Como en los últimos días
me mudé -vivo ahora de prestado, en el departamento de unos amigos- mudé
también, con mis cosas, el epicentro de mis investigaciones. Antes, el eje de
mi trabajo lo ubicaba en la parte “alta” de la ciudad, y la Biblioteca de la Universidad
de Columbia (eventualmente, luego de un viaje que disfruto, en la parte “baja”
de la ciudad, con la Biblioteca de Derecho de la Universidad de Nueva York como
destino). Con la mudanza, en cambio, mis lecturas y escrituras se trasladaron
al “medio,” y desde hoy trabajo, centralmente, en la Biblioteca Pública de
Nueva York -la Public Library.
Tengo, hacia esta
Biblioteca Pública, un especial cariño. Por un lado, por un tema menor: aquí
hice, para mi investigación más larga (el constitucionalismo latinoamericano),
parte de mis búsquedas más raras. Por otro lado, me mueve un tema mayor: amo
las bibliotecas públicas, y ésta, entre las que conozco, ranquea entre las de
más arriba. Esta biblioteca ha sido siempre un gran ejemplo de las cosas buenas,
amigables, generosas, que ofrece esta difícil, áspera ciudad -una ciudad que excluye
a los sin-dinero, entre tantas otras cosas. Una de las Babel del mundo, la Biblioteca
lo alberga todo pero, además, abre la mano y lo entrega.
Basta llegar a sus puertas
para darse cuenta: la ciudad se ha apoderado de ella. Todo el mundo sentado en las
escalinatas de la entrada, que aparecen plagadas de mesas y sillas de metal. Cada
quien haciendo en el espacio, y de él, lo que se le ocurre: tomar sol, charlar,
dormir la siesta (tomando un escalón como cama), escribir, pintar, jugar al
ajedrez, ver pasar al universo.
Luego uno entra. Yo hacía
rato que no venía, así que había olvidado las reglas. Entré, con la mochila a
cuestas, reviviendo los miedos y molestias que me genera la Biblioteca Nacional,
en mi ciudad -puertas cerradas; revisiones múltiples; negación del acceso a
internet (¡); y también (cuesta creerlo, cuesta decirlo, cuesta admitirlo) prohibición
de entrar con libros propios. Pero qué pena!
Me acerco a la Sala
Principal, y me encuentro con un hombre sentado solo, sobre una silla, en la
puerta. Miro más allá, y veo -como el protagonista de El Expreso de Medianoche-
la libertad entera del otro lado. La libertad está ahí, apenas cruzando el
umbral, a pocos metros: mesas de madera extendidas, todas ocupadas por personas leyendo, jugando, cada una con su lámpara, su enchufe, una hermosa luz, acceso a
internet, silencio. Personas con auriculares, escuchando música; otras, mirando
películas; otras más, avanzando con sus tesis doctorales; algunos jugueteando
con sus celulares; otros, ya cansados, durmiendo; y otras más, buscando
libremente en la red, lo que se les ocurriera; muchos leyendo, subrayando,
haciendo cuentas; y todos los libros, de todo el mundo, disponibles: la
libertad.
Le pregunto al hombre, algo
temeroso, dónde me tengo que inscribir; dónde gestionar la autorización para
entrar (al Paraíso, iba a decirle), con mi computadora y mis libros, para
quedarme el resto del día. El hombre, vestido de gris, con corbata y saco, era
especialmente amable. Me mira a los ojos, contento, me sonríe, y me dice: “no
hay que pedir nada a nadie, entrás y te sentás donde quieras.” Me quedé un poco
pálido ante la ausencia de protocolos, lo saludé y crucé el umbral. Enseguida, encontré
uno de los pocos sitios vacíos. Me senté, y me puse a llorar.
No es que me conmoví un
poco, que sentí cosquillas en el pecho, que temblé de emoción, que una electricidad
en las manos. No. Me puse a llorar a mares. Por la alegría de estar ahí, con
todo el día a disposición, en ese mundo infinito, amable. Por no tener que
pedirle permiso a nadie. Por tener abrigo, para todo el día, en un lugar
cálido. Por tener todo el tiempo del mundo. Por verme rodeado de ricos, pobres,
estudiantes, nerds, raperos, freaks, viejos, nenes, personas con peluquín (y
luego: musulmanes, negros, latinos, indios, judíos ortodoxos, africanos: todos los
extranjeros del mundo). Por sentirme bien tratado, respetado, en un espacio
digno, limpio! Pero, sobre todo, lo que me entristeció fue pensar en lo que no
tenemos, pudiendo tenerlo, y pidiendo tan poco. Quiero decir, hablando hoy de
bibliotecas: cultivar el espacio de la libertad en común, tratarnos algo así como
si fuéramos humanos. O, lo que es lo mismo: no hace falta disponer de todos los
libros del mundo, para tener lo que vale la pena, lo que se extraña, quiero
decir, las condiciones básicas de la hospitalidad pública, el trato igual para
todos, la apertura, la dignidad, el buen trato. Y ya nada de desidia, revancha,
guerra, destrato. Nada de eso, en este pequeño mundo, por un rato.
7 comentarios:
lamentablemente, lo que describis, la falta de hospitalidad publica, excede las bibliotecas. incluye tambien a las instituciones culturales (ambitos poco difundidos que solo conocen y donde solo se mueven unos pocos entendidos, de la gris clase media burocratica). las universidades publicas, los espacios academicos, las catedras, muchos grupos de investigacion tambien son asi. a la vez, ojo, en la uba es comun ver gente de fuera de la universidad, que se mete de oyente, eso es algo bueno, quizas poco comun, que se debe decir a favor. sin embargo, la maraña burocratica hace que sea tan costoso como estudiar (e incluso mas) aprender a moverse en ese laberinto, una perdida de tiempo, una tristeza, y un mal rasgo de la universidad publica que muchos de sus defensores, en vez de asumir como problematico, refuerzan como un acicate para el estoicismo que te haria mas fuerte por haber pasado por ahi.
Qué bonito, lástima que es tan solo ese pequeño mundo..
Ya le vengo diciendo que tiene que escribir un libro de viajes a la Sarmiento. Son bellísimos sus relatos
¡Me hiciste llorar! qué relato tan precioso.
En ese tipo de situaciones uno se da cuenta que ha normalizado demasiado la adversidad. La amabilidad que acoge quiebra las certezas y desprovisto de protección se recibe el golpe de lo que se ha querido siempre.
no vuelvas RG, nos esperan los "vengadores".....
Que bello relato! ganas de llorar.
Bettina
Publicar un comentario