3 oct 2019

El pobre estado de nuestras democracias

Pubicado hoy en LN, acá:
https://www.lanacion.com.ar/opinion/lore-con-verit-ip-ercip-nid2293544




Poco después de la seria derrota electoral que sufriera, y frente a una Plaza de Mayo colmada, el Presidente en ejercicio gritó, emocionado, que había escuchado la voz popular, y entendido el mensaje de las urnas. Fue virtualmente lo único que dijo en su discurso desde la Casa Rosada, pero eso poco que dijo resultó ya enormemente revelador acerca del pobre estado de nuestra democracia. Quisiera hacer referencia a esa pobreza de la democracia asumiendo, sin embargo, que de este modo aludiré a “males” que no son exclusivos de nuestro país (aún cuando nuestro país sea claramente representativo del deficiente estado de cosas al que voy a referirme).

La respuesta presidencial de “los escuché” –escuché lo que dijeron en las urnas- es interesante porque, obviamente, las urnas no hablan, y ese no hablar refleja en los hechos nuestra falta de “voz”, tanto como la incapacidad general del sistema para ayudar a que nos expresemos con palabras. De este modo, también, se manifiesta la indolencia u hostilidad del actual modelo democrático, frente a nuestra necesidad de conversar (entre nosotros y con los oficiales públicos) sobre los asuntos comunes que más nos interesan.

La pregunta que podemos hacernos, entonces, ante las dificultades que afectan a nuestra vida pública, es: cuánto nos ayudan a decir las elecciones, y cuánto es lo que ellas impiden que digamos? A veces (y esto pareció sugerir el resultado electoral) las autoridades no entienden o no reconocen el tipo y gravedad de las angustias que afectan a miles o millones de personas. Sin embargo, las elecciones no contribuyen a precisar o dejar en claro cuáles son esas dolencias; o cuáles son las quejas predominantes; ni mucho menos cuáles son los elogios y cuáles las sugerencias de cambio que pretende la mayoría, o exigen los más afectados. Carecemos de medios institucionales que favorezcan esa conversación entre iguales. Es que la mayoría del pueblo, con su voto desfavorable, pidió cambiar todo, o sólo algunas cosas (cuáles, y de qué modo)? Es que la mayoría le dijo a la oposición “vuelvan y hagan lo mismo que antes”, o es que en realidad quiso decir “vuelvan pero por favor no repitan tales errores” (“vuelvan pero sin corrupción;” “vuelvan pero sin autoritarismo”; “vuelvan pero con otro plan económico”; “vuelvan pero sin mentiras”)? No podemos saber nada de esto –otra vez- porque las elecciones revelan mucho menos de lo que ocultan o no dejan ver.

A resultas de dificultades expresivas como las señaladas, tiende a ocurrir que el gobierno (el Presidente en el ejemplo citado) diga “yo los escuché,” “ya los entendí”, pero lo cierto es que ni él ni nadie tiene constancia cierta, después de una elección, de lo que las mayorías quieren y de lo que rechazan. Pidieron otro plan económico? Demandan más planes sociales o menos? Quisieron decir que no les interesa la corrupción, o que este gobierno es corrupto también? No lo sabemos. Del mismo modo, la oposición puede decir –como algunos opositores han estado diciendo- “la ciudadanía exige que volvamos, para hacer lo mismo que ya hicimos”; o, más bien, “la ciudadanía reconoce que se equivocó al sacarnos del gobierno, se arrepiente de habernos votado en contra, y nos pide disculpas”; o, también, “el pueblo ahora entendió que teníamos razón.” La verdad es que todas estas afirmaciones (a mi entender disparatadas, en su mayoría) resultan compatibles con el resultado de las elecciones: cualquiera puede interpretar lo que le da la gana, del modo en que se le de la gana, a partir de lo que “dijimos” en las urnas. Simplemente, no sabemos casi nada de lo que el pueblo dice cuando vota, por lo cual tenía poco sentido sostener, como sostuvo el Presidente, “yo los escuché”, “ahora los entiendo”. Lo cierto es que, a través de medios institucionales tan precarios como los que tenemos, nadie puede decir sensatamente que entendió el mensaje de las urnas: quisimos decir muchísimas cosas a través del voto, pero no se nos permitió aclarar o precisar nada de lo que pensábamos. El hecho es que carecemos de la oportunidad de dialogar, de poner matices, de decir “apoyo esto, pero no esto otro, y aquello nunca más.” Simplemente: la democracia se convirtió en un sistema que en los hechos nos priva de la palabra. Nuestra democracia no nos ayuda a conversar, y sólo nos permite, cada tantos años, arrojar algunas piedras contra la pared y hacer un gran ruido, con la expectativa de que quienes están en el poder descifren ese mensaje diverso, matizado y rico que intentamos expresar con los muy toscos medios con los que contamos. Lo que termina ocurriendo, entonces, es que quienes tienen poder (dentro o fuera del gobierno) interpretan lo que quieren, del modo en que quieren, para actuar luego en consecuencia, y a nuestro nombre.

El problema en cuestión tiene que ver, entonces, con muchas cosas, que incluyen la absoluta carencia de herramientas institucionales que nos permitan hablar, intercambiar argumentos, dejar en claro “qué sí, qué no, y por qué” frente a cada elección. El problema en cuestión tiene que ver, también, con la enorme limitación que es propia del único instrumento democrático del que disponemos efectivamente –el voto- para dar cuenta de todo lo que queremos afirmar y rechazar frente a cada elección (el voto periódico es el único instrumento que sobrevivió, de los muchos que en su momento caracterizaron a la democracia, y que incluían asambleas y foros públicos, revocatoria de mandatos, instrucciones obligatorias, y un largo etcétera). Y el problema en cuestión tiene que ver, sobre todo, con la visión “minimalista,” restrictiva, limitadísima de la democracia, que comparten oficialismo y oposición: una visión de la democracia conforme a la cual democracia es sinónimo de elecciones periódicas: democracia es (sólo) votar. Por ello es que escuchamos tantas veces, de parte del gobernante de turno, ideas como la de “no los voy a defraudar” o “si no les gusta lo que hago, armen un partido y gánenme en las próximas elecciones”. Se trata de lecturas elitistas y excluyentes de la democracia; que se erigen sobre una gran ausencia, que es la del pueblo; que asumen la concentración del poder como un dato; que suponen la omnipotencia presidencial; y que desconocen lo más importante, esto es, que la democracia no sólo no se reduce a las elecciones, sino que es, sobre todo, lo que ocurre desde el día después de que las elecciones terminan. Hoy, sin embargo, todo está organizado para que todo siga como estaba: “gobierno de unos pocos, para unos pocos, en nombre del pueblo, pero sin el pueblo.” En razón de todo lo dicho, necesitamos recuperar el viejo lugar (y el viejo concepto) de la democracia como diálogo inclusivo: sabemos que es justo, sabemos que es necesario, pero sobre todo sabemos ahora que es posible.




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