I
Desde que llegué a
Washington Square, alguna vez hace mucho tiempo atrás, lo supe: se trataba del
Aleph de este mundo. La mejor vez fue cuando estuve de paso, unas cuantas
semanas -frente a la plaza, en la Biblioteca Bobst- juntando información para
mi trabajo sobre el constitucionalismo latinoamericano. Era verano aquí, y las
Universidades no tenían mayor movimiento, parecían cerradas (mucho mejor para mí,
que buscaba estar todo el día leyendo). Entonces, cada mañana temprano, llegaba
a la Biblioteca, retiraba los 4 o 5 libros de la jornada, y me los llevaba a la
plaza, donde me quedaba leyendo, sentado al sol, todo el día. Recuerdo, sobre
todo, que fue ahí donde decidí incorporar a mi investigación a la tradición
constitucional mexicana. Dudé mucho en abrir esa puerta, porque sabía que si la
abría, lo que llegaba resultaría imparable, indetenible, el infinito: un camino
de ida y sin regreso. Fue así. Una avalancha de lecturas. Recuerdo, en
particular, estar ahí en la plaza, llorando, mientras leía sobre la historia de
un indígena y luego Presidente, Benito Juárez. Juárez se había exiliado en los
Estados Unidos, y aprovechaba el tiempo de la separación, del dolor, para apreder
a hablar castellano, de la mano de su amigo, mi ídolo de entonces, Melchor
Ocampo.
II
Decía de Washington Square
como el Aleph del mundo, y que supe que lo era, desde un comienzo. Volví estos
días a reunirme con esa plaza: tenía tantas ganas de reencontrarme con ella. Me
senté, esta vez, dispuesto a mirarla, esperando, con papel y lápiz en mano, abierto
a ver qué llegaba. Miré y vi a varios skaters, haciendo equilibrio
incierto -imposible diría- sobre un umbral riesgoso, peligrosísimo, afilado. Lo
vi a Thiru Kumar, de Sri Lanka, elaborando con cuidado las mejores dosas jamás preparadas,
desde un puesto ínfimo, minúsculo, oculto, absurdo, donde cada mediodía (de 11
a 4), desde hace 18 años, lo esperan como devotos, religiosamente, sus
comensales: es su reino en esta Tierra. Vi a un bro, obeso y cansado (el
de la foto), armando pompas de jabón gigantescas, y vi a una banda de chicos que
eran puro exceso, desenfrenados (los ojos encendidos como soles) desparramando los
brazos para tomarlas. Vi a una pareja de chinos, distraídos ellos, que iban de
la mano, como no van los chinos; y a un equilibrista, con el torso desnudo,
dando el salto más alto del mundo, sin que nadie advirtiera la hazaña (él
siguió como si nada). Vi a una señora vieja, con la mirada perdida, recordando un
barco que se alejaba (un barco que se iría despacio, despacio, dejándola allí
para siempre, sin retorno a su patria). Vi a una pareja de hipsters, paseando
a su perro, ambos con las barbas bien recortadas (barbas que recordaban, a
quien no lo advertía, que de hípsters se trataba). Vi a un ciego
pidiendo limosnas; a 5 afros sentados frente a sus mesas, -el ajedrez preparado-
aguardando a sus contendientes (sólo uno de ellos terminaría jugando, en esas
horas tempranas, y ganaría, por supuesto). Vi a una par de pakistaníes, recién
casados, junto a un fotógrafo que los posaba en escenas que daban pena. Yo también
les tomaría unas cuantas fotos, pero a los 3 de ellos: fotos penosas. Vi a una
anciana con peluca; a un pastor holandés junto a un pastor alemán; a un niño
que sacaba a pasear a su dinosaurio de verde plástico. Vi a un hombre sentando
en su banco, con la radio prendida, pero con el pensamiento en blanco; y a un
anciano, en ese mismo banco, aprovechando a escuchar los sonidos que el otro dejaba
libres y no tomaba. Vi a dos niñas jugando, como juegan las niñas, como si su
mundo fue era el único mundo, el verdadero, y el resto del planeta no
existiera. En ese mundo, el de ellas, los canteros eran murallas; los helechos,
la selva; la fuente del centro, la tormenta, y los truenos; los caminos de las hormigas,
carreteras; los reflejos del sol, unos rayos mágicos que venían y se iban -misteriosamente
(me recordé feliz, cuando niño, rodeado y solo en mi planeta, como ellas). Vi a
otro niño ahí cerca, mirando a su padre, necesitando de él, buscando ansioso el calor cercano, algún gesto: alguno. Aguardando que su padre lo mirara a él, que
le sonriera, que le hiciera comentarios bobos o le diera un reto, como los otros
padres a sus hijos. Pero su padre estaba ausente, otra vez, sin ni siquiera
pensarlo: para su padre no estaba, no había estado nunca. Ni era el olvido para
él, pero no importaba: esperando, esperando, esperando, con la sonrisa
preparada. Vi a una monja que parecía filipina, y por eso misionera; vi dos
mujeres hermosísimas, negras, de frente ancha, interminable, como sólo tienen la
frente las etíopes. Vi a un oficinista apurando su almuerzo; y a su compañera, de
espaldas a él, comiendo sólo para pasar el rato: estaban juntos, se conocían de
siempre, pero no se hablaban. Vi al domador de perros, al paseador de perros, a
una mujer soltera abrazada a su perro, ilusionada. Vi a un ángel cruzando
fugaz, tratando de que no lo viera. Me miró. Vi al mismísimo demonio sonriendo,
porque se creía victorioso: tenía razón y lo sabía. Vi ardillas varias; un pájaro;
dos gatos negros; decenas de perros. Vi a una mujer vendiendo estampitas. Vi a
un veterano de guerra ofreciendo chucherías de guerra. Vi a un viejo hippie, a menos
de dos metros del otro, con anteojos Lennon, rematando pins insultantes a Trump. Vi un espejo. Y vi mi rostro, apenas reconocible, en el espejo. Y vi
tu rostro también, reflejado ahí, y lloré al recordarlo. Vi a un payaso con sus
globos, sus manos y zapatos exagerados, su sonrisa ancha, pintarrajeada. Pensé:
quién podría reírse hoy de algo como esto? Vi a un abogado que recién salía de
su despacho. Atravesaba con paso rápido la plaza, yéndose, por fin, y aún así,
disimulando: una vida entera disimulando. Vi a la luna a lo lejos, y estaba
hermosa. La vi, primero, en un trazo del agua (el que había dejado la lluvia de
ayer, en un descuido), y luego en el alto. Se la veía amable, generosa, inmensa,
como llamándome, como haciéndome un guiño: tómame. Vi, sobre la noche, a 10
pordioseros, juntos en la esquina norte, la más sombría. A uno de ellos le
brillaba la mirada, y en su mirada se entreveía un rostro, y en ese rostro se entreveía
la muerte. Y tuve miedo, pero ya era tarde para temer nada.
4 comentarios:
Si me permites, algunas pequeñas correcciones a una crónica por lo demás estupenda como toda la serie: 1) Benito Juárez no "se había exiliado", lo obligaron a salir de México durante la última dictadura de Santa Anna, en 1853; fue de Veracruz a Cuba para llegar a Estados Unidos. El año anterior, 1852, había terminado otro periodo como gobernador de Oaxaca (y ya había sido diputado, fiscal y juez), por lo que 2) obviamente aprendió a hablar español no en el exilio en Nueva Orleans con Ocampo sino antes: mucho antes, desde niño (más o menos a los 12 años), con un señor de apellido Salanueva que fue su protector; incluso en su educación secundaria estudió "latinidad" y después se graduó como abogado (estudios en español, incluida una clase de Gramática castellana). Regresó del destierro en 1855, casi al final de la importantísima "revolución de Ayutla" que está en el inicio de la época de la Reforma en que destacaría Juárez -con varios más.
Mucho en la trayectoria de Juaréz, desde muy joven, es admirable, no sólo bueno. Pero tampoco fue un "superhombre" como lo llamaron algunos, tomó decisiones públicas criticables antes de y durante sus presidencias y después de 1867 tuvo muchos enamoramientos con el poder presidencial. Algunos de quienes vivieron en Nueva Orleans con él, como José María Mata, se volverían sus críticos.
Saludos!
sí, por eso mi ídolo :) fue Melchor Ocampo. Juárez terminó siendo un Presidente complicado -en situaciones, sí, heroicas e históricas! Lo de con quién había aprendido el idioma (y a qué edad) no lo sabía, pero lo otro (lo de Santa Anna) sí, así que gracias por eso!
Comparto tu admiración por Ocampo -quien fue asesinado del modo más cobarde por un "comando" conservador.
Gracias a ti por las crónicas, que de verdad se disfrutan.
La vi, primero, en un trazo del agua (el que había dejado la lluvia de ayer, en un descuido)
Eso es muy bueno
Bettina
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