, que siguen siendo generalmente
brutales, injustos e inhumanos.
Por ser lo que habitualmente son
–crueles, salvajes, desproporcionados- los castigos que son propios de nuestras
sociedades pueden ser asimilados a la tortura, y merecen por tanto ser
resistidos y eliminados. Algunos colegas –el propio Marcelo Alegre, en sus
comentarios- sugieren no trivializar la idea de tortura, asimilando la misma a
las cárceles (“insanas y sucias”) propias de nuestro sistema penal. No pretendo
asimilar ambas prácticas (la tortura, la cárcel), ni quiero tomar a la cárcel
como sinónimo de tortura, sino tratar a ambas prácticas bajo un mismo esquema
de principios: en ninguno de tales casos se justifican tratamientos semejantes
para seres humanos –ni para los peores de nuestros conciudadanos- y en todos
los casos se justifica la toma de medidas para poner fin a las gravísimas,
imperdonables, violaciones de derechos que de ese modo provocamos. Por lo
demás, el Estado no puede verse involucrado en afrentas, agravios y violaciones
de derechos semejantes. Y sin embargo, es lo que hace comúnmente,
sistemáticamente y a niveles masivos, desde hace años. Entonces: es posible una
“democracia sin castigo,” y formas de “reproche sin
encierro”? La respuesta –como insistiera ante el comentario anterior, el de
Gustavo- puede y debe ser positiva. Las principales respuestas penales de
nuestro tiempo no se justifican, ni se justifica que nosotros sigamos
conviviendo con ellas.
[2] Señalo también, al pasar pero
con énfasis, que este mismo tipo de soluciones (“dialógicas”) fueron ensayadas
exitosamente, una y otra vez, por la prestigiosa Corte Suprema Sudafricana,
frente a casos de gravedad tanto o más extrema que los ocurridos en la
Argentina. Casos como Grootboom se
tornaron famosos, en todo el mundo, hasta constituirse en “faros” o ejemplos
acerca de cómo llevar adelante una intervención judicial apropiada en marcos de
extrema injusticia (lo mismo, y de modo más reciente, en los “ensayos
sudafricanos” en torno a lo que denominaron el meaningufl engagement, esto es decir, intervenciones judiciales
promotoras del diálogo entre las partes, en contextos de violencia y desigualdad).
[3] Al respecto, cabría decir que no
sólo existen múltiples países que respetan bien los derechos de sus ciudadanos,
sin el recurso al control judicial; sino que además conocemos múltiples formas
de intervención ciudadana –en audiencias, jurados, asambleas, etc.- que han
permitido el reforzamiento de la legitimidad y justicia del proceso de toma de
decisiones.
[4] Quiero insistir en la idea de
que, en todos estos casos, tiene más sentido hablar de “precisiones” que de
cambios cruciales en nuestras posturas. Finalmente, Tushnet –aún en su libro
más crítico- comenzaba su obra haciendo algunas sugerencias acerca de los modos
en que podía modificarse la intervención judicial, para tornarla compatible con
la democracia. Yo mismo –en mi libro más crítico en el área- dedicaba la parte
de reflexiones finales a imaginar vías de salida a través del uso del reenvío, y –a mi favor- hacía también
alguna pionera referencia a la cláusula canadiense que aparecía, desde ya
entonces, sugiriendo formas democráticas de salida al dilema.
[5] Vuelvo, una vez más, sobre el
ejemplo del Indoamericano que discutiera más arriba. Entre otras cosas, dicho
ejemplo alude a la posibilidad de avanzar en intervenciones (penales) más
dialógicas y humanas, aún (o sobre todo) en marcos definidos por la
inhumanidad, la injusticia y la violencia. Otra vez: las soluciones del diálogo
y la conciliación entre partes con puntos de vista enfrentados, han sido
posibles aún en países como la Argentina, aún frente a casos de desigualdad y
violencia, aún en el contexto brutal y punitivista que nos caracteriza. En
definitiva, hay mucho espacio para avanzar con soluciones que honren nuestros
compromisos teóricos más abstractos, aún o especialmente en terrenos llenos de
barro, confusión y descreimiento, como los propios de nuestro contexto.
[6] Nino, Carlos
Santiago, Radical Evil on
Trial, New Haven, Yale University
Press, 1996, pp. 163-164 (traducción
propia).
8 comentarios:
Me resulta dificil entender el motivo por el cual casi no abordas la cuestion de la "violencia simbolica" que se ejerce constantemente en los medios de comunicacion bajo el paraguas de la "libertad de expresion". ¿Que posibilidades hay de instaurar discusiones deliberativas y democraticas desde la logica periodistica del "denuncismo"? Quiero decir, periodistas que ejercen el periodismo como si fueran fiscales y sus entrevistados, sobre todo si son criticos del "sentido comun neoliberal", deben ser sometidos a una suerte de juicio inquisitivo. ¿Como instaurar una discusion habermasiana con Baby Etchecopar asociado a "libertad de expresion" y no a "violencia simbolica"? Cuando Grabois denuncia el maltrato a los senegaleses, lo meten preso, lo estigmatizan con la letra K y el adjetivo "ultra" y le preguntan sobre CFK y Bonadio en el programa de Tenembaum, que...¡se supone que es progre! Los "deliberacionistas habermasianos" deberian aludir a estas cuestiones. De lo contrario se quedan, creo yo, mayormente en la comodidad de la academia.
NO sólo me parece un "fuera de tema" innecesario, sino además un comentario sin interés: otra vez la conspiración de los medios, y hacer teoría de la radio que escuchamos
No creo que se pueda hablar seriamente sobre "castigar al projimo" sin aludir a la crimonologia mediatica y la violencia simbolica que 24 horas del dia, todos los dias, ejercen los medios hegemonicos. La criminalizacion de la pobreza motivada por la "violencia simbolica" tiene consecuencias evidentes sobre las practicas penales. Los presos LITERALMENTE se pudren en la carcel. Se le caen los dientes, sufren aprietes, torturas, injurias permanentes. No hay espacios de deliberacion democratica sobre estas cuestiones en la esfera publica. Tampoco se puede aludir seriamente a estas cuestiones si uno se desentiende de un proyecto de poder alternativo que pueda conducir democraticamente a nuestra institucion policial. Las leyes, sin proyecto de poder que conduzca a nuestro "Leviatan azul" a practicas ligadas a los derechos humanos, son letra muerta.
El sentido comun neoliberal fomenta el egoismo, la competencia descarnada y el individualismo. Instaura politicas economicas que generan pobreza, exclusion y ruptura de los lazos sociales. Los medios hegemonicos criminalizan la pobreza y minimizan el "delito de cuello blanco" y el saqueo del capital financiero mientras inflan el miedo. No hay nadie mas fascista que un burgues asustado. Ponete a esperar el colectivo frente al Parque Dominico a las 4 de la mañana para ir a trabajar como hace mi tia. Ni bien miras caminando a un adolescente pobre que camina hacia vos, te dan ganas de que lo maten por las dudas. Si despues resulta que es otro laburante que espera el colectivo con vos para ir a trabajar te tranquilizas, pero mi punto es que el miedo te vuelve facho. Que el neoliberalismo fomenta ver al projimo como una amenaza y no como una pronesa. Y que todo esto no se entiende bien si no analizamos que cuentan con los medios hegemonicos de control ideologico. "Las carceles de la miseria" y los estudios sociologicos de Wacquant NO SE DESENTIENDEN del rol de los medios.
saltás permanentemente de "lo de siempre" (los medios blablabla) a lo que importa (las condiciones en que viven los presos, etc.). quedate con lo que importa y no con la tontería que escuchás en radio o ves en tv
¿Cual es el contrapoder que te posibilita hacer algo contra las condiciones en que viven los presos sin el apoyo de la opinion publica? ¿Que apoyo de la opinion publica tenes con este esquema de medios y sin proyecto de poder alternativo que pueda conducir a la institucion policial? La discusion academica. Cuando Jua Grabois fue a defender a los senegaleses apaleados y perseguidos por la policia, el Grupo Clarin lo llevo al barro de CFK y Bonadio. ¿Como me decis que "salto" de lo intrascendente a lo importante? Uno puede indignarse moralmente muchisimo porque los presos "se pudren" en la carcel, pero sin contrapoder a ese estado de cosas se queda en la Academia. Las marchas de Blumberg, lo sabes perfectamente, no alteraron ese panorama.
Muy interesantes observaciones a tu obra y buenas respuestas. Ya me anoté varios de los artículos para leer. Hubiera sido lindo que, además de las invitaciones a los intervinientes en el debate, la revista hubiese abierto una convocatoria para presentar comentarios a tu obra de manera anónima y cuya aprobación estuviera sujeta a referato, en sintonía con el espíritu democrático del texto.
Tomás Fernandez Fiks
https://www.udesa.edu.ar/revista/voces-revista-juridica-de-san-andres-nro-3/articulo/castigo-y-exclusion-en-la-teoria-de
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