A los fines de escribir
este libro, decidí trasladarme, en la primera semana de octubre de 2019, a los
Estados Unidos. Mi intención era aislarme de los compromisos, a veces
agobiantes, en mi país, y escribir en compañía de grandes bibliotecas y
profesores amigos. El contexto de los Estados Unidos también parecía propicio
para escribir sobre lo que he estado escribiendo: una extendida situación de (lo
que se ha denominado, de modo acertado) “fatiga democrática”, y que alguna vez
he tratado de describir, hablando del derecho, como un estado asentado de “alienación
jurídica”. Un sentido compartido de que las normas que nuestras comunidades
aprueban, en nombre nuestro, nos resultan completamente ajenas.
Decía que el contexto
político norteamericano parecía muy ajustado a mis preocupaciones, e incitante
para avanzar en lo que estaba escribiendo. Llegué aquí en un momento muy
especial, cuando ocupa la Presidencia un hombre inapto e impensado, y la
sociedad norteamericana aparece muy dividida. Muchos de los profesores con los
que estoy vinculado se encuentran escribiendo, en estos días, sobre los modos en
que podría proceder un impeachment presidencial -un juicio político.
En el momento en que tomo
un avión hacia aquí, el 9 de octubre, un colega y amigo me contacta, desde
Barcelona, para que tengamos alguna participación conjunta en el juicio, frente
a una sentencia que está por dictarse, en España, y que está llamada a generar
un estallido en las calles: la condena a 9 líderes independentistas, luego del
fallido (por varias razones) intento de la dirigencia catalana, por declarar la
independencia política de Cataluña. Debo declinar la invitación a intervenir en
el asunto, que amenaza con consumir el poco tiempo del que dispongo para sentar
las bases de este libro, y lo hago también con dolor: estallan en estos días
multitudinarias manifestaciones de protesta, en Barcelona, de una masividad
nunca antes vista.
Esta misma mañana -cuando
escribo esto es el 26 de octubre- me levanto dispuesto a escribir unas notas
contextuales, destinadas a apoyar mis dichos en este capítulo que inicio,
referido a la “erosión” y “fatiga” democráticas. Me dispongo a realizar una pequeña
investigación para ofrecer una idea del tipo de problemas a los que quiero
referirme, pero antes, como cada mañana, me preparo un café y leo los diarios
del día. Apenas abro uno, me desbordan y abruman las noticias del día. Me resulta
imposible asimilar todo lo que leo, en el momento en que me disponía a explicar
qué es lo que entiendo por “erosión democrática.” Uno de los principales
columnistas que leo, cada sábado como hoy, escribe en su columna del día sobre
la perentoria necesidad de “evitar una tragedia en la Argentina”, relacionando
la situación en mi país con la que ocurre en países vecinos, que caracteriza hablando
de “levantamientos populares, repudio al poder constituido, muertes, represión,
destrozos, amenaza a la gobernabilidad”. El columnista, Eduardo Fidanza, habla
de “votantes desesperados que podrían decir de las elites gobernantes lo mismo
que dijo Jacobo Burckardt de las grandes personalidades: ‘son todo lo que nosotros
no somos.” Es el diario de hoy.
Mientras demoro un poco
la lectura sobre las movilizaciones en Barcelona, y las manifestaciones en
Francia (donde continúan las protestas, cada vez más violentas y extendidas en
el tiempo, de los “chalecos amarillos”), leo que “una ola de furia” se ha apoderado
de América Latina. La urgencia y actualidad de la situación es tal, que ni
siquiera me concentro en un análisis de la situación de Venezuela, en donde un
impecable informe de la ONU, elaborado bajo la dirección de la ex Presidenta
Chilena Michelle Bachelet, habla de 6700 muertos en año y medio, 5 millones de
exiliados. No. Me refiero a lo que ocurre en estos días -hablo de ayer mismo, o
de mañana- en el resto de los países de la región.
Digo ayer mismo, y mañana
mismo, y no en un sentido metafórico. Digo ayer, porque ayer, 25 de octubre, se
produjo en Chile la movilización más grande en la historia del país: más de
un millón de personas se volcaron a las calles de Chile para presionar al
gobierno de Sebastián Piñera por cambios estructurales. El diario dice que no se
veían manifestaciones semejantes desde hace al menos 30 años, cuando los
chilenos se lanzaron a las calles luego del plebiscito de 1988 a través del
cual se derrotó a Pinochet. La consigna de los manifestantes es: “Chile
despertó”, “No estamos en guerra” (el Presidente del país, con una torpeza y una
llamativa falta de sensibilidad para captar lo que allí está ocurriendo, había
hablado hace días del problema social, diciendo “estamos en guerra”). En pocos
días, desde el estallido del conflicto, el 18 de octubre, se produjeron en
Chile 19 muertos y destrozos graves en una mayoría de ciudades. Conviene,
también, dejar anotado cuál fue el hecho que desató el conflicto: apenas
-diría- un aumento en el precio del boleto de subte, que a los pocos días, y
asustado por la dimensión que cobrara el asunto, el Presidente Piñera decidió
anular, reemplazándolo por ayudas sociales. Las manifestaciones en su contra no
cejaron, sino que aumentaron, exigiendo su renuncia. Ayer. Un millón de
personas.
Digo movilizaciones masivas,
aumento en el precio de los servicios, pedidos de renuncia al Presidente, y consiguiente
anulación presidencial de los aumentos decididos, para hablar de Chile, pero
exactamente los mismos dichos, en esta misma semana, me hubieran permitido
hablar de Ecuador. Diciendo exactamente lo mismo. Apenas unos días atrás (el 14
de octubre), el Presidente Lenin Moreno acaba de derogar el decreto 883, que
eliminaba al subsidio a los combustible, y que había desatado una ola de
protestas, radicalizadas movilizaciones indígenas, incendios y saqueos en todo
el país.
Y dije mañana, también,
porque mañana se celebran las elecciones, en mi país -la Argentina- pero no en
un marco político y social de entusiasmo (en la Argentina las jornadas del
comicio suelen ser de algarabía popular), sino de tristeza, bronca y
desencanto. El país aparece política, y no sólo económicamente, quebrado: se
habla de la existencia de una “grieta política” (un término que se viene
utilizando en muchos países, desde España a Venezuela) para hacer alusión a la
hostilidad que exhiben las dos principales facciones del país (en la Argentina,
como en otros países), hoy enojadas entre sí, y políticamente enfrentadas. La futura
vice-presidenta del país fue ya Presidenta de la Argentina en dos
oportunidades, y llega a su nuevo cargo con seis pedidos de prisión preventiva
y 12 procesamientos confirmados.
Me referí, en estas
líneas, a lo ocurrido -apenas en un puñado de días- en una diversidad de países
-desde España o Francia, a la Argentina, a Chile, Ecuador o Venezuela- pero
pude haber hablado de casi cualquier otro país, en Occidente, y sobre todo en
el continente americano. Pude haberme detenido, por caso, en un análisis de la
situación en Bolivia: no en su situación histórica, sino en lo que viene aconteciendo
desde el domingo pasado. Quiero decir, una sucesión de destrozos, incendios y
enfrentamientos sociales, luego de las denuncias de fraude que se desataron
apenas comenzó oficial de votos, luego de las elecciones presidenciales del
pasado domingo.
Pude haberme concentrado,
sino, en el análisis de las divisiones que muestra Brasil, y la catástrofe que
implica el gobierno de Jair Bolsonaro. O pude haber hecho referencia a la
situación de tragedia social que se vive en Nicaragua, desde el estallido en 2018
por las reformas al sistema de seguro social, y las multitudinarias protestas
desatadas desde entonces, denunciando una brutal represión policial, y exigiendo
la renuncia del presidente Ortega. O pude hablar de México, y de la “nueva crisis
de seguridad nacional”, que se disparara estos días, luego de que el gobierno -de
perfil ideológico de izquierda- perdiera una nueva batalla al liberar al hijo
del jefe narco mexicano, “el chapo Guzmán”, cediendo el control al narcotráfico
de la ciudad de Culiacán. Si no era el caso, podría haber elegido hablar de Uruguay,
y de las manifestaciones masivas que acaban de producirse en contra del
plebiscito “Vivir sin miedo,” que incluye nuevas medidas que permiten a los
militares actuar en la seguridad pública.
Quiero decir: pretendí
ponerme a investigar sobre el contexto de crisis actual de la democracia, para
explicitar qué es lo que entiendo al hablar de “erosión democrática,” pero me
bastó ponerme a leer el diario de hoy mismo, cuando esto escribo. La situación
nos estalla en el rostro, y es imposible no verla, aún con los ojos cerrados.
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