Vivo en un cuarto de 3 x
4, donde apenas entran una cama y un armario. En el cuarto puedo dormir o salir
de él: para eso me sirve. El espacio no me alcanza para un escritorio, para elongar
o hacer gimnasia, para poner una silla donde colgar las piernas. Mi cuarto se encierra entre una ventana amplia
y tres paredes llenas de cuadros. La ventana choca contra el edificio de al
lado (al que veo sólo de espaldas), mientras que, por sus otros costados, la
habitación linda con dos cuartos contiguos, todos ocupados. No sé, en verdad,
cuánta gente vive en este mismo departamento: entran y salen de a muchos, se
abren y se cierran las puertas, continuamente, todos se movilizan hablando. No sé,
no sé cuántos son, ni como se distribuyen en los cuartos. Sé que no hubo una sola
vez -ni una sola- en que quise entrar en la cocina y alguien no estaba
cocinándose algo (y eso que probé cenar a la medianoche, cenar a las 8, cenar incluso al mediodía). Sé que no hubo una sola vez que no
tomé el ascensor sin encontrarlo lleno de lado a lado. (En la soledad en que
vivo aquí arriba, vivo todo el día rodeado). Sé, también, que las dueñas de
este piso son dos mujeres mayores, dos mujeres brasileñas: madre e hija. Mientras
la hija trabaja, durante el día, la madre se queda aquí, del otro lado de mi
pared, esperando. La escucho, todos los días, escuchando la radio: temas viejos
de samba, de brasileña samba, mientras se queda esperando. Debe hacer más de 30
años que está aquí instalada en los Estados Unidos, pero no parece haberse
acogido ni a la televisión, ni al cine o teatro: sus recuerdos son los de su
barrio. La voz de la radio, en portugués, ni se escucha, no la escucha ni ella,
pero el idioma es lo que importa: el lenguaje de su país es su casa verdadera, la
casa en donde ella vive.
Vivo en un vecindario latino, donde durante todo el sábado se oye merengue, cumbia, ballenato. Los vecinos
parecen dividirse en tres bandos principales: los que cortan el pelo, los que
hablan de cortarse el pelo, y los que se la pasan cortándoselo. Los sábados, en
particular, los hispanos se quedan en las veredas, las ocupan, y desde allí se
encuentran, se saludan, se insultan: vociferan irreproducibles improperios, de
mujeres a hombres, de hombres a hombres, de jóvenes a mayores. Lo mejor de los
fines de semana es verlos jugar al dominó, golpeando sobre la mesa, disfrutando.
Eso es fantástico: verlos ahí, abstraídos del mundo, desinteresados por quienes
pasan al lado, jugando entre ellos, acompañándose sin decirlo, como si sólo
estuvieran jugando. En el barrio también hay pizzerías con nombres breves (Bill;
Ben; Bernie); puertorriqueños con botellas de cerveza en la mano; dominicanos
hablando del dinero que les tiene que llegar o que deben ir enviando;
venezolanos con deudas de almacén, comprando indefectiblemente platos baratos
(chip poteitos); argentinos con la camiseta de Racing (la misma que tengo yo,
del tiempo en que nos auspiciaba Multicanal) revolviendo la basura. “Qué es lo
que tu haces”, pregunta un cubano. A pesar de los dolores, me gusta el barrio. Me
gusta, en particular, cuando los viejos, de orígenes y destinos cruzados, se
juntan frente a alguna puerta y discuten sobre temas con los que no están comprometidos,
burlándose. Malhablados pero gritando. Me encanta cuando lanzan las risotadas, tan
poco americanos, tan poco contenidos, tan excesivos. Somos esto, parecen decirles,
somos lo contrario.
La portera de mi edificio
es de Puerto Rico. La vi recién, por décima vez en el día, luego de haber
salido en horarios irregulares, desde las 7 de la mañana y hasta hace un rato,
casi sobre la media noche. Le pregunté qué hacía todavía en el edificio: había
pasado sentada en su mismo lugar, todo el día, todo el tiempo: to-do-el-tiem-po
ahí sentada. Van dos días enteros así, me dijo. Me aclaró que igual cierra los
ojos un poco, se queda dormida, durante la noche, cuando ya no hay nadie. Me confesó
que va a tener todavía dos días más así, enteros así, y me lo dijo riendo. Imposible.
Vuelvo a mi cuarto. Estoy
tan cansado que me acuerdo de la canción de Vivencia! Uy qué viejo! La canción
decía:
En mi cuarto
en mi cuarto se refugian
las heridas,
que me han hecho,
que me han hecho los
golpes de la vida
Allí nadie me molesta, ni
critica, ni protesta
estoy solo
En mi cuarto, en mi
cuarto
tengo hermanos a montones
tengo libros, tengo
libros
que aclararon mis errores
6 comentarios:
Profesor, perdón las preguntas. Me intrigan algunas cosas. Creo que quizá pueda responderme, y así yo entienda la vida de un profesor Argentino que va a producir a EUA. Además de escribir un libro, dictará clases o qué otras actividades académicas realizará -si es que hará alguna-?. Cuánto tiempo va a estar?. Por qué fue allá a escribir?.
Gracias
Antonio Callieri (uruguayo que vino a la Argentina a estudiar hace 40 años, y nunca se fue).
sí, tengo actividades académicas programadas (y alguna como comentarista político), si puedo después las reporto. también hay por acá una red larga de colegas y ex profesores con los que dialogo (ayer estuve con el genio y amigo joseph raz, en unas semanas estoy en un evento con a.przeworski), pero la verdad es que estoy acá para escribir, en una mezcla de aislamiento y bibliotecas
Mi segunda instancia en NY empezó con tres semanas en Washington Heights --- no olvidaré jamás ese descubrimiento, al que retorné seguido en una etapa más exploratoria. Tampoco olvidaré la primera cena de esa seguna etapa, en un restaurant domincano sobre Broadway, del que sí olvidé el nombre me temo --- ah, y el cine!!!!!!! En una caminata más adelante, otoñal o invernal ya, el extraordinario United Palace, mandatory: https://www.unitedpalace.org/
Intuitiva conexión con el flujo de la experiencia vital, como efecto colateral del desarrollo de un objetivo racional que apasiona. No suelo postear pero este relato lo ameritaba. Paz.
Gracias Profesor por compartir. Uno, ya grande, mira para atrás y "revive" un poco su historia viendo la de los más jóvenes. Suerte y avanti!
Saludos
Antonio
Con sorpresa capitulamos ante lo evidente: vivimos rodeados de poesía.
María R.B.
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